Tasuta

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

– ¡Ah! ¡habéis amado, fray Luis!



– ¿Y qué hombre no ha amado? – exclamó profundamente el confesor del rey – . Y yo he amado como han amado muy pocos hombres, como más daño hace el amor; callándole, dominándole, encerrándole dentro del alma, sin esperanzas, sin deseos, con una ansiedad desconocida, infinita, insufrible, con el vacío del alma que necesita llenarse y no puede ser llenado.



– ¿Tan alta era la mujer de quien os enamorásteis?



– Ni me enamoré, ni era alta la mujer á quien mi pensamiento consagró mi amor. Era tan pobre y tan humilde como yo… ¡Margarita!



Fray Luis inclinó la cabeza sobre una de sus manos, y repitió con voz opaca y concentrada:



– ¡Margarita!



Entre la entonación con que había pronunciado el padre Aliaga la primera vez aquel nombre de mujer, y la entonación con que le había pronunciado la segunda, había la misma diferencia que puede existir entre un recuerdo dulce y tranquilo y una aspiración desesperada.



Cuando el confesor del rey levantó la cabeza de su mano, Alonso del Camino, que le contemplaba con una atención y una curiosidad intensas, vió relucir por un momento un fuego sombrío en el fondo de los ojos del fraile.



Pero aquello pasó; dilatáronse los músculos del semblante del fraile, un momento contraídos, se dulcificó la expresión de su boca, que durante un momento había reflejado una amargura infinita, y su mirada se heló; dejó de ser la mirada mundana de un hombre combatido por fuertes pasiones, para convertirse en la mirada reposada, tranquila de un religioso ascético.



– Margarita – continuó con la entonación propia de un relato sencillo – era una de mis hermanas adoptivas: cuando yo entré en su casa para partir con ella el pan de su familia, para vivir como un nuevo hijo bajo el techo común, Margarita tenía cuatro años; era rubia, blanca, pálida, con los ojos azules, y la sonrisa benévola, sonrisa en que se exhalaba un alma de ángel. Margarita creció, creció en hermosura y en pureza, creció á mi lado; yo la enseñé á leer, yo la expliqué los misterios de la religión, que el párroco nos explicaba en la iglesia… Margarita creció en años y en hermosura, y se hizo mujer. Yo seguía tratándola como hermana; la amaba con toda mi alma, pero creyendo amarla con un amor de hermano. Un día conocí que la amaba de otro modo, y la revelación de mi amor fué para mí una prueba dolorosa, infinita, cruel. Un día llegó á la casa un soldado con una cédula de aposento; fué aposentado, y vivió con nosotros algunos días: Margarita cambió; se puso triste, esquivaba mi compañía, y no sólo mi compañía, sino la de todo el mundo… Yo no sabía á qué atribuir aquella tristeza; la preguntaba y me respondía sonriendo:



– No estoy triste.



Su sonrisa desmentía sus palabras.



Una noche, estaba yo desvelado pensando en la tristeza de Margarita, pensando cómo haría para volverla á su tranquilo estado anterior. Nuestros hermanos dormían. De improviso y en medio del silencio de la noche oí unas leves pisadas… las reconocí: eran las de Margarita que pasó por delante de la puerta de nuestro aposento; yo me levanté y la seguí descalzo. Margarita marchaba delante de mí como un fantasma blanco. No sé por qué no la llamé. Había dentro de mí un poder desconocido que me impedía hablar. Margarita bajó al corral, le atravesó… Llegó al postigo, sonó una llave en la cerradura. Entonces grité:



– ¡Margarita! ¿á dónde vas?



Pero la puerta se había abierto, un hombre había aparecido en ella, y había asido á Margarita, sacándola fuera.



Oí entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegó mi alma en un mar de amargura.



El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llanto de Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa de seres á quienes ama.



Yo me precipité al postigo. No sé á qué. Pero un sueño de sangre había cruzado por mi pensamiento.



Yo veía á un hombre que se llevaba á Margarita, y necesitaba matar á aquel hombre.



Era muy joven y la amaba; la amaba como… como á ella sola, porque… no he vuelto á amar.



Cuando llegué al postigo, aquel hombre, á quien reconocí á la luz de la luna y que era el mismo soldado que durante algunos días había estado de aposento en nuestra casa, había puesto á Margarita sobre el arzón de su caballo, había montado y había partido.



Y entre el sordo galope del caballo, oí la voz de dolor de Margarita, que me gritaba:



– ¡Adiós! ¡Luis! ¡adiós! ¡hermano mío! ¡ruega á mi padre que no me maldiga! ¡pide á mi madre que me dé su bendición!..



Y Margarita seguía hablándome, pero el caballo se había alejado, y el sonido seco, retumbante, de su carrera, envolvía las palabras de Margarita.



Al fin el ruido del galope se perdió á lo lejos, y sólo quedaron la noche, el silencio y mi desesperación.



No sé cuánto tiempo estuve en el postigo, inmóvil con el rostro vuelto á la parte por donde había desaparecido Margarita, con el llanto agolpado á los ojos y sin derramar una sola lágrima.



Al fin, volví en mí: medité… y cerré el postigo con la misma llave con que le había abierto Margarita, que había quedado puesta en la cerradura; atravesé lentamente el huerto, entré en la casa y puse la llave del postigo en la espetera de la cocina, de donde sin duda la había tomado Margarita.



Y todo esto lo hice estremecido, procurando, como un ladrón, que no me sintiesen.



Y volví en silencio al aposento en que estaba mi lecho junto al de mis hermanos, y me recogí silenciosamente.



Todos dormían.



Ninguno me había sentido entrar, como ninguno había sentido salir á Margarita.



Sufrí… ¡oh! Dios lo sabe, porque yo ya lo he olvidado; sólo recuerdo que sufrí mucho; pero tuve valor para ahogar dentro de mí mismo mi sufrimiento; le ahogué para que nadie me preguntase, para que nadie supiese por una debilidad mía el secreto de Margarita, que sólo sabíamos la noche y yo… y Dios que lo ve todo.



Al día siguiente…



Figuráos, señor Alonso, una madre que busca á su hija, y no la encuentra; un padre que no se atreve á pensar en su hija para maldecirla, ni puede pensar en su desaparición sin suponerlo todo… suponedme á mí ocultando, disimulando mi dolor, hasta que el dolor de los demás protegió al mío… yo callé… callé… porque su padre no la maldijese, y su padre no la maldijo.



Poco tiempo después, su padre murió… luego su madre, después de cuatro años de viudez: sus hermanas se habían casado, sus hermanos se habían alejado del pueblo… me habían propuesto que los siguiese… pero yo tenía otros proyectos.



– ¡Buscar á Margarita! – dijo Alonso del Camino.



– No – dijo con acento severo el padre Aliaga – ; buscar á Dios.



¿Os hicísteis entonces fraile?



– Sí. Os he referido esa sencilla historia, para que sepáis cuáles fueron los motivos que determinaron mi vocación, y cuáles las desgracias que labraron en mí esta fuerza para los sufrimientos, este desdén con que miro las grandezas humanas. Huérfano desde mis primeros años, malogrado mi primer amor, sin que nadie lo hubiera comprendido, ni aun yo mismo hasta que le vi malogrado, pasando seis años de rudas fatigas para obtener mi alimento; combatiendo durante estos seis años de la ausencia de Margarita, mis celos… sí, mis celos… mi amor sin esperanza… mi ansiedad por la ignorada suerte de Margarita… fuí un fruto lentamente madurado para la vida triste y silenciosa del claustro; en el fondo de mi corazón vacío sólo había quedado el nombre de Dios… y tendí mis brazos á Dios… le ofrecí mi vida…



– ¿Y no volvísteis á ver á Margarita?



– ¡Oh! ¡basta! ¡basta!.. os he referido lo antecedente para que comprendáis que mi nombramiento de confesor del rey me causó pena; yo estaba acostumbrado á una vida obscura y silenciosa en el fondo de mi celda; á la contemplación de las cosas divinas, que levantaba mi espíritu de las miserias humanas dándole la paz de los cielos; yo no podía ver sin dolor, que se pretendía arrojarme á un mundo nuevo para mí, y más peligroso cuanto más grande, cuanto más elevado era ese mundo; yo no podía pensar sin estremecerme, en que se me quería confiar la conciencia de un rey, hacerme partícipe de su inmensa responsabilidad ante Dios… y me negué.



– ¡Os negásteis!



– Sí por cierto; pero de nada me sirvió mi negativa. Una nueva orden del rey me mandó presentarme en la corte, y me fué preciso obedecer.



– Pero no comprendo cómo, aislado, obscurecido…



– Cabalmente se quería un fraile obscuro, de pocos alcances, devoto, que estuviese en armonía con la pequeñez, con la devoción exagerada del rey. Don Baltasar de Zúñiga me había conocido por casualidad, había hablado de mí á su sobrino el conde de Olivares y éste al duque de Lerma. Creyóse que en toda la cristiandad no había un fraile más á propósito que yo para dirigir la conciencia del rey, y se me trajo, como quien dice, preso á la corte.



Cuando llegué me espanté.



Vi, á la primera ojeada, que se me había traído para ser cómplice de un crimen.



Del crimen de la suplantación de un rey.



Engañado por mi aspecto el duque de Lerma, creyó habérselas con un frailuco, que por casualidad pertenecía á la orden de Predicadores… creyó que yo sería en sus manos un instrumento ciego… hoy acaso le pesa… hoy tal vez piensa en desasirse de mí á cualquier precio… pero esto importa poco… ellos no habían comprendido cuánta firmeza ha dado el sufrimiento á mi alma; ellos no creían que había en mí tal fuerza de voluntad; al conocerme… porque la debilidad del rey me ha descubierto ante ellos… han probado todos los medios: la ambición… los honores… me han encontrado humilde siempre: han venido á mí con una mitra en la mano, y yo la he rechazado; me han enviado á mi celda ricos dones, y los dones se han ido por donde habían venido: han tentado con todas las tentaciones al frailuco, y el frailuco las ha resistido como San Antonio resistió las del diablo en el yermo. ¿Y sabéis por qué, cansado de esta lucha sorda, no he ido á buscar la obscuridad de mi antigua celda? Porque he contraído el deber de guardar, de proteger una vida preciosa. La vida de la reina.

 



– ¡La vida de la reina!



– Pero don Rodrigo Calderón, está herido ó muerto… sí herido, ganaremos tiempo… si muerto, nos hemos salvado.



– Pero creéis…



– Don Rodrigo es capaz de todo…



– ¡Regicida!



– ¿Pues no dicen que ha dado hechizos al rey? – replicó el confesor del rey.



– Os he oído decir mil veces que eso de los hechizos es una superstición.



– Lo he dicho y lo repito; pero no he dicho nunca que don Rodrigo Calderón, á pesar de su buen, su demasiado ingenio, no sea supersticioso. Quien se ha atrevido á dar al rey cosas que han alterado su salud, será capaz de envenenar á la reina.



– ¡Pero si don Rodrigo Calderón no pasa de ser el humilde secretario del duque de Lerma!..



– Don Rodrigo lo es todo. Sólo tiene un rival… rival que con el tiempo le matará, si don Rodrigo no le mata antes á él.



– ¿Y quién es ese rival?



– Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, caballerizo mayor del rey y sobrino de don Baltasar de Zúñiga, ayo del príncipe don Felipe.



– ¡Bah! ¡bah! creo que daremos con todos al traste; con los medios que tenemos…



– Podremos, si nos anticipamos, dar un golpe; pero aunque lo demos, siempre quedará un mal en pie.



– ¿Y qué mal es ese?



– El rey.



– ¡Ah!



– Sí, su debilidad: la facilidad con que se plega al dictamen del más audaz que tiene al lado; á falta de Lerma, y de Calderón, y de Olivares, vendrán otros, y otros, y otros.



– Que no serán malos como ellos.



– ¿Quién sabe? pero vengamos á lo que conviene. Suspendamos por ahora nuestros trabajos…



– ¡Ahora que nos dan un respiro, Dios ó el diablo!



– No seáis impío, señor Alonso; no sucede nada que no proceda de Dios. Por ahora, dejémoslos á ellos solos. Lerma sin don Rodrigo Calderón es hombre al agua. Uceda y Olivares le atacarán. Lerma, entregado á sí mismo, cometerá de seguro algún grave desacierto: dejadlos, dejadlos hacer. Informáos de lo que hay de seguro acerca de don Rodrigo Calderón. No olvidéis de comprar la compañía para ese mancebo, y con lo que hubiere venid á verme mañana. Conque, que Dios os dé muy buenas noches.



Y el padre Aliaga se levantó y abrió un balcón.



Aquella era la puerta por donde debía salir Alonso del Camino, y por la que salió descolgándose por el balcón á la huerta del convento.



Apenas había cerrado el balcón el padre Aliaga, cuando se abrió la puerta de la celda, y apareció la cabeza del hermano Pedro.



– Un gentilhombre que viene de palacio – dijo – , quiere hablar con vuestra paternidad.



– ¡Un gentilhombre del rey! – dijo el padre Aliaga con sorpresa – ; que entre, que entre al momento.



Poco después un joven gentilhombre saludaba al padre Aliaga y le decía entregándole un grueso pliego:



– Del rey.



– ¿Y esto es urgente? – dijo el padre Aliaga.



– Urgentísimo.



– ¿Y os han encargado algo además?



– Sí por cierto: que vuesa merced se venga conmigo á palacio, para lo cual he traído una litera y algunos tudescos – añadió el gentilhombre.



– ¡Cómo! ¡que vaya yo ahora mismo á palacio! ¿pues que, está enfermo su majestad?



– No, señor.



– ¡Ah! ¿y quién os envía?



– El mayordomo mayor; pero ese pliego dirá á vuestra paternidad, sin duda, lo que yo no le puedo decir.



– Veamos.



El confesor del rey rompió el sobre: dentro venía una carta del duque de Lerma para el padre Aliaga sumamente afectuosa.



«Mi buen amigo – le decía – , vuestras virtudes merecen que se os honre más que con el empleo de confesor del rey; por lo mismo he aconsejado á su majestad que os nombre inquisidor general. Temo que vuestra humildad se resista á aceptar esta alta dignidad; pero cuando meditéis que así conviene al servicio de Dios y del rey, estoy seguro que consentiréis; para asegurarme de ello, y porque urge, seguid al portador á palacio, donde os espera, vuestro amigo – ,

El duque de Lerma.

»



– ¡Inquisidor general! – murmuró el padre Aliaga – ; pues bien, acepto: no supieron lo que hacían cuando me nombraron confesor del rey, y no saben ahora lo que hacen nombrándome inquisidor general. ¡Oh! ¡Margarita! ¡Margarita!



Coloreáronse febrilmente las mejillas del fraile, que tomó su manto, se caló la capucha y salió de la celda, siguiendo al gentilhombre.



– Esperad, esperad un momento – dijo pasando junto á una puerta de un corredor.



El gentilhombre esperó.



El padre Aliaga entró en aquella celda.



En ella velaba un religioso.



– Amigo Benítez – le dijo el padre Aliaga: salgo del convento de orden del rey, y acaso no vuelva tan pronto.



– ¿Cómo? ¿os prenden? – dijo el padre Benítez, que era un religioso anciano.



– No por cierto; pero me hacen inquisidor general.



– ¡Inquisidor general! No sé si debo alegrarme ó entristecerme.



– Allá veremos. Entre tanto, y mientras yo estoy fuera del convento, quedáos á la mira.



– Descuidad.



– En vos confío.



– Id, id con Dios y nada temáis.



Salió de nuevo el padre Aliaga, atravesó el claustro seguido del gentilhombre, salió del convento, entró en una litera, y aquella litera rodeada de soldados, tomó el camino de palacio.



CAPÍTULO XVII

EN QUE EMPIEZA EL SEGUNDO ACTO DE NUESTRO DRAMA

Francisco Martínez Montiño, esto es,

el cocinero de su majestad

, nuestro protagonista, en una palabra, había vuelto de Navalcarnero al anochecer del día siguiente á la noche en que había ido á recibir un secreto de la boca de su hermano moribundo.



Montiño se había traído consigo un cofre fuertemente cerrado y sellado, sobre cuya cerradura había un papel.



El receloso cocinero había tenido buen cuidado de envolver aquel cofre en un lienzo para que nadie pudiese reparar en sus señas particulares; le había hecho subir á su alto aposento del alcázar, y sin decir á su mujer y á su hija más palabras que las necesarias para darlas los buenos días, se había encerrado con el cofre en el aposento cerrado y polvoroso que ya conocemos, y en el cual tenía secuestrada, apartada de la vista de todo extraño, el arca de sus talegos.



Una vez allí Montiño, después de haber descubierto con respeto el cofre que había traído de Navalcarnero, le estuvo contemplando en éxtasis.



No cesaba de leer y releer lo siguiente, que aparecía escrito en el papel que estaba pegado y sellado sobre la cerradura del cofre:



«Yo, Gabriel Pérez, escribano público de la villa de Navalcarnero, doy fe y testimonio de cómo el señor Jerónimo Martínez Montiño, recibió cerrado y sellado, como se encuentra, este cofre.» Seguía la fecha y el signo.



– ¿Y qué habrá aquí? ¿qué habrá aquí? – decía el cocinero levantando con trabajo pesado el cofre – . ¿Dinero? no, no, más bien alhajas. El señor duque de Osuna es muy rico, muy poderoso, y tratándose de un hijo suyo… ¿quién había de pensar que aquel muchacho que se me presentaba bajo un traje tan humilde, como el humilde nombre de sobrino mío, había de ser no menos que un Girón, aunque bastardo…? …¿y pensar que yo, por ignorancia, he estado á punto de malquistarme con él?..



Y Montiño seguía abismándose en su pensamiento y contemplando el cofre, y probando su peso, y queriendo deducir por él el valor de su contenido.



El cocinero mayor sufría el tormento de los avaros.



Pero era necesario salir de su reservado aposento.



Puso cuidadosamente el cofre en un rincón, lo cubrió con un tapiz viejo, y no contento aún, con una estera, y se dió al fin completamente á luz á su mujer y á su hija.



Después se presentó, como de costumbre, en la cocina, y dió sus órdenes para la vianda del día.



Después, y libre ya por algunas horas, tomó su capa y su espada y se fué á Santo Domingo el Real, y oyó misa, y procuró oírla, porque el cocinero mayor no tenía pensamiento más que para el cofre y para el sobrino postizo.



Apenas hubo concluído la misa, cuando tomó á buen paso el camino de la calle de Amaniel.



En aquella calle, en una casa chata y vieja, vivía la señora María Suárez, honrada esposa del escudero Melchor Argote, y honrada amiga del prendero Gabriel Cornejo.



Cuando Montiño llegó, encontró á la señora María fregoteando, como la mujer más hacendosa del mundo, en la cocina.



– Buenos días, buenos días, señora – dijo el cocinero – ; ¿y cómo va por acá?



– ¡Ah! ¿sois vos, señor Francisco? – dijo la vieja.



Pero describámosla.



Era una mujer como de sesenta años, ó por mejor decir, una pelota con pies, cabeza y brazos: morena, encendida y basta, con la nariz gruesa, los labios gruesos, los ojos pequeños y colorados, el izquierdo bizco, y los escasos cabellos, rubios entrecanos. Vestía un hábito de jerga corto, sobre los hombros un pañuelo de lana azul, y por bajo del vestido que tenía levantado, como acostumbran las mujeres durante ciertas haciendas caseras, se veían dos piernas rechonchas con medias azules, y dos pies redondos y abotargados, metidos dentro de dos zapatos gruesos y de un color indefinible.



El ojo bizco de esta mujer era su único, pero completo rasgo fisonómico-característico; era un verdadero ojo de demonio que lucía como un ascua medio apagada, y que en continua movilidad dejaba ver sucesivamente todas las expresiones de los siete pecados capitales.



Esto en ciertas situaciones especiales, que cuando aquel ojo dormía cubierto por una expresión hipócrita, la señora María tenía el aspecto de la mujer mejor del mundo.



Pero cuando asomó á la puerta de la cocina el cocinero del rey, en cuanto la señora María le vió, el ojo se puso en movimiento y expresó la cólera más concentrada y más vengantiva que darse puede.



– ¡Buena la habéis hecho! – dijo la señora María bajándose de una silla, á la que se había encaramado para fregar una vidriera, y viniendo hacia el cocinero mayor con un estropajo en la mano – : ¡buena la habéis hecho, señor Francisco!



– ¿Pero qué he hecho yo? – exclamó asustado el cocinero, porque le constaba que la señora María no hablaba nunca en balde.



– ¿Que qué habéis hecho? ¡nada! ¡absolutamente nada!.. ¡pero ello dirá!



– Sepamos.



– ¿Tenéis un sobrino?



– Sí, señora, tengo un sobrino.



– ¿Y os habéis valido de este sobrino?



– ¿Para qué?.. vamos á ver… ¿para qué me he valido yo de ese sobrino?..



– ¡Pues! para malherir á don Rodrigo Calderón.



– ¡Ah! ¡diablo!



– Y ¡ya se ve!.. os habéis apropiado los tres mil ducados de la reina.



– Yo…



– Sí, señor… y si no, ¿por qué ha dado de estocadas vuestro sobrino á don Rodrigo Calderón?



– Han sido asuntos suyos…



– Pues mirad, tiene muy malos asuntos vuestro sobrino.



– ¡Bah! ¡no tan malos como creéis! Pero en fin, ya que habéis hablado de mi sobrino, por él venía, porque supongo que habrá pasado aquí la noche.



– Aquí la ha pasado, quiero decir, aquí ha pasado la madrugada, porque el galopín Aldaba le trajo á las tres.



– ¡Ah! ¿conque ha salido á las tres de palacio mi sobrino?



– ¡De palacio!



– ¿He dicho de palacio?.. eso es… ¿habrá estado en mí casa?.. sí, cierto…



– En vuestra casa mientras vos habéis estado fuera, no ha estado nadie más que la justicia…



– Sí, sí; ya me ha dicho mi mujer…



– ¿Y no os ha dicho vuestra mujer que haya estado nadie más?



– No por cierto.



– Señor Francisco, los hombres viejos no debían casarse… sobre todo con mujeres jóvenes y bonitas.



– Señora María – exclamó todo bilis y enojo Montiño: sois una bribona…



– Bien, muy bien; ahora los insultos.



– ¿Queréis vengaros de mí porque os he echado á perder un buen negocio?..



– Yo no me vengo, no os he dicho nada que merezca la pena de que me tratéis así.



– Habéis querido hacerme sospechar de mi esposa.



– ¡Jesús María! ¡vea vuestra merced lo que es ser los hombres maliciosos!



– No es necesario ser malicioso.



– ¿Pues yo qué os he dicho?



– Pues eso es lo malo, que no habéis dicho nada.



– He dicho que los hombres viejos no debían casarse teniendo hijas jóvenes y bonitas.



– Habéis dicho mujer.



– He dicho hija.



– Y bien, ¿qué tenéis vos que decir de mi hija?..



– ¡Hum! ¡nada! ¡pero haberse estado vuestro sobrino hasta las tres en vuestra casa, y no haber parecido cuando le buscaba la justicia!



– Mi hija no conoce á su primo.



– Pero como tal primo es tan hermoso y tan atrevido… replicó la señora María.



– Dejemos esta conversación, señora María, que estáis equivocada de medio á medio; mi sobrino no ha estado en mi casa…

 



– Pues si ha estado en palacio y no en vuestra casa…



– Ha estado en la casa del rey – dijo una voz á la puerta.



Volvióse todo hosco é incómodo el cocinero y vió al bufón del rey.



El tío Manolillo entró con las manos puestas en las caderas, miró frente á frente al cocinero de su majestad, se le rió en las barbas y se sentó en un taburete de pino.



– Y bien, ¿por qué os reís? – dijo Montiño amostazado, porque hacía mucho tiempo que le causaban ojeriza las bromas del bufón.



– Ríome porque siempre que os veo me da gozo, señor Francisco – dijo el tío Manolillo.



– Es que os estáis gozando conmigo hace muchos días.



– ¿Qué queréis? cuando yo veo la felicidad de los demás, me perezco de alegría.



– ¿Y qué felicidad veis en mí, amigo bufón?



– ¡Bah! ¡vuestra mujer!..



– ¡Mi mujer! – exclamó, sintiendo un sacudimiento nervioso el cocinero.



– Ciertamente, vuestra mujer… os ama mucho… mucho… muchísimo… Os ayuda en todo lo que puede.



– ¿Sabéis que ya me incomoda el que me habléis tanto de mi mujer?



– Como que estoy enamorado de ella…



– Vos no amáis más que á esa comedianta que os tiene vuelto el juicio…



– Puede ser, porque tratándose del juicio de los hombres, no conozco cosa que tanto se lo vuelva como las mujeres. Pero dejándonos de bromas y ya que hablábamos de vuestro sobrino, ¿cómo ha pasado la noche ese valiente joven, señora María?



– ¡Qué! ¿conocéis á mi sobrino, tío Manolillo?



– ¡Bah si le conozco! ¿pero no habéis oído, señora María, ó es que tanto os interesa tener limpias las sartenes, ya que no podéis tener limpia la conciencia?



– No sé para qué los reyes han de tener gordos y ensoberbecidos á estos avechuchos – dijo la vieja.



– Pero el sobrino del señor Francisco… os he preguntado por él tres veces y nada me habéis respondido… y sé que ha pasado aquí la noche…



– La madrugada, diréis.



– En buen hora… ¿y duerme todavía?



– El que se acuesta tarde, no se levanta temprano.



– ¿Y decís que conocéis á mi sobrino? – dijo el cocinero.



– Ya se ve que le conozco.



– ¿Dónde le habéis visto?



– Anoche en palacio.



– ¿Pero en dónde?



– Donde no entran todos.



– ¿Estáis seguro de lo que decís?



– Vaya si lo estoy.



– ¿Y habéis hablado con él?



– No, pero no importa; sé que anda enamorado y en aventuras.



– ¿Y le corresponden?



– Tal creo.



– Tenemos que hablar á solas… no os ofendáis, señora María.



– La señora María no se ofende de otra cosa que de no ganar dineros.



– Yo no puedo ofenderme de lo que me da risa.



– ¿Y qué os da risa en esto?



– El secreto que gastáis… como si no supiéramos que en palacio es muy fácil tener amores altos.



– Como es muy difícil que vos dejéis de ser una deslenguada.



– Os advierto, hermano bufón, que si mi esposo os oye, que pudiera ser, os cortará una oreja.



– ¡Bah! ¡el escuderote! Pero dejando esto… ¿dónde tiene su aposento el señor Juan Montiño?



– Ved que sale en persona – dijo la vieja señalando una puerta que se abría, y tras la cual apareció el joven.



– ¡Ah! ¡mi buen sobrino! – exclamó Montiño corriendo hacia él.



– ¿Cuánto pensará ganar con su sobrino el cocinero del rey, cuando tan bien le trata? – dijo para si el bufón.



– ¿Y mi tío Pedro? – dijo el joven con solicitud.



– ¡Tu tío!.. ¡tu pobre tío, ha muerto! – contestó apagando su sonrisa y con acento triste Francisco Montiño.



El joven se puso pálido, sus ojos se llenaron de lágrimas, y exclamó bajando tristemente la cabeza:



– ¡Cúmplase la voluntad de Dios!



Y luego añadió dominándose:



– ¿Y nada os ha dicho para mí?



– Nada; cuando llegué ya había perdido el habla.



– ¡Ah! ¡mi buen tío! la carta que me dió para vos era un pretexto para alejarme de sí; para que no lo viese morir.



– No te has engañado, sobrino; no te has engañado… ¿y qué he hecho yo de esa carta? creo que la llevé al pueblo, y que la he dejado olvidada allí. ¿Pero, cómo has pasado la noche?



– Muy bien, tío, muy bien.



– Pues me alegro, me alegro mucho – dijo el tío Manolillo – , porque creo que tenéis demasiado que hacer para no necesitar estar descansado.



– No os conozco, amigo – dijo Montiño.



– Nada tiene de extraño. Yo soy el bufón del rey; pero si no me conocéis á mí, conocéis mucho á un grande amigo mío.



– ¿Qué amigo?



– Don Francisco de Quevedo.



– ¡Cómo! ¡don Francisco de Quevedo! – dijo el cocinero mayor – ¿y está don Francisco en la corte?



– Y algo más que en la corte dijo el tío Manolillo.



– ¡Ah, ah! ¿Y conoces tú á don Francisco de Quevedo, sobrino? – añadió el cocinero.



– Estuvo hace dos años en el lugar; iba huído…



– ¡Ah! – dijo Francisco Montiño, recordando el pasaje de la carta de su difunto hermano, en que se refería al conocimiento de Juan con Quevedo – . ¡Ah, sí! ¡Es verdad!



– ¿Y qué es verdad? – dijo Juan.



– ¿Qué ha de ser verdad, sino que hace dos años anduvo huído por unas estocadas don Francisco?



– Pues amigo mío – dijo el bufón – , don Francisco os espera.



– ¿Que me espera? ¿Y dónde? Habíamos quedado en vernos en San Felipe.



– Pero urge, urge. Así, pues, os vendréis conmigo.



– ¡Sin almorzar! – dijo el cocinero – . ¡Yo que venía con él para que almorzase!



– Donde yo le llevo almorzará mejor.



– ¿Mejor que en mi casa?



– Sí, señor; vuestro sobrino, señor Francisco, almorzará hoy mejor que el rey.



– ¡Algunas empanadas de hostería de esas que no se digieren! – exclamó Montiño con desprecio y picado en su calidad de cocinero.



– ¡Yo daré de almorzar á vuestro sobrino pechugas de ángeles!



– ¡Ah, ah!.. ¡vos tenéis á vuestra disposición pechugas de ángeles!.. Pero es el caso que yo necesito á mi sobrino, aunque sólo puedo darle pechugas de ánade.



– No son malas, señor Francisco, no son malas; guardadme una para más tarde; pero yo ahora me llevo conmigo al señor Juan Montiño. Como que le espera nada menos que don Francisco de Quevedo, y para asuntos muy importantes.



– ¡Oh! pues si don Francisco de Quevedo me espera, tío, necesario será que vaya.



– Iremos todos – dijo el cocinero.



– No puede ser – replicó el bufón – : quedáos en buen hora siguiendo vuestra disputa con la señora María. En cuanto á mí, vuestro sobrino me llevo.



– ¿Y dónde para don Francisco?



– En una casa y en una cama.



– Pues quedo enterado – dijo el señor Francisco.



– ¡Cómo! ¿Ha pasado algún mal accidente á don Francisco? – dijo con cuidado Montiño.



– Cosa mala nunca muere – dijo desapaciblemente la vieja.



– Por eso no habéis muerto vos, aunque sois vieja del alma y del cuerpo – dijo el tío Manolillo – ; pero vamos, señor Juan, y que no se diga que cuesta más trabajo sacaros de aquí que si se tratase de sacar una monja de un convento.



– No; no ciertamente – dijo el joven – ; perdonad, tío, pero cuando don Francisco me llama con tanta urgencia, asunto debe ser importante; en cuanto concluya iré á buscaros á palacio.



– Ve, sobrino, ve – dijo el cocinero – ; ya sabes que yo no me meto en tus asuntos; pero mira dónde pones los pies, hijo mío, porque la corte se ha