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Los monfíes de las Alpujarras

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– No me ha dicho lo mismo vuestro noble esposo, señora, la repliqué.

– ¿Ha hablado con vos mi esposo?

– Si, me ha ofrecido tesoros porque me vuelva con mi gente á la lejana frontera.

– Eso consiste en que habeis cometido la imprudencia de nombrar á mi padre delante de mí.

– Pero en fin, señora, ¿á que habremos de atenernos?

– Es necesario obrar y obrar pronto. Es necesario que marcheis, llevando á mi padre un mensaje que yo os daré para él.

– ¡Partir! ¡partir, cuando se han hecho quinientas leguas y se han dado cien batallas por encontraros!

– Vuestra gente está perdida en la ciudad: solo por el temor de verse anonadados, dominados por un formidable ejército, han podido los naturales consentir en que se celebren las ceremonias de otra religion en el templo de sus falsos dioses: si mañana no aparece, como es imposible que aparezca, ese soñado ejército, innumerables idólatras envestirán á vuestras gentes, las sofocarán por su número y las sacrificarán á sus dioses, á fin de aplacarlos por la, para ellos, terrible profanacion que se ha efectuado hoy en el templo; creedme, caballero, creedme; voy á hacer que busquen á mi esposo, á fin de que tratemos acerca de lo que conviene hacer, á propósito de establecer una buena inteligencia entre los españoles y los naturales, y esta misma noche partireis… ó sino partís sereis sacrificado… lo que me pesaria sobre manera.

– Pues os repito, señora, que habeis acudido tarde á no ser que lo que me preponeis sea una discreta industria para alejarme con mi gente.

– Os juro que nada hay en mis palabras doble ni artificioso; sino os alejais sois gente perdida.

– Pues creo que eso lo hemos de ver muy pronto, dije aplicando el oido, porque me pareció haber escuchado un disparo de arcabuz.

En efecto, no me habia engañado; poco despues, y partiendo del templo, retumbaba sobre la ciudad un cerrado fuego de mosqueteria: oíanse distintamente los gritos tumultuosos de los idólatras, y dentro del mismo palacio se dejaba oir una animacion terrible.

Estrella se presentó pálida en la cámara y se arrojó en los brazos de su madre, que se habia levantado y fijaba en mí, que me habia levantado tambien, una mirada fija y terrible.

– ¿Qué significa esto, caballero? me preguntó.

– Esto significa que las gentes de la ciudad han acometido á mi gente, que, como es natural, se defiende. Por mi parte os juro que nada sé de esto, y que me pesa; pero lo tenia previsto.

– Pues bien, no saldreis de aquí, caballero, dijo una voz á la puerta.

Aquella voz era la de Calpuc, que se presentaba, no con el traje español con que se habia presentado aquel dia ante nosotros, sino con sus ostentosas vestiduras de rey mejicano, armado con un hacha corta y reluciente.

– ¡Ah! ¡me habeis tendido un lazo! exclamé; ¡me habeis asegurado en vuestra casa, creyendo que mis gentes sin su capitan serian mas fácilmente vencidas! Pero os habeis engañado: lo he previsto todo; no tardaran en llegar aquí mis soldados.

– ¡Ah! ¡lo habiais previsto todo! dijo sombríamente Calpuc: ¡habeis venido no á extender la religion de Cristo, sino á robarme mi esposa! El duque de la Jarilla os envia, y contábais demasiado fácilmente con el logro de vuestra empresa. Os habeis engañado capitan: habeis venido á morir á mis manos como un traidor.

Y adelantó hácia mí.

Yo desnudé mi daga, única arma de que, por imprevision, estaba provisto: doña Inés se interpuso.

– No, no, exclamó: no vertamos mas sangre que la necesaria para defender nuestros hogares.

– Nuestros hogares estan acometidos é incendiados, exclamó con rabia Calpuc, y este miserable renegado, que blasfema la religion de Cristo, va á morir á mis manos.

Y rechazó con fuerza á su mujer.

Trabóse poco despues una lucha desigual: yo solo tenia mi daga: el rey del desierto era valiente, vigoroso y ágil, y se defendia con las armas de que iba cubierto, de mis golpes. Para defenderme de los suyos me veia obligado á retroceder; oia ya cerca, muy cerca, los gritos y los disparos de arcabuz de mis soldados; un resplandor rojizo se veia al fondo en las habitaciones, por la puerta que habia dejado franca Calpuc: pero yo no podia ganar aquella puerta: las mujeres, asustadas, habian huido por otra; habiamos quedado solos el indio y yo: él estrechándome, yo retrocediendo: al fin me alcanzó un hachazo en el brazo izquierdo, luego otro en el rostro. Caí, la sangre me cegó, el vértigo se apoderó de mí: sentí diferentes golpes de hacha en el cuerpo, y perdí los sentidos.

Calpuc me dejó tal como me ves ahora, con un costuron en el rostro, con una manga sin brazo, y con una pata de palo, á mas de otras heridas profundamente señaladas en el resto de mi cuerpo.

Aquella negra aventura dió ocasion á que me llamasen mis compañeros primero y despues todos los soldados de los tercios en que he servido, el capitan estropeado.

Debes tener tambien en cuenta, que en tu servicio he recibido estas heridas, ó por mejor decir, he perdido el agradable aspecto que antes tenia mi semblante; un brazo y una pierna: no debes olvidar esto, Yuzuf.

– ¿Te mandé yo, que penetrases en el interior de los desiertos de Méjico? dijo con desden Yuzuf: si te llevaron á ellos tus vicios, esto es, tu lujuria y tu codicia, tuya, y sola tuya es la culpa: no en mi servicio, síno en el tuyo fuiste estropeado.

– Si, es cierto en alguna parte lo que dices; pero ten en cuenta, Yuzuf, que tú habias apurado los tesoros de tu padre: que la contribucion que te pagaban las Alpujarras, no bastaba para alimentar á tus monfíes, ni para sostener tu decoro de emir: que tú, como el emperador don Carlos, y como los aventureros y golillas españoles, habias pensado en la América, en ese rico tesoro encontrado mas allá de los mares por Cristóval Colon: que para procurarte riquezas fue únicamente para lo que me compraste una compañía, y me diste ciento de los tuyos: que sino hubiera sido por tí, yo no hubiera ido á Méjico, no hubiera conocido al duque de Jarilla, no hubiera visto el retrato de su hija, y no hubiera pasado de la frontera, donde, sin gran peligro y trabajo, se alcanzaban ricas presas. Recuerda, en fin, que en seis años que estuve por allá, llené tus arcas de oro para mucho tiempo.

– Y dime: ¿á quién debes tu salvacion en tu descabellada excursion por el desierto sino á mis monfíes?

– Es cierto; pero eso no quita el que te haya servido fielmente, y el que estés obligado á darme ayuda.

– Si me has servido fielmente, es porque te tenia sujeto: porque á tu lado y como alféreces tuyos, iban hombres que no te hubieran permitido que me hicieses traicion: si hubieras podido, no me hubieras enviado ni un solo marco de oro: nada tengo que agradecerte, eres mi esclavo. Pero continúa, y sepamos á donde vas á parar con tu extraño relato.

– Cuando volví en mí, me encontré dentro de una cabaña en el centro de un bosque; estaba en un lecho de pieles de búfalo, y enteramente solo: era de noche: una lámpara de hierro puesta sobre una piedra, alumbraba la cabaña: junto á mí, tendido en el suelo, y echada la cabeza sobre el lecho, dormia un hombre, y únicamente sus fuertes ronquidos interrumpian el profundo silencio que reinaba.

Yo estaba vendado, dolorido, débil: por el momento, nada percibí mas que en conjunto: despues pasé de la observacion de los objetos exteriores á mí mismo, y me aterré: me faltaban un brazo y una pierna; el conocimiento de esta falta me hizo arrojar un grito de terror; á aquel grito, el hombre que dormia junto á mí despertó; era uno de mis alféreces; uno de tus monfíes.

Esto me tranquilizó un tanto; al menos no estaba en poder de los idólatras: no debia temer el ser sacrificado á sus horribles ídolos. Sin duda estaba en medio de mis gentes, puesto que el alférez se mostraba completamente armado.

– Gracias á Dios, me dijo, que al fin habeis tornado en vos, capitan: tres dias habeis estado como muerto.

– ¿Y dónde nos hallamos?

– A muchas leguas de la ciudad de ese perro idólatra, en cuyo palacio os encontramos casi hecho pedazos.

– ¿Y qué ha sido de ese hombre?

– Logró escapar de nuestras manos; reunió su gente en número considerable, y nos obligó á retirarnos de la ciudad.

– Pero no nos ha perseguido, puesto que estamos en reposo, y debe estar muy lejos el peligro, porque dormiais profundamente, alférez, cuando yo he vuelto en mí.

– Perdonad, capitan, me dijo, si he podido dormirme; hace tres dias con sus noches que no dormimos: pero eso no quiere decir que no haya peligro: por el contrario, tenemos al otro lindero del bosque el campo de los idólatras, y nuestras postas (centinelas) estan al frente de ellos. Tres dias hemos venido retirándonos, conteniendo una infinita muchedumbre con el fuego de nuestra mosqueteria, sin cesar de andar, llevándoos delante de nosotros en un lecho cubierto. Aquí fue necesario cortaros una pierna y un brazo, y para hacer esta operacion, nos fue forzoso detenernos y sostener un reñido combate: en él hemos perdido diez hombres.

– ¿Y las mujeres? dije con ansiedad.

– Las mujeres y la presa la hemos mantenido constantemente en medio de nosotros, y aun no nos hemos visto obligados á perder la menor parte del botin.

– Y entre esas mujeres, ¿vienen por acaso la esposa y la hija del rey Calpuc?

– Sí señor.

– Supongo que esas mujeres se habran respetado.

– Ninguno de vuestros soldados, capitan, se hubiera atrevido á tocar á la presa antes de que vos la hubiéseis repartido.

– ¿Y quién me ha curado?

– El médico judio que nos acompaña desde las Alpujarras.

– ¿Y qué dice el médico acerca de mi vida?

– Despues de haberos cortado la pierna y el brazo, y de haberos examinado las heridas de la cabeza, nos aseguró que os quedaban muchos años de vida; pero… ¿no ois, capitan?

Habia resonado á lo lejos un disparo de arcabuz, al que siguieron instantáneamente algunas descargas. Poco despues el fuego se extendió á la redonda, se acercó y se estrechó alrededor de la cabaña donde yo me encontraba.

 

– Los idólatras han acometido el campo, exclamó el alférez, y nunca como ahora nos han cercado: quiera Dios que no nos exterminen esta noche.

– Esperad, le dije: ¿no me habeis dicho que estan entre nosotros la hija y la esposa del rey Calpuc?

– Si, por cierto.

– Hacedlas venir al momento.

El alférez salió, y poco despues entró con la madre y la hija.

Doña Inés venia pálida, grave; pero altiva, con el mismo trage con que la habia visto tres dias antes: á no ser por los pasos que dió en la cabaña al entrar en ella, se la hubiera podido creer una estátua.

Su hija Estrella, inmóvil tambien, abrazada á la cintura de doña Inés, pálida y trémula, fijaba en mí una mirada llena de terror; el alférez estaba detrás de ellas impasible, como sino se tratara de una mujer tan hermosa como doña Inés, y una niña tan semejante á un ángel como Estrella.

– Doña Inés, la dije: las circunstancias en que nos encontramos haran que no extrañeis la resolucion que voy á tomar para salvar á mi gente.

– Comprendo la resolucion que tomareis, me dijo con acento glacial doña Isabel, y bien, estoy resuelta: pereceremos todos.

– ¿Y vuestra hija? exclamé con acento profundo.

Noté que doña Inés temblaba, que la niña palidecia aun mas, y que pugnaba en vano por contener sus lágrimas.

– Ved lo que haceis doña Inés, la dije: vuestro padre tiene indisputables derechos á recobraros por el honor de su familia, y prescindiendo de eso, vos teneis un deber sagrado de protejer á vuestra hija. ¿No os causa horror solo el pensar en ver ensangrentada á vuestros piés á esa hermosa criatura?

Estrella lanzó un grito de terror, se asió mas á su madre, y rompió á llorar á gritos.

Doña Inés me llamó infame.

– Y doña Inés tenia mucha razón para llamártelo, dijo Yuzuf.

– Yo no sé si he sido infame, dijo secamente el capitan. Lo que sé es, que por doña Inés hubiera arrostrado la condenacion de mi alma. Déjame continuar, Yuzuf.

– Continúa en buen hora, pero procura abreviar, porque tu cuento se ha hecho ya muy largo, y me aquejan otros cuidados.

– No; es preciso que sepas cuánto he sufrido, cuánto he hecho por el amor de esa mujer, para que comprendas cuánto puedo hacer todavía.

– Sigue, sigue.

– Si doña Inés hubiera sido mi única prisionera, hubiera arrostrado por todo y los indios nos hubieran exterminado; pero doña Inés no se atrevió, no tuvo valor para sacrificar consigo á su hija, y su amor de madre nos salvó. Escribió una carta para su esposo, en que le hacia presente su horrible situacion y la de su hija: deciale, que su padre el duque de la Jarilla me habia enviado para arrancarla de su poder, del mismo modo que él la habia arrebatado de la frontera en otro tiempo; que nada tenia que temer de mí, que todo se reducia á volver al seno de su familia. Doña Inés, en fin, mintió y se valió de su buen ingenio para aterrar á su marido. Uno de nuestros soldados atravesó el fuego, y fue á llevar al rey del desierto la carta de su esposa.

Inmediatamente cesó el combate, y se entró en capitulaciones.

Calpuc exigió que se le entregasen los demás cautivos hombres y mujeres, y la presa, y juramento por mi parte de entregar sanas y salvas, sin ofensa en su honor, su esposa y su hija al duque de la Jarilla.

Cuando tus monfíes, Yuzuf, supieron que para que se retirasen los idólatras era necesario entregar la presa, quisieron continuar al combate á todo trance, á pesar de que contra cada monfí habia mil enemigos. Hay que confesar que tus monfíes son muy valientes, y que á duras penas conseguí que entregasen la presa.

Solo doña Inés y Estrella quedaron en mi poder.

Calpuc, que habia comprendido que si bien le era fácil exterminarnos, atendiendo á que mi gente estaba sin capitan y á que era infinitamente inferior en número á la suya, el destruirnos era sentenciar á morir á su esposa y á su hija, quiso mejor que estando vivas, le quedase la esperanza de recobrarlas algun dia. Yo habia contado con esto, y no habia contado mal. Antes del amanecer se habian retirado los idólatras al otro lado del bosque, y pudimos continuar nuestro camino. Pero la mitad de la compañia habia quedado muerta sobre el campo.

Como me habia dicho en nuestra primera entrevista doña Inés, hasta que habiamos entrado en los dominios de Calpuc, no habiamos encontrado gentes formidables: nuestros triunfos habian sido fáciles hasta entonces, y asi es que cuando desandamos el camino que habiamos llevado hasta la ciudad de Calpuc, vencimos con facilidad á algunas tribus salvajes que nos salieron al encuentro. Pero no pudimos hacer una sola presa y llegamos á la frontera, tan pobres como un año antes habiamos partido de ella.

Los monfíes estaban desatalentados. Solo yo habia conseguido mi objeto; pero á medias. Traia conmigo á doña Inés; pero me dejaba allá en el centro del desierto un brazo y una pierna, y el hacha de Calpuc, cruzando mi cara, me habia desfigurado conpletamente.

Ademas, mis proyectos de ambicion habian fracasado. Yo no podia ser esposo de doña Inés, porque doña Inés estaba casada.

A pesar de que el duque de la Jarilla habia dejado el adelantamiento de la frontera, no me atreví á entrar en las ciudades con doña Inés, que era muy conocida, y restablecido ya completamente de mis heridas, me dediqué á hacer la guerra de frontera como antes de mi expedicion al desierto, llevando siempre conmigo á doña Inés.

Llegó al fin un dia, en que, subyugadas de nuevo las provincias rebeldes, los indios que no quisieron sujetarse al yugo se internaron en el desierto, donde no era posible perseguirlos sino con grandes ejércitos, y por último, no habiendo ya aldeas que quemar ni presas que hacer, me mandaste que volviese á España.

Yo temia volver á España con doña Inés, por la misma razon que no habia entrado con ella en ninguna de las villas y ciudades de Nueva España: temia que algun amigo ó deudo de su padre la conociese. Te envié, pues, tu gente, y me quedé solo con doña Inés y Estrella, como esclavas.

Dudé al embarcarme con ellas para Europa á dónde mi dirigiria: en Flandes y en Italia me exponia á dar con un tropiezo, porque en aquellos paises abundaban los españoles. Difícil era encontrar un punto en Europa donde los españoles no llevasen su planta. Me decidí, pues, por Grecia.

En el archipiélago he vivido algunos años. Me hice construir una casa á las orillas del mar, en Chipre, y compré una almadía. Yo necesitaba oro, y me hice pirata. ¿Qué quieres? Yo necesitaba ejercitarme en algo. Cuando volvia de mis excursiones cargado de oro y cubierto de sangre, gozaba entre los brazos de doña Inés…

– ¡Cómo! ¿doña Inés fue tan miserable que al fin manchó su fe, amándote? exclamó con severidad Yuzuf.

– Recuerda emir que doña Inés tiene una hija.

– ¡Ah!

– Como se habia sacrificado la esposa, se sacrificó la madre. Doña Inés luchó largo tiempo y fue preciso para que sucumbiese que yo la amenazase con separarla de su hija. Estrella era mi esclava y podia venderla. ¿Comprendes ahora que doña Inés pudiera ser mia, y hasta que por no irritarme fingiese que me amaba?

– Comprendo que eres un infame, Sedeño, y que Calpuc ha tenido y tiene mucha razón para pedirme tu cabeza.

– ¡Eh! yo no sé si he sido infame ó no: lo que sé es que doña Inés podia haber sido muy feliz conmigo, si hubiera sido menos testaruda. Al fin, lo hecho está hecho. La obstinacion de doña Inés me ha obligado á tratarla con crueldad. No es mia la culpa. ¿Acaso la amé yo porque quise? Si no con su hermosura, con un no sé qué misterioso, que me enloquecia, me obligó á amarla. Era necesario que yo ó ella nos sacrificásemos, y entre los dos sacrificios elegí el suyo. Esto es muy natural. Ademas, me habia costado muy cara para que yo renunciase á ella: me habia costado una expedicion al desierto en que expuse mi vida en cien combates, y por último un brazo y una pierna. ¿Cómo querias que yo renunciase á doña Inés?

– Continúa.

– Ya te he dicho que doña Inés solo se doblegaba á mis deseos por el temor de perder á su hija. Pero yo no podia engañarme: me aborrecia con toda su alma, y este aborrecimiento, que no podia ocultarme, me irritaba y mi irritacion era siempre fatal para ella: de dia en dia iba desapareciendo su hermosura, y su palidez enfermiza, su demacracion, la aguda enfermedad de pecho que la aflige, la tornaron al fin desconocida, fea, flaca, cuando apenas contaba treinta y cinco años. Entre tanto Estrella crecia cada dia mas hermosa, y me enamoré de Estrella.

– ¿Despues de haber sacrificado á la madre, querias sacrificar á la hija? exclamó con indignacion Yuzuf. ¿Y te atreves á confesarme sin rubor tales infamias?

– ¿Qué quieres Yuzuf? Son cosas del corazon. Yo siempre me he dejado llevar de mi corazon, y bueno es que sepas cuánto me interesan esas mujeres, para que comprendas hasta qué punto me dejaré llevar antes que consentir en que nadie me las arrebate. Además, tú no tienes por qué extrañarte de nada. ¿Acaso tú al frente de tus monfíes no has incendiado villas y llevado á sangre los viejos, las mujeres y los niños?

– Son gente de la raza maldita; son cristianos, son los enemigos de mi pueblo: los que se gozan en nuestro sufrimiento, en las crueldades que se apuran con los moriscos. Entre los cristianos y nosotros, no puede haber mas que sangre y fuego.

– Resulta que tú eres cruel con los cristianos por venganza, y que yo soy cruel con esas dos mujeres, porque la una y la otra me han enamorado: exigencias del corazon, Yuzuf. Pero necesito concluir. El estado en que se encontraba doña Inés, y los años que habian trascurrido desde que fue robada á su padre, me aseguraban de que no pudiese ser reconocida, si por un azar lograba verla alguien, burlando mi vigilancia. Deseaba volver á España, y hace un año que volví á las Alpujarras y me puse de nuevo en inteligencia contigo. Volví á ser capitan del presidio de Andarax, espía de los cristianos en servicio tuyo, y ya sabes cuan bien te he servido durante este año.

– Por lo mismo he hecho jurar á Calpuc que no tocará á tu cabeza mientras yo no se lo permita.

– Sí, sí, todo esto es cierto. Pero tambien es cierto que hubieras hecho mucho mejor en dejarle morir á manos de la justicia que le habia preso por intento de asesinato contra mí, que en librarle de la cárcel y protegerle, contentándote solo con exigirle juramento de que no atentaria á mi vida. Mejor hubieras hecho en castigar al monfí, que habiendo sido hecho cautivo por las gentes de Calpuc en el desierto, le ha servido de guía hasta las Alpujarras. Pero ¡ya se ve! Calpuc es muy rico y te habrá comprado tu proteccion.

– Concluyamos, Sedeño: ¿que quieres de mí?

– Quiero que me permitas deshacerme de ese hombre.

– Yo no puedo ser el verdugo de un rey.

– ¡De un rey de bárbaros, cuyo trono está al otro lado de los mares!

– Sea como quiera, Sedeño, las desgracias de Calpuc le hacen merecedor de una proteccion mayor que la que yo le he dispensado; en conciencia yo debia haberte dejado entregado á él…

– ¡Entregado á Calpuc! ¿crees tú que si Calpuc no estuviera protegido por tí, por tí, que tienes demasiadas pruebas para entregarme al rey y á la Inquisicion, ya que no quisieras destruirme por tu propio poder, estaria vivo Calpuc?

– Calpuc te hará pedazos el dia en que yo se lo permita.

– ¡Oh! ¡oh! tú eres el que me tienes atado de piés y manos: en cuanto á Calpuc está tan resuelto á romper el juramento que te hizo de respetar mi vida, que me ha obligado á salir de las Alpujarras, y hace algunos dias que ronda mi casa en Granada.

– Eso prueba que respeta su juramento, lo que no impide el que pretenda rescatar su esposa y su hija.

– Pues cabalmente es necesario que eso no suceda.

– Obra como mejor puedas para guardar á esas mujeres: por lo demás, te anuncio que el dia en que tenga un solo indicio de que has tendido una sola asechanza al rey del desierto, aquel dia eres hombre muerto, Sedeño. ¿Qué? ¿no eres mi vasallo? ¿no me debes obediencia? ¿no eres, aunque de sangre cristiana, monfí, como cualquier otro de los mios? Si no fueras monfí, ¿poseerias las riquezas que posees?

– Veo que va á ser necesario que entremos en condiciones.

– ¡Condiciones! ¡condiciones entre los dos! exclamó Yuzuf con ímpetu: ¿acaso eres mas que mi esclavo?

– Siéntate, poderoso Yuzuf, y escucha: en la situacion en que me encuentro me veo obligado á todo… y tengo de mi parte ciertas ventajas.

– ¡Ventajas…!

– Si por cierto. Tú tenias un hijo.

 

– ¡Que tenia yo un hijo!.. ¿pues qué, Yaye ha muerto?

– Cuéntale por muerto, porque está en poder de Satanás, y si yo no te le entrego…

– ¡Cómo! ¿te habrás atrevido?

– Aunque yo sea malo como el diablo, Yuzuf, no soy yo el que está apoderado de tu hijo. Es una mujer que hace mucho tiempo está enamorada de él.

– ¡Una mujer! No te comprendo Sedeño.

– Ni yo me explicaré mas. Bástete saber que tu hijo está en poder de esa mujer, encerrado, cautivo… que aunque esa mujer ha llegado á ser su querida, sabe demasiado que Yaye no la ama, y será capaz de retenerle en su encierro ó de envenenarle, cuando no le pueda retener. Te juro que si yo no te ayudo, pierdes tu hijo, le pierdes, como yo perdí á mi padre.

– Pero yo puedo sujetarte al tormento.

– Moriré en él sin revelar una sola palabra. Bien sabes que soy valiente, Yuzuf.

El anciano se levantó, y se puso á pasear agitado, por la cámara. Sabia demasiado que Sedeño era hombre á quien nada aterraba, y que habiéndose propuesto deshacerse de Calpuc, no cejaria en su empeño aunque emplease para dominarle todos los terrores; todos los dolores posibles.

Yuzuf era padre, amaba á Yaye de una manera exagerada, si es que puede haber exageracion en el amor de un padre hácia su hijo. La pérdida de Yaye, la incertidumbre acerca de su suerte, habia llenado de amargura el corazon del anciano, y habia recibido un inmenso consuelo al saber por boca de Sedeño que su hijo vivia. Pero al mismo tiempo Sedeño se negaba á revelarle el lugar donde se ocultaba su hijo, y le exigia en cambio una infamia.

Yuzuf, sin embargo, no tardó en decidirse; pero antes se habia hecho el razonamiento siguiente:

– Calpuc me exige todos los dias, á todas horas, con un empeño justísimo, que le releve del juramento de respetar la vida de ese infame; ese vil Sedeño me pide por su parte que le permita deshacerse de Calpuc; entro estos dos hombres existen razones bastantes para que quieran mútuamente exterminarse. A mí, á mi pueblo conviene, que esos dos hombres vivan: Calpuc es riquísimo, sus tesoros son inagotables, y por odio á los españoles, me facilita medios para sostener mi ejército de monfíes. Como yo, es rey de una raza proscripta, vencida, amenazada por la cólera de los castellanos. Calpuc es mi igual, mi aliado natural. Por otra parte, Sedeño me sirve bien: es un excelente espía; vende á los castellanos en mi provecho, y acaso podríamos deberle un dia una sorpresa sobre Granada, sobre nuestra querida ciudad. Estos dos hombres son preciosos para mí. Pero mi hijo es antes que todo. Si Sedeño me revela el lugar donde se encuentra, le permitiré que obre contra Calpuc, y del mismo modo permitiré á Calpuc que obre contra Sedeño. El resultado será verme privado de la ayuda de uno de estos dos hombres, ó acaso de la de los dos. Pero mi hijo… mi hijo… si, es preciso de todo punto… mi hijo antes que todo.

Y se detuvo, y se volvió resueltamente á Sedeño.

– ¿No has tenido tú parte, directa ni indirectamente, en la prision de Yaye? le dijo.

– Ya te he dicho que Yaye está en poder de una mujer.

– Respóndeme de una manera decidida.

– Nada he tenido ni tengo que ver en la prision de tu hijo.

– Pues bien; revélame el lugar donde se encuentra, y los medios de salvarle, y te permito que hagas lo que puedas contra Calpuc.

– ¿Hasta matarle?

– Te dejo libre del juramento de respetar su vida.

– Pues bien; solo me falta una condicion para señalarte el lugar donde tu hijo se encuentra.

– ¡Otra condicion!

– Sí, poderoso Yuzuf, las duras circunstancias en que me encuentro me han obligado á ofenderte. Prométeme, por tu fe de emir, de creyente y de caballero, que me perdonarás, y que no me negarás tu confianza, como no me la has negado hasta ahora. Hé aquí mi última condicion.

– Dáme á mi hijo, y te lo prometo todo.

– ¿Nada tendré que temer de tí?

– Nada.

– Pues bien; tu hijo Yaye, está encerrado en un subterráneo de la casa de don Diego de Válor, y en poder de su esposa doña Elvira, que hace mucho tiempo que le ama.

– ¿En casa de don Diego de Córdoba y de Válor?

– Sí por cierto.

– ¿Y cómo sabes tú eso, dijo con recelo Yuzuf, cuando no han podido averiguarlo Abd-el-Gewar, ni los monfíes que yo he enviado á Granada en demanda de Yaye?

– Escucha Yuzuf: tú recordarás que yo, para estar en inteligencia oculta con don Diego, sin que pudiesen conocerlo los cristianos, compré una casa contigua á la de don Diego en el Albaicin. Estas dos casas se comunican por una mina.

– ¡Ah! exclamó Yuzuf, para quien el recuerdo de Sedeño fue un rayo de luz.

– Bien; pues en esa mina hay algunos aposentos. Hace algunos dias, ignorante yo de que don Diego habia salido de Granada, y teniendo que darle algunas noticias importantes para que te las trasmitiese, bajé á la mina, y al acercarme á uno de los aposentos de que te he hablado, oí dos voces que hablaban apasionadamente: era la una de mujer, la otra de hombre, hablaban de amores: en la mujer reconocí á doña Elvira, la esposa de don Diego: por lo que escuché, supe que el hombre era Yaye, tu hijo. Sabia que tú le buscabas y que no le encontrabas, y esto me llenó de alegría, porque me dije: yo daré al emir su hijo, y el emir en cambio me dará la vida de Calpuc.

– ¿Y doña Elvira es amante de Yaye? preguntó con repugnancia Yuzuf.

– Sí, sí por cierto, y parece que se aman mucho.

– ¡Ah! silencio, silencio; don Diego anda libremente por esta parte del alcázar, y pudiera oirnos, dijo Yuzuf con cuidado.

En aquel momento se oyeron pasos, y poco despues se abrió una puerta, y entró don Diego.

Yuzuf le miró de una manera profunda, pero nada vió en don Diego que demostrase que habia oido las últimas palabras del capitan; estaba tranquilo, su paso era seguro, y su mirada descuidada.

– ¡Ah! dijo deteniéndose, apenas habia dado algunos pasos en la cámara, perdonad si he sido indiscreto sin saberlo: pensaba que estabas solo, Yuzuf.

– No, don Diego, no estoy solo; hace algunos momentos que me ocupo de una conversacion interesante con el capitan Sedeño.

– Sí, sí por cierto, dijo el estropeado, y venís muy á tiempo don Diego, porque yo he venido á haceros un mutuo servicio al emir y á vos.

– ¿Un mutuo servicio, capitan? dijo con perplejidad don Diego.

– Sí por cierto. ¿Recordais lo que pasó en vuestra casa el dia en que se casó con Miguel Lopez vuestra hermana doña Isabel?

– No comprendo lo que quereis decir.

– Cuando ya aquella boda no podia suspenderse, se presentó en vuestra casa Sidy Yaye, el hijo del emir.

– Es verdad, dijo don Diego.

– ¿Y por qué me lo has ocultado, preguntó con su acento de terrible amenaza Yuzuf, cuando sabias la ansiedad con que yo buscaba á mi hijo?

– Porque no sabia si estaba muerto ó vivo.

– ¡Cómo! ¿pues quién se atrevió?..

– Tu hijo, Yuzuf, supo en mi casa sin que yo lo pudiese evitar, que mi hermana doña Isabel acababa de casarse con Miguel Lopez: ya te he dicho las terribles razones que tuve para obligar á mi hermana á que se casase con ese hombre, rompiendo el pacto que existia en nuestras familias y por el cual tu hijo Yaye debia ser esposo de mi hermana. Tu hijo al saber que ya aquella union era imposible, cayó en tierra mortal, y yo le dejé al cuidado de mi esposa en lugar seguro, y me puse inmediatamente en camino con Miguel Lopez, á quien arrastré con un pretexto, y á quien como traidor debia matar, y como obstáculo remover de en medio de doña Isabel y de Yaye, que ya se amaban. Cuando algunos monfíes estaban próximos á dar muerte á Miguel Lopez, tú que te habias aproximado á Granada, me encontraste, é irritado por el asesinato de Miguel Lopez, cuya razon no podias apreciar bien, porque no conocias su traicion, me trajiste contigo. Tú tenias indicios ó los tuvistes despues de que tu hijo habia estado en mi casa, recelaste de mí, y me intimaste que no me veria libre hasta que estuvieses seguro de mi inocencia acerca de la desaparicion de tu hijo. Yo no podia saber, pues, si tu hijo habia sobrevivido ó no al accidente mortal que le habia acometido al saber el casamiento de mi hermana, y temiendo que hubiese muerto no me he atrevido á revelarte nada. Acaso, si por desgracia Yaye hubiese fenecido, me hubieras imputado su muerte cuando he hecho cuanto ha estado de mi parte por salvarle, y por romper el lazo que impedia su union con Isabel. Juzga en tu prudencia si he tenido razon para callar ó no.