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La vieja verde

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CAPITULO IX
En que se ven las peregrinas aventuras que me sobrevinieron cuando acudí á la cita de Aurora

Apenas me habia acercado á la puerta, cuando sentí en ella por la parte de adentro tres golpes.

Era sin duda mi enamorada Aurora.

La ilustre cuñada del ex-ministro don F…

Contesté con otros tres golpes dados con los nudillos.

Rechinó inmediatamente de una manera leve un cerrojo.

Se abrió un postigo de la gran puerta cochera.

Entré.

El interior estaba densamente oscuro.

Avancé una mano.

Encontré otra.

¡Pero qué mano, señor!

¡Qué amor de mano!

Suave, gordita, delicada, pequeña.

Una mano que temblaba, revelando la emocion de su dueña.

Mi otra mano habia tropezado en un seno.

¡Pero qué seno!

¡Qué voluptuosidad!

¡Qué encanto!

¿Era aquella la cuñada del grande hombre?

Pero yo recordaba que las manos de Aurora eran como manojos de sarmientos.

Que en cuanto á seno podia decirse de ella: unquam tabula rasa.

– ¡Ya! – dije yo para mí: – ¡y que sea yo tan torpe! Sin duda la señora ha enviado á su doncella.

Pero la doncella me convenia.

Me conducia.

No se habia inquietado por el contacto de mi mano en su seno.

Se detuvo.

Sentí á poco un leve ruido semejante al de la puerta de un carruaje que se abre.

Comprendí.

Uno de los carruajes que estaban en la cochera, era, sin duda alguna, un gabinete tan bueno como cualquier otro en que me hubiera recibido Aurora.

Sentí que la doncella, silenciosa siempre, subia y tiraba de mí.

Pero inmediatamente dió un grito.

– ¿Quién hay aquí? – dijo.

Habia tropezado en unas piernas.

– ¡Ah, ah! – dijo una voz áspera; – ya sabia, yo que habia de cogerte, Emilia, con el cabeza gorda.

La manecita suave y mórvida me soltó.

Sentí el crugir de la falda de una mujer que se alejaba á la carrera.

En seguida, un garrotazo, que me alcanzó á bulto, y que me hizo dar un graznido.

Pasó por mí no sé qué de angustioso y horrible.

Salté atrás.

Dí contra una pared.

Reboté.

Sentí cerca de mí, sobre la pared, otro garotazo.

El pavor me dió tiento.

Me escurria sin tropezar.

Tirando garrotazos á bulto, sentia á un hombre que me llenaba de improperios, y que á veces se ponia muy cerca de mí.

Su voz bronca, brutal y grosera era sin duda la de algun mozo de cuadra.

Yo habia encontrado unas escaleras.

No sabia si eran torcidas ó rectas.

Pero esa especie de tacto del miedo, me llevaba.

Ví el reflejo de una luz.

Corrí hácia él.

Se me apareció una especie de fantasma.

Al acercárseme, retrocedí.

Por la luz que aquel fantasma traia en la mano, reconocí que era Aurora.

Iba sin duda á la cita vestida de blanco para interesarme más.

El bárbaro que me seguia debia venir ciego.

Descargó un garrotazo.

Yo me esquivé á tiempo.

El garrotazo debió alcanzar á Aurora, porque la palmatoria cayó al suelo, y ella lanzó un grito horrendo.

Casi de muerte.

Luego sonó el ruido de un cuerpo que caia en tierra.

Yo estaba en un corredor.

La luz de la luna aclaraba el nublado, del cual continuaba desprendiéndose la lluvia, y penetraba algo de luz por las grandes vidrieras.

Al grito de la víctima, habia sucedido algun movimiento en una habitacion inmediata.

Se abrió una puerta y apareció una mujer.

Sin duda una criada.

Al ver mi bulto, se sobrecogió, y escapó gritando:

– ¡Ladrones!

El asunto era sério.

Me habia quedado sólo en el corredor.

Corrí.

Encontré otra escalera.

Subí por ella.

Fuí á dar en una boardilla.

Encontré una lucana.

Salí por ella.

Me deslicé por el tejado.

Llegué á un grupo de chimeneas, y me oculté tras ellas.

Habia perdido mi sombrero, y la lluvia me hacia sentir en la cabeza una sensacion muy penosa.

Las tejas estaban peligrosamente resbaladizas.

Hacia un frio horrible.

No podia sostenerme en aquella situacion.

Yo oia allá abajo en la casa de donde habia escapado un verdadero tumulto.

Gentes que iban y venian.

Se buscaba sin duda á los ladrones.

De improviso el cañón de una de las chimeneas me dejó oir un ruido confuso de voces.

Escuché.

– La señora dice que tú, Gaspar, la has dado un golpe en la cabeza. ¿Cómo puede ser esto?

Yo habia reconocido en aquella voz la del dueño de la casa: el eminente hombre político, en fin, don F…

– Vamos claros, señor, que yo no tengo porqué callar, – dijo el que sin duda se llamaba Gaspar; – yo soy el marido de mi mujer.

– ¿Y qué tiene que ver esto con la brutalidad que has cometido con la señorita?

– Si la señorita no hubiera venido por las mismas escaleras del traspatio, no la hubiera sucedido nada: yo habia atrapado á mi hombre… sí señor, sí: á un señoritingo que he de comerme crudo, porque mi mujer…

– ¡Como que tu mujer! – esclamó con un interés que no parecia natural se tomase el grande hombre.

– Mi mujer, con el pretexto de que la señorita la ocupa hasta muy tarde para que la cuente cuentos, no viene á mi cuarto ya hace más de quince dias hasta cerca del amanecer: y como nadie se queda en las cocheras…

– ¡Eh! ¡Qué! – dijo el hombre público; – ¿qué nos importa eso?

– Si á V. E. no le importa, á mí sí; y me va pareciendo que…

– ¡Cómo, cómo!

– Que no es un señoritingo, sino V. E… el que tiene citas en el landó con mi mujer.

– ¡Cómo! ¡Insolente! – exclamó el hombre público.

– Lo que yo digo, señor, es que yo no merezco que V. E. me trate con una tal dureza.

– ¡Ah! ¿Era eso lo que querías decir?

– Ya lo creo, señor; yo soy muy leal á V. E.; yo no podia figurarme…

– Dejemos esa conversacion.

– Sí: pero resulta que yo le he dado un garrotazo á la señorita Aurora.

– Tú creiste sin duda que habia ladrones en la casa.

– Lo que siento es el garrotazo que á V. E. le he dado en la cochera: ¡ya se ve; está aquello tan oscuro!..

– ¿Pero estás loco, Gaspar? Tú no me has dado garrotazo alguno; yo llegué, llamé, no me respondieron; creí que Pedro no habia podido acudir y me entré por la puerta principal, y me encontré con el alboroto.

– Pues entonces, señor, ó la señorita Aurora traia este belen, y se valia de Emilia, ó Emilia esperaba á V. E. y al otro.

– ¡Cómo! ¡qué! – exclamó, – acreciendo en interés y con acento irritado el grande hombre.

– Sí señor, yo he dado á un individuo extraño un garrotazo como para él sólo.

– Pues bien, pon eso en claro con Emilia; pero sin maltratarla: que se acabe esta situacion ambigua: yo te tomo bajo mi proteccion; yo haré tu fortuna.

– Muy bien, señor, muy bien; ya sabe V. E. que yo me contento con la portería mayor de…

– Bien, hombre, bien; pero, sobre todo, es necesario averiguar quién es ese individuo extraño.

– La señorita Aurora debe saberlo.

El lacayote tomaba alas.

Abusaba.

El hombre de estado sufría.

¡El amor!

Debia ser muy hermosa Emilia.

¡Aquella mano!

¡Aquel seno!

Cesó al fin de todo punto el ruido.

Mi cita habia tenido un desenlace inesperado.

Yo habia recibido un garrotazo.

Mi vieja verde habia sido descalabrada.

Se habia descubierto un adulterio.

El adúltero y el marido injuriado habian acabado por entenderse.

La moral andaba por aquella casa en paños menores.

El eminente hombre público se vulgarizaba.

Se ponia á nivel, por más de un concepto, con uno de sus lacayos.

Lo más crudo, lo más fastidioso del lance habia sido para mí.

El frio aumentaba.

La lluvia arreciaba.

El viento crecia.

El tejado se hacia más y más resvaladizo.

Yo me agarraba á los cañones de las chimeneas.

Pero empezaba á sentir las convulsiones del frio.

El espasmo.

El sopor se apoderaba de mí.

Me aventuré á probar.

Me separé un tanto de las chimeneas.

Necesitaba ganar una lucana inmediata.

Adelanté con mucho cuidado, sentado sobre las tejas.

Arrastrándome.

De repente sentí un pavor como no le he sentido nunca.

El pavor de la muerte.

Habia resbalado.

Habia llegado al borde del tejado.

Habia sentido que faltaba bajo mí.

Que estaba lanzado en el espacio.

Hay momentos que son eternidades horribles.

Aquel fué uno de ellos.

Un momento solo.

Me sentí detenido en mi caida.

Me habia recibido algo blando.

Habia causado un fuerte ruido.

Habia impulsado algo que habia caido en otra cosa y la habia hecho resonar de una manera metálica.

Yo no me habia lastimado.

Habia caido sobre mi rollo de esteras viejas.

Habia lanzado, tropezando en él con los piés, un tiesto de flores, que habia ido á chocar con un caldero viejo.

Habia sonado un ruido infernal.

Poco despues sentí una voz conmovida.

Voz de mujer jóven, argentina, deliciosa.

– ¡Ah! ¿Eres tú? – dijo: – ¡te has caido! ¿Te has hecho daño?

Aquella voz salia de una puertecilla que daba á la pequeña azotea donde yo estaba.

Me arrojé á la joven.

– Entra, Alfredo mio, entra, – añadió la voz, – pero no hagas ruido: hace poco tiempo que papá se ha acostado.

Aún no habia acabado de decir esto la jóven, cuando se oyeron pasos precipitados que se acercaban, y una voz terrible que decia:

– ¡Inícua!

La jóven lanzó un chillido semejante al de un raton cogido por un gato.

Yo me replegué al terrado.

Pretendí de nuevo escalar el terrado.

Esto era imposible.

 

Las tejas se venian sobre mí.

Pasaron algunos instantes.

Yo oia alaridos y golpes.

Se propinaba, sin duda alguna, una repasata á la hija por el padre.

Yo buscaba en vano sitio por donde escapar.

La azoteilla estaba profundamente encajada entre los tejados.

Todo acceso era imposible.

Por el único lado que no habia tejado, se veia la boca tenebrosa de un profundo patio.

La lluvia era ya torrencial.

Tenia la cabeza descubierta, y el agua, penetrando por el cuello, me corria sobre la piel.

Mi magnífico abrigo no me servia más que para abrumarme con su peso.

El viento, que era, glacial, empezaba á helarme.

Me lancé á la puertecilla.

Me entré en un desvan.

Allí por lo ménos, no me caeria el agua encima, ni me batiria el viento.

Habian cesado los golpes.

Pero seguian los sollozos.

Hubo un momento en que creí que el irritado se habia olvidado de mí.

Pero me engañé.

Aquel mónstruo, que sabia demasiado que yo no podia escapar, habia ido á prevenirse.

Sentí pasos en unas escaleras.

Ví luz por las rendijas de una puerta, que se abrió.

Apareció un hombre vestido con una larga levita vieja, y en la cabeza una gorra militar de jefe, de coronel.

Tenia por lo ménos setenta años.

Esto me importaba muy poco.

Lo que me importaba mucho, era que traia en la mano derecha una pistola de arzon, y en la izquierda una de esas lamparillas que se llaman capuchinas.

– ¡Ah, miserable! – exclamó al verme: – ¡así te has atrevido al coronel Arrumbales!

– Permítame usted, mi coronel, – le respondí; – yo nunca me he atrevido á los individuos de la benemérita clase á que usted pertenece.

– Pero te has atrevido á una individua adjunta á mi por la naturaleza y por la moral: á mi hija.

– Yo no tengo la felicidad de conocer á esa señorita: yo estoy aquí por un accidente.

– ¡Ah, ah! ¡Tú pretendes engañarme! ¡Tú has forjado una historia!

– Esa misma señorita afirmará la verdad de lo que digo.

– ¡Ah! ¡Sí¡ ¡Tú eres el gato! ¡Habia subido á buscar el gatito! ¡Ella tambien hace novelas! ¡Pues bien; estas novelas se convierten en trajedia! ¡Sígueme ó te mato!

Y me encañonaba aquel maldito pistolon, que parecia un cañón de á treinta y seis.

– Hágame usted el favor de tranquilizarse, – le dije, – que el diablo las carga y puede suceder una desgracia inútil.

– Sígueme, pues; echa delante, – exclamó.

Adelanté.

Apenas habia pasado de él, cuando sentí un puntapié formidable que me hizo vacilar.

Se me saltaron las lágrimas, no sé por qué fenómeno.

Pero aquellas lágrimas eran las de un tigre.

Bueno es que sepan los lectores que no soy cobarde.

Me volví furioso; pero me encontré con la boca del cañón de la pistola en la frente.

Ni que yo hubiera sido el gigante Fierabrás.

– ¡Marchen de frente! – exclamó el coronel.

Yo tomé por las estrechas escaleras; llegamos á un corredor.

– Abre esa puerta, – dijo el coronel: – ese es el aposento de tu esposa.

Abrí una puerta que encontré á mi derecha.

– Entra, – me dijo el coronel.

Entré.

Yo creí que el coronel entraría tras mí; pero me engañé; cerró la puerta del cuarto por fuera.

Esto significaba que el coronel era todo un original.

CAPITULO X
En que se vé que yo no podia dudar de que mi esposa era inocente

Yo tenia un hombro terriblemente dolorido á consecuencia del brutal garrotazo del lacayo, esposo de Emilia, de la que no conocia yo más que una parte del delicioso bulto, y sentia no ménos dolor en otra parte por el puntapié recibido á causa de otra mujer, á quien no conocia ni poco ni mucho.

Estaba horriblemente mojado.

Temblaba de frio.

Sentí, pues, un grande consuelo físico por la impresion de la alta temperatura de aquel gabinete.

Me habia dado en la nariz un suave perfume.

Lo primero que habia visto habia sido un cándido lecho completamente blanco.

Una mujer estaba replegada sobre una butaca al lado de una chimenea encendida.

Yo no podia juzgar de esta mujer sino á bulto, á causa de su posicion.

Yo no estaba para saludos.

Ni para nada.

Me molestaban los dos dolores de las dos contusiones.

Arrojé el gaban empapado de agua, que no era ya abrigo, sino tormento, y me senté desfallecido en una butaca que habia al otro lado de la chimenea.

Poco á poco fuí volviendo á la reflexion, tranquilizándome.

Lo que primero me pareció bien, fué el aspecto del aposento.

Estaba en una casa perfectamente amueblada.

Con un gusto exquisito.

Con riqueza.

¡Luego eran ricos!

La mujer que estaba delante de mí, vestía una bata del mejor gusto.

Luego era elegante.

En el peinado tenia una pequeña flor de oro y en ella un grueso diamante.

Era posible que el señor coronel Arrumbales, si no era un hombre muy rico, fuera á lo ménos muy bien acomodado.

El me habia dicho:

– Entra en el cuarto de tu esposa.

El me habia casado con ella.

Yo me habia enjugado.

Se me habia calmado en gran manera el dolor de los golpes.

No me sentia del todo mal.

Todo aquello olia bien.

Yo estaba vestido de una manera elegante y distinguida.

Era posible que bodas aquellas cosas que habian tenido lugar en pocas horas, y de una manera tan extraña, las hubiese permitido la providencia para convertirme, dándome una posicion honorable.

Aquel Alfredito á quien habia llamado la niña, me inquietaba.

Me acordaba, por otra parte, de mi hermosa, de mi adorada Micaela, de mi esposa del corazon.

La historia del hombre se hace por sí misma.

Las eventualidades…

Las consecuencias…

Una eventualidad me habia llevado junto á aquella jóven que estaba delante de mí, replegada con la cabeza entre las manos, inmóvil y silenciosa, como si hubiese estado muerta.

¿Cuál era su edad?

¿Cuál su figura?

¿Hasta qué punto eran graves sus amores con Alfredito?

Era necesario averiguar todo esto.

¿Y á qué habia yo de andarme con timideces con mi esposa?

Me acerqué á ella y la así las manos para apartarlas de su cabeza.

Me extremecí.

¡Oh! ¡Qué morvidez, Dios mio!

¡Qué forma de brazos!

Levantó la cabeza.

Apareció en su semblante una expresion de sorpresa, de admiracion.

No he visto nada tan candoroso, tan puro, tan hermoso como aquel hechicero semblante, en que aparecia aún la infancia unida á una poderosa y desarrollada hermosura.

Apenas si aquella criatura tenia quince años.

Era blanca nacarada, rubia dorada; con una boca de lábios purpúreos; con unos ojos celestes, con pupila negra, dulces y al par poderosos, incitantes y puros.

El candor, la virginidad, aparecian en ella de una manera indudable.

Sus amores con Alfredito debian ser una tontería, una niñada.

La inocencia rebosaba de todo el sér de aquella criatura.

Sentí ánsias de amor.

Se me apretó y se me dilató el corazon.

Yo no acertaba á explicarme ni queria explicarme lo que me sucedia.

Yo, dueño de aquel arcángel, por una casualidad rarísima, por una sucesion de aventuras inauditas, no sabia qué pensar de aquella otra aventura presente, más inaudita aún.

Sin duda el coronel Arrumbales, tomándome por el amante de su hija, habia supuesto entre ella y yo una intimidad completa, y se habia tal vez dicho:

– No importa: le retengo prisionero: le considero ya el marido de mi hija; ¿qué más dá?

Hay hombres muy raros.

A mí me han sucedido en este mundo cosas increibles.

La locura coge á una gran parte de la humanidad.

La estupidez á otra parte mayor.

Los hombres de buen sentido son raros, muy raros.

Apenas si se encuentra uno en toda la vida.

¿Quién comprendia, ni quién podia comprender la temeridad de aquel terrible coronelazo, dejando sola con un hombre á su hija, sino por un exceso de positivismo, ó más bien de cinismo?

En cuanto á mí, no me pesaba de la aventura.

Se unia á esto que la sorpresa que yo habia causado en la niña, era grata para ella.

Fijaba en mí, con un placer candoroso y tentador, sus grandes ojos garzos.

– Yo creia que era Alfredito, – me dijo.

– ¿Y quién es Alfredito? – dije yo.

– El vecino.

– ¿Y quién es el vecino?

– Un muchacho.

– ¿Qué edad tiene?

– Doce años.

– ¿Y por qué salias tú á recibirle al terrado?

– ¡Calla! ¡Y me tutea usted!

– Eres mi esposa.

– ¡Ah! ¡Es verdad! Papá dijo: «Entra en el aposento de tu esposa:» por eso yo creí que seria Alfredito, porque es mi novio.

Yo me espeluzné.

A pesar del aspecto de inocencia de la niña, en que yo veia una inmaculada pureza del alma y del cuerpo, aquel Alfredito que se entraba de noche por el terrado en la casa del coronel Arrumbales y en el cuarto de su hija, me irritaba, me mortificaba á pesar de sus doce años.

Hoy los muchachos á los doce años son ya unos pilletes.

Yo no podia tener una conversacion seria con aquella chica.

No me atrevia tampoco á asombrar su alma.

Sentia, por la primera vez de mi vida, un amor puro.

Creia, por la primera vez, en la Providencia.

Supuse que Dios queria que yo no siguiese adelante en mi carrera de perdido.

Yo me reduje á seguir informándome.

Su padre, segun ella me dijo, era un señor muy raro.

Su madre, que era muy jóven, puesto que cuando murió sólo tenia veinte años, habia sucumbido doce años antes.

Yo supuse que la infeliz se habia muerto por no sufrir al coronel Arrumbales.

No me engañé á juzgar por lo que siguió diciéndome mi esposa.

Su padre era rico, muy rico.

No tenia parientes.

Era muy celoso.

No quería que nadie se acercase á su hija, ni hablarse con ella.

No se separaba de ella jamás sino para dormir.

No tenia criados.

Una mujer iba por la mañana.

Hacia el servicio de limpieza únicamente.

Cuando acababa se iba.

Además de esto, siempre que esta mujer entraba en la casa, ó el aguador, ó la lavandera, el coronel no se separaba de su Eloisita, que así se llamaba la niña.

Luego el coronel se ponia su uniforme de retirado, hacía que Eloisa se vistiese, y se iba á almorzar con ella al café ó á la fonda.

Si hacia buen tiempo, iban á pié; si malo, el coronel se metia con su hija en la primera parada en un coche simon, y no le dejaba en todo el dia.

Llevaba á Eloisita á todas partes.

Se gastaba con ella un dineral.

Tenia los trajes á docenas.

Sus joyas valian una fortuna.

No habia espectáculo á que no la llevase.

Si algun individuo se iba detrás de ellos, el coronel se volvia de una manera brusca, y su mirada terrorífica ahuyentaba al goloso.

No visitaba á nadie.

Nadie lo visitaba á él.

Habia prohibido á su hija que hablase con las vecinas.

Los cristales de los balcones eran opacos.

No se veia á través de ellos.

Sus maderas tenian llave.

Dentro de casa Eloisa era una monja.

En la calle llevaba junto á sí al cancervero.

En cuanto el padre se apercibia de que á causa de Eloisita los seguia un enamorado, despues de ahuyentarle como he dicho, la emprendia con la pobre niña, y el sermon bilioso no cesaba en seis horas.

Por Eloisita habia tenido el coronel Arrumbales más de un lance desagradable.

Pero eran tan feos los bigotes del coronel, habia estropeado de tal manera á aquellos con quienes se habia batido en duelo, que echó fama y nadie se atrevia ni áun á mirar á Eloisita á causa del respeto temeroso que causaba su padre.

Algunos verdaderamente enamorados de ella y de su cuantiosa dote, habian procurado entenderse, lo cual no era muy fácil con el coronel, y le habian pedido la mano de su hija.

– Usted se ha equivocado; – respondia con una agresiva seriedad Arrumbales: – el matrimonio es la esclavitud de la mujer, y yo no quiero que mi hija sea esclava: mi hija no se casará mientras yo viva, y yo pienso vivir más que ella.

Esto era desesperante.

Hubo quien le dijo que esperaria á que Eloisita fuese mayor de edad.

– Cuando sea mayor de edad y pueda disponer de sí misma, – decia el tremendo coronel, mataré al que mi hija haya elegido para hacerse esclava.

Un desventurado se atrevió á decirle en el colmo de su locura, que seduciria á Eloisita, y que le obligaria á dársela por una razon de honor.

Aún no habia acabado de decirlo, cuando le abofeteó.

El abofeteado no tuvo valor bastante para pedir razon de las bofetadas.

 

Se las tragó.

Era mucho viejo el tal coronel.

Yo, sin haber conocido á su hija ni haber pedido su mano, habia logrado lo que para otros habia sido imposible.

Esto es, que Arrumbales no sólo me concediese su hija, sino que me la entregase.

Pero yo me temia una nueva y terrible excentricidad.

Por ejemplo: que despues de casada conmigo Eloisa, el coronel la dejase viuda.

Todo habia que temerlo de aquel loco.

La mayor estravagancia era la cosa más natural del mundo tratándose de él.

¿Pero por qué considerándome ya como esposo de su hija me habia encerrado con ella?

Esta era una extravagancia.

Yo estaba contento.

No podia darse cosa más hermosa en realidad que mi Eloisa.

Tenia cuantos alicientes pueden conmover por una mujer á un hombre.

¿Pero era verdaderamente inocente?

¿Aunque fuera inocente, era pura?

Yo me propuse probarlo, y lo probé.

No me quedó duda alguna.

Eloisa era pura como un rayo del sol.

Inocente como una niña recien nacida.

Divina como Venus.

Yo estaba loco.

Habia conocido á Alfredito, que era su vecino, y se ocupaba en buscar nidos de gorriones en el tejado.

Tal fué la causa de que se conociesen un dia en que Eloisa estaba tomando el sol en el terrado, y Alfredito, buscando nidos, la vió.

Así empezaron aquellos amores de niños.

Tanto era así, que cuando Eloisa conoció el amor verdad, no tuvo alma más que para mí.

Y corria el tiempo.

No se oia en la casa el más leve ruido.

El coronel Arrumbales no estaba en ella.

Si hubiera estado, hubiera acudido.

¿Adónde habia ido el coronel?

Me importaba poco.

Yo era feliz.

Feliz de una manera suprema.

Yo bendecia la hora en que habia conocido á mi vieja verde.

Porque el orígen de mi felicidad era doña Emerenciana.