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– ¿Y para qué?

– Para que tuviese celos Wadah.

– Pero los celos de Wadah matan.

– Te juro que no matarán á Bekralbayda. ¿No estaba á tu lado en tu alcázar Yshac-el-Rumi?

– No comprendo bien esto.

– Antes de mucho lo comprenderás.

– ¿Pero esa diadema, esas joyas, esas galas que te cubren y que valen un tesoro, Leila?

– ¡Ah! ¡desconfias de mi!

– No, no desconfio: pero en tu habitacion de Córdoba se encontraron todas tus joyas, joyas que yo he conservado, como un precioso tesoro de mi corazon, porque creí que esas joyas y esas ropas eran lo único que me quedaba de tí.

– Despues de la muerte de el Bokarí, permanecimos algunos meses en Tlencen; pero al fin, yo que ansiaba volver á Andalucía, porque en Andalucía estabas tú, escité á Yshac á que viniésemos á vivir á Granada, y cediendo á mis deseos Yshac dispuso el viaje.

Al dia siguiente un esclavo de mi padre entró en nuestra casa.

– Te llamas Yshac-el-Rumi, dijo á este.

– Sí, contestó.

– El poderoso rey Al-Mostansir Billah te ordena que vayas á su alcázar.

Yshac fué.

Al-Mostansir Billah le dió un cofre de hierro muy pequeño y una carta, y le dijo:

– Entrega esto á Leila-Radhyah.

Al-Mostansir Billah cuando hubo entregado el cofre y la carta y dicho estas palabras á Yshac, le volvió la espalda.

Yshac me entregó el cofre y la carta.

Abrí la carta antes que el cofre y ví que decia:

«Un rey tenia una hija:

Y esta hija del rey era muy hermosa.

Y tan hermosa era, que los sabios le habian dicho:

Tu hija será causa de crímenes y desdichas.

El rey encerró á su hija; pero la princesa empezó á languidecer.

El rey llamó á los sabios y les mostró la princesa:

¿Qué enfermedad padece mi hija? les preguntó.

Y los sabios le respondieron:

Tu hija languidece de amor.

Nosotros no nos atrevemos á volverle la salud; pero hemos consultado las estrellas, y las estrellas nos han dicho:

Allá en el Andalucía, del otro lado del mar, en la hermosa Córdoba, la hija del rey encontrará alivio á su dolencia.

Y el rey que amaba mucho á su hija la envió á Córdoba.

Pero su hija no volvió.

Han pasado muchos años.

Tú que vas á Córdoba, señora, busca á Leila-Radhyah y dála esas joyas.

Pero no la digas que su padre la dá un tesoro, porque Leila-Radhyah no tiene ya padre.

No la digas que venga, porque si su padre la vé delante de sí, la matará.»

– Tu padre fué demasiado severo contigo, dijo el rey Nazar.

– Mi padre me ama, dijo Leila-Radhyah con los ojos arrasados de lágrimas.

– ¡Te ama, y á pesar de tu inocencia no te ha recibido!..

– Mi padre me ha enviado hace pocos dias otra carta.

– ¡Otra carta!

– Sí, mírala.

Leila sacó de su seno una bolsita de seda verde y oro, y de ella un pergamino enrollado.

El rey Nazar leyó:

«Leila-Radhyah, decia aquella carta:

He tenido nuevas que han reanimado mi esperanza.

Un walí granadino, me ha dicho que la sultana Wadah está loca.

El rey Nazar puede, pues, apartarla de sí.

El rey Nazar puede ser tu esposo.

Te envio joyas y galas de sultana.

Si quieres tener padre y hermanos, consiente en ser la esposa de Nazar.

Si consientes, yo te enviaré servidumbre y esclavos y guardas, para que puedas presentarte en Granada, como debe ser vista la hija de un rey.

Tu padre te ama, Leila-Radhyah, pero no puede abrazarte hasta que laves tu deshonra.

Procura ser esposa de Al-Hhamar.»

– ¿Y qué has contestado á tu padre? dijo el rey Nazar.

– No le he contestado todavía; pero mi respuesta la llevará un embajador tuyo: un embajador que le diga: tu hija Leila-Radhyah, es sultana de Granada.

– ¡Oh! ese embajador partirá para Tlencen, antes que salga el sol del nuevo dia.

En aquel momento se oyó fuera un ténue silvido, un silvido semejante al de un buho.

El rey y Leila-Radhyah salieron del retrete donde se encontraban y se trasladaron á oscuras á aquel desde donde se veia la cámara de Bekralbayda.

Veamos lo que pasaba en esta cámara.

Estaba desierta.

Bekralbayda velaba en el jardin, mirando desde sus espesuras la torre del Gallo de viento, que se veia á lo lejos allá en el distante estremo del Albaicin bajo la luz de la luna, y en cuyas ventanas se veia el reflejo de una luz.

Bekralbayda creia ver en aquella ventana al príncipe que velaba como ella.

Estaba abstraida, absorta en su amor, cuando un esclavo se acercó á ella, se prosternó, y la dijo con voz humilde:

– Poderosa sultana, la noble sultana Wadah acaba de llegar y desea verte.

– ¿Y dónde está la sultana? esclamó con cierta alegría Bekralbayda, porque amaba á Wadah.

– Te espera en tu cámara, señora, contestó el esclavo.

Bekralbayda se encaminó precipitadamente hácia su cámara.

En ella, sentada en el divan que servia de lecho, estaba Wadah, indolente, hermosa, mas hermosa que nunca, y muy sencillamente vestida.

Al ver á Bekralbayda, se levantó, corrió á ella y la besó en la boca.

– ¡Oh! esclamó: ¡qué hermosa estás, hija mia! ¡cuánto he sufrido desde el dia en que te sacaron del palacio del Gallo de viento! porque yo te amo, ya lo sabes.

– ¡Ah, señora! esclamó Bekralbayda: ¡y vienes á visitar á tu esclava!

– ¡Esclava! ¡no! ¡tú no eres esclava! ¡tú eres sultana! escucha; vengo á revelarte un secreto que te va á llenar de placer: el rey…

Bekralbayda palideció.

– ¡Oh! ¡y cómo le ama! pensó Wadah conteniendo mal su celosa rabia: el rey piensa casarte… con…

– ¿Con quién?.. esclamó pálida Bekralbayda.

– Con mi hijo: respondió la sultana.

– ¡Con tu hijo! ¡con el príncipe Juzef-Abdallah!

– ¿Qué, no te parece bastante hermoso mi hijo?..

– ¡Ah! ¡sí! si señora, pero es muy jóven… demasiado jóven.

– ¡Ah! ¿tú quisieras para esposo un hombre de la edad de su padre?

– Yo… no… ya es demasiado.

– ¡Jóven el uno! ¡el otro viejo!

– ¿Pero qué importa eso, señora? ¿por qué ha de pensar el rey en casarme? te equivocas… te equivocas… sultana: yo sé que el rey no quiere casarme con nadie.

– ¡Ah! ¡no quiere casarte con nadie! ¡pues mira, yo habia creido!.. el otro dia me dijo: Wadah, estoy pensando en casar á nuestro hijo. – ¿Y con quién, señor? – Con una doncella jóven, hermosa, pura, á quien tú conoces. – ¿Que yo conozco? – Sí, pero quiero sorprenderte y no te diré su nombre. – Y no me lo dijo: pero al dia siguiente te sacó del alcázar, y te trajo á este otro alcázar: puso junto á tí eunucos, esclavos y guardas… magestad de sultana, y yo… yo creí que era porque te destinaba á nuestro hijo… al príncipe Juzef. ¡Y no amas tú á mi hijo!

– ¡Ah, señora! le respeto… pero amarle… no.

– ¿Y á quién amas?

– Yo… á nadie.

– ¡A nadie!.. ¿y el estado en que te encuentras, pobre niña?

Y la mirada de Wadah se fijó de una manera marcada en Bekralbayda.

La pobre jóven se cubrió el rostro con las manos.

– Ha sido una violencia, una horrible violencia…

– ¡Del rey!

– ¡Del rey! esclamó asombrada Bekralbayda.

– ¿Por qué tiemblas?..

– Has dicho que el rey…

– Es tu amante.

– No; no; y cien veces no.

Wadah habia dejado al fin su continente tranquilo.

Sus ojos arrojaban llamas.

Estaba trémula de cólera.

– ¿Pues si no ha sido el rey, quién ha sido? añadió con la voz opaca por los celos y por el ódio Wadah.

– ¿Pero qué te he hecho, señora, para que me trates así? esclamó Bekralbayda.

– ¿Qué me has hecho? ¿qué me has hecho? ¿Pues no te ama el rey Nazar?

– ¡Dios mio!

– ¿No eres tú su esclava querida?

– Soy su esclava… sí, es verdad, pero…

– No, tú no eres su esclava: tú eres su señora.

– Yo… ¿pero tú estas loca, sultana?

– ¡Loca! ¡loca! ¡sí, es verdad! ¡loca de celos! ¿sabes tú quién soy yo?

– ¡Ah! ¡Dios mio! esclamó Bekralbayda levantándose y pretendiendo huir.

Wadah la asió de un brazo y la atrajo á sí:

– ¡Socorro! gritó la jóven: ¡socorredme!.. ¡libradme de esta muger!

– Nadie puede oirte: están cerradas las puertas y los que te sirven alejados; nadie te oirá.

– ¡Oh! ¡Señor, Señor de misericordia! esclamó la jóven cayendo de rodillas.

– Sí, sí, prostérnate, dijo Wadah; porque así debes estar delante de mí: delante de la esposa á quien has injuriado.

– Yo os juro que no amo al rey.

– Pero él te ama.

– Yo no puedo impedirlo.

– Pero no se ama á los muertos.

– ¡Ah! ¡qué dices! ¡pero no, tú no piensas así!.. ¡tú no quieres asesinarme!.. ¿no es verdad? yo no tengo la culpa… no… yo no amo al rey… yo no he sido suya… no puedo ser suya… antes la muerte… no… no puedo ser suya.

– Te obligará.

– ¡Oh! ¡no! porque si quiere violentarme, yo le diré: soy amante del príncipe Mohammet: el hijo que llevo en mis entrañas es tu nieto.

– ¡Mientes! ¡mientes! ¡quieres salvarte! ¿qué? ¿no te he visto yo perderte en los bosquecillos con el rey?

– Pero yo no tengo la culpa…

– Escucha: en otro tiempo otra muger me disputaba los amores de Nazar… yo maté á aquella muger.

– ¡Oh, Dios mio!

– Pero la maté á puñaladas y su sangre…

Wadah se detuvo.

– Yo veo su sangre corriendo siempre delante de mí como un torrente: yo me estremezco de noche y me tapo la cabeza para que no caiga sobre ella la sangre de aquella muger, la sangre de Leila-Radhyah. Yo no quiero ver mas sangre y no te mataré á puñaladas.

– ¡Matarme! ¡matarme! ¡pero eso no puede ser! señora… no… yo te amaba…

– ¡Que me amabas!

– Sí… como amaría á mi madre.

– ¡A tu madre! ¡á tu madre! ¡Oh! yo tenia una hija: una hija que tendria tu misma edad: y aquella miserable Leila-Radhyah la mató… la mató: yo encontré sus ropas ensangrentadas… por eso maté á esa miserable muger que se me presenta todavía á cada paso delante de los ojos, hermosa y pálida como un espectro… por eso la dí de puñaladas: pero á tí no: yo te mataré de modo que no salga fuera de tu cuerpo una sola gota de sangre… no… tú no te presentarás ante mí en mis sueños, en mis soledades, roja de los pies á la cabeza… yo soy sábia… yo conozco las yerbas que matan y las yerbas que enloquecen: mira.

 

Y mostró á Bekralbayda un frasquito de oro.

– ¡Ah! ¿y qué es eso?.. esclamó aterrada la jóven.

– Esto… esto es… mira, tú beberás esto.

– Yo… yo no beberé… no… yo resistiré… yo gritaré…

– Resistir… ¿piensas acaso que puedes resistirme?.. gritarás… ¿te escuchará alguien? tú beberás…

– ¡Oh Dios poderoso!

– Beberás y sentirás entorpecidos tus ojos, pesada tu cabeza… te dormirás y no despertarás… no despertarás… y yo no tendré celos, porque no se ama á los muertos, y Al-Hhamar me volverá su amor.

Bekralbayda miraba fascinada á Wadah.

Wadah se habia replegado en un ángulo del divan como una pantera, y fijaba sus ojos estraviados y escandencidos en Bekralbayda.

– ¡Oh! ciertamente que eres muy hermosa… solo he conocido una muger que á tu edad fuese tan hermosa como tú, y esa muger la veia en mi espejo, porque esa muger era yo… pero ella, mi rosa blanca, seria mas hermosa que tú… sí, mas hermosa… y la mataron… ¡la mataron!.. yo maté á su asesino, á la infame… á la miserable Leila-Radhyah… ahora tú me robas á Al-Hhamar… ¡has matado el amor que Al-Hhamar me tenia, y morirás… morirás tambien!

– ¡Oh! ¡señora! ¡yo no amo al rey! ¡te lo juro! no le amo… el rey me aterra, me persigue, me enamora… pero yo… yo no puedo amar al rey… yo no puedo ser suya… yo he sido de su hijo… de su hijo, lo entiendes… de su hijo que está perseguido y aborrecido de su padre porque me ama.

Wadah miraba á Bekralbayda con una espresion letal.

La jóven continuó:

– Soy muy desgraciada, dijo, y poco me importaria morir… pero él me ama; él moriria si yo muriese…

– ¡El! y ¿quién es él? gritó Wadah levantándose furiosa: ¿quién es el que tú amas y morirá si tú mueres?

– ¡El príncipe Mohammet! esclamó con angustia Bekralbayda juntando sus manos.

– ¡El príncipe! ¡el príncipe! ¡tú me engañas!

– No; no te engaño: escucha: busca al príncipe, pregúntale: pregúntale á quien ama, el te dirá: yo amo á Bekralbayda.

– ¡Ah! ¡no! ¡no! ¡eso no es verdad!

– Sí, sí, pregúntale: ¿ha sido tu esclava Bekralbayda? y él te contestará: pregúntalo á los bosquecillos de la casita del remanso: pregúntalo á las fuentes, á las flores, á la noche silenciosa y oscura y ellos te dirán: nosotros hemos sido testigos de su felicidad, se aman, se aman, y Bekralbayda lleva en su seno la vida de su amor.

– ¡Mientes! ¡mientes! gritó Wadah.

– ¡Oh! no, no miento; y si defiendo mi vida… espera, espera algun tiempo, sultana; espera que nazca mi hijo, y mátame despues: pero no mates á mi hijo, no… mi hijo es inocente.

– Inocente era tambien mi hija y la mataron.

– ¿Pero tienes las entrañas de pedernal? esclamó desesperada Bekralbayda.

– ¡Tengo celos! ¡estoy loca! ¡Al-Hhamar me desprecia, y me desprecia por tí!

Y Wadah pálida, terrible, convulsa, adelantó hácia Bekralbayda.

La jóven cayó de rodillas.

– ¡Perdon! esclamó: ¡perdon! yo no tengo la culpa.

– ¡Bebe! esclamó Wadah con voz ronca asiendo violentamente de un brazo á Bekralbayda y presentándola el frasquito de oro.

– ¡No! ¡no! gritó Bekralbayda ronca de terror y de desesperacion rechazando el pomo.

– ¡Bebe! repitió con acento mas concentrado y terrible Wadah.

– No, gritó con toda la fuerza de su alma la jóven.

– ¡Ah! ¡no quieres beber! ¡será preciso que corra otra vez sangre!

– ¡Sangre! ¡piadoso Allah! ¡sangre! gritó Bekralbayda: no, no: tú no serás tan infame: yo no te hecho ningun mal.

– ¡Que no me has hecho ningun mal y te ama Nazar, y por tí me desprecia, como me despreciaba por Leila-Radhyah!

Y arrastraba furiosa á la jóven que oponia una resistencia desesperada.

De repente Bekralbayda dió un grito agudísimo; uno de esos gritos que el terror arranca del alma: habia visto brillar un puñal en la mano de Wadah, la muerte en sus ojos.

Pero en aquel momento sonó una voz grave, acentuada, terrible, voz que parecia salir de la eternidad, que contuvo el brazo de Wadah y la hizo temblar.

– ¡Wadah! habia pronunciado aquella voz.

Y al mismo tiempo se habia abierto con estruendo una puerta frente á Wadah, y habia aparecido en ella Leila-Radhyah.

Wadah dió un grito horrible, dejó caer el puñal y quedó como petrificada, mirando con estupor, con espanto á Leila-Radhyah.

– ¡Ella! ¡siempre ella! esclamó con voz sorda: ¡siempre su sombra ensangrentada!

– Sí, sí, yo soy que vengo á impedir un horrible crímen, dijo Leila-Radhyah con acento solemne.

Y adelantó y asió á Bekralbayda que la miraba asombrada, la levantó en sus brazos y la besó en la boca.

– ¡Ah! ¡hija mia! esclamó: ¡pobre hija mia!

– ¡Su hija! esclamó Wadah con asombro.

– ¡Mi hija! ¡crees que es mi hija! ¡pues bien, mira! dijo Leila-Radhyah.

Y desabrochando rápidamente la túnica de Bekralbayda, la descubrió el hombro derecho y mostró á Wadah un lunar rojo que Bekralbayda tenia sobre el hombro.

– ¡Mátala si te atreves! esclamó Leila-Radhyah.

Pasó una espresion de indecible angustia por el semblante de Wadah, su frente se cubrió de sudor, sus ojos se dilataron, se puso la mano sobre el corazon, cayó de rodillas y se abalanzó á Bekralbayda; la abrazó y la besó llorando y riendo.

– ¡Mi rosa blanca! esclamó: ¡mi hija!

– ¡Tu hija! esclamó Bekralbayda rechazándola: no, tú no eres mi madre: si fueras mi madre, la sangre te lo hubiera dicho, no hubieras querido matarme; ¡mi madre tú!

– ¡Sí, sí, yo soy tu madre! esclamó arrastrándose á sus pies Wadah: mírame mírame bien… yo tuve una hija… yo creí que la habian matado… pero no… no, eres tú… yo te conozco ahora… ese lunar que tienes sobre el hombro, ese lunar que yo besaba cuando eras pequeñita y te tenia sobre mis rodillas: ¡oh! ¡sí, sí! ¡tú eres mi hija: mi hermosa hija; mi preciosa rosa blanca!

Y abrazaba las rodillas de Bekralbayda que se retiraba constantemente de ella.

– ¡Esa muger está loca! dijo Bekralbayda.

– ¡Oh! sí, sí, dijo Wadah, he estado loca por tí, hija mia; porque te lloraba muerta: pero he vuelto á encontrarte y ya no estoy loca, no… ¿no es verdad que no estoy loca Leila-Radhyah? ¿no es verdad? díselo tú, díselo, dile que es mi hija… no te vengues de mí porque te maté… yo te maté porque creí que habias matado á mi hija… ¡perdóname! ¡perdóname! ¿qué hubieras tú hecho con la muger que hubiera matado á tu hija?

– Tú no me mataste Wadah: el Dios Unico y Misericordioso no quiso que yo muriese: yo he vivido para ser la madre de tu hija.

– ¡Ah! esclamó Wadah levantándose y pasándose ambas manos por la frente como si hubiera pretendido arrancar de su cabeza una vision de sangre; ¿con que no eres un espectro? ¿con que eres tú… tú… la amante de Al-Hhamar viva delante de mí? ¿con que lo que sucedió aquella noche fué un horrible sueño?

– Sueño que ha durado diez y siete años, dijo profundamente Leila-Radhyah; pero yo no sé vengarme, sultana: vete, vete, has querido matar á tu hija sin conocerla, y yo he impedido ese crímen.

– ¡Mi hija! esclamó Wadah y lanzó una horrible carcajada: ¡mi hija amante de mi esposo! ¡ah! ¡ah!

Wadah volvia a su locura.

– ¡Mi madre! esclamó Bekralbayda volviendo de su sorpresa, ¡es mi madre!

– Sí, tu madre es, dijo Leila-Radhyah.

– ¡Y es hijo suyo el príncipe Mohammet! esclamó con espanto Bekralbayda.

– No, dijo el rey Nazar entrando en la cámara: el príncipe Mohammet es hijo de Sobeya mi primera esposa.

– ¡Nazar! ¡Nazar! ¡perdóname! ¡perdóname! esclamó Wadah, que tornó por un fenómeno del sentimiento á la razon: perdóname Nazar: yo te engañé; pero yo te amaba… estaba loca por tí… yo te encubrí mi historia, yo te oculté la existencia de la hija de mis entrañas.

– Esto ha sido un sueño, un sueño sombrío, dijo Al-Hhamar.

– ¡Un sueño!

– ¡Sí! yo no te he conocido Wadah: tú no has existido para mí, vete.

– ¡Me arrojas, me arrojas de tí como una esclava! esclamó llorando Wadah.

– No, no te arrojo, dijo el rey Nazar: vivirás en mi alcázar, te servirán esclavos, pero no me volverás á ver.

– ¡Oh! ¡no!.. ¡rechazada por mi hija, rechazada por tí… sola y desesperada!.. ¡no… no… Nazar! ¡yo no puedo vivir así!

– Yo soy la que debe desaparecer, dijo Leila Radhyah: quedaos vosotros y sed felices.

– El embajador que ha de anunciar á tu padre que eres sultana de Granada ha partido ya, dijo Nazar.

– ¡Sultana de Granada tú, Leila Radhyah! esclamó en el colmo del dolor Wadah; sí, sí, sélo en buen hora, pero yo no lo veré.

Y antes de que ninguno de los que la acompañaba pudiera evitarlo ni impedirlo, apuró el contenido del pomo de oro.

– ¡Qué has hecho! esclamó horrorizado el rey Nazar.

– ¡Morir! contestó Wadah, arrojándose sobre el divan y cubriéndose el rostro con las manos.

– Esta es la justicia de Dios, dijo una voz sonora á la puerta de la cámara.

Era la voz de Yshac-el-Rumi que entró.

– ¡Ah! vienes á tiempo, esclamó el rey: tú eres sábio, tú eres astrólogo: tú encontrarás un medio de salvar á esa desdichada.

– Mira, sultan Nazar, dijo Yshac-el-Rumi, apartando las manos de Wadah de su semblante que estaba pálido é inmóvil.

– ¡Muerta! esclamó el rey Nazar.

– Sí, muerta: era necesario que fuesen vengados Leila-Radhyah y Daniel el Bokarí.

– ¿Y has sido tú?

– Sí, yo he sido el brazo de la justicia de Dios.

– ¡Y tú, tú acaso tambien!.. esclamó el rey mirando con ansiedad á Leila-Radhyah.

– ¡Oh! ¡no! esclamó horrorizada Leila-Radhyah: ¡yo no se asesinar!

– He sido yo, dijo Yshac-el-Rumi, y salió lentamente de la cámara.

El rey Nazar huyó de ella.

Leila-Radhyah levantó á Bekralbayda y se la llevó consigo.

El cadáver de Wadah quedó allí solo y abandonado.

IV
EN QUE YSHAC-EL-RUMI HACE PENSAR AL REY NAZAR

Pasaron algunos dias.

Wadah habia sido enterrada con toda la pompa que corresponde á una sultana.

La córte del rey Nazar llevó luto.

El mismo dia en que se sepultó á Wadah, apareció en un palo en la plaza de Raab-Abayda en el Albaicin la cabeza del alcaide de los eunucos.

El rey habia llamado á Yshac, y Yshac se le habia presentado.

– Toma mi cabeza, señor, si te place, le dijo: yo he hecho lo que he debido hacer: he cumplido la última voluntad de Daniel-el-Bokarí: le he vengado de esa infame Wadah, he casado su hija con tu hijo; porque tú los casarás sultan, y te he obligado á construir, por tu amor á Bekralbayda, el Palacio-de-Rubíes: además de eso te he devuelto tu amada Leila-Radhyah.

– ¿Y si yo hubiese sido amante de la amante de mi hijo? esclamó severamente el rey.

– Yo sabia que Bekralbayda no podia amarte; que no seria tuya sino por la violencia, y que tú eras demasiado noble y grande, para valerte de la violencia contra una débil muger.

– ¿Pero si me hubiere enloquecido el amor?

– Yo te he seguido como tu sombra: en el momento preciso yo me hubiera puesto entre tí y Bekralbayda y te hubiera dicho: es la esposa de tu hijo: es la hija de tu esposa.

– ¿Y por qué antes no me lo has revelado todo?

– ¿Ha podido Wadah concluir de una manera mas justiciera y en que menos parte hubieras tú podido tener en su muerte?

El rey se puso á pasear lentamente por su cámara.

– Has jugado imprudentemente con el leon, dijo.

– Toma mi cabeza, señor, en buen hora: pero tómala despues que yo haya visto á Bekralbayda esposa de tu hijo: á Leila-Radhyah esposa tuya.

– Tu cabeza me hace suma falta, dijo el rey alzando á Yshac que se habia prosternado á sus pies.

– No en vano te llaman los tuyos el justo y el magnífico; esclamó Yshac.

– No se, no se, si soy bastante justo dejando de castigarte: pero á tí debe mi hijo una esposa noble, pura, digna de él: á tí debe mi Granada, el alcázar que construyo, y yo en fin te debo el amor de mi alma: la muger á quien nunca debí haber abandonado, la hermosa sultana Leila-Radhyah. No me atrevo, pues, á tocar á tu cabeza.

– Tú eres grande y justo, repitió Yshac.

– Mañana dijo el rey, se harán en el alcázar dos bodas; consulta las estrellas, Yshac.

– Las estrellas son mudas, dijo el anciano.

– ¡Mudas! sin embargo, tú me has hablado en nombre de ellas.

 

– Me preguntaba tu supersticion.

– ¿Es decir que la astrología es mentira?

– Pregunta á un astrólogo cuando vá á morir.

– Tú me has contado cosas maravillosas.

– Era necesario usar contigo de todos los medios para llegar al punto donde hemos llegado.

– Me has contado la historia maravillosa del rey Abuz-Aben-Huz el sábio.

– Ha sido un cuento inventado por mí.

– ¿Y el buho, ese terrible buho que me persigue?

– En Granada hay muchas torres, y en sus mechinales anidan muchos buhos: es muy fácil encontrar de noche esas alimañas.

– ¿Con que es decir, que la ciencia es mentira?

– Sí; la ciencia, que quiere soberbia y vana sobreponerse á la voluntad de Dios, que ha querido que el hombre no conozca mas que lo que pueda conocer, es una mentira y un pecado.

– ¡Seria necesario, pues, castigar á los astrólogos!

– No seria prudente, porque el vulgo los cree inspirados por Dios, y te demandarian de impiedad.

– Déjame solo, dijo el rey que se habia quedado profundamente pensativo.

Yshac salió.

El rey continuó paseándose por su cámara.

– ¡Con que la ciencia de lo infinito es una mentira! ¡con que solo Dios conoce lo oculto! esclamó el rey: y sin embargo, nos dejamos arrastrar por las imágenes de la astrología; ¡con que es decir que el hombre camina á tientas por un sendero de tinieblas al borde de un abismo, y solo la virtud puede servirle de guia segura é impedirle que caiga! No sé qué pensar de ese Yshac: su mirada erraba sombría cuando hablaba conmigo; parecia poseido de una tristeza profunda y de una aguda desesperacion. Y sin embargo, no se por qué desconfio de él: hasta ahora no me ha hecho mas que bien.

El rey siguió paseando.

De repente se detuvo y llamó á su wacir.

Presentóse el anciano.

– Irás á las habitaciones de la sultana Bekralbayda.

– Iré señor.

– La dirás que tú, sabiendo que ama al príncipe Mohammet, quieres conducirla á su prision.

– ¿Y la conduciré?

– Sí; esta noche.

– ¿Y cuánto tiempo permanecerá allí la sultana?

– Déjalos solos y avísame.

El wacir se inclinó y salió.

El rey Nazar atravesó algunas cámaras, llegó á una puerta y la abrió.

Una muger se arrojó en sus brazos.

Aquella muger era Leila-Radhyah.