Бесплатно

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Текст
0
Отзывы
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена

По требованию правообладателя эта книга недоступна для скачивания в виде файла.

Однако вы можете читать её в наших мобильных приложениях (даже без подключения к сети интернет) и онлайн на сайте ЛитРес.

Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

– Bien pudieran; pero es por lo fría.

– ¡Fría, y tiene dos ojos que abrasan!

– Pues ahí veréis. Nadie ha podido hacer que esos ojos le miren enamorados. ¡Como no seáis vos!..

– ¡Yo!

– ¿Y qué tendría eso de extraño?

– Os aseguro que…

– Lo creo; doña Clara es dura como una roca.

– Pero yo no pienso…

– ¡Vos!.. ¡bah!.. Vos sois capaz de saltar por esa dama por cima de la torre de Santa Cruz; y si yo fuera otro, lo sería también… y sois vos solo…

– ¡Cómo!

– El primero que salta por doña Clara es…

– ¿Quién?

– Un personaje muy alto…

– Acabad.

– Don Felipe.

– ¿Don Felipe de qué?

– Don Felipe de Austria, mi buen amigo, mi entretenimiento, mi loco.

– ¡Ah! ¡El rey!

– No os pongáis pálido, amigo mío, no os pongáis pálido; doña Clara hace tanto caso del rey como de mí.

– ¡Pero decís que hay otros!..

– No hay ninguno; es decir, ninguno ha logrado hacerse amar de doña Clara… á no ser que vos…

– ¿Yo?

– Seamos francos; ¿cuánto daríais vos por encontrar una persona que os sirviese de puente para con esa dama? ¿Por dos ojos que viesen más que los vuestros?

– ¿Me hacéis una proposición?

– Me intereso por vos.

– ¿Y qué clase de interés es el vuestro?

– Yo… os serviré… pero me habéis de pagar.

– Contad con mi bolsillo.

– Os perdono, porque los enamorados están locos… Vos me pagaréis, pero no me pagaréis en dinero… Llegará un día en que yo os diga: os he servido; servidme.

– Os serviré como me hayáis servido á mí.

– No hablemos más; estamos cerca de la casa donde para nuestro amigo don Francisco.

Entraban á la sazón en la calle Ancha de San Bernardo. Al poco trecho, el bufón llegó á una puerta, tiró de un cordel y la puerta se abrio; siguióle Juan Montiño, el bufón cerró la puerta y subió por unas escaleras, seguido del joven, á un hermoso recibimiento, y de allí á una sala ricamente alhajada.

Sobre los sillones había algunos trajes relumbrantes, á todas luces trajes de teatro, y sobre una mesa joyas en desorden y botes de perfumes.

En la sala no había nadie; pero saliendo de una alcoba se escuchaba una voz vibrante y acentuada que al parecer leía, y de tiempo en tiempo una voz juvenil y fresca, incitante voz de mujer, que se reía de la mejor gana del mundo.

El bufón adelantó y levantó una de las cortinas bordadas que cubrían la puerta de la alcoba.

En un magnífico lecho, que por muchas señales demostraba ser un lecho de mujer, y de mujer galante, hundido en los colchones, medio sepultado en las almohadas, revuelta la cabellera, caladas las antiparras, sosteniendo un libro en folio, leía Quevedo.

A los pies del lecho, indolentemente envuelta en una especie de bata de color de rosa con encajes, mal cogidas las anchas trenzas negras, extendidos los pies, que calzaban unos chapines de tafilete blanco, apoyado un brazo en otro brazo del sillón, y sobre la mano uno de esos semblantes en que no se sabe qué admirar más, si la fuerza de la juventud, la fuerza de la hermosura ó la fuerza de la expresión, había una mujer como de veinticuatro años, sonriente, alegre, escuchando con delicia á Quevedo, que leía uno de los mejores capítulos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Quevedo al leer no se reía; su acento al leer era el de un profundo crítico, que aprecia cada uno de los detalles, cada uno de los pensamientos, cada una de las bellezas, y las determina, las anota, por decirlo así, con la inflexión del acento, con la acentuación particular de la palabra; que admira y que acaso envidia, y que toma la lectura por lo serio.

Cervantes, leído por Quevedo, ganaba; el chiste se hacía irresistible; la joven se reía con toda su alma.

Se nos olvidaba decir que la joven tenía en la mano derecha, abandonada sobre la falda, un cuaderno de papel en que se veían escritos versos.

A la cabeza de aquellos versos se leía:

«Doña Estrella en la Estrella de Sevilla». – Dorotea.

Aquel era un papel de una de las mejores comedias de Lope de Vega.

La que le tenía en la mano, era sin disputa una comedianta.

El papel revela su nombre.

Era Dorotea.

La querida pública del duque de Lerma.

La amante particular de don Rodrigo Calderón.

La mujer que tenía con el tío Manolillo unas relaciones, un punto de contacto que nadie podía calificar.

Quevedo, Cervantes y Lope de Vega, estaban allí; los dos en representación, el uno en persona, haciendo brillar el uno de los representados á Cervantes y cautivando en favor de éste la atención de Dorotea en daño del otro representado, de Lope de Vega.

– Yo os daba durmiendo dijo – el tío Manolillo – y á ti estudiando, holgazana – añadió dirigiéndose á la joven.

– Gracias á mi buen Miguel que me he encontrado por ahí, no duermo, ni Dorotea estudia. Cuando habla Cervantes es necesario no vivir sino para escucharle. ¡Qué ingenio! se entiende, cuando no se trata del Pérsiles. Parece mentira que el tan discreto… pero vamos al asunto, y perdone mi buen amigo – añadió Quevedo cerrando el libro y dejándolo sobre la cama – , ¿traéis con vos á ese sujeto?

– Tráigole por los cabezones.

– ¿Cómo tal? ¿por los cabezones venís cuando yo os llamo, amigo Juan? Entrad, entrad, amigo mío, la dueña de la casa es una moza demasiado valiente para asustarse, porque vos entréis en su alcoba.

– Decís bien, y tanto más, cuanto me habéis curado de espanto apoderándoos de mi lecho; ¿qué pensarían de mí, si las gentes os vieran?

– Que estoy cansado. ¿Pero qué hacéis que no entráis, amigo Juan?

– Entrad, entrad, caballero – dijo Dorotea levantándose – ; esta casa es muy vuestra.

Y levantó la otra cortina que el bufón no había levantado.

Al ver á Dorotea Juan Montiño, y al ver á éste Dorotea, sucedió una cosa singular: los dos retrocedieron, los dos cambiaron de expresión. La sonrisa que vagaba en los labios de Dorotea se borró; en el semblante de Juan Montiño apareció una expresión de sorpresa, pero no más que de sorpresa.

No esperaba ver una mujer tan hermosa.

Le había dado de repente en los ojos un relámpago de hermosura.

El bufón y Quevedo habían reparado esta circunstancia: la repentina y significativa seriedad de Dorotea y el asombro de Juan Montiño.

– ¡Ah! – dijo el bufón.

– ¡Oh! – dijo Quevedo.

– Pasad, caballero, pasad – dijo Dorotea ya perfectamente serena.

Juan Montiño entró en la alcoba, enteramente repuesto ya de su sorpresa.

– ¿En qué nido le habéis encontrado, amigo Manolillo? – dijo Quevedo.

En el nido de una corneja.

– ¿Y dónde tiene esa corneja su nido?

– Es la manceba vieja de un tal Cornejo, galeote huído que anda haciendo milagros en la corte.

– ¡Ah! ¡Un ensalmador de condenados, reparador de injurias y falsificador de doncellas! Conozco al tal.

– ¡Pero vos conocéis á todo el mundo, don Francisco! – dijo Dorotea.

– Conócenme á mí todos; no es mía la culpa; el que en enredos anda, enrédase.

– Yo creo haber oído hablar de ese Cornejo – dijo Dorotea.

– ¿Ha graznado á vuestra oreja? pues mal agüero, hija; si supiera esto su excelencia, juntamente con que yo…

– Vos os tomáis licencia para todo; en cuanto á ese Cornejo, conózcole por haberme hablado de él mis compañeras.

– Señor Juan Montiño – dijo Quevedo con voz campanuda – : necesito hablar con vos á solas.

– Muchas gracias por la manera de echarnos, don Francisco – dijo Dorotea.

– Lope de Vega os espera; esta tarde á las dos debéis aparecer estrella; procurad que no os nublen los del patio… debéis, pues, agradecerme que no os distraiga. Paréceme que estaréis aquí mejor que en palacio, tío Manolillo.

– Buenas noches, don Francisco, buenas noches y hasta que despertéis.

– Os engañáis, hermano; aún no me duermo, ni llamo al amigo Juan para que me traiga el sueño… heme echado por descansar un poco, pero ya empiezan mis tareas cortesanas: el no dormir y el no parar. ¿Y vos habéis descansado? – dijo Quevedo dirigiéndose á Montiño, y prescindiendo enteramente del bufón, que salió y se sentó en la sala frente á Dorotea, que se había puesto á estudiar su papel junto á una ventana.

– No he podido dormir, Quevedo – dijo el joven.

– Dichosa edad en que el amor desvela; ¿y no ha tenido parte en vuestro desvelo el lance de anoche?

– ¿Cuál de ellos?

Quevedo marcó con el brazo una estocada.

– ¡Ah! ¡no!

– Pues sabed que Lerma lo sabe.

– Me importa poco.

– Que os pueden encerrar.

– Me importa menos.

– Que os puede suceder algo que negro sea.

– Sucédame en buena hora.

– No negáis la pinta.

– ¿Qué pinta?

– La de vuestro padre.

– Creo que mi padre hubiera tenido en estas circunstancias tan poco cuidado como yo.

– Créelo sin dificultad y me alegro de que os parezcáis á vuestro padre. Sólo por eso os había llamado: estaba cuidadoso por vos. Y decidme, ¿si no habéis dormido, tendrá la culpa doña Clara Soldevilla?

– ¡Cómo! ¡pues qué! ¿Sabéis…?

– Yo lo sé todo.

– Tenéis sin duda un diablo familiar.

– Puede ser. ¿Y los amores os han quitado el apetito?

– No por cierto.

– ¿No? pues me alegro; ni yo tampoco. ¡Dorotea! ¡amiga Dorotea!

– Decid á vuestra negra que nos dé de almorzar.

Almorzaremos todos juntos – dijo Dorotea.

– Que me place: almorzarán juntos el amor y las musas, una ninfa y un sátiro. ¿Y tenéis buena despensa? supóngolo.

– ¡Ah! me cuidan como una reina.

– Créolo; como creo que agradecéis como una reina los cuidados. Perdonad, amigo Juan, si me dejo ver de vos desencuadernado – dijo Quevedo saltando del lecho en paños menores – ; hacedme la merced de echar esas cortinas, no se escandalize Dorotea.

 

– ¿Os levantáis? – dijo la comedianta – : me alegro, voy á mandar sahumar la alcoba.

– Pues dudo mucho…

– ¿Que?..

– Que haya sahumerio que la quite su olor: si yo no tuviera la cabeza tan fuerte, trastornado saldría y entontecido. Huele aquí…

– A hermosura…

– Bien, lo creo.

– Y de hoy en adelante olerá á ingenio…

– ¿Por qué, pues, sahumais?..

– Pudiera pegársele á don Francisco…

– ¡Ah! ¡su excelencia! Créolo libre de tal contagio…

– Dios le ayude.

– Ya le ayudáis vos…

– Pues yo creía que le desayudaba…

– Sois un oro…

– ¿Os habéis vestido ya?

– Atácome las calzas…

– Voy á preparar el almuerzo.

– ¿Quién es esta mujer? dijo Montiño.

– No lo sé – dijo Quevedo encajándose los gregüescos.

– ¿Qué, no lo sabéis, y os metéis en su casa como en una posada, y la tratáis con una lisura que mete miedo?

– Tratándose de esta mujer, cuanto más miro menos veo. No se lo digáis á nadie, porque no me gusta pasar por torpe: pero no la leo… no la adivino. Hacedla el amor.

– ¿Yo?..

– Es hermosa.

– Pero descarada.

– Por las descaradas se conoce á las enmascaradas; un amante ve lo que no ven los demás, y nos conviene ver á esta mujer.

– Enamoradla.

– Ya lo he hecho.

– ¿Y no habéis podido leerla?

– No, porque no se ha enamorado de mi.

– ¿Y queréis que yo embista con una mujer que os ha rechazado? – replicó Montiño.

– Habéis sorprendido á esta mujer.

– ¡Yo!

– Se ha puesto pálida al veros.

– Perdonad, á mí también me sorprendió…

– Mejor: ella ha reparado en vuestra sorpresa y espera.

– Perdonad, pero la sorpresa pasó.

– Créolo: pero os repito que los amores de esta mujer interesan…

– ¿A quién?

– A la reina.

– ¡Ah!

– Además, no sabe aún lo de don Rodrigo. Procurad que cuando lo sepa le importe poco.

– No comprendo lo que me queréis decir con lo de don Rodrigo…

– La Dorotea cobra del duque de Lerma, y da á don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah!

– Os aseguro que si en el almuerzo ganáis terreno, cuando le llegue la noticia, que no deberá tardar, la importará poco lo sucedido…

– Pero… un triunfo tan rápido…

– Así se triunfa de estas mujeres… ó á primera vista ó nunca.

– Me repugna…

– Sois mal galán de capa y espada… no servís para una comedia.

– Lo confieso.

– ¿No me habéis recibido por maestro?

– Sí.

– Pues obedecedme.

– Bien quisiera, pero tengo el corazón lleno.

– ¡Alma de niño! ¡majadero incorregible! doña Clara Soldevilla es el corazón, esta mujer la cabeza.

– ¡Ah!

– ¿Me habéis comprendido?

– ¿Pero tan importante es esta mujer?

– No lo sé, pero pudiera serlo.

– La enamoraré.

– ¡Callad! ó más bien… ¿y qué tal, qué tal os fué el último año en Alcalá?

Dorotea acababa de entrar en la sala.

– ¡Cómo! ¿este caballero es estudiante? – dijo dejando sobre una mesa dos botellas.

– Y de teología – dijo Quevedo.

– ¡Estudiáis para clérigo! – dijo haciendo un mohín de repugnancia la comedianta, á tiempo que salía Montiño de la alcoba.

– Ha ahorcado los hábitos – dijo Quevedo saliendo tras Montiño.

– ¡Ah! he ahí una justicia que me agrada; y eso que no puedo ver á un ahorcado sin tener malos sueños.

– ¿Y qué diablos hacéis ahí, hijo Manolillo, doblado y redoblado? – dijo Quevedo.

– ¡Ah! – exclamó el bufón, como un hombre que despierta – ; pensaba.

– ¿Y qué pensábais?

– ¡Qué sé yo! era uno de esos pensamientos, que piensan en nosotros.

– Metafísico estáis.

– Y que nosotros no pensamos en ellos.

– Continuad.

– Que se vienen… y que se van…

– Una idea eterna…

– Eso es…

– Un combate…

– No, un tirano…

– Téngoos lástima…

– ¡Ah!

– El tío Manolillo tiene unas cosas muy singulares – dijo Dorotea.

– ¡Me voy! – exclamó el tío Manolillo.

– ¿Y no almorzaréis con nosotros?

– El loco llama al loco; es la hora de levantarse el rey. Adiós.

Y el tío Manolillo salió sombrío y cabizbajo; se le oyó bajar violentamente las escaleras y salió.

– No entiendo vuestro conocimiento con mi buen amigo – dijo Quevedo.

– Ni yo – exclamó Dorotea.

– ¡Y os ama!

– ¿Pero cómo me ama?..

– Sabréislo vos.

– Pues no lo sé; pero aquí viene el almuerzo, señores: sentiré trataros mal; vosotros tendréis la culpa; doy lo que tengo.

– ¡Y como tenéis un cielo!..

– ¡Bah, don Francisco! cuando me requebráis, no sé si debo ofenderme, ó…

– ¿Es esta negra vuestra cocinera?

– Sí por cierto… – dijo un tanto resentida Dorotea del cambio de conversación de Quevedo.

– Y bien, carbón viviente, ¿qué nos das de almorzar?

La negra, que traía una mesa ayudada por un lacayuelo, contestó sobre la pregunta de Quevedo:

– Vuesamercedes almozarán salmón fresco, pollas asadas, pastelones negros, pichones ensopados, tortas de dama…

– Basta, basta, y aun diré que sobra, aunque tengo un apetito de gigante encantado.

– Pues sentémonos – dijo Dorotea – ; ¿y vos, tenéis también apetito?..

– Está enamorado…

– ¡Ah! – dijo con cierto disgusto la Dorotea.

– Enamorado de vos.

– ¡De mí! – exclamó riendo la comedianta.

– ¡Cosas de Quevedo! – dijo Montiño terriblemente contrariado.

– No, no por cierto… cosas de Dorotea.

– ¡Cosas mías!

– Ciertamente, porque vuestras cosas son las que han quitado el apetito de todas las cosas al señor Juan Montiño.

– ¡Ah! ¿os llamáis Montiño?

– Es sobrino del cocinero mayor del rey.

– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡os va á parecer detestable mi almuerzo!

– El rey no almuerza tan bien como vos, ni con tan buen servicio… apuesto á que esta plata ha venido en derechura para vos del Potosí…

– Ved ahí que me importa poco el lugar de donde haya venido.

– Debe importaros mucho más el lugar en donde ha parado.

– Sabe Dios si para.

– Mejor, porque será río si corre.

– Me voy cansando…

– Decís bien, debéis descansar… aunque no sois vieja.

– Trabajo siempre para el público…

– Decís bien… debéis trabajar para menos gente… ya quise que trabajáseis para mi… con el corazón; pero vuestro corazón anduvo reacio.

– Punzáis, don Francisco.

– ¿Ortiga me hacéis? desgraciado ando.

– No lo andáis mucho, cuando os veis en la corte.

– Pues mirad: no quisiera ser cortesano.

– Sóislo muy poco… y en prueba de ello cuando no estáis preso…

– Me buscan… decís bien… y ahora me acuerdo… sois mi olvido de todo… ¿y de qué me había olvidado?.. figuráos que anoche anduve cómplice en unas estocadas.

– ¡Apenas llegado!

– Es mi sino. Pero como estoy ya cansado de que me echen el guante, trato de echar un guante de oro al escribano para que se le entorpezcan los dedos… y me urge… y me duele dejar á medio roer este pichón… pero os dejo…

– ¿Os vais? – dijo Montiño poniéndose de pie.

– ¡Oh! ¡no! vos no tenéis nada que ver con la justicia – dijo Dorotea – : almorzad al menos, caballero… si no es ya que os sepa mi almuerzo mal.

– Creo que jamás ha almorzado tan á gusto el señor Montiño, y se quedará, debe quedarse – añadió Quevedo cargando su acentuación de una manera perfectamente inteligible para Montiño.

– Temería abusar…

– ¡Oh! ¿qué es abusar?.. por el contrario, no sabría á qué atribuir…

– Pues me quedo – dijo Montiño con voz insegura.

– Pues quedáos – exclamó Quevedo – . Os suplico que no os vayáis…

– Pero si tardareis…

– En ninguna parte pudiérais sentir menos la espera. ¡Ah! las diez… conque hasta las doce. Quede con vosotros Dios.

Y Quevedo salió.

Toda esta escena, á pesar de que había sido un poco picante, había pasado delante de la negra y del lacayuelo.

– Servidnos los postres y marcháos á almorzar – dijo Dorotea apenas salió Quevedo.

Montiño y la comedianta quedaron al fin solos.

– Tenéis un amigo muy regocijado – dijo Dorotea…

– ¡Oh! ¡sí! – contestó el joven, que aunque no era novicio, sentía remordimientos por aquella especie de infidelidad que hacía á su dama, y estaba contrariado.

– Si no fuese por su lengua… – añadió Dorotea.

– ¡Oh! ¡sí! – respondió Montiño.

– ¿Pero no coméis? – dijo la joven, que empezaba á sentirse preocupada.

– Perdonad, señora, pero…

– ¿Pero qué?..

Montiño alzó los ojos, y su mirada se encontró con la mirada negra y resplandeciente de la Dorotea.

Por culpa de la situación, aquellas dos miradas fueron terriblemente criminales, y la Dorotea se puso encarnada, no de rubor, sino de despecho, porque había conocido todo el valor aparente de su mirada.

Lo mismo y por la misma razón aconteció á Montiño.

– Vamos, esto es una tontería – dijo la Dorotea, sin pretender cubrir lo que no podía cubrirse. – Quevedo tiene la culpa.

– Yo creo, señora, que nadie tiene la culpa de nada.

– Bebed – dijo la joven llenando una copa de vino.

– Bebed primero vos…

– La Dorotea llenó su copa.

– No: bebed en ésta, ó bebamos la mitad de la nuestra cada uno; cambiamos.

– ¿Sabéis lo que estáis haciendo? – dijo con seriedad la Dorotea.

– ¿Os ofende?

– Me estáis enamorando.

– ¿Y hago mal suponiendo que eso sea?

– Eso lo sabréis vos.

– ¡Cómo! ¿que yo sabré si hago mal en enamoraros?

– Sí, porque vos sabréis con cuánta lealtad, con cuánta razón podéis enamorar á una mujer á quien hace media hora que conocéis.

– La soledad tiene la culpa…

– Llamaré compañía…

– No; más bien si os desagrada mi atrevimiento, me iré yo.

– Don Francisco vendrá á buscaros…

– Pues no encuentro medio…

– Sí; dejar esta conversación.

– Dejémosla.

– Hablemos de otra cosa.

Pero ninguno de los dos habló.

Bebieron en silencio sus copas.

Pasaron algún tiempo callando.

Dorotea miró involuntariamente á Montiño.

En aquel momento Montiño miró á la comedianta.

Esta doble mirada fué más elocuente, más intensa que la anterior.

Dorotea y Montiño se turbaron mucho más.

Pero por aquella vez, Dorotea no se irritó.

Por el contrario, soltó una alegre carcajada, y dijo:

– ¿Quién diablos os ha traído aquí?

Y llenó la copa, bebió la mitad, y ofreció la copa á Montiño.

Montiño la tomó y buscó el sitio donde había puesto sus labios la joven.

– Habladme con franqueza – dijo la Dorotea – ; ¿qué habéis visto en mí…?

Y se detuvo.

– He visto en vos, señora… ¡la verdad es que no he visto nada fuera de vuestra hermosura, que es divina!

– Pero… mi hermosura sola no hubiera causado en vos… en fin, no hablemos más de esto… os recibo por mi amigo.. conozco que os apreciaré… os apreció ya, no sé por qué… sobre todo, no me gusta una guerra fatigosa, un galanteo que á nada conduciría, porque es una locura.

– Seamos, pues, amigos; prefiero vuestra amistad á vuestro amor.

–¡Mi amor! ¿sabéis si yo he amado alguna vez? ¿sabéis si puedo amar?

– Todos hemos nacido…

– He aquí una cosa indudable.

– Para amar…

– Eso no es tan claro.

– Si no habéis amado, amaréis.

– ¿Habéis amado vos?

– Sí, y mucho – dijo Montiño suspirando por doña Clara de Soldevilla.

–¿Y amáis…?

– ¡Si amo! ¡si amo! ¡con toda mi alma! – exclamó el joven refiriéndose siempre á doña Clara.

La Dorotea, sin darse á sí misma la razón, se inmutó profundamente y dejó ver claro su disgusto en su semblante.

Acaso aquello era amor propio.

Acaso una sensación involuntaria.

Montiño notó aquella conmoción, la tradujo por amor propio á su favor, y acordándose de que Quevedo le había dicho: – Importa á la reina acaso, el que volváis loca á esa mujer – y comprendiendo que el servir á la reina, el sacrificarse por ella, era la mejor seducción que podía emplear para con doña Clara, se decidió á tomar á la comedianta por instrumento, y á destruir el mal efecto que le habían causado sus últimas palabras.

– Sí – repitió con acento apasionado – , amo á una diosa humana, con toda mi alma, con todo mi corazón… y esa divinidad… ¡sois vos!

– ¡Yo! ¡imposible!

– Recordad que me turbé al veros.

– Eso nada prueba.

– Prueba que me habéis matado.

– Pero… caballero… – dijo pálida y grave la Dorotea – , creo que me tomáis por entretenimiento.

– ¿Me ofendéis…?

– Porque temo ser ofendida.

– ¿Qué encontráis de extraño…?

 

– No sé… porque, como, lo repito, no he amado nunca, no sé si es posible que se ame así como vos decís, tan pronto.

– ¿Cuánto tiempo tarda en arder la leña seca?

– ¡Ah!

– El tiempo que tarda en acercarse á ella el fuego.

– Pero la llama dura poco…

– Pero cuando acaba ha consumido la leña.

– ¿Y vos sois… leña seca…? yo os creía leña verde.

– Os engañáis. En las universidades se empieza á vivir muy pronto, y se vive muy de prisa.

– ¡Ah! ¡los estudiantes! ¡dicen que los estudiantes son muy embusteros!

– No sé qué puedan diferenciarse en esto de los otros hombres.

– Tenéis razón; pero tienen también una fama tal los estudiantes…

– Injusticias, envidias… además, si fuí estudiante, ya no lo soy.

– ¿Pues qué sois ahora?

– Pretendiente.

– ¿Y qué pretendéis?

– Una compañía.

– ¿Compañía de qué?..

– ¿De qué ha de ser?..

– Hay muchas compañías… la de Jesús, las de comediantes, las de los mercaderes…

– La que yo quiero es una compañía de soldados.

– ¿Y habéis hablado á alguien?

– La tengo casi ciertamente…

– ¡Ah! ¡es verdad! ¡sois sobrino del cocinero de su majestad!

– ¿Y creéis que mi tío puede?..

– Si Francisco Martínez Montiño se empeña, seréis… no digo yo capitán… sino cuartel-maestre, general… vuestro tío, además de tener muchos doblones, tiene mucho influjo.

– Me alegro de saberlo – dijo para sí el joven.

– Capitán – dijo la Dorotea… – ¿y os iréis á Italia ó á Flandes?..

– Me quedaré en Madrid; á más de capitán, quiero serlo de la guardia española.

– Lo seréis, porque á más de vuestro tío os ayudaré yo.

– ¡Vos!

– Sí, yo… ¿pues no sabe todo el mundo que soy la querida del duque de Lerma, y que su excelencia me quiere tanto, que hace todo lo que yo quiero?

– Temería abusar de vos.

– ¡Bah! yo debo agradeceros el que me hayáis mirado tan bien.

– Mejor os agradecería el que no me miráseis mal.

– ¿Y por qué? no tengo motivo… os aprecio…

– Más quiero…

– ¿Más que apreciaros?

– ¡Amadme!

– Echad un memorial á Cupido…

– Vos sois Venus, y le mandáis.

– Ya sabéis que Cupido es un bribonzuelo, que no respeta ni aun á su madre.

– Casi creo que tenéis razón.

– ¿Por qué?..

– Porque creo que el rapazuelo me ayuda.

– Son muy presumidos estos estudiantes…

– Capitán, señora, capitán.

– Pues peor; la gente de guerra cree que las mujeres se toman como las murallas, al asalto… mudemos de conversación…

– Mudemos…

– ¿Hace mucho tiempo que habéis venido á Madrid? – dijo la Dorotea, procurando mostrarse completamente olvidada de la conversación anterior.

– Vine ayer.

– ¡Ayer!

– Sí, señora, ayer por la tarde.

– ¿Y no habéis estado otra vez en Madrid?

– Nunca, señora.

– Es decir…

–¿Qué?..

– No recuerdo lo que os iba á decir.

– ¿Queréis que os diga una cosa?..

– Decidla.

– Creo que tenéis más memoria cuando habláis de amor.

– ¿Volvemos?

– ¡Ah, señora! no recuerdo haber visto en mi vida unos ojos que de tal modo me acaricien el alma.

– ¡Cómo! ¡pues qué!.. ¡mis ojos!..

– Me están diciendo…

– Mienten… mienten mis ojos… vamos… será necesario que nos separemos.

– ¿Sabéis que es muy dichoso don Rodrigo Calderón?

La comedianta hizo un gesto indefinible, mezcla de disgusto y de desdén á un tiempo.

– No me nombréis ese hombre – dijo.

– ¡Bah! ¿pues no le amáis?

La Dorotea fijó una mirada dilatada, inocente, dolorosa, enamorada á un tiempo en Juan Montiño; extendió hacia él un magnífico y mórbido brazo, y estrechando una mano del joven, le dijo:

– Os suplico que me dejéis sola; yo os disculparé con don Francisco.

– ¡Qué! ¿tanto os enoja que yo continúe á vuestro lado?

– No, no me enoja; pero… me siento mal; estoy turbada, ¿no lo véis? estoy avergonzada.

– ¡Avergonzada! ¿y por qué?

– ¡Porque soy una mujer perdida! – dijo la Dorotea – , y se cubrió el rostro con las manos.

– ¿Pero quién ha dicho eso? – replicó Montiño acercándose á ella y apartándole suavemente las manos de sobre el rostro.

– Lo digo yo.

– Pues decís mal, señora; yo os creo una mujer virgen.

– ¡Ah, explicadme… explicadme eso!

– La explicación es muy sencilla: vos misma, recuerdo que hace poco lo decíais, vos misma habéis confesado que no habéis amado nunca.

– ¿Y lo creéis?

– Lo creo.

– ¿Y no teméis engañaros?

– No.

– ¿Pero qué razones, qué pruebas tenéis?..

– Voy á hablaros con el alma, sin embozar mis palabras: cuando yo os vi, me mirásteis como miran las cortesanas…

– ¡Ah!

– Pero apenas me vísteis, bajásteis los ojos como una niña que recibe la primera revelación de amor en la mirada de un hombre; os pusisteis seria y grave.

– ¡Ah, ah! ¿y creéis – dijo con acento ardiente Dorotea – , creéis que os habéis entrado en mi alma en el momento en que os he visto?

A aquella pregunta de Dorotea, pregunta hecha con sinceridad, con candor, con anhelo, Montiño sintió una especie de vértigo. Dorotea se había transfigurado; su alma, un alma entusiasta, enamorada, noble, se exhalaba de su mirada, de la expresión de su semblante, de su boca trémula, de su acento cobarde, ardiente, opaco.

Pero Montiño estaba prevenido; el involuntario poder de fascinación de la comedianta, luchaba con el amor intenso, voluntarioso, tenaz, que Montiño sentía por doña Clara, y el joven vaciló un momento, pero se rehizo y se mantuvo firme, como un buen justador después de un tremendo bote de lanza recibido en el escudo.

– Yo no me atrevería á decir – contestó Montiño – si yo me he entrado en vuestra alma ó no, señora; pero os puedo asegurar que vos os habéis entrado en la mía.

– Pero esto es una locura – dijo la Dorotea como quien pretende despertar de un sueño – ; una locura á que no debemos dar vuelo: vamos, esto no puede ser.

– ¿Que no puede ser? ¿y por qué? ¿tanto amáis á don Rodrigo? ¿tanto os importa Lerma?

– Mirad – dijo Dorotea inclinándose hacia Montiño y fijando en él sus grandes ojos – ; el duque me importa lo mismo que esto – y tomó un pedazo de pan y le desmigajó de una manera nerviosa – . Cuando tenía hambre… deseé brillar por mi aparato, por mis trajes, por mis alhajas, le acepté con hambre… hoy… hoy me importa muy poco el duque.

– ¡No le necesitáis ya!

– No necesito alhajas ni brocados.

– ¿Los tenéis?

– Jamás se tienen, porque hoy se lleva uno y mañana otro. No es eso…

– ¿Pues qué es?..

– Dejadme hablar; me habéis nombrado á don Rodrigo… don Rodrigo me da hastío, como eso.

Y señaló una copa que estaba llena de vino.

– Y sin embargo, si digo que esta desdichada conversación de amores en que sin saber cómo nos hemos metido es una locura, no es por el duque ni por don Rodrigo, sino por vos.

– ¿Por mí?..

– He dicho mal; he debido decir por mi suerte.

– Explicáos, porque no os entiendo bien.

– Yo no puedo ya amar.

– El amor viene sin que le llamen, y no se va aunque le echen.

– ¡Oh! no me digáis eso… porque sería muy desdichada… dejemos, dejemos más bien este asunto… soy franca con vos; estoy aturdida; ¿queréis que os cante la canción que he estudiado para esta tarde? seréis el primero que la oiga… lo que no es poco favor – añadió sonriéndose – ; así nos distraeremos los dos… vaya… ¡si esto parece una brujería!

Y Dorotea se levantó, tomó un arquilaúd que estaba sobre un sillón, se sentó junto á la ventana, templó el instrumento, preludió con maestría algunos instantes, y luego cantó con una voz fresquísima y de un timbre admirable, la siguiente seguidilla:

 
Como el amor es ciego
por tener ojos,
en los tuyos se esconde
dulces y hermosos:
y al esconderse,
el traidor con tus ojos
me da la muerte.
 

– Cantáis… no sé cómo deciros… – exclamó Montiño – como un ruiseñor es poco, y como un ángel… lo ha dicho todo el mundo.

– ¡Gracias! ¿Creéis que gustaré esta tarde?

– Si los del patio sienten lo que yo he sentido…

–¡Ah!

– Habéis cantado como el amor… y esos ojos que cantáis, son vuestros ojos.

– ¿Sabéis que tarda demasiado don Francisco?

– Mejor; de ese modo no estorba.

– Haréis que me enoje… Sois muy poco generoso.

– ¡Señora!

– ¿Pero no comprendéis que os estoy pidiendo treguas?

– Pues bien, señora mía; yo sólo puedo concederos una cosa.

– ¡Ah, ya me dictáis condiciones!

– ¡No por cierto!.. Pero quiero que me tranquilicéis el alma.

– ¿Teméis?

– Caer del cielo.

– ¡Pero, señor, esto es terrible! Es la primera vez que me sucede… No me conozco…

– Porque me amáis, ¿no es verdad, y no comprendéis que se pueda amar tan pronto?

– Yo creo que tenéis más experiencia que yo.

– Os engañáis; no he amado hasta ahora, pero por lo que siento, no extraño que vos améis lo mismo que yo.

– Pero, ¿qué deseáis de mí?

– ¿Qué deseo? Vuestro cuerpo y vuestra alma; vuestro recuerdo continuo… Quiero ser para vos el aire que respiréis.

– ¡Me estáis engañando!

– ¡Yo!

– ¡Os ha traído don Francisco!..

– No creí yo que alguna vez fuese para mí una desgracia mi amistad con Quevedo.

– ¡Ah! Quevedo es tal que no sólo no puede confiarse en él, sino que tampoco de una persona con quien él haya hablado tan sólo dos veces.

Montiño estuvo á punto de decir á la comedianta que Quevedo tampoco se fiaba de ella.

Pero se contuvo á tiempo, y siguió aquel papel de enamorado que no le era difícil representar, porque además de ser hermosa Dorotea, estaba embellecida por una sobreexcitación profunda, dominada por el no sé qué misterioso que emanaba para ella de Juan Montiño.

Podía decirse que Dorotea estaba enamorada, sorprendida en eso que se llama cuarto de hora de la mujer, por el joven, dominada por él.

Montiño tenía fijas en la memoria las palabras de Quevedo: «De estas mujeres se triunfa á primera vista ó nunca». Y aquellas otras: «Interesa á la reina que enamoréis á esta mujer».