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Los monfíes de las Alpujarras

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CAPITULO XI.
Hasta donde habia llegado doña Elvira, arrastrada por su amor á Yaye

Harum obraba sin duda hidalgamente y como convenia á un buen vasallo, en no escuchar lo que su señor hablase; pero el autor comprende que no estan en el mismo caso sus lectores, y va á introducirlos en aquel aposento vedado para Harum.

Aquel aposento era el mismo donde don Diego de Válor y su mujer doña Elvira de Céspedes, habian ocultado á Yaye, á causa del accidente que le habia producido la noticia del casamiento de doña Isabel.

Desde aquel momento al en que le presentamos de nuevo á nuestros lectores, habia pasado, como hemos dicho, un mes.

Yaye estaba completamente restablecido y se paseaba lentamente por la estancia.

Doña Elvira estaba sentada en un sillon, contemplando con ansiedad al jóven, que estaba hermosísimo.

– ¿Con que esa es vuestra postrera resolucion? dijo doña Elvira.

– Mi resolucion decidida, contestó el jóven con acento severo.

Por algunos momentos doña Elvira, á quien pareció contrariar la respuesta de Yaye, guardó silencio, impaciente é irritada.

– ¿No os he dado bastantes pruebas de mi amor, dijo al fin con altivez, para que consintais en lo que deseo, en lo que ansío… en lo que debia llenaros de orgullo, porque lo que yo ansío, lo que yo deseo, es ser vuestra, enteramente vuestra?

– ¿Y no lo sois, señora? dijo dominándose Yaye, y procurando dar á su acento la dulzura del amor, ¿no soy yo vuestro?

– Si, aquí, entre el mas profundo misterio, en las entrañas de la tierra; cuando nadie mas que yo está á vuestro lado, cuando á nadie veis mas que á mi. Vos no me amais, Yaye… vos al decirme amores habeis mentido… si, habeis mentido… vos no amais mas que á vuestra ambicion… y despues de vuestra ambicion á mi cuñada doña Isabel, á pesar de que mi cuñada se casó con otro sabiendo que vos la amábais.

Yaye hizo un movimiento como para contestar, pero guardó silencio.

– Si, ella sabia que vos la amábais, y os pospuso á un hombre feroz, brutal, casi á un bandido… en cambio yo… yo os amo desde que os vi: cuando por una sucesion de circunstancias extrañas os tuve en mi poder, cuando yo sola podia veros, yo sola podia hablaros, mi alma se abrió á la esperanza y á la felicidad… despues vos habeis sabido engañarme, enloquecerme… me habeis hecho la mas feliz de las mujeres… ¡oh! ¡si! porque no hay en el mundo una felicidad semejante á la que vos me habeis hecho probar… ¡pero despues…!

El jóven se acercó á doña Elvira y la asió una mano.

– Escuchad, señora, la dijo: mi corazon os pertenece… es verdad que yo amaba á vuestra cuñada, ó que creia amarla…

– ¡Que creiais amarla! exclamó con ansiedad doña Elvira.

– Si, que crei amarla, porque mi afecto hácia ella mas que amor era empeño, un empeño como yo los concibo: tenaces, terribles, voluntariosos… la noticia de su casamiento causó en mí un efecto inesplicable… porque mi empeño se desvanecia, caia vencido ante el empeño de una mujer… no recuerdo lo que me aconteció… solo recuerdo que desperté un dia de un profundo letargo, calenturiento, dolorido, cansado en el cuerpo y en el alma… miré en torno mio y os vi anhelante, con las manos cruzadas, mirándome de una manera tal, que aun no he podido olvidar aquella mirada, hermosa y dulce como la de un ángel… yo no os conocia… vos tampoco me dijísteis quien érais… yo no os lo habia preguntado, porque no tenia voluntad mas que para miraros, ni corazon mas que para sentir vuestra hermosura y vuestra misericordia: pasábais junto á mi largas horas reclinada sobre mi lecho, mis manos en vuestras manos, mi mirada en vuestra mirada, confundiéndose nuestros alientos: llegó un punto en que… nos confundimos en uno; nos unimos, fuimos un solo ser que sentia una misma felicidad, que se embriagaba en sí mismo: yo os crei mi ángel, mi espíritu estaba aun perturbado… nada recordaba… habia vuelto á la vida… á una vida vigorosa, á una vida nueva… para mí este aposento, donde jamás entra la luz del dia, era un eden y era un eden por vos. Vos lo sabeis, señora: no podeis dudarlo: yo enloquecia bajo vuestras miradas, yo desfallecia de amor con vuestras caricias… ¿ha podido jamás un hombre pertenecer de una manera mas completa á una mujer?

– ¡Ha sido un sueño! ¡un hermoso sueño! dijo doña Elvira, cuyos ojos se arrasaron de lágrimas, ¡un sueño que no se ha desvanecido sino haciéndome pedazos el corazon!

– ¿Por qué me despertásteis? ¿por qué avivásteis mi memoria que la enfermedad habia entorpecido? ¿Por qué me dijísteis: tú eres Yaye-ebn-Al-Hhamar, emir de los monfíes de las Alpujarras?

– ¡Ah! ¡la ambicion ha matado en vos al amor!

– No por cierto: el emir, el poderoso emir de los creyentes que luchan en las montañas de las Alpujarras por el Islam, os hubiera asido de la mano, os hubiera presentado á los suyos y les hubiese dicho: hé aquí mi esposa; hé aquí vuestra señora; pero vos no os detuvísteis en vuestras revelaciones: me dijísteis: yo soy casada, lo que equivalia á decirme: somos adúlteros.

– ¡Ah! exclamó doña Elvira.

– Y no bastaba esto: me dijísteis soy esposa de don Diego de Córdoba y de Válor, lo que equivalia á decirme: somos infames, porque don Diego de Córdoba es pariente mio por parte de mi madre, como que mi madre era hermana del padre de don Diego.

– ¿Y qué importan todos los parentescos, todos los vínculos, cuando se ama como yo os amo?

– Doña Elvira el crímen siempre es el crímen, y no es puro el placer en el fondo de cuya copa se encuentra el remordimiento: yo soy inocente: el Altísimo lo sabe: acababa de salir de una enfermedad terrible cuando os vi á mi lado; me encontraba en una situacion extraña; yo os creia una hurí enviada por Dios para consolarme, porque yo no os conocia: lo que ha sucedido entre nosotros ha sido fatal; pero en el momento en que he conocido que nuestros amores ofendian á Dios y á los hombres, me he detenido, he vuelto atrás en la senda de la perdicion en que habia entrado sin saberlo…

– ¡Porque no me amais! ¡porque os habeis burlado de mí! exclamó con violencia doña Elvira.

– No os amo porque no debo amaros, señora; no os amo, porque perteneceis á otro hombre; porque me habeis engañado…

– ¡Porque amais á mi cuñada doña Isabel!

– Para que yo no ame á doña Isabel basta el que sea como vos una mujer casada.

– ¡Oh! si en vez de ser yo quien soy, fuera doña Isabel, no reparariais tanto en ofender á Dios y á los hombres, exclamó con despecho doña Elvira… y luego… ¡si doña Isabel fuese viuda… viuda y… vírgen…!

Yaye, á pesar del dominio que tenia sobre sí mismo, palideció de una manera marcada.

– ¡Oh! ¡si! ¡la amais! ¡la amais! exclamó con rabia doña Elvira, notando la conmocion de Yaye, la amais y me despreciais por ella… ¡pues bien! ¡sabedlo…! ¡os lo voy á revelar todo…! apenas Miguel Lopez habia entrado en nuestra casa de vuelta de la ceremonia… mi esposo, no sé por qué, le llevó consigo, sin darle ni aun tiempo de despedirse de doña Isabel: Miguel Lopez, mi esposo, mi cuñado don Fernando y cuatro lacayos, partieron para las Alpujarras: al dia siguiente volvieron los lacayos trayendo la noticia de que Miguel Lopez habia sido asesinado por los monfíes y que mi esposo y mi cuñado habian desaparecido.

– ¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! exclamó Yaye, en cuya imaginacion surgió una sospecha: ¿y se ha confirmado esa muerte?

– Mi cuñada, vuestra hermosa doña Isabel, lleva luto por ella… ¡y está tan hermosa con su luto…!

– ¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! repitió profundamente Yaye.

– ¡Oh! ¡ya se ve! existia un antiguo contrato entre vuestro padre y el padre de mi esposo; segun él, vos y doña Isabel debiais uniros para salvar ciertos intereses encontrados: no sé por qué, obligado acaso por la fatalidad, mi esposo entregó su hermana á Miguel Lopez… pero llegásteis vos… os encerrásteis con mi esposo… yo escuché vuestra conversación… y Miguel Lopez fue sentenciado…

– Os juro que yo no he tenido parte alguna, ni aun con la voluntad, en ese asesinato.

– Si, si: bien sé que el único autor de ese delito es don Diego de Córdoba, mi esposo, pero sé tambien que su delito es inútil, porque no os casareis con doña Isabel, os lo juro.

– Ya os he dicho, continuó dominándose Yaye, que en el momento en que doña Isabel ha pertenecido á otro hombre he dejado de amarla.

– Es que doña Isabel no ha pertenecido á nadie, exclamó con una malignidad indescribible doña Elvira, ni aun á su hermoso Yaye, á quien ama con toda su alma… me habeis llamado adúltera porque el amor me ha arrojado en vuestros brazos: ¿y creeis que no seria tambien adúltera doña Isabel, vuestra virtuosa doña Isabel, si vos la hacias oir una sola palabra de desesperacion..? ¡oh! ¡las mujeres cuando amamos no reparamos en nada…! ¡el amor ha sido creado por Dios para que le sienta única y exclusivamente la mujer!

Yaye se contenia visiblemente: notábase, á pesar de su profunda reserva, no solo que no amaba á doña Elvira, sino que le inspiraba aversion.

Doña Elvira aspiraba perfectamente el sentimiento que se filtraba, por decirlo asi, del semblante del jóven, le comprendia y se irritaba.

– Mi casamiento, dijo fue el resultado de una apuesta, y he sido muy desgraciada: yo amaba á mi esposo y á fuerza de humillaciones he llegado á aborrecerle: yo debia vengarme de él tarde ó temprano; pero no he sido una mujer impura que se prostituye solamente por venganza: era necesario que mi corazon al vengarse aspirase otro amor… os ví… os amé, os he amado largo tiempo en silencio… y al fin… por casualidad, mi mismo esposo os puso en mis manos: he velado junto á vos anhelante, viendoos entre la muerte y la vida y despues de haberos salvado me he creido amada y vengada de las injurias que como mujer debia á mi esposo… vos me despreciais ahora Yaye… pues bien yo me vengaré… os juro que sereis mi esclavo, que no volvereis á ver la luz del sol.

 

– La pasion, una pasion que no comprendo bien os extravía, señora, dijo Yaye con una profunda calma: vos no teneis ningun derecho para privar á un hombre de su libertad.

– Si, si, es verdad: yo debo dejaros libre para que corrais á arrojaros á los piés de doña Isabel, para que podais decirla, ¡eres viuda…! ¡sé mi esposa…! ¡y yo entre tanto… deshonrada…! ¡perdida…! ¿que creeis que seria de mí si durante una larga ausencia de mi esposo diese á luz un hijo?

Yaye se estremeció.

– Y estoy segura… ¡oh! ¡si! ¡os amo tanto! ¡he sido tan feliz! ¡oh Dios mio! ¡Dios mio! al menos aunque él me desprecie… si me queda una prenda de su amor, seré feliz… muy feliz… y esa felicidad… de seguro me la ha concedido Dios.

– Dios no querrá que vuestra insensata pasion os haya llevado á tal punto señora. Dios no querrá que tengais un doble remordimiento… por el esposo y por el hijo: en cuanto á mí soy inocente, bien lo sabeis; si fuerais libre os haria mi esposa, os lo repito os lo juro.

– ¿Me haríais vuestra esposa si yo fuese libre? observó acentuando cada una de estas palabras doña Elvira.

– Cuidad lo que haceis, señora, dijo Yaye.

– ¡Qué! dijo doña Elvira con sarcasmo; ¿creeis que yo seria capaz de matar á mi marido por ser vuestra?

– Os lo confieso, aunque me cuesta violencia el confesároslo: os creo capaz de todo.

– Pues bien, dijo con una calma glacial doña Elvira: esperadlo todo de mí. Todo, hasta la venganza.

– Habeis elegido muy mal camino, señora, dijo Yaye con acento frio: ya os lo he dicho antes de ahora: sois impotente contra mí: os he suplicado que me pongais en libertad, que me dejeis volver entre los mios, y os habeis negado á ello á pretexto de que no volveria á veros. En efecto, una vez fuera de esta prision en que la casualidad me ha arrojado, no volveriais á verme sino por otra casualidad… porque el deber me manda apartarme de vos. Jamás hubiera yo incurrido en el crímen que hemos consumado, sino en un estado casi de insensatez, en un estado en el cual no pertenecen al hombre sus acciones.

– ¡Es decir, que teneis remordimiento de haberme poseido! exclamó con una soberana altivez doña Elvira.

– Sí, respondió con firmeza Yaye, hasta el punto que puedo tenerlos, porque os lo repito, mis actos, acabado de salir de una enfermedad terrible que habia afectado mi razon, no son mios: son los actos de un insensato… pero no insistiendo mas en esto os intimo por última vez para que me dejeis en libertad de ir á donde me convenga, puesto que ningun derecho teneis para retenerme á vuestro lado.

– ¡Jamás! exclamó doña Elvira.

– Pues bien, señora, dijo Yaye adelantando hácia doña Elvira, que retrocedió hácia la puerta; por mas que me cause repugnancia el ejercer con vos una violencia, hareme yo mismo libre, sobrevenga el escándalo que quiera.

Y adelantó aun mas hácia doña Elvira.

– ¡Ah! ¡no!.. exclamó esta: vos sereis caballero… vos no querreis emplear la fuerza contra una dama.

Yaye se detuvo á esta invocacion á su honor.

– Solo os suplico, dijo doña Elvira que mediteis en mi amor, en mi desesperacion: ¡sino os volviera á ver..! ¡qué! ¿tanto os costaria, sino podeis ser mi amante, ser mi amigo?

– ¿Me jurais, señora, sacarme de aquí?

– Os lo juro.

– Pues bien: cumplid vuestro juramento.

En aquel punto doña Elvira que gradualmente se habia acercado á la puerta, la ganó de un salto, y antes de que Yaye pudiera evitarlo la cerró, corriendo los cerrojos.

– Sí, sí, dijo doña Elvira desde detrás de la puerta: tú saldrás de aquí Yaye, pero muerto de hambre, ó entregado enteramente á mi: yo te lo juro.

Y se alejó lanzando una insensata carcajada que retumbó en la mina.

Luego se escucharon por algun tiempo sus pasos precipitados; despues todo quedó envuelto en el mas profundo silencio.

CAPITULO XII.
De cómo Dios premió la constancia de Yaye

Yaye quedó mudo de asombro y de cólera en el centro de la estancia.

Las últimas palabras de doña Elvira tenian una muy fácil explicacion.

«Tú saldrás de aquí muerto de hambre ó entregado enteramente á mí.»

Esto queria decir que doña Elvira pensaba valerse de algun brebaje para aletargar al jóven y conducirle á un lugar mas seguro; brebaje que solo podria evitar Yaye sentenciándose á morir. Era aquel el último límite á donde podria llegar el empeño de una mujer.

Yaye conoció que doña Elvira le tenia enteramente en su poder: la habitacion en que se encontraba, aunque ricamente alhajada, y cubierta de tapices, por lo reducido de su extension, por lo deprimido de su bóveda, por lo fuerte de su puerta, en que se veia un ventanillo, indicaba haber sido en otro tiempo destinada para encierro. Por aquel ventanillo podia doña Elvira introducirle alimentos preparados para producirle un estado de letargo, sin que Yaye pudiese usar de la menor violencia con ella. Yaye, pues, sacudió con fuerza la puerta; pero esta era muy fuerte, encajaba perfectamente y nada consiguió: metió el brazo por el ventanillo, y probó si alcanzaba á los cerrojos: esto tambien era inútil: los cerrojos estaban fuera del alcance de su brazo: su espada y su daga, cuyos gavilanes acaso le hubieran servido para alcanzar á los cerrojos, habian desaparecido: Yaye comprendió que si esperaba mucho tiempo, doña Elvira comprendería que los cerrojos no bastaban para asegurar á su prisionero, y buscaria otros medios de seguridad.

Era necesario encontrar una manera de descorrer aquellos cerrojos, y franquear cuanto antes aquella puerta. Una vez fuera, Yaye pensaba ocultarse en la oscuridad en la mina, y sorprender á doña Elvira cuando volviese.

Pero no se le ocurrió medio en lo humano: comprendió que estaba seriamente preso, y á merced del fatal amor de doña Elvira.

La única esperanza que le quedaba era que sobreviniese en aquellos momentos don Diego de Córdoba y de Válor.

¿Pero quién sabia lo que habia sido de don Diego?

Empezaba Yaye á desesperarse, cuando oyó en la mina unos pasos marcados de hombre: era la primera vez, despues que habia vuelto á la razon en aquel calabozo, que oia tales pisadas: supuso que doña Elvira le enviaria algun hombre pagado para intimidarle, y esto le irritó. Los pasos se acercaban y al fin se detuvieron junto á la puerta.

Yaye escuchó en silencio: el que se habia detenido junto á la puerta nada dijo durante algunos segundos.

Al fin se escucharon estas palabras pronunciadas por una voz contenida:

– ¿Estais solo, señor?

– ¿Qué es eso? ¿Quién me llama señor? dijo Yaye acercandose al ventanillo de la puerta.

– Soy yo, señor; vuestro fiel escudero; el walí Harum-el-Geniz.

– ¡Oh! ¡me he salvado! exclamó Yaye; mira si puedes descorrer los cerrojos, mi buen Harum.

– ¡Oh! ¡sí, poderoso señor! he aquí la puerta de par en par.

En efecto, la puerta se abrió.

– ¿Quién te ha traido aquí Harum? ¿por dónde has entrado? le preguntó Yaye.

– Me ha traido un mandato de vuestro noble padre; en cuanto al lugar por donde he entrado, venid señor y lo vereis.

Harum á quien las circunstancias hacian mas entrometido con el jóven emir que lo que lo hubiese sido en otra ocasion, tomó la bujía que ardia sobre la mesa y salió seguido de Yaye.

Al llegar al boqueron se detuvo, y le mostró al jóven.

– Hé aquí por donde he entrado, señor. Por esa mina adelante, pronto muy pronto, vuestra grandeza verá la luz del sol.

Y siguió por la mina precediendo al jóven emir.

Cuando este se encontró en las habitaciones superiores, cuando vió el cielo, las nubes, el sol, los árboles, la Alhambra, á lo lejos la alta cumbre de la Sierra-Nevada, en lontananza y á los pies de la sierra la extendida vega con sus lejanas montañas azules, respiró como quien se siente aliviado de un peso enorme.

– ¿De qué manera quieres que te recompense el emir? exclamó con alegría volviéndose á Harum.

– ¡Ah, señor! dijo el monfí; me basta con ser vuestro secretario de confianza en la paz; vuestro escudero en la guerra: á vuestro lado siempre, porque teneis enemigos, señor; todos los reyes los tienen y mi única ambicion es serviros de escudo.

– Aunque me has servido algun tiempo no recuerdo de qué tribu eres, dijo con la gravedad de un rey Yaye.

– De la tribu Zeneta, señor, contestó con orgullo Harum.

– Vienes, pues, de una raza bastante esclarecida, walí, para que puedas estar continuamente á mi lado, dormir á los piés de mi lecho, y llevar tu caballo tras el mio en el combate. Te concedo lo que me has pedido.

– ¡Ah! ¡señor! ¡magnífico señor! exclamó Harum arrojándose á los piés de Yaye.

– Alza y escucha: ¿cuántos dias han pasado desde aquel en que yo llegué á Granada?

– ¿Quereis decir, señor, desde el dia en que me mandásteis que siguiese sin perder de vista á la hermosa morena de los ojos de luz?

– ¡Ah! ¡la princesa mejicana! exclamó perturbado bajo aquel recuerdo Yaye.

– Pues ha pasado un mes, cabalmente desde aquel dia, señor.

– ¡Cuántas variaciones en un mes en la vida de un hombre! exclamó el jóven emir. Y se quedó profundamente pensativo.

– Perdonadme, señor, dijo Harum, si os advierto, que estando en estos corredores nos pueden ver desde las ventanas y desde el jardin de la próxima casa de don Diego de Córdoba y de Válor.

– ¡Ah! ¡es esa la casa de don Diego de Córdoba! dijo Yaye mirando al frente: pero de improviso se puso pálido y lanzó una exclamacion desde el fondo de su alma.

– ¡Ah! ¡doña Isabel!

En efecto, la jóven habia atravesado lentamente y con su severo traje de luto, un corredor de la casa vecina y habia desaparecido.

– ¿Vive doña Isabel en la casa de su hermano don Diego? dijo con voz apagada por la conmocion Yaye.

– Si señor, todos los dias por la mañana la veo sentada en aquel banco de piedra que hay al pié de aquella enramada de jazmines. Pero retirémonos de aquí si os place, señor, y si quereis observar la casa de don Diego, yo os llevaré á un lugar desde donde podais ver sin ser visto.

Yaye conoció que la observacion de Harum era prudente, y le siguió á un aposento cercano en el que habia una ventana con celosía y desde donde se descubria lo mismo que desde el corredor, las dos casas y los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

– ¿Acostumbra doña Isabel á dejarse ver? preguntó Yaye.

– Solo por la mañana, señor, y en el lugar que os he marcado.

– ¿Has hablado alguna vez con ella?

– Nada me habiais encargado acerca de doña Isabel, señor.

– Es verdad. Y dime: ¿que ha sido de Miguel Lopez?

– Se le cree muerto.

– ¿Se sabe quién ha mandado su muerte?

– Creese que sea cosa de don Diego de Válor.

– ¡Infame! murmuró Yaye: pero… me han dicho que ha muerto á manos de unos monfíes.

– Es verdad: segun me ha dicho Dalhy que ha ido dos ó tres veces á la montaña durante este mes, don Diego sobornó á Reduan, que vivia como ventero junto á Orgiba y á otros seis: vuestro poderoso y justiciero padre, señor, mandó ahorcar al dia siguiente á Reduan, y á los otros seis, en la encina muerta de la Rambla de los Gamos.

– ¿De modo que en esta muerte nada ha tenido que ver la justicia de mi padre?

– Ha sido un asesinato y nada mas.

– ¿Y qué se han hecho don Diego y don Fernando de Válor?

– Los tiene presos vuestro padre hasta que vos parezcais.

– ¿Y mi buen ayo Ab-del-Gewar?

– Está inconsolable por vuestra pérdida y nos hace revolver la tierra á mí y á los veinte monfíes que tengo á mis órdenes.

– Pues hasta que yo te lo mande, es necesario que á nadie digais que he parecido.

– Muy bien, señor.

– A nadie, ¿lo entiendes?

– Si señor.

– Además, es necesario que procures introducirte con la servidumbre de don Diego de Válor, á fin de que yo pueda hablar con doña Isabel.

– Las tapias son fáciles de escalar, señor… y yo mismo…

– Componte como puedas, pero no cometas ninguna imprudencia.

– ¡Oh! en cuanto á imprudencias seria la primera que cometiese: por no ser imprudente no puedo daros ya noticias positivas acerca de la dama morena que me mandásteis seguir.

– ¡Cómo! ¿sabes donde para?

– Muy cerca de nosotros, ahí, en esa otra casa cuyo huerto linda con el de don Diego y cuyas celosías estan tan cerradas.

– ¿Y no has tenido medio de amparar á esa desdichada?

– Tengo medio de penetrar hasta su habitacion; pero necesitaba proveerme de cierta herramienta.

– ¡Ah! ¡forzar puertas! dijo con repugnancia Yaye: ¡exponerse á pasar por un ladron!

– La puerta que yo forzaré es tan reservada, como que da á un extremo de la mina donde está la habitacion en que os han tenido cautivo.

 

– Pues bien, cuanto antes liberta á esas desdichadas mujeres, pónlas bajo el amparo de la justicia, devuelve á la jóven la joya y…

– ¿Y por qué no habeis de hacer vos todo eso señor? sino me engaño paréceme haberos oido decir que esa dama es una princesa.

Meditó un tanto Yaye.

– Bien, dijo: tiempo sobrado tendremos de pensar en ello. Por ahora búscame una casa segura donde pueda vivir sin ser notado: despues trae una litera cerrada dentro de la cual me trasladaré á mi nueva vivienda, y sobre todo, Harum, un profundo secreto.

El monfí despues de haber recibido algunas otras instrucciones de Yaye, salió de la casa murmurando, mientras se alejaba á buen paso:

– El emir es mi señor único y absoluto desde que el noble Yuzuf renunció en él su poder y su corona. El, solo él, Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar, es nuestro señor, á quien debemos obedecer ciegamente, so pena de traicion. ¿Pero qué pensará hacer el emir?

Dos horas despues salia una litera cerrada del casuco que habitaba Harum: aquella litera entró poco despues en una linda casita de la calle de las Tres Estrellas en el Albaicin.