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Los monfíes de las Alpujarras

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Prometíselo, y entonces Calpuc oprimió un resorte oculto y nos encontramos en una habitacion alhajada enteramente al estilo de España: atravesamos algunas otras iguales, y al fin, Calpuc abrió una puerta, y me introdujo en una capilla ú oratorio á cuyo frente habia un altar y otro á cada costado.

En el del centro no habia imágen alguna, en el de la derecha se veia una imágen de talla de la Vírgen de los Dolores, y en el de la izquierda otra de San Juan Evangelista; á los piés del altar de la Vírgen habia arrodilladas dos mujeres, que se levantaron sobresaltadas al notar mi presencia y se dirigieron á una puerta situada á la izquierda del altar del centro.

– Esperad y nada temais, dijo Calpuc dirigiéndose á ellas: este caballero es mi amigo.

Las dos mujeres se detuvieron, se volvieron y adelantaron hácia nosotros, saludándome, una de ellas, con suma cortesanía. Necesité hacer un poderoso esfuerzo sobre mí mismo, para contener mi conmocion. La dama que tenia delante, y que parecia contar veinte y ocho años, maravillosamente hermosa, y vestida con un sencillo trage blanco, era el original del retrato que habia visto en casa del duque de la Jarilla; era, en fin, doña Inés de Cárdenas, su hija.

La que la acompañaba y me habia parecido mujer por su estatura, era una niña como de nueve años, maravillosamente hermosa tambien; pero en cuyo semblante se veia el color dorado de la raza mejicana, los negrísimos ojos que son tan comunes entre las indias, y el cabello profuso, rizado y brillante, que tanto encanto presta á su hermosura. Doña Isabel me miraba con curiosidad, y su hija, que indudablemente lo era, puesto que habia heredado sus mismas formas, su misma hermosura, me miraba con un temor instintivo.

– ¿Venís de España, caballero? me dijo doña Inés en excelente castellano.

– Hace un año señora, la contesté con la mayor naturalidad, que he atravesado la frontera del desierto por órden de su adelantado don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.

Noté que doña Inés se ponia sumamente pálida, y que Calpuc plegaba levemente el entrecejo.

– Este caballero es nuestro huesped, dijo Calpuc á doña Inés, que me saludó de nuevo, me hizo algunos cumplidos y se retiró llevando la niña de la mano.

Quedamos solos Calpuc y yo.

– Necesitamos hablar á solas, me dijo, y comprendernos; tened la bondad de seguirme caballero.

Y por otra puerta, situada á la derecha del altar, me llevó, atravesando algunas habitaciones, á otra donde se encerró conmigo.

Noté que la disposicion de Calpuc hácia mí habia cambiado.

– Sentaos, me dijo, y cubrios capitan: estais enteramente en vuestra casa: quiero que me trateis con franqueza y que me respondais lisa y llanamente á lo que voy á preguntaros. ¿Cuánto tiempo hace que habeis atravesado la frontera?

– Un año poco mas ó menos, le contesté.

– ¿Y decís que el adelantado de la frontera os ha mandado penetrar en el desierto donde nadie hasta vos se ha atrevido á entrar?

– Sí, señor, le contesté.

– ¿Y cuáles eran las instrucciones que traiais? repuso mirándome fijamente.

– Las de reducir á la obediencia á los rebeldes que habian negado el vasallaje á S. M. el gran emperador nuestro amo.

– Estais en un error, capitan, y lo estaba el adelantado al llamar rebeldes á los moradores del desierto: esto no es exacto: los hombres que han preferido huir de las poblaciones conquistadas, para internarse en estas soledades, para venir á buscar estas otras poblaciones, desconocidas aun para los castellanos, no son rebeldes, porque ellos no han reconocido otros señores que los que á falta de Motezuma han defendido la libertad y la honra de los mejicanos: todo consiste en que en Méjico les queda aun mucho que conquistar á los españoles, en que en sus interminables soledades, en sus gigantescos bosques, en sus inmensas florestas, viven y vivirán siempre hombres, que prefieren la fatiga y la guerra á la paz de la servidumbre bajo la tiranía del conquistador. No nos llameis rebeldes, capitan; la rebeldía es un crímen de que no me siento capaz; si alguna vez Calpuc jura fidelidad al emperador don Carlos, será su mas fiel vasallo.

– En buen hora, contesté, que no seais rebelde; pero el emperador, mi amo, es bastante fuerte para conquistaros y os conquista: ya podeis juzgar: cien hombres solos han sido bastantes para penetrar hasta el interior del desierto y dictaros condiciones.

Yo habia aventurado mis últimas palabras para probar el temple de alma de Calpuc, y noté que las habia escuchado con un altivo desprecio: en vez de irritarle yo, el me habia irritado á mí.

– Lo que demuestra, dijo el anciano Yuzuf, interrumpiendo al capitan, que el rey de aquellas gentes valia infinitamente mas que tú.

– Líbrete Dios, emir, dijo profundamente el capitan, de verte frente á frente de Calpuc. Ese hombre tiene alma de demonio.

– No, yo creo que ese hombre tiene un alma valiente, que resiste con una fuerza prodigiosa á la adversidad; pero continúa, porque aunque he oido contar esa misma historia á Calpuc, quiero oir á entrambas partes; él te acusa de asesino y de bandido, y si yo no te protegiera…

Hizo un gesto de profundo desden Sedeño y exclamó:

– Calpuc vive porque le proteges tú, emir; pero continuemos, que tiempo tendrémos sobrado para llegar á ese asunto.

El aspecto de frialdad con que Calpuc habia contestado á mi arrogancia, arrogancia á que me daban derecho cien victorias conseguidas contra aquellos bárbaros, sin perder un solo hombre, me contrarió.

– Habeis llegado hasta aquí, capitan, me dijo, porque Dios lo ha querido; porque Dios castiga en nosotros los pecados de nuestros padres y su ciega idolatría; Dios os ha enviado, no como la luz que alumbra, sino como la espada que hiere: sois un azote al que ha prestado Dios la fuerza de su brazo, y triunfais; porque es necesario, porque es preciso que triunfeis: en una palabra, sois los verdugos de la justicia de Dios.

– Y sin duda para desarmar la cólera de Dios, le dije con intencion, os habeis convertido al cristianismo.

– Me he convertido al cristianismo porque Dios ha querido que me convierta, me contestó con la gravedad peculiar á los indios.

– ¿Y por qué, si sois cristiano, resistis á las armas del emperador?

– ¡Qué! ¿acaso vuestro emperador ha nacido para esclavizar al mundo entero? contestó con desden Calpuc.

– El gran emperador y rey don Carlos V es el monarca mas grande de la tierra.

– Su grandeza es un crímen continuado, contestó Calpuc; pero dejemos vanas disputas. ¿A qué habeis venido aquí?

– Ya os lo he dicho: á conquistar tierras á mi amo el emperador, y á extender la fe de Jesucristo.

– Por ahí debiais haber empezado; pero la fe de Jesucristo no se extiende por medio del incendio, de la matanza, de la impureza, del robo y de todo género de delitos: el que quiera extender la fe de Jesucristo debe de ser un apóstol y encadenar las almas por el ejemplo de su virtud y por la sabiduría de su palabra. Y si Dios os ha traido hasta estas remotas tierras, no ha sido por la gloria de su nombre; vosotros sois indignos de enaltecerla; os ha enviado como un castigo, y vosotros no peleais con el valor del leon, excitados por la fe, sino por la sed de oro; habeis llegado hasta aquí atraidos por la fama de la montaña dorada, y os habeis encontrado con una roca de cristal. Si vuestros soldados hubieran sabido esto, no hubieran sido tan audaces. Para encontrar botin en abundancia, no es necesario penetrar en el desierto; si en vez de estar la montaña dorada despues de esta ciudad, hubiese estado mas allá, no hubiéreis pasado adelante. Sea como quiera, ¿cuanto oro será necesario para que nos dejeis en paz?

– Todo el oro que teneis, todas las riquezas que atesorais pertenecen á mi amo el emperador, le contesté.

– En buen hora, dijo Calpuc; vuestro será el oro del templo; vuestras las riquezas que encierran las casas de la ciudad; pero no serán vuestros los tesoros ocultos por nosotros en las entrañas de la tierra; tesoros, en comparacion de los cuales, nada es cuanto habeis robado ó podeis robar, porque nosotros sabemos donde estan las minas de oro y los bancos de perlas y las rocas que encierran el diamante. Si vuestro objeto no es otro que el de acumular riquezas, hablad; poned precio á nuestra libertad, recibidlo y partid.

– Escuchad, le dije: hay un medio de conciliarlo todo: al entrar he visto una niña.

Púsose sumamente pálido Calpuc.

– Esa niña es mi hija, me contestó.

– Pues bien, dadme vuestra hija por esposa, y me quedo entre vosotros; os ayudo con mis invencibles soldados; fundamos un poderoso imperio al que no se atreveran á llegar los españoles y…

– ¿Son esas vuestras últimas condiciones? dijo interrumpiéndome Calpuc.

– Decididamente.

– Pues bien, pensaré en ello. Entre tanto descansad; esta es vuestra habitacion; no extrañeis si no me veis en algun tiempo, porque acaso me lo impediran graves ocupaciones. Adios.

Y sin esperar mi contestacion se perdió tras un tapiz.

Para mí todo lo que habia visto y me habia maravillado, el trage castellano de Calpuc, la pureza con que hablaba el castellano, la existencia de tres sacerdotes católicos en un país de idólatras, estaba explicado desde el momento en que encontré en el palacio del rey del desierto á la hija del duque.

Ella sin duda le habia convertido, ella le habia enseñado el habla castellana; su apóstol y su maestro habia sido el amor.

Y nada tenia esto de extraño: doña Inés era una mujer bastante por sus encantos, por el poder de un no sé qué misterioso que se revelaba en ella, para convertir y enamorar á un dervís. Yo mismo comprendí que si doña Inés se empeñaba, á pesar de mis hábitos de bandido y de libertino, me convertiria.

Yo habia ido por ella sola al interior del desierto, porque nunca habia creido en la existencia de la montaña de oro, y porque, como decia muy bien Calpuc, para obtener grandes riquezas por medio del saqueo, no era necesario alejarse tanto de la frontera.

 

Yo habia buscado al terrible Calpuc con un puñado de valientes, porque tenia indicios de que si doña Inés vivia, debia estar en su poder.

La habia encontrado de una manera maravillosa; pero si bien la ambicion me habia impulsado hacia ella, el amor y un amor violento habia sustituido en mi alma el lugar de los pensamientos ambiciosos desde que la ví.

Mi demanda para esposa de la hija de Calpuc solo habia sido un pretexto para acercarme á doña Inés.

Sin embargo, una inquietud mortal me devoraba; habia cometido indudablemente una imprudencia en pronunciar ante Calpuc el nombre del duque de la Jarilla; Calpuc se habia mostrado receloso conmigo y era de temer que ocultase de tal modo á doña Inés que no pudiese dar con ella.

Sirviéronme de comer al uso de los naturales, en la habitacion que Calpuc me tenia designada, y despues de comer se me presentó un indio que hablaba medianamente el castellano, y me participó que su señor le enviaba, para que, si yo queria, me sirviese de guia y de intérprete en la ciudad.

Aproveché sus servicios, salí del palacio por un postigo que estaba muy cerca de mi habitacion, visité los alojamientos de mi tropa, á la que encontré dispuesta á todo, y recorrí despues la ciudad. Notaba que por todas partes se fijaban en mí miradas recelosas, que las mujeres se escondian á mi vista, y que los agoreros predicaban de una manera enérgica, á pesar de mi presencia, en el lenguaje bárbaro de los sacerdotes indios, en medio de una multitud cabizbaja y silenciosa.

Algunos de estos agoreros, señalaban con rabia la cruz que habia aparecido sobre el templo, y por sus gestos, y violentos ademanes, podia comprenderse que excitaban á los indios á la insurreccion.

Cuando ya cerca de la noche me volví al palacio de Calpuc, y entré en mi habitacion por el mismo postigo por donde habia salido, noté que la ciudad habia quedado entregada á una agitacion sorda y amenazadora.

Ya habia indicado yo á mis alféreces donde podrian encontrarme, y aunque mi situacion era aislada y peligrosa, me llenó de alegria la idea de que una acometida por parte de los indios, me autorizaria para obrar sobre la ciudad como sobre pais conquistado.

Inmediatamente que entré me sirvieron la cena.

Despues me dejaron solo.

No pasó mucho tiempo cuando percibí un ruido leve en una de las habitaciones inmediatas. Mi primer pensamiento fue la sospecha de que acaso pensaban sorprenderme y asesinarme, y á todo evento esperé de pie en medio de la cámara.

Poco despues se levantó el tapiz de una puerta y en vez de un asesino entró una niña. Una niña hermosa como un ángel.

La niña se puso sonriendo uno de sus pequeños dedos sobre su pequeñísima boca, y acercándose á mí me dijo con una hechicera confianza:

– Señor español, mi madre, que es española como vos, desea hablaros; pero para ello será necesario que me sigais sin hacer ruido; muy quedito y muy en silencio.

Despojéme de mis espuelas, y como no era de presumir que Calpuc se valiese de su hija para tenderme un lazo, me limité á llevar por única arma mi daga, que aun conservaba en la cintura: si por acaso no la hubiese tenido, hubiese seguido á Estrella, que asi se llamaba la niña, enteramente desarmado; hacer otra cosa hubiera sido demostrar desconfianza ó miedo, y esto ofendia mi orgullo.

Estrella me asió de una mano, me sacó de la cámara, y me llevó á oscuras por un laberinto de corredores y habitaciones. Al fin entramos en un departamento donde se aspiraba un ambiente cargado de perfumes, lo que demostraba que ya estábamos en las habitaciones de doña Inés.

Al fin Estrella levantó un tapiz y entramos en una magnifica cámara, iluminada blandamente por una lámpara, en cuyo fondo, sobre almohadones de pluma, estaba sentada una mujer vestida de blanco.

Era doña Inés.

La media luz que iluminaba la cámara, los brillantes muebles que la alhajaban, el trage blanco de doña Inés, su cabellera negra, magníficamente agrupada en trenzas sobre su cabeza, la ardiente melancolia de su semblante, la ansiedad que se pintaba en su mirada, todo, todo, hacia de aquella mujer una tentacion viviente.

Doña Inés besó á su hija en la boca, la dijo algunas palabras al oido, y la niña, haciendo una señal de inteligencia, atravesó, leve como una pluma, la cámara y se perdió detrás de una puerta.

– Dispensad, caballero, me dijo doña Inés con un acento ávido, opaco y profundamente melancólico; perdonad que os haya molestado, y sentaos. Me habeis dicho que venis de España, que hace un año habeis penetrado en el desierto, y que esto ha sido por órden de don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, adelantado de España en la frontera.

Doña Inés pronunció todas estas palabras con una precipitacion febril.

Esperé un momento á que dominase su conmocion, y la respondí:

– En efecto, señora, el adelantado de la frontera, ha premiado mis largos servicios al emperador, haciéndome la honra de encargarme…

– ¿Y qué encargo es ese?..

– Hace diez años los indios sorprendieron al adelantado, y le robaron una hija adorada.

– ¿Y el adelantado, no se ha acordado en diez años de buscar á su hija? dijo con cierto sarcasmo doña Inés.

– El adelantado, señora, ha enviado uno y otro capitan; á uno y otro tercio al desierto; todos han perecido.

– ¿Y solo vos habeis podido llegar?..

Doña Inés se detuvo.

– Si, si señora, la dije con audacia, yo solo he tenido la fortuna de encontraros.

– ¡De encontrarme! ¡pues qué! ¿creeis que yo soy la hija del adelantado? ¿es esa señora la única española que por las vicisitudes de la guerra ha venido á parar á poder de los indios?

– Yo, señora, la contesté, no hubiera aventurado ninguna expresion, sino estuviese seguro de que vos sois doña Inés de Cárdenas.

– ¡Que estáis seguro de que yo soy…!

– Si, por cierto, porque os conozco.

– ¡Que me conoceis!

– He visto vuestro retrato en casa de vuestro padre.

– Sin duda os engaña la memoria.

– Suele suceder que la memoria engañe; pero jamás engaña el corazon.

Doña Inés afectó no comprender el sentido directo y audaz de mis últimas palabras.

– El corazon se engaña tambien me dijo con la mayor naturalidad; á quinientas leguas de distancia, cuando se han atravesado bosques y desiertos, y se han visto muchas mujeres… es fácil…

– Si, eso es fácil para un indiferente, pero no para un hombre que ama.

Era ya el tiro tan directo que doña Inés no pudo desentenderse y adoptó un aspecto severo.

– Si creeis que yo soy hija del duque de la Jarilla; si habeis comprendido la posicion que ocupo en esta casa, por mas que yo no sea la mujer que creeis, me haceis una grave ofensa.

– Perdonad, pero no conozco bien vuestra posicion.

– ¿Y qué posición puede ser la mia, teniendo una hija, sino la de esposa de un hombre que profesa mi misma religion, y que es mas ilustre que yo, puesto que es rey de unos dominios tan extensos como los del emperador don Carlos?

– Dominios que sin embargo se conquistan con cien soldados castellanos.

– Asi lo quiere Dios, y es justo que asi sea, dijo doña Inés. Pero no os mostreis tan orgulloso; hasta ahora solo habeis tropezado con pequeños caciques á los que os ha sido fácil vencer: no habeis encontrado un solo guerrero: todas esas turbas que habeis vencido, son restos de tribus aterradas, desmembradas que han huido á los desiertos, despoblando la parte conquistada por los españoles. Pero ahora os encontrais en la primera ciudad de otro imperio fuerte y poderoso que no se ha aterrado todavía, y que está acostumbrado á vencer á los españoles. ¿No sabeis de boca del mismo adelantado de la opuesta frontera, que á pesar de sus murallas, de sus cañones y de sus soldados castellanos, los idólatras le arrebataron su hija de su mismo palacio?

– ¡Oh! ¡al fin confesais!..

– Me remito á lo que vos mismo me habeis referido.

– Pero os repito, doña Inés, que he visto vuestro retrato en la casa de vuestro padre, que no puedo desconoceros, porque causásteis en mí una emocion profunda, y porque, en fin, en nada habeis variado sino en haber acrecido en hermosura.

– ¿Habeis hecho una campaña de quinientas leguas por mí, solo por mí? dijo con un acento indefinible doña Inés.

– Vuestro padre…

– Mi padre, porque… si, yo soy esa doña Inés que buscais; mi padre ha tenido ocasion de saber de mí, ya enviando un indio de paz, ya por otros mil medios. No, no: mi padre me ha maldecido sin duda; mi padre ha renegado de su hija.

– Vuestro padre os cree muerta, señora; vuestro retrato está cubierto con un velo negro.

Doña Inés se conmovió, surcaron dos lágrimas sus blancas mejillas, y dijo con acento conmovido:

– Mi padre no podia creer que entre los idólatras hubiese un alma generosa, un gran corazon que me sirviese de amparo. Mi padre supuso y supuso con razon, que yo no podria sobrevivir á la esclavitud y al envilecimiento. Pero mi padre se ha engañado. Para ser completamente feliz, solo me falta respirar el aire de la patria, y vivir entre cristianos.

– ¡Ah! ¡sois feliz!

– Cuanto puedo serlo en una tierra extraña habitada por idólatras. Si esto os maravilla, prestadme un tanto de atencion y cesará vuestro asombro.

Mi padre os habrá referido cómo le fuí arrebatada: los indios nos sorprendieron, pasaron á cuchillo á los españoles, y su rey penetró en nuestra casa, y en mi cámara, en el momento en que la mano brutal de un salvaje me habia arrancado de mi reclinatorio, donde pedia á Dios misericordia, y arrastrándome por los cabellos, levantaba sobre mí su hacha.

El valiente Calpuc me arrancó de las manos del terrible guerrero, y para salvarme, me declaró su cautiva.

Todos respetaron á la cautiva del rey.

Despues no recuerdo lo que sucedió; solo que cuando torné en mí, me encontré en un lecho portatil, conducido por cuatro indios, en medio de un ejército innumerable de salvajes, que marchaban por ásperos y horribles desfiladeros.

Durante muchos dias, hicimos pacíficamente el mismo camino que vos, sin duda, habeis hecho, dejando á vuestras espaldas la muerte, la desolacion, y el incendio: al fin llegamos á esta ciudad, y fuí trasladada á este mismo palacio.

Durante el camino, mis ojos habian buscado en vano al jóven guerrero que me habia librado de una muerte horrorosa. Un impulso de gratitud y un sentimiento que no podia explicarme, me hacian pensar en él. Algunos dias despues de haber llegado á este palacio, me atreví á preguntar á las esclavas que me asistian, por el rey de aquella tierra.

Entonces un anciano sacerdote que habia sido cautivado en la misma ocasion en que yo lo habia sido, se me presentó y me dijo que el jóven rey del desierto, Calpuc, habia ido á reprimir la insurreccion de una de las tribus; díjome asimismo, que conmigo, ademas de él, habian sido libertados de la muerte otros dos sacerdotes cristianos y algunos soldados y mujeres castellanas.

– Ignoro la suerte que nos está reservada hija mia, añadió: creo que este rey es humano y generoso; pero en todo caso, antes que faltar á la virtud y á la fe de Jesucristo, es preferible el martirio.

Algunos dias despues, se me presentó el mismo Calpuc.

Era muy jóven, y ya le conoceis, y podeis comprender que posee dotes para hacerse amar. Yo no habia pensado en que podria amarle; este pensamiento me hubiera llenado de terror: mis creencias, mi educacion, mi altivez, todo se oponia en mí á este pensamiento, y sin embargo, ya os he dicho, que el recuerdo de aquel jóven que me habia salvado, me inspiraba un sentimiento misterioso que no podia explicarme, que yo no creia que pudiese ser amor, y que atribuia á gratitud.

Fuése que por hacerse entender de mí, Calpuc hubiese procurado aprender el habla castellana, fuese que conociese algunas de sus palabras por la continua guerra contra los españoles, me hizo entender, aunque á duras penas, en nuestra primera vista, que nada tenia que temer, y que si me habia llevado consigo á sus dominios, solo habia sido por no dejarme expuesta á mil peligros.

Desde entonces todos los dias me hacia una corta visita.

Lentamente el jóven indio fue comprendiendo mejor el castellano; al fin á los seis meses, se hacia entender perfectamente.

Yo tambien habia comprendido lo que mi corazon no habia podido ocultarme, esto es, que amaba al rey del desierto. Le amaba, sí, pero jamás le revelé mi amor, ni con una mirada, ni con una demostracion de alegría á su llegada, llegada que yo ansiaba, para dar en el fondo de mi alma una expansion á mi amor.

 

Calpuc, por su parte, me trataba con el mayor respeto y con una indiferencia perfectamente afectada; pero ¿qué mujer no conoce si es amada ó no por un hombre á quien ve todos los dias?

Sabia, pues, que le amaba y que era amada; pero estaba resuelta á morir antes que á pertenecer á un idólatra.

Pero nuestra mutua posicion debia ser mas íntima y mas difícil; debia llegar un dia en que viviésemos continuamente juntos, en que comiésemos en un mismo plato, en que hiciésemos una vida comun.

Aun no habian pasado seis meses, desde que habia sido arrebatada á mi padre, cuando un dia se me presentó Calpuc pálido y trémulo.

– Es necesario que seas mi esposa, castellana, me dijo, y que adores á nuestros dioses.

– ¡Jamás! le contesté; Jamás seré la esposa de un idólatra, ni me prosternaré ante el ara horrible que se riega con sangre humana.

– Escúchame, Inés, dijo Calpuc, sentándose á mi lado: los agoreros han dicho al pueblo, que una mujer que vive en mi palacio, me envuelve en la tentacion y en la impureza; que esa mujer causará la completa ruina de los restos del imperio mejicano, y que, para aplacar á los dioses, es necesario que esa mujer sea entregada á los sacerdotes y sacrificada ante el altar.

El horror de esta terrible perspectiva me hizo estremecer.

– Y no es esto solo: los agoreros dicen que es necesario para asegurar la suerte del imperio, que sean sacrificados tambien tus hermanos de religion y de patria que han sido cautivados contigo.

– Pero tú eres el rey de esa gente, le dije.

– Mi poder, me contestó Calpuc, nada puede contra el poder de los sacerdotes. No hay otro medio para ti que ser mi esposa, y adorar á nuestros dioses, ni otro medio tampoco de salvar á esos infelices, sino se prosternan ante nuestros altares.

– Pues antes que eso, ellos y yo, preferimos el martirio.

– Escúchame, Inés, me dijo Calpuc con acento profundamente conmovido, y asiéndome una mano, yo te amo.

Era la primera palabra, y la primera mirada de amor que se atrevia á dirigirme Calpuc.

– ¿Y por qué me amais, conociendo que yo no habia de sucumbir á vuestros amores? ¿Pretendeis aterrarme para que consienta en ser vuestra esposa?

– No, no; dijo dulcemente Calpuc; yo solo quiero salvarte.

– Pero mi salvacion es imposible.

– ¿Y por qué?

– Porque jamás renegaré de mi Dios.

Calpuc observó si podia ser escuchado de alguien, y luego llevándome á un ángulo retirado de la cámara donde nos encontramos, me dijo:

– Yo no quiero que mueras.

Me miró de una manera apasionada durante un momento, y luego continuó.

– Si tú murieras, Calpuc se convertiria en el mas feroz de los hombres.

– Pues bien, sé rey fuerte y poderoso.

– Y dime, ¿qué harian los españoles, si su emperador les mandase ofender al Dios de sus padres, y desobedecer á sus sacerdotes?

– ¿Los españoles…? los españoles destituirian, exterminarian al emperador.

– ¿Y por qué no habian de hacer lo mismo los mejicanos con un rey que les mandase arrojar por tierra los altares de sus padres?

– Pero los españoles adoran al verdadero Dios, y vosotros adorais á Belial.

– La oracion de mi madre resuena en los oidos de los guerreros de mi nacion, cristiana, como la de tus abuelos resuena en los oidos de los tuyos. No te obligaré yo á que abandones á tu Dios…

– Y me exiges que reniegue de él.

– No, solo te pido que engañes á los hombres.

– ¡Cómo!

– Guarda en tu corazon tus dioses; pero arrodillate, para que mis sacerdotes dejen de aborrecerte, arrodillate ante los nuestros.

– ¡No, nunca!..

– ¿Y la vida de esos desdichados? ¿y mi vida?

Calpuc se arrojó á mis piés.

– Es necesario que te resuelvas, continuó; no se pondrá el sol tras las montañas azules, sin que los sacerdotes me pidan una respuesta. Es necesario que la hermosa vírgen se salve, y escucha: si no me amas no serás mi esposa, sino para los hombres, que se alimentan con lo que ven y con lo que oyen: Calpuc no se acercará á la vírgen de su amor, sino para tenderse á sus piés y guardar su sueño. Calpuc amará á su hermana, pero es necesario que su hermana le llame esposo; es necesario que todos la crean esposa del rey, para que ninguno se atreva á pensar en matarla: ¡ah! si mi hermana muriera, Calpuc se convertiria en un tigre.

Los ojos del jóven salvaje centelleaban, y un amor inmenso se exhalaba por ellos; pero un amor tan respetuoso, tan sublime como ardiente.

Yo, aunque aterrada por la horrorosa suerte que me amenazaba, me sostuve sin vacilar en mi resolucion, y Calpuc desesperado llamó al mas anciano de los tres sacerdotes cristianos.

Este consintió en persuadirme al fingimiento que de mí se exigia, pero con una condicion solemne: exigió á Calpuc que se convirtiera al cristianismo.

– Nuestros dioses se alimentan con sangre humana, dijo profundamente Calpuc; nuestros sacerdotes son unos malvados, que vuelven en su provecho la fe de mis hermanos; muchas veces he pensado en que un dios de muerte y de sangre, no es el dios que ha criado el sol, que es tan beneficioso, ni la luna que es tan bella, ni la tierra que es tan fértil, ni el mar que es tan grande, ni ese abismo tan azul, donde brillan innumerables los luceros. Mi padre que era un sabio y un justo me habia dicho: estos sacrificios humanos nos traerán al fin la maldicion de Dios. Por allí, por donde sale el sol tan resplandeciente, vendrán unos guerreros formidables que nos traerán, sobre mares de fuego y sangre, en castigo en nuestras culpas, otro Dios mas benéfico. Yo escucho todavía la voz de mi padre. Calpuc, ha querido conocer á Dios, y los agoreros no han sabido mostrárselo. ¿Se lo mostrarás, tu, anciano?

El licenciado Vadillo, que así se llamaba el sacerdote, aprovechó la buena disposicion de Calpuc, y me decidió á que, para causar un gran bien, me prestase á unas formas externas, que en nada podian ofender á Dios, puesto que conocia la pureza de nuestras intenciones.

Imponderable fue la alegría de Calpuc cuando supo que yo consentía en cuanto era necesario hacer para que los sacerdotes idólatras renunciasen, ó por mejor decir, no pensasen en sacrificarnos.

Algunos dias despues era yo la esposa de Calpuc.

Esposa para el pueblo; hermana para él.

Lentamente el licenciado Vadillo y yo fuimos labrando la fe cristiana en el alma de Calpuc. Al fin un dia, el dia mas hermoso de mi vida, el licenciado Vadillo bautizó á Calpuc en secreto, y en secreto tambien nos desposó con arreglo al rito de la Iglesia católica.

Entonces no fui ya la hermana, sino la mujer de Calpuc.

Un año despues el cielo habia bendecido nuestra union dándonos á Estrella, á mi hermosa Estrella.

Una capilla, la misma que habeis visto, fabricada por españoles, que habian venido á fuerza de oro, y construida con el mayor recato, habia abierto para nosotros el fecundo manantial de vida de la oracion y de las prácticas religiosas. Habreis reparado que habeis sido introducido por una puerta secreta en esta parte del palacio; que todas las habitaciones estan iluminadas por ventanas abiertas en el techo; que nadie, en fin, puede sorprender lo que aquí suceda: el vulgo cree que estas habitaciones tan cerradas son las de las mujeres del rey, y nadie se atreveria á mirar ni á espiar el interior del sagrado recinto aunque le fuese posible. Mi esposo tiene adormida la suspicacia de los sacerdotes á fuerza de oro, y á fuerza de oro ha conseguido que no haya un solo sacrificio humano, á pretexto de que los sacerdotes dicen al pueblo, que los dioses estan contentos y que no hay necesidad de aplacar su cólera con sangre. Los cráneos humanos que veríais ayer sobre el templo eran antiguos.

– Pues mucho me temo, dije interrumpiendo á doña Inés, que tanta felicidad no sea turbada por vuestra causa.

– ¿Por mi causa? dijo doña Inés.

– Si por cierto, porque vos sois la que me habeis traido aquí al frente de mis soldados.

– ¿Y qué desgracia nos puede acontecer?

– Nuestros soldados han entrado triunfantes en la ciudad.

– Pero ha sido porque hemos hecho creer á los habitantes que tras vosotros venia un formidable ejército; ha sido porque yo no he querido que se vierta sangre de cristianos; porque deseo, en fin, que haya un acomodamiento entre los conquistadores y los naturales, y á propósito de ello queria hablar con el capitan de la bandera española que se habia presentado delante de nosotros.