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Los monfíes de las Alpujarras

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CAPITULO XIX.
De cómo la justicia fue á cerrar la casa del capitan, dejándola enteramente deshabitada

Aquella misma noche algunos monfíes enviados por Yuzuf, entraban en Granada escalando silenciosamente los ya aportillados muros de la muralla que por la parte de la Torre del Aceituno (hoy ermita de San Miguel el Alto), constituian la cerca que lleva aun en nuestros dias el nombre del Obispo don Gonzalo.

Aquellos monfíes disfrazados, llegaron en secreto y protegidos por la noche y por la soledad del Albaicin, á las casas de algunos moriscos principales, para manifestarles que la noche siguiente llegaria á Granada por los atajos de la sierra, el anciano Yuzuf con seis mil monfíes.

Al mismo tiempo algunos adalides del capitan general en traje de arrieros, salian secretamente por las puertas con pliegos para los corregidores de las poblaciones moriscas, en los que se les mandaba que al momento viniesen á Granada con los caballeros particulares y gente de guerra y del comun que pudiesen reunir.

No mucho despues de haber salido Calpuc de la casa del capitan Sedeño, un alcalde con una ronda de alguaciles, que, segun costumbre, recorria las silenciosas calles, entró en la de San Gregorio: al pasar por delante de la casa de Sedeño, maravillóle ver la puerta abierta y las luces del zaguan encendidas.

– Pues segun los bandos, dijo el alcalde, á estas horas debia estar ya cerrada esta puerta: adelantad maese Barbadillo, y decid al que saliere, que la justicia castiga por su descuido al dueño de esa casa, en dos ducados para obras pías.

Adelantó el corchete con su linterna, y entró.

– ¡Ah de casa! dijo.

Nadie le contestó.

Asió entonces la cuerda de la campana y la agitó: tampoco sobrevino contestacion alguna.

Salióse el corchete.

– Señor alcalde, dijo, por el presente no parece en esa casa mas persona viviente, que un caballo que está enjaezado en el zaguan.

– Volved á llamar, maese Barbadillo, volved á llamar.

Llamó de nuevo el corchete con la voz y con la campana desaforadamente; pero no recibió mas contestacion que las veces anteriores.

Entonces el alcalde Anton de Zalduendo, hombre ágrio y seco, de cincuenta años, enhiestó la vara de justicia, y alegrándose, con esa alegría característica de los curiales cuando les cae que hacer, esto es, con una alegría maligna, se entró de rondon por la puerta franca, seguido de cuatro alguaciles, y dejando dos de guardia á la puerta.

Despues de un escrupuloso registro, que dió por resultado encontrar una casa grande, principal, ricamente amueblada y entapizada, sin una alma viviente y con dos cadáveres, el alcalde, aumentada su alegría en una proporcion maravillosa, mandó á un alguacil para que buscase de una manera apremiante un escribano, y otro para el cura de la parroquia, á fin de que acudiese con sus sepultureros.

El escribano libró testimonio de cómo en una casa grande de la calle de San Gregorio el Alto, el nombre de cuyo dueño no se sabia aun, por no haber habido lugar á la indagatoria, y en una de las cámaras de aquella casa, se habia encontrado por la ronda del alcalde de Casa y Córte, Anton de Zalduendo, los cadáveres de una dama como de cuarenta años, muerta al parecer de enfermedad, y el de uno, al parecer por sus divisas, capitan de infantería española, manco del brazo izquierdo, cojo de la pierna derecha, y tuerto del ojo siniestro, muerto á hierro y al parecer en riña: que habiendo comparecido el licenciado Pero de Rávago, cura de la parroquia de San Gregorio el Alto, se le habia ordenado que mandase conducir los dos difuntos á la iglesia, y que al dia siguiente los pusiese en sendas cajas de ánimas en la puerta de la parroquia, á fin de que los vecinos los viesen, por si alguno los reconocia; despues de lo cual, y habiéndose llevado los difuntos los sepultureros, y quedado en poder del infrascripto escribano, dos espadas y una daga que tenia sobre sí el difunto, la una espada en el cuerpo en una herida que le atravesaba de parte á parte, y la otra espada en la mano, sin señal alguna de sangre, se procedió al inventario y embargo de los muebles de la casa, y de dos caballos que se encontraron, el uno en el zaguan y el otro en la cuadra, cerrándose y sellándose todas las puertas por la justicia, y entregándose los caballos al mesonero del Meson del Cuervo, en la calle del Agua, todas cuyas diligencias tuvieron fin y remate al alborear el dia 1.º de julio del año de 1546.

Como se vé, Yaye, sin duda se habia llevado consigo las dos sirvientes, que como hemos dicho habian sido encerradas, puesto que la justicia no encontró en la casa persona alguna.

Igualmente se desprende del testimonio del escribano, que la justicia no habia dado con la puerta secreta que ponia en comunicacion la casa del capitan difunto con la de don Diego de Córdoba y de Válor, puesto que ni una palabra se decia en el testimonio acerca de la tal puerta.

Pero en un testimonio por separado que habia pasado con urgencia el alcalde Anton de Zalduendo al presidente de la Chancillería, constaba que en un armario, encontrado en un dormitorio, al parecer de hombre, se habían hallado papeles interesantísimos para la salud de la república y el servicio del rey.

CAPITULO XX.
Estrella

La casa que el walí de los monfíes Harum, habia procurado á su señor el poderoso emir de las Alpujarras Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar, era, como hemos dicho, una bellísima casa; mas aun, un pequeño alcazar situado en una calleja angular que se llamaba entonces la casa de las Tres Estrellas, y aun se llama hoy, puesto que la casa y la calleja en cuestion existen.

Debemos decir que la causa ostensible de tal nombre, son tres estrellas incrustadas en el ladrillo que sirve de clave al arco árabe agramilado de la puerta de la casa, y la causa ostensible de aquel nombre, porque aquellas tres estrellas, mas que un adorno son, por decirlo asi, un símbolo; lo que queda sobre la tierra de un tremendo suceso acontecido en aquella casa cuando Granada era de moros, suceso con el cual pensamos confeccionar una leyenda á la que titularemos, Dios mediante, Las Tres Estrellas.

Mas, volviendo á nuestra narracion, nos permitirán nuestros lectores que digamos algo acerca del estado en que se encontraba aquella casa cuando acontecian los sucesos que vamos refiriendo.

Su fachada era pequeña y formaba uno de los lados del segundo ángulo recto de la calle: la pequeña y sencilla, pero bella puerta ogiva de herradura, constituia el frente de la calle, conforme se doblaba el primer ángulo viniendo de la parte de la iglesia de San Gregorio el Alto; el muro á que aquella puerta pertenecia, no tenia perforacion, ventana ni respiradero alguno, mas que un pequeño agimez de estuco labrado, con columnas de mármol blanco de Macael, que correspondia á un pequeño mirador con cúpula, situado sobre el tejado de la casa, encima del alero de pino labrado y ennegrecido por el tiempo, mirador que estaba situado á la derecha de la casa, y que se veia desde la calle, merced á la poca elevacion de la pared, que constituia el otro lado del ángulo recto que determinaba la calle.

Este mirador era tan esbelto, tan delicado, tan feble, que algunos años hace, fue arrebatado por el huracan un dia de tormenta, del mismo modo que si hubiera sido de carton, ó como las hojas secas de un árbol.

Pasando la puerta se encontraba una especie de zaguan oscuro, pavimentado de mármol, con faja de mosáico ó alicatado en la parte inferior de los muros, que desde aquella faja hasta el techo estaba prolijamente adornado de arabescos, y aquel techo era de bobedillas pintadas con sumo primor y buena eleccion de colores, para los cuales faltaba luz. Frente á la puerta habia un delicado arco que daba paso á un patio muy pequeño, mas largo que ancho, en cuyo centro habia una fuente abierta en el pavimento, de mármol como el del zaguan; al fondo de este patio habia una puerta mas pequeña que daba á una estrechísima y oscura escalera que ponia en comunicacion el piso bajo con el alto, desembocando en una galería, situada á la izquierda del patio, con barandilla ó balaustrada de pino tallado y agramilado.

El costado izquierdo del patio consistia en un cenador estrecho en el piso bajo, y en la galería que hemos citado en el alto. Esta galería estaba sustentada por una viga maestra labrada delicadamente y apoyada en sus extremos por dos zapatas ricamente talladas, pintadas y doradas; otra viga enteramente semejante, con iguales zapatas, sostenia el alero que estaba tambien pintado y dorado. Ambos techos, el del cenador, y el de la galería, eran de ensambladura, con estrellas, escudetes y triángulos cruzados, matizados y dorados, con filetes de blanco y rosa. Ambos muros, el superior y el inferior, estaban ornamentados con fajas de azulejos ó mosáicos, labor de estuco, pintadas inscripciones y follajes. En ambos muros habia dos puertas de herradura, con elegantes nichos para las babuchas, en la parte media de sus gruesos, diferenciándose solo estas dos puertas, cuyos festones y enjutas estaban primorosamente labrados, en que la del cenador era mayor que la de la galería.

Por la puerta inferior se entraba en una cámara oscura; pero riquísima en su pavimento de mosáico, en sus arabescos y en su techo; á los extremos de esta sala habia dos pequeños alhamíes ó alcobas. Por la puerta de la galería se entraba á otra sala enteramente igual; pero mas baja de techo y variada en el adorno; al extremo de la galería habia una pequeña puerta que daba á una escalera, y aquella escalera desembocaba en un pequeño corredor oscuro, que iba á dar al mirador que se veia desde la calle.

Este mirador era perfectamente cuadrado y apenas de tres varas de extension. Tres de sus costados tenian agímeces cubiertos por celosías y por cortinas de seda carmesí; en el otro costado estaba la puerta. El friso de este mirador se hacia octógono, y sobre él se veian diez y seis bellísimas ventanas transparentes de estuco, sobre las cuales se levantaba una cúpula de estalácticas, que remedaba con sus colgantes una gruta de hadas.

 

Todo en aquel mirador era delicado, bello y rico: el mosáico menudo, caprichoso, ejecutado con sumo primor; las pechinas de agallones, que naciendo de los ángulos, determinaban la figura octógona del friso; los adornos, las inscripciones, los colores, todo perfectamente ejecutado, todo perfectamente concluido; un hermoso sueño de un hábil alarife realizado en miniatura. En aquella pequeña estancia habia un divan de seda y oro; cortinas magníficas en la puerta y en los agímeces y un bello perfumero de plata.

Ademas, pendiente de la cúpula habia una lámpara de seda, y de cuatro de los cupulinos del octógono, cuatro jaulas de plata doradas en que vivian aprisionados cuatro ruiseñores.

Estas eran las habitaciones que constituian la parte bella y artística de la casa de las Tres Estrellas. A las demás dependencias, habitaciones de los criados y caballerizas, se entraba por el postigo de una huerta situada á espaldas de la casa y la comunicacion estaba abierta en el muro derecho del patio por una puerta sencilla.

En lo que hoy existe de la casa solo se encuentra parte del plano, y algunos restos de estucos, adornos y pinturas, gastados, corroidos, ennegrecidos por el tiempo.

Aquella casa es hoy el esqueleto mutilado de lo que fue.

A aquella casa fue á donde Yaye hizo conducir á Estrella desmayada, y á donde tambien fueron llevados, como hemos dicho anteriormente, el soldado que servia á Sedeño, y las dos sirvientes que habia en la casa.

Estrella fue conducida al bello mirador que hemos descrito.

La infeliz jóven tardó mucho tiempo en volver de su desmayo; acompañábala Yaye, que observaba su estado, lleno de interés y de caridad: ya sabemos, que la caridad era la virtud culminante de Yaye: una caridad sui generis; pero al fin el jóven llamaba caridad al dulce sentimiento que le hacia experimentar, en mayor ó menor grado, toda mujer hermosa colocada en ciertas circunstancias, y nosotros nos hemos propuesto respetar la conciencia del jóven emir; pero era muy extraño que la caridad de Yaye no se extendiese á los hombres ni á las mujeres feas ó viejas: era, en todo caso, una caridad muy condicional.

Las circunstancias en que habia encontrado Yaye á Estrella habian sido eminentemente extraordinarias: Estrella, por su posicion, por su juventud, y por su magnífica hermosura, impresionaba fuertemente el alma entusiasta, espansiva y ardiente de Yaye; se sentia arrastrado por ella á una caridad sublime, caridad llena de goces y de placeres, que le hacia sentir una emocion dulce, lánguida, fresca, odorífera, si se nos permiten estas dos últimas extrañas calificaciones: caridad que era de todo punto independiente del amor que le inspiraba doña Isabel de Válor, amor que habia empezado tambien, al menos asi lo creia Yaye, por un impulso caritativo. Doña Isabel era para el jóven la luz de su alma, su amor contrariado, su empeño: doña Estrella, un ser débil, necesitado de proteccion, una hermosa flor que la desgracia habia arrojado ante los piés del emir, y que estaba ante él pálida, privada de sentido, y sufriendo de una manera interna, ó, por mejor decir, orgánica. Yaye se habia dicho, respondiéndose á sí mismo, y como queriendo calificar el lazo que le unia á aquellas dos mujeres, tan jóvenes, tan puras, y tan desgraciadas las dos:

– Estrella será mi hermana; Isabel… Isabel si no puede ser mi esposa, será mi amante: Isabel será mia.

Pero entre tanto no volvia en sí Estrella; el sacudimiento que habia sufrido el alma de la pobre niña habia sido demasiado fuerte para que el accidente causado por él fuese pasajero. Continuaba el desmayo y aquella congoja muda que hacia presentir acaso una afeccion mayor y mas peligrosa, si la ciencia no acudía al socorro de Estrella. Yaye estaba realmente preocupado, casi aterrado, porque queria tener oculta á Estrella, y no se fiaba de nadie absolutamente mas que de los monfíes.

El jóven estaba solo con ella. La habia rociado el rostro con agua; la habia hecho aspirar las fuertes esencias que los moros sabian extraer de las flores y de las plantas, y Estrella no habia vuelto en sí. Yaye no se habia atrevido á desembarazarla de la presion de sus vestidos, ni la habia tocado mas que con una mirada ardiente, es verdad; pero ardiente de caridad. Al fin, cuando ya estaba casi resuelto, en vista de la duracion del accidente, á tomar, contra su voluntad y de una manera desesperada, una resolucion mas eficaz y decisiva, Estrella suspiró profundamente y abrió con languidez los ojos, sus hermosísimos ojos negros, á los que el dolor y la ansiedad hacian mas hermosos, irresistibles.

Poco á poco fue volviendo al uso de sus facultades; se levantó sobre el divan, pasó sus pequeñas manos por su frente, se apartó las pesadas bandas de sus cabellos, que se habian desordenado, y miró en torno suyo.

No preguntó donde se encontraba, no nombró á su madre, no se entregó á ese dolor ruidoso, que grita, se retuerce, se exhala de mil maneras, que serian ridículas á no ser por lo terrible de la causa que las motiva. Nada dijo á Yaye, únicamente le asió una mano, y se la besó, dándole las gracias por la proteccion que la habia dispensado con una mirada velada por lágrimas; mirada que hizo estremecerse de los pies á la cabeza á Yaye.

Luego se replegó sobre sí misma y Yaye la sintió llorar en silencio.

Hay momentos en que toda palabra de consuelo es inoportuna y aun cruel, porque aviva el dolor en vez de calmarle: el jóven emir lo comprendió asi y dejó á Estrella abandonada á su dolor; pero no se atrevió á dejarla sola; hacia calor en aquel reducido aposento, y Yaye descorrió los tapices de la puerta y de los agimeces y abrió las maderas; frescas oleadas de las auras nocturnas cruzaron por el interior del mirador y uno de los ruiseñores rompió en un magnífico trino.

Yaye tomó la jaula, la descolgó y llevó fuera el ave cantora: parecióle que la alegría tranquila del pájaro debia punzar el alma lastimada de Estrella; los otros tres ruiseñores fueron desterrados tambien á una habitacion inmediata, donde, dominados por la oscuridad, guardaron silencio.

Cuando entró de nuevo Yaye en el mirador, encontró á Estrella mas tranquila; habia variado de posicion, estaba abandonada voluptuosamente en el divan, sin duda por casualidad, y apoyaba su cabeza en una de sus manos cuyo brazo se hundia en los almohadones.

Sus grandes ojos negros, en los cuales se habia secado el llanto, aunque conservaban una profunda expresion de dolor y de ansiedad, se fijaban lucientes en Yaye, en cuyo semblante se posaron algun tiempo.

Luego aquellos ojos irresistibles parecieron aumentar su fuerza, su brillo, su expresion; se entreabrieron los rojos labios de Estrella, y Yaye la oyó murmurar con un acento apagado y ardiente, semejante á un suspiro:

– ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias, caballero! ¡cuánto os debo! ¿sin vos qué hubiera sido de mí?

Yaye no supo qué contestar y contestó á la ventura lo primero que se le ocurrió.

– Dios sin duda os hubiera amparado, dijo.

– Y ¿quién sino Dios, ha podido llevaros á mi lado en la terrible situacion por que acabo de pasar?

– ¿Creeis que haya sido Dios quien me ha traido á vuestro lado? dijo Yaye pronunciando tambien estas impías palabras á la ventura, porque estaba trastornado.

– Y ¿quién sino Dios, respondió con acento sonoro y solemne Estrella, ha podido valerse de vos para que consoleis á una pobre madre moribunda, y ampareis á una huerfana infortunada? ¿Quién sino Dios pudo haber hecho que nos encontráramos y nos conocieramos en aquel meson de las Alpujarras? ¿quién sino Dios, ha podido inspirar á mi madre, á mi infeliz madre, para que me ponga bajo vuestra proteccion? ¿Creeis que Dios no habla por la boca de los moribundos?

– ¿Creeis que Dios haya hablado por la boca de vuestra madre? exclamó Yaye que seguía hablando abandonado á sí mismo, ó por mejor decir, abandonado á aquella situacion que le presentaba á Estrella con el triple incentivo de su hermosura, de su dolor y de su infortunio.

La caridad habia tomado en aquella situacion tales proporciones en el alma de Yaye, que le quemaba en un fuego voraz, le envolvia en una atmósfera ardiente, dominaba su corazon, que flotaba en una region de sueños desconocidos; en una palabra, Yaye estaba embriagado, dominado, loco, y sin voluntad, por decirlo así, de una manera instintiva, como atraido por una influencia magnética, se sentó en el divan al lado de Estrella.

– Sí, sí; Dios ha hablado por la boca de mi infeliz madre, dijo la jóven; Dios ha tenido compasion de mí, y al herirme tan profundamente en mi amor de hija, ha abierto para mí una fuente de consuelo, presentándome un alma noble, á la cual unir mi alma…

Estrella que hablaba sin reflexion, abandonada á su dolor, á su necesidad de consuelo, se contuvo, porque un rayo de razon brilló en medio de su delirio.

Yaye no se atrevió á pronunciar una sola palabra; otro rayo de razon le habia hecho comprender la gravedad de las palabras de Estrella.

Pero como nuestro corazon es siempre exigente y despótico y siempre sale vencedor en sus luchas con la cabeza, Estrella, alma ardiente como el suelo en que habia nacido; fuerte y poderosa, porque se habia fortalecido en la desgracia; sedienta de felicidad, la sed mas implacable del corazon; voluntariosa, como es voluntarioso quien siempre ha estado luchando con un imposible, y ansiosa de afectos, como que solo habia gozado del desesperado afecto de su madre á la que acababa de perder, no tuvo fuerza para contenerse en la pendiente sobre la cual la habia puesto su situacion, ó, tal vez desesperada, importándola poco todo lo que en el mundo se respeta como conveniencia, continuó infiltrando en Yaye todas las ardientes pasiones que se exhalaban por su magnífica mirada, y dijo con voz temblorosa de temor y de dolor.

– ¡Estoy sola en el mundo! ¡sola y desesperada!

– ¡Sola! esclamó Yaye con un tímido acento de reconvencion.

– ¿Cómo os llamais? dijo Estrella, sin apartar su mirada poderosa de los ojos de Yaye: he oido vuestro nombre, pero… lo he olvidado… lo he olvidado todo… ¡Oh, Dios mio! ¡mi cabeza! ¡tengo aquí un infierno!

Y se oprimió con ambas manos la frente.

Yaye la tomó las manos, las separó de su cabeza y las retuvo entre las suyas, sin que Estrella hiciese el mas leve esfuerzo, la menor indicacion para desasirse; por el contrario, las manos de los dos jóvenes se estrechaban fuertemente y se trasmitian un flúido irresistible, mientras sus miradas se devoraban y se confundian.

Entrambos estaban pálidos, solemnemente graves, confundiendo sus almas, entregados el uno al otro, como si nada existiese en el mundo mas que ellos, como si hubiesen sido el primer hombre y la primera mujer.

Sin embargo, Yaye al contestar á la pregunta de Estrella, mintió en cierto modo, no sabemos por qué.

– Me llamo Juan de Andrade, la dijo.

– ¡Ah no, no! dijo Estrella; ese no es el nombre de un rey: ¿por qué me engañais cuando os preguntan mi dolor y… mi alma?

Estrella iba á decir mi amor, pero el pudor, que el mundo ha fabricado para la mujer, la contuvo y la hizo dar tortura á la frase.

– ¡Ah! perdonad, pero sois cristiana, y no me he atrevido á deciros que me llamo Sydy Yaye, y que soy emir de los monfíes de las Alpujarras.

– ¿Y qué importa? mi padre se llama Calpuc y es rey del desierto mejicano: somos hijos y señores de dos pueblos dominados por los españoles. Los enemigos de cada uno de nosotros son nuestros mismos enemigos. ¿No creeis que Dios ha querido sin duda que dos que llevan en su frente una corona de desventuras se encuentren y se unan?

Yaye se acordó, estremeciéndose, del extraño y terrible desposorio efectuado con los dos por una moribunda, y detrás de aquel solemne y sombrio cuadro que le representaban sus recientes recuerdos, vió pasar la sombra de Isabel de Válor, pálida, triste, desesperada.

– ¡Que Dios ha querido que nos unamos! exclamó.

Por fortuna la voz de Yaye era tan temblorosa que la altiva Estrella no pudo notar el profundo terror de que eran hijas las últimas palabras de Yaye.

– ¡Oh! y oíd, porque si no os lo digo ahora que estoy desesperada, no os lo diria nunca: si Dios quiere que mis desgracias tengan fin, que goce algunos años de reposo sobre la tierra, será necesario que nuestras almas se unan, porque yo os amo.

Por esta vez Estrella no vaciló al pronunciar las palabras que expresaban su supremo pensamiento, sino que las lanzó con una entonacion firme, sonora, vibrante, llena de voluntad.

 

Yaye exhaló un grito que tanto podia parecer de espanto, como de alegría, como de placer.

Y era que el amor de Estrella, producia en él al mismo tiempo aquellas sensaciones.

– Si, yo os amo: el dia en que os ví en el meson de las Alpujarras os estuve contemplando largo espacio antes de hablaros: estabais distraido, profundamente preocupado; no sé qué teniais en vuestra mirada de sufrimiento, de ansiedad, de desesperacion: pero comprendí que erais desgraciado. ¡Desgraciado! yo tambien lo era y el sufrimiento es ya un vínculo bastante fuerte para acercar la una á la otra á dos almas desesperadas. Despues cuando os hablé, me ofrecisteis con toda la expansion de vuestra alma una generosa ayuda, y yo confié en ella, como siempre he confiado en Dios. Despues nos separamos. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos por la primera vez? yo no lo sé, yo no he medido ese tiempo; pero durante ese tiempo no he dejado de pensar en vos, ni ha habido un instante en el que no haya sido mas íntimo el recuerdo que me inspirabais que en el instante anterior. Yo os esperaba: no sabia cuándo ni cómo os presentariais á mi vista; pero yo estaba segura de volveros á ver, segura de que me salvariais, segura de que un dia seriais para mí mas que un recuerdo, mas que un hombre, mas que un hermano: estaba segura de que seriais mi alma.

La expresion del semblante y de la mirada de Estrella llegó al último desarrollo de pasion que podian prestarla el amor, el dolor y la esperanza: Yaye sintió como que su alma se fundia, por decirlo asi, en aquella mirada; una fruicion suprema ensanchó, dilató todo su ser, se sintió trasportado á un paraiso, arrancado de la vida siempre fatigosa del mundo, como transformado en otro ser, cuya vida era mas fácil: decimos que se sintió, y hemos dicho mal: Yaye no podia darse razon de su sentimiento; aquel sentimiento era mas poderoso que la razon que compara y juzga: aquel sentimiento le arrastraba, y en el colmo de su fascinacion, de su trasporte, atrajo hácia sí á Estrella.

La jóven se dejó arrebatar por el mismo sentimiento; pero la presion convulsiva de los brazos de Yaye, y un ardiente beso que este estampó en sus labios, exhalando por él todo el volcan que ardia en su alma, la despertaron de su delirio y rechazó á Yaye.

– Aun está caliente el cadáver de mi madre, exclamó con un acento en que vibraban á un tiempo el pudor y el dolor; aun no sois mi esposo.

Yaye despertó á su vez y comprendió que envuelto por la fascinacion que habia arrojado sobre él á torrentes Estrella, habia dado un paso del cual no podia volver atrás sin dar derecho á una mujer á que le llamase infame.

Su caridad, su singular caridad, le habia llevado hasta aquel punto: su semblante se entristeció, se doblegó sobre el divan y se cubrió el rostro con las manos.

Estrella se conmovió; le amaba y el amor es la caridad de la mujer: se acercó á Yaye, le apartó las manos del rostro, como antes habia hecho Yaye con ella, le miró frente á frente con una expresion dulcísima y con los ojos llenos de lágrimas, y le dijo:

– Me habeis hecho mucho bien, habeis abierto para mí una nueva vida y ya no estoy sola en el mundo: me amais… ¡oh! ¡sí! ¡me amais! Sed mi esposo, pero respetad el dolor y la honra de vuestra esposa… yo os amo con toda mi alma… ¡pero abrir los brazos á la felicidad cuando mi pobre madre… cuando aun no está santificada nuestra union…! ¡oh! ¡no! eso seria una profanacion y un olvido imperdonable de lo que mutuamente nos debemos… yo no os culpo… la situacion en que nos encontramos debe haceros comprender que solo mi desesperacion ha podido hacer que yo sea la primera de los dos que hable de amor, y que vos os hayais dejado arrebatar por vuestro amor… ¡Oh! ¡Dios mio! ¡cuanta desgracia y cuanta felicidad á un tiempo!

Y Estrella rompió á llorar; pero de una manera convulsiva, en una de esas terribles reacciones del dolor, que es tanto mas fuerte cuanto mas se medita en el valor de lo que se ha perdido.

Yaye estaba enteramente desconcertado y no sabia que hacer.

En aquel momento se oyó un golpe recatado en una de las puertas interiores, y Yaye se dirigió á Estrella.

– Calmaos, calmaos por Dios, la dijo: me veo obligado á dejaros sola y quiero dejaros mas resignada.

Resonó otro golpe mas fuerte y mas impaciente.

– ¡Dejarme sola! exclamó Estrella.

– Sí; algo grave debe acontecer cuando mis gentes se atreven á llamarme y con insistencia. Oid.

Habia resonado un tercer golpe.

– Id, id, dijo Estrella, nada temais, esto pasará… id donde os llaman.

– Pero estais desesperada… y lo temo todo…

– ¡Oh! nada temais, porque os amo y necesito vivir para mi amor.

Yaye estrechó una mano que le presentó Estrella, la besó y salió.

Apenas habia salido Yaye, Estrella se levantó de una manera enérgica: sus ojos resplandecian con un brillo inconcebible, y su mirada parecia fija en la inmensidad; estaba pálida, temblorosa y su boca entreabierta tenia una expresion de fuerza y de voluntad inconcebibles.

Luego cayó de rodillas, levantó sus brazos y sus manos al cielo, y exclamó con un acento sublime, que parecia emanado del fondo de su alma:

– ¡Oh madre mia! ¡madre mia! perdóname si cuando acabo de perderte me he atrevido á hablar de amor! ¡Estoy sola en el mundo y necesito vengarte! Ese hombre te vengará, sí, te vengará aunque me vea obligada á ser su manceba, su esclava! ¡ese hombre te vengará! ¡yo te lo juro!

Luego se alzó y se sentó pensativa en el divan: despues de su juramento habia recobrado una calma terrible, y sus ojos se habian secado. Luego la reflexion se fue apoderando de ella y arrojó una mirada indagadora al fondo de su alma.

– ¡Oh, Dios mio! exclamó: ¿le amaré acaso…?

Se pasó la mano por la frente, palideció aun mas, y luego dijo como traduciendo en palabras lo que su corazon le decia en sensaciones:

– ¡Oh, sí, le amo! no he podido olvidarle desde el dia en que le ví, y hace un momento, á pesar de mi dolor, una fuerza irresistible me ha arrastrado, y he estado á punto de ser suya… ¿y él, él me amará? ¡oh! ¡sí! ¡ha sido generoso! ¡ha respetado mi dolor y mi pudor! ¡pero Dios mio! ¡sino me amara! ¡si solo hubiese cedido á mi dolor y… á mi hermosura! ¡si solo me hubiese respetado por caballero! ¡oh, Dios mio! ¡al sentir esta duda conozco que le amo con toda mi alma! ¡oh, Dios mio! ¡ya que me has arrebatado mi madre, dame su amor! ¡permite que sea su esposa!

Yaye entró en aquel momento.

– Suceden cosas gravísimas, Estrella, le dijo con precipitacion; me es imposible vengar á vuestra madre.

– ¡Qué os es imposible vengar á mi madre! exclamó profundamente Estrella.

– Si por cierto, porque el capitan Sedeño ha sido muerto esta misma noche á estocadas.

– ¡Muerto á estocadas! ¿y por quién? exclamó con anhelo Estrella.

– Aun no puedo deciros quién es el hombre que le ha muerto: debe ser un hombre que salió de la casa del capitan algun tiempo despues que este habia entrado en ella de vuelta de un viaje.

– ¿Con que el infame capitan Sedeño ha sido muerto por otro hombre en su misma casa, acaso delante del cadáver de mi pobre madre?

– Tal vez.

– ¿Y quién os ha dado esas noticias? añadió Estrella, cuyo interés crecia.

– Uno de mis mas leales servidores, á quien dejé con algunos de los mios en observacion de la casa del capitan.

– ¿Y no podrá averiguarse quién ha sido el hombre que ha matado á Sedeño?

– Acaso, puesto que uno de mis monfíes ha seguido recatadamente á ese hombre y ha visto que entraba en una casa en Bibarrambla.

– ¡Muerto el infame Sedeño!

– Y no es esto solo; poco despues una ronda entró en la casa que encontraron abierta y abandonada, salieron dos alguaciles, y volvieron con un escribano y con el cura de la parroquia de San Gregorio á quien acompañaban… algunos sepultureros.