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Los monfíes de las Alpujarras

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– ¡Hija de mi alma!

Y cayó inerte de lo alto de la mula al suelo, sin que nadie pudiera valerle.

Aquel incidente lúgubre, dramático, en todo su horror, aterró á los circunstantes, que en union del leal Gabriel, que se tiró mas que se apeó de su mula y los lacayos, que asimismo se arrojaron de sus caballos, corrieron á socorrerle: el interés era general; hasta el mismo alguacil Picote se conmovió: el incógnito, segun dijo un médico que se apareció como llovido, no estaba muerto sino peligrosamente accidentado, y fue conducido á una casa inmediata que se le abrió francamente, probando una vez mas la característica caridad española; la curiosidad pública, cambiando de objeto, se apartó de los cadáveres para volverse á aquella casa, á la que no tardó en acudir la justicia, que siempre se mezcla por España á todo: un cuarto de hora despues salió Gabriel pálido, trémulo, de la casa á donde habia sido conducido su señor, y, acompañado de un alcalde y de un escribano, adelantó hácia los cadáveres á los que rodeaba un nuevo círculo de curiosos.

Rompieron por medio de ellos el escudero, el alcalde, el escribano y el alguacil Picote, y Gabriel, con las lágrimas en los ojos, dijo con voz conmovida, pero que todos pudieron oir:

– Habeis puesto esos cadáveres á la vista de todo el mundo para que declare quienes fueron, quien los conozca, pues bien, yo declaro que este cadáver es el de mi noble ama la excelentísima señora doña Inés de Cárdenas, hija única del excelentísimo señor don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.

– ¿Y ese otro, preguntó el alcalde?

– Ese otro, dijo con cólera Saez, es el del infame capitan de infantería, Alvaro de Sedeño.

Gabriel no se apartó de allí hasta que dejó depositado en una capilla de la iglesia el cadáver de su señora, convenientemente alumbrado, y guardado por cuatro lacayos, y despues de haber enviado á otros dos en busca de un carpintero y de un tapicero, para que se encargasen de la construccion de un féretro magnífico, volvió triste y cabizbajo á la cabecera del lecho de su amo.

CAPITULO XXIII.
Los desfiladeros de Dar-al-Huet

Apenas habia cerrado la noche, cuando por la parte alta de la Alhambra, esto es, por la puerta de la Torre de los Siete Suelos, salieron en silencio algunas tropas como en número de quinientos hombres.

Estas tropas estaban compuestas de trozos de tercios y compañias diferentes, á juzgar por sus divisas; pero aunque unos eran piqueros, otros ginetes, otros arcabuceros, todos iban á pié, y todos llevaban arcabuces. Solamente iban montados el capitan general marqués de Mondéjar, que mandaba la expedicion, y que iba armado con un medio arnés á la ligera, sus maestres de campo y sus escuderos, sirviéndole de escolta como hasta veinte rocines. Comprendíase que aquella gente habia sido reunida de pronto, para acudir á un peligro, y que no se habia cuidado gran cosa de la organizacion, puesto que marchaban revueltos, detrás de los caballos que constituian la guardia del capitan general.

Los moriscos habian pensado bien cuando habian dicho, que aunque el marqués de Mondéjar, y el presidente de la Chancillería y el corregidor, tuviesen noticias del levantamiento preparado, les era imposible reunir gente bastante para contrarrestarles en el término de un dia.

Verdad es que muchos caballeros é hidalgos de los alrededores habian acudido, como el duque de la Jarilla, al llamamiento del capitan general, con la gente que habian podido reunir; pero toda esta gente llegaba á penas á doscientos hombres, en la generalidad mal montados, peor armados, y poco acostumbrados á la guerra.

Conoció el marqués de Mondéjar que aquellas gentes mas que de socorro le servia de embarazo; pero para no disgustarlas las metió en la Alhambra, las hizo distribuir por los adarves, dejó en la fortaleza cien soldados viejos para servir la artillería y guardar las puertas, y otros cincuenta en el castillo de Bib-Ataubin, bajo las órdenes del corregidor, que con ellos y algunos buenos caballeros, debia procurar asegurar la ciudad donde á la caida de la tarde se habian notado señales de movimiento, particularmente en el Albaicin, algunas de cuyas calles habian sido barreadas por los moriscos.

Barrear las calles queria decir en aquellos tiempos, lo mismo que hacer barricadas en los nuestros.

Pero el mayor peligro no estaba en Granada, sino fuera de ella. Los monfíes eran los enemigos formidables, los que debian decidir el lance. Comprendiólo asi don Luis Hurtado de Mendoza, y aunque no tenia fuerzas bastantes para ello, se decidió á salir á cortar á los monfíes el camino de la ciudad, ó á morir como buen caballero en servicio del rey.

Los monfíes, con arreglo á la traidora revelacion de Alvaro de Sedeño, debian venir sobre Granada por los atajos de la sierra y pasar por Dilar. El capitan general tomó por el costado de Generalife arriba, por una cañada del cerro del Sol y luego torció por un mal camino que guiaba al pueblo del Dar-al-Huet, que hoy se llama Casa-Gallinas.

Marchaba la gente á gran paso y en silencio, atenta y apercibida, y una hora despues de la salida de la Alhambra, llegaron á unos ásperos desfiladeros cerca ya del lugar.

En aquellos momentos llegó un adalid de los que el marqués habia enviado á la montaña, con la noticia de que los monfíes, en número de seis mil hombres se acercaban á Dilar, y que detrás de ellos y por los atajos, sin ser sentida, venia la compañia de arcabuceros del capitan Sedeño, bajo las órdenes del alférez Villasante.

El lugar en que se encontraba el marqués era inmejorable para una emboscada y tenia, ademas, la ventaja de estar muy cerca de la Alhambra, á la que podian recogerse en el caso de una derrota. El marqués, buen capitan, práctico en la guerra y en el terreno, dividió su escasa gente en pelotones, que situó convenientemente entre las breñas, y él con sus ginetes, se situó á la salida del desfiladero á la parte de Granada en un pequeño valle, por medio del cual atravesaba el rio Genil.

Dióse órden á todos de que guardasen el mayor silencio, y á pesar de que hacia una luna clarísima, nadie hubiera creido que hubiese una sola persona en el desfiladero: tan bien oculta y tan silenciosa estaba la gente.

Siendo alto el lugar en que se encontraban, y dominando á Granada, oiase perfectamente desde allí ese álito de vida que se desprende de una gran poblacion, antes de entregarse al descanso sus moradores y que tan bien se percibe, desde los silenciosos campos; oíase el reló de la iglesia de Santa María de la Alhambra á lo lejos y casi perdido; pero la campana de la torre de la Vela callaba, señal clara de que no habian lanzado aun el grito de insurreccion los moriscos del Albaicin, en cuyo caso se hubiera oido tocar á rebato aquella campana, y el estampido del cañon de la Alhambra.

Pasó una hora, y se oyó tocar á animas todas las campanas de las numerosas parroquias, conventos y cofradías de la ciudad, y sin embargo, pasó aun largo espacio sin que una sola persona atravesára el silencioso desfiladero; continuaba el silencio de una manera profunda y solo de tiempo en tiempo se oia el relincho de un caballo que nadie podia evitar, y el solitario ladrido de los perros campestres.

El marqués de Mondéjar llegó á creer, y su suposicion era muy posible, que los exploradores de los monfíes se habian apercibido de la ocupacion del desfiladero, y que los enemigos, variando de direccion, habrian tomado otro camino para llegar á Granada.

En este caso la ciudad estaba perdida, y no quedaba otro medio al marqués que correr á la Alhambra en el momento que la campana de la Vela y el cañon de la Alcazaba diesen la señal de alarma.

Pero si los monfíes entraban en Granada nada podia la Alhambra con la escasa gente que la guarnecia. El marqués, pues, estaba en un estado de ansiedad terrible.

Pero de improviso se escucharon pisadas sordas de algunos hombres en el desfiladero, y despues una banda de monfíes, exploradores sin duda, pasaron á buen andar, con las ballestas armadas, por delante de las breñas, entre las cuales se ocultaban el marqués y sus ginetes.

Los monfíes de detuvieron cuando estuvieron fuera del desfiladero y lanzaron al aire por tres veces el sonido ronco y poderoso de una bocina, despues de lo cual pasaron adelante.

Aquel triple toque de bocina debia ser una señal de los exploradores para avisar al grueso de los monfíes que el desfiladero estaba franco y seguro.

Por fortuna, mientras duró la parada de los exploradores, no relinchó un solo caballo, ni se escapó un tiro de un soldado imprudente. Poco despues se oyó rumor de mucha gente que se acercaba descuidada y como si no temiese ningun peligro.

La órden que tenian los capitanes y cabos puestos por el marqués á la cabeza de cada uno de los pelotones emboscados, era de que no se hiciese fuego hasta que los monfíes estuviesen extendidos en el desfiladero, despues de lo cual era fácil atacarlos y revolverlos.

Asi es, que tuvieron lugar los primeros de los monfíes de llegar al sitio donde estaba emboscado el marqués, antes de que se disparase un solo tiro; pero en el momento en que los primeros iban á desembocar en el valle, el mismo capitan general sacó de su arzon un pistolete y le disparó. Inmediatamente, de entre todas las breñas cayeron nutridas descargas de arcabucería sobre los monfíes, que sorprendidos, aterrados en el primer momento, se revolvieron, mientras el capitan general, saliendo de su acechadero á la cabeza de su pequeño escuadron, se lanzaba sobre ellos gritando:

– ¡Por el rey! ¡Santiago y cierra España!

A aquel grito de guerra tan antiguo y tan entusiasta para los españoles, los ginetes se arrojaron con un ardor increible sobre los monfíes que estaban á la entrada del valle, y que, aterrados, dominados por la sorpresa, retrocedieron huyendo ante los caballos, hácia el interior del desfiladero.

 

El desórden de los monfíes era ya irremediable: en vano el valiente Yuzuf, que ginete en un caballo blanco, se revolvia entre ellos, les gritaba que los cristianos eran pocos, que bastaba el que se rehiciesen y penetrasen en las breñas, para que fuesen vencidos; en vano los mas valientes de los walíes, procuraban llevar á sus taifas á los lugares de donde salia el fuego siempre sostenido de los soldados: arremolinábanse los monfíes, apretábanse, y las balas que silbaban entre ellos, los tendian á centenares, mientras el marqués de Mondéjar y sus ginetes se ensangrentaban á mansalva en aquella multitud dominada por un terror pánico.

Yuzuf tenia noticias exactas de la gente con que podia contar el marqués de Mondéjar, y despreciándola por poca, no creyendo que se atreviese á salir al campo, habia descuidado precauciones, que sin duda le hubiesen ahorrado aquel fracaso, motivado por el terror de los monfíes, ante un ataque invisible é inesperado; terror que nada tenia de extraño, porque cada uno de los monfíes creia tener sobre sí un ejército.

Yuzuf era uno de esos valientes á quienes las dificultades y el peligro irritan, y volviéndose á los que le rodeaban y alzándose sobre los estribos exclamó:

– ¡Ah! ¡de mis walíes! ¡á mí! ¡á mí todo el que quiera morir con honra! ¿Sereis tan cobardes que os dejareis matar por un puñado de perros cristianos ocultos entre las breñas?

Un centenar de hombres se agruparon alrededor de Yuzuf, que envistió con ellos al escuadron del marqués. Pero de repente Yuzuf vaciló en su caballo y cayó; una bala le habia herido en la cabeza.

Sus walíes se arrojaron sobre él, y le recogieron: oyéronse gritos desesperados y una voz robusta que gritó:

– ¡El valiente Yuzuf, el magnífico emir, ha sido herido! ¡salvemos al emir!

Y aquella voz corrió de boca en boca á lo largo del desfiladero.

Por uno de esos misterios incomprensibles del corazon humano, los mismos á quienes el terror dominaba, se rehicieron ante el peligro del emir; lo que no habian podido hacer las exhortaciones y los esfuerzos de los walíes, lo hizo cada monfí por sí mismo; se arrojaron á las breñas sufriendo el fuego de la mosquetería, y muy pronto los soldados del marqués se vieron desalojados de sus posiciones, dispersados y replegados al valle.

El capitan general seguia batiéndose al frente de su pequeño escuadron; pero cuando vió que el fuego de mosquetería se habia apagado, que solo resonaba acá y allá algun tiro perdido entre las breñas, y escuchó los alaridos de triunfo de los monfíes, conoció que todo estaba perdido y mandó á sus trompetas que tocasen á recogerse.

Muy pronto la gente del marqués formada en buen órden, colocada delante de la caballería, empezó á retirarse, dando siempre el rostro al enemigo, y arrojando sobre él el fuego de su arcabucería; pero todo parecia inútil; los monfíes empezaban á flanquear la montaña, amenazando cortar á los cristianos, lo que, atendido su número, no les hubiese sido difícil, cuando se oyó sobre los mismos flancos fuego de mosquetería.

Los que producian aquel fuego en las alturas no podian ser otros que la compañía de arcabuceros de Alvaro de Sedeño.

Ignorando los monfíes el número de gente que venia en auxilio de los castellanos, tocaron tambien á recoger. El capitan general, que sabia lo escaso del socorro que le habia venido, tocó á recoger de nuevo, incorporósele la compañía de Alvaro de Sedeño y siguió en buen órden su retirada hácia la ciudad.

Los monfíes quedaron ocupando el desfiladero, mientras sus walíes estaban en consejo.

– El valiente Yuzuf está gravemente herido; dijo uno de ellos: ¿qué debemos hacer, hermanos?

– Recoger nuestros muertos y nuestros heridos, y volvernos á la montaña, dijeron algunos.

– ¿Pero y los de Granada?

– Que se compongan como puedan.

– Lo primero es nuestro emir.

– ¡A la montaña! ¡á la montaña!

Poco despues toda aquella gente se volvia á las Alpujarras, llevando consigo sus muertos y sus heridos, para que los cristianos no pudieran gozarse con la vista de ellos.

Yuzuf, perdido el conocimiento, era conducido en un lecho de campaña.

La bala de un soldado desconocido habia salvado á Granada.

Sobre el desfiladero habian quedado los cadáveres de algunos soldados castellanos, muertos en la pelea, y los de algunos heridos que, abandonados, habian sido rematados por los monfíes.

CAPITULO XXIV.
De cómo, á causa del levantamiento del Albaicin, cometió Yaye su primera infamia

Entre tanto el capitan general se habia recogido en silencio á la Alhambra, entrando en ella secretamente por la puerta de Hierro.

Dióse órden de que no se dejase salir á nadie de la fortaleza para que no se supiese en Granada el mal resultado de la expedicion, y el marqués de Mondéjar, asomado á un agímez de la torre de Comares, con la vista fija en el Albaicin, esperaba con ansiedad ver brotar la primera chispa de insurreccion.

Veamos ahora lo que acontecia en el Albaicin.

Conócese por Albaicin en Granada un barrio alto extenso y populoso, que se extiende por una parte á lo largo y por cima de la calle de Elvira, mas allá del Zenete, que corre á lo largo de dicha calle, y por otra parte, por cima de la calle de San Juan de los Reyes, extendiendose hasta la cerca del obispo don Gonzalo, que orla la cresta de un cerro, donde ahora está situado San Miguel el Alto, desde el rio Darro hasta mas abajo la iglesia de San Cristóval.

Este barrio tiene dentro de sí una fortaleza que se llama la Alcazaba Cadima, y un número considerable de parroquias, capillas y conventos de frailes y monjas.

En aquel tiempo el Albaicin tenia mas alumbrado de noche que el que tiene en la actualidad, á pesar del gas y de la civilizacion. Esto consistia en que hoy no tiene absolutamente alumbrado público, y en aquellos tiempos la devocion de los vecinos sostenia en la esquina de cada calle, en el ángulo de cada plaza, una lampara encendida, delante de una imágen, de una cruz ó de un ecce-homo, colocados dentro de un nicho, ó simplemente clavados á la pared bajo un tejadillo de tablas.

Habia, ademas, los faroles en las cruzes de piedra, colocadas delante de las puertas de iglesias, conventos, cofradías, ermitas, capillas y cementerios, y lo que tambien era un alumbrado, aunque ambulante: las linternas de los alguaciles de las rondas.

Puede asegurarse, pues, que el Albaicin estaba mucho mas seguro, alumbrado y acompañado de noche en el siglo XVI que en nuestros dias.

Es cierto que ahora solo de tiempo en tiempo se da alguna cobarde puñalada en sus oscuras calles ó se roba alguna capa vieja, y que en aquel tiempo era un acontecimiento casi diario, encontrar dentro de la jurisdiccion murada del Albaicin algun hombre muerto á estocadas.

Tambien es verdad que aquello era mas noble y mas romancesco; que si ahora, al encontrarse un hombre muerto violentamente en aquel barrio, se piensa en alguna miserable riña de taberna, entonces al ver un hidalgo muerto se pensaba en alguna hermosa dama como causa de la desdicha, y la justicia y los que no eran la justicia se decian: – ¿Quién será ella?

La verdad del caso es que el Albaicin, por cualquier faz que se le considere, valia mucho mas en 1546 en que estaba lleno de un vecindario noble y rico, que en el momento en que escribimos estas líneas: al Albaicin de hoy solo le quedan fragmentos de torres y murallas ennegrecidas; restos de su antiguo esplendor; solares llenos de escombros que otros tiempos fueron grupos enteros de casas, y casucos viejos y apolillados que amenazan hundirse muy pronto. Dentro de algunos años el Albaicin solo será un monte cubierto de hermosos cármenes, cuyas cercas se habrán hecho con los viejos materiales de la poblacion muerta, en medio de cuyos cármenes, se sostendran en pié durante algunos años aun, las iglesias y las macizas casas de solar construidas despues de la conquista.

Hace muchos años que Granada se está transformando, y perdiendo en sus transformaciones, y llegará un dia en que solo la queden algunos barrios desiertos, algunos restos de la Alhambra, con tal cual arabesco, y lo que nadie puede quitarla: su manto de flores y verdura, que cubrirá por sí mismo y sin que nadie se cuide de ello, sus ruinas.

¡Pobre Granada!

Hemos dicho que el Albaicin de 1546 estaba mas concurrido y mas alumbrado de noche que en nuestros dias; pero concretándonos á la noche en que acontecian los sucesos que estamos refiriendo, no habia ni una sola luz encendida, no sabemos si porque las habian apagado los moriscos, ó porque, recelosos del estado de alarma y de conmocion en que desde el oscurecer se habia presentado el Albaicin, no las habian encendido los vecinos.

Hacia una luna muy clara; pero tambien es cierto que como las calles del Albaicin, poblacion originariamente mora, eran estrechísimas y los aleros de las casas se cruzaban, superponiéndose en la mayor parte de ellas, estos callejas estaban en su fondo tenebrosamente oscuras.

Para que nuestros lectores pudiesen apreciar lo estrecho y lo tortuoso de aquellas calles, era necesario que las hubiesen visto y que hubiesen experimentado por sí mismos, que por muchas de ellas solo puede pasar un hombre de frente, y que la mas ancha, apenas tiene espacio para que marchen dos hombres de frente á caballo.

Como para desahogo y ensanche habia, sí, algunas plazas medianamente espaciosas, donde reflejaba á sus anchas la luna; pero en aquellas plazas no se veia una sola persona.

Por el contrario, en el fondo de las oscuras calles se notaba una animacion de mal agüero; iban, venian, se detenian y hablaban entre sí, hombres armados; se abrian y se cerraban puertas silenciosamente, sin que tras ellas apareciese una sola luz: todas las calles que bajaban á la ciudad estaban fuertemente barreadas y guardadas por hombres armados de arcabuces y ballestas: las rondas, tan frecuentes otras noches, que era dificil recorrer tres calles sin tropezar con una, se habian suprimido por sí mismas, lo que prueba el admirable instinto de las gentes de justicia para esconderse á tiempo, en cuanto asoman los primeros síntomas de insurreccion popular: las casas de los moriscos estaban cerradas por prudencia, y las de los cristianos por miedo.

En una plaza, que existia entonces entre las últimas casas de la parroquia de San Gregorio el Alto y las pendientes calles que poblaban un terreno áspero, que hoy está cubierto de nopales, á la falda del cerro donde se levanta la ermita de San Miguel, en dícha plaza decimos, donde á pesar de la claridad de la luna habia gente por no poderse ver á aquella plaza desde la Alhambra, por los accidentes del terreno, se paseaba meditabundo y pensativo Yaye-ebn-Al-Hhamar, asido del brazo del faquí Abd-el-Gewar, que á pesar de sus años, estaba completamente armado como el jóven, y, como él, con trage castellano.

Divididos en grupos en la plaza, se veian como hasta cien hombres armados de picas y de arcabuces, y en el centro de uno de aquellos grupos, se levantaba un estandarte rojo de tres puntas.

Se notaban una gran impaciencia y una ansiedad profunda en aquellos grupos: habian dado ya las ánimas y ninguna noticia se tenia de la aproximacion de los monfíes. La Alhambra estaba silenciosa y oscura como de costumbre, sin que, á pesar de la luna, se viese brillar una sola arma sobre los adarves, mas que las de los acostumbrados atalayas: ni se veia el farol de los artilleros en la batería de la torre de la Vela, ni en fin, indicio alguno de que la Alhambra estuviese preparada al combate, á pesar de que el capitan general no podia ignorar que las calles bajas del Albaicin estaban barreadas y los moriscos puestos en armas.

El castillo de Torres Bermejas estaba asimismo sombrío y silencioso y desiertas sus baterías.

Esto para los moriscos era objeto de una gran ansiedad, porque sabiendo el marqués de Mondéjar y el presidente y el corregidor, que los moriscos estaban sublevados, mucha seguridad debian tener de vencerlos cuando tan descuidados se mostraban.

Doblaba esta ansiedad la tardanza de los monfíes que debian entrar en el Albaicin por tres puertas: esto es por la de Fajalauza, por el portillo del Aceytuno y por la puerta de Guadix.

Llegaron las once de la noche, y la campana de la Vela dió, segun costumbre, treinta y tres campanadas graves y solemnes en aquellos momentos; aquella era la única voz del castillo y aquella voz parecia decir: estoy alerta.

Era demasiado tarde y la impaciencia empezaba á apoderarse de las masas que afluian en la plaza, corriendo de la parte baja en busca de noticias: aquella impaciencia empezaba á ser miedo, y el miedo á expresarse en quejas.

Al fin algunos de los principales creyeron que debian interrogar á Yaye, que habia sido nombrado capitan de la insurreccion; pero Yaye se encogió de hombros, como quien no puede responder acerca de lo que no está en su mano.

 

Al fin fue necesario para calmar la ansiedad general, enviar emisarios que adelantaran por el camino por donde debian venir los monfíes. Pero al abrir la puerta de Fajalauza, de que estaban apoderados los moriscos, se presentó á caballo y con las señales de haber venido corriendo á rienda suelta, un walí de los monfíes.

Al reconocerle por su trage y por sus armas, los que estaban en la puerta, creyendo ya cerca el ejército auxiliar, rompieron en una aclamacion de alegría; pero el walí no contestó á aquella aclamacion y se redujo á preguntar con semblante hosco, dónde estaba el poderoso emir Yaye-ebn-Al-Hhamar.

El aspecto del monfí, lo ronco de sus palabras y lo hosco de sus miradas, apagaron el entusiasmo de los aclamadores, que en silencio, y no sabiendo qué pensar, condujeron al walí á la plaza donde habia establecido su cuartel general, por decirlo asi, Yaye.

Cuando el walí estuvo en su presencia, cuando le dijeron que aquel jóven era el emir, se arrojó del caballo y se prosternó ante Yaye.

– Magnífico y poderoso señor dijo: la fortuna nos vuelve las espaldas. Vengo á avisarte que tu poderoso padre el emir Yuzuf, se vuelve con su gente á las Alpujarras.

– ¿Que se vuelve mi noble padre á las Alpujarras? exclamó con asombro Yaye.

– Los cristianos nos esperaban emboscados en las quebradas de Dar-al-Huet, y no hemos podido forzar el paso.

– ¿Que los cristianos esperaban emboscados, y os han vencido…? ¡Luego alguno de los nuestros nos ha hecho traicion avisando á los cristianos!

– Sí, sí, dijo sombriamente el monfí, nos han hecho traicion y han ocurrido horribles desgracias.

– ¿Y mi padre?

– La mano de Dios protege á los reyes, dijo profundamente el walí.

Habíasele ordenado, para evitar á Yaye cuanto fuese posible lo doloroso de la noticia de la herida de Yuzuf, que guardase silencio acerca de ella, y el walí cumplia exactamente su encargo.

– Vuestro poderoso padre el emir Yuzuf, continuó el walí, me encarga deciros que si contais con bastante gente en el Albaicin para apoderaros de la ciudad y de la Alhambra, no os detengais un solo momento; pero que, si esto fuera imposible, marcheis inmediatamente y sin perder un momento á la montaña.

– Ya lo ois, dijo Yaye á los xeques que le rodeaban; mis monfíes han sido envueltos en una celada, y no podemos contar con ellos.

– ¡Oh! exclamó con acento rugiente el Homaidi, que estaba entre los xeques: el infame don Diego de Válor, nos ha hecho traicion.

Estas palabras del Homaidi irritando á las masas excitadas, pasaron de boca en boca y muy pronto multitud de hombres armados, se encaminaron á la carrera, trémulos de corage, á la casa de don Diego.

Mientras, que viendo imposible la empresa, Yaye mandaba á los xeques y á los capitanes, que fuesen á retirar la gente y á quitar las barreras de las calles bajas; que se escondiesen las armas y que todo volviese al antiguo aspecto de paz y sumision, oyóse hácia la parte de San Gregorio el Alto un alarido informe; luego reflejó un resplandor indeciso, despues una llamarada y luego otra y al fin se declaró un incendio.

Y como si aquella hubiese sido una señal de alarma, retumbó el ronco estampido del cañon de la Alhambra, y la campana de la Vela empezó á tocar apresuradamente á rebato, lanzando aquella voz de guerra, hasta las distantes cumbres de las montañas que rodean la vega.

Al mismo tiempo, mientras unos corrian apresuradamente á las avenidas por donde podian acometer las tropas de la Alhambra el Albaicin; mientras otros tocaban ruidosamente la zambra, y otros disparaban al aire sus arcabuces en señal de levantamiento, algunos entraron en la plaza donde Yaye absorto no sabia qué partido tomar, y gritaron:

– La casa de don Diego de Córdoba y de Válor ha sido acometida y está ardiendo.

En aquel momento todo lo que le rodeaba, la situacion en que se encontraba, el peligro de un combate á todas luces dudoso, contra los cristianos, todo desapareció de la imaginacion de Yaye, en la que solo quedó una idea: la de doña Isabel de Córdoba y de Válor, abandonada en la casa de su hermano á una turba feroz irritada y sanguinaria: entonces, sin decir una sola palabra á los que le rodeaban, ni hacerse seguir de nadie, solo, anhelante, aterrado; echó á correr como un frenético hácia la casa de don Diego, llegó, tiró de la espada, se abrió paso, hiriendo como un leon irritado entre la multitud compacta que rodeaba la casa, y, en el primer momento de sorpresa, logró penetrar en el interior. Pero por valiente que fuese, iba solo: su trage habia sido visto, y una exclamacion de rabia habia salido de todas las bocas.

– ¡Al cristiano! ¡al cristiano traidor, que viene á socorrer á los traidores! gritaron algunas voces.

Y todos aquellos que pudieron penetrar en la casa se precipitaron con las armas enhiestas en seguimiento de Yaye.

Entre tanto en el interior de aquella casa reinaba un desórden espantoso.

En el primer momento de peligro, doña Elvira, sin cuidarse de la seguridad de su cuñada doña Isabel, á quien aborrecia de muerte, corrió al aposento de don Diego, abrió la puerta secreta y se refugió en la mina.

En cuanto á doña Isabel y á los criados, aterrados, sobrecogidos, á penas tuvieron tiempo para huír al huerto en busca de una salida por el postigo.

Pero todos, en el primer momento de turbacion, habian olvidado la llave; el postigo era fuerte; se necesitaba perder algun tiempo, y el terror les aconsejó que buscáran un medio mas pronto.

Habia en el huerto algunos árboles arrimados á la cerca: los hombres, sin cuidarse de las mujeres, ni aun de doña Isabel, porque en los momentos de supremo peligro nadie se cuida mas que de sí mismo, treparon á los árboles, ganaron el borde de la cerca, se descolgaron á la calle y huyeron.

Doña Isabel y tres criadas quedaron en el huerto, que empezaba á iluminarse con la rojiza luz de las llamas, que emanaban de los pajares de la casa, que habian sido incendiados.

Algunos furiosos habian puesto fuego á la leñera.

Por las ventanas de los pisos bajos que daban al huerto, salieron muy pronto torbellinos de fuego.

Oíanse los furiosos alaridos de los moriscos que habian penetrado en las habitaciones y que las desmantelaban, robando los objetos de valor.

Doña Isabel y las tres criadas, hacian maravillosos esfuerzos y se ensangrentaban las manos en la cerradura del postigo; pero sus fuerzas eran demasiado débiles para forzarla.

A medida que el tiempo trascurria, el terror de doña Isabel aumentaba, y el llanto y los alaridos de las pobres mujeres que estaban con ella: el incendio se habia propagado á toda el ala del edificio que daba sobre el huerto, y la hacia parecer una inmensa cortina de fuego.

Desplomábanse los tabiques, y á través de algunos boquerones, se veia pasar y cruzar á la canalla, corriendo y cargada con el saqueo.

Solo quedaba libre de las llamas el gran portalon por donde se entraba al huerto; pero ya por la parte superior tocaban á su techumbre. Por el fondo de aquel portalon se veian pasar de contínuo hombres con antorchas encendidas ó cargados de efectos; pero hasta entonces ninguno se habia dirigido al huerto.

De repente se oyeron voces mas rugientes, mas irritadas, mas terribles; voces que alguna vez dejaban escucharse distintamente.

– ¡Al traidor! ¡al castellano! ¡matadle!

Llenóse al fin el portalon de gente y doña Isabel, á pesar de su terror, vió que un hombre solo retrocedia defendiéndose de una turba numerosa.

Pero aquel hombre era muy diestro y muy valiente, y dando una cuchillada á este, una estocada al otro, no permitia que ninguno le tomara la espalda; pero se veia obligado á retroceder de una manera decidida.