Tasuta

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

– ¡Ah! ¿conque es decir que las coimas son aquí primero que las viandas de su majestad? A la calle, Cosme, á la calle, y no me vuelvas á parecer por la cocina, ni en seis leguas á la redonda, y el señor Gil Pérez, que busque otro acomodo; así escarmentarán los otros oficiales y no dejarán sus cuidados á los galopines. ¿Pero qué es esto? aquella empanada de pollos ensapados se abrasa… ¡ya se ve! ¡si os estáis todos parados, ahí mirándome como á una cosa del otro mundo!.. ¿Apostamos á que hoy no tendremos un solo plato á punto que poner en la mesa de su majestad?

– Del señor duque de Lerma – dijo una voz detrás de Montiño.

Volvióse el cocinero mayor, y vió á un lacayo que le entregaba una carta.

Tomóla con la mano temblorosa aún por cólera, la abrió y vió que decía:

«Señor Francisco: Venid al momento, necesito hablaros. —El duque de Lerma.

– Decid á su excelencia que no puedo separarme en este momento de la cocina – dijo al lacayo.

– Tengo orden de no irme sin vos.

– Pues no quiero ir.

– Tengo orden de presentaros, si os negáis, esta otra carta.

El cocinero la tomó y la abrió.

«De orden del rey – decía – y bajo vuestro cargo y riesgo, y pena de traición, seguiréis al portador. —El duque de Lerma

– Vamos – dijo el cocinero de su majestad, envainando su espada, arreglándose de una manera iracunda el cuello de la capa y arrojando una mirada desesperada á la hornilla.

Poco después seguía por las calles al lacayo del duque de Lerma.

CAPÍTULO XIX
EL TÍO MANOLILLO

Llena estaba la antecámara de audiencias de palacio de pretendientes, cuando el tío Manolillo llegó al alcázar.

Su semblante, que hasta allí había ido sombrío, pálido, contraído, se dilató; su boca estereotipó su maliciosa é insolente sonrisa de bufón, sus ojos bizcos empezaron á moverse y á lanzar miradas picarescas, y su andar, sus ademanés, todo se trocó.

Sacó del bolsillo un cinturón de cascabeles y se le ciñó.

Luego atravesó dando cabriolas las galerías de palacio.

El pobre cómico había relegado su corazón á lo profundo de su pecho, y había empezado á desempeñar su eterno papel de loco á sueldo.

Cuando llegó á la antecámara de audiencias, cesó en sus cabriolas, se detuvo un momento en la puerta sonando sus cascabeles, como para llamar la atención de todo el mundo, y luego, con la mano en la cadera, la cabeza alta y la mirada desdeñosa, que parecía no querer ver á nadie, atravesó con paso lento, marcado y pretencioso, la antecámara.

Todos los que le conocían en la corte se echaron á reir.

El tío Manolillo remedaba perfectamente la prosopopeya del duque de Lerma, que poco antes acababa de salir con el mismo continente y la misma altivez de la cámara del rey.

Al llegar á la cortina, un sumiller le detuvo.

– No se puede pasar – le dijo.

– ¡Eh! ¿Qué sabéis vos? – dijo el tío Manolillo – ; yo no paso, me quedo.

– El rey…

– ¿Y quién hace caso del rey?.. El rey sabe menos que nadie lo que se dice… déjame entrar ó te entro.

Y como el sumiller se opusiese, el tío Manolillo le asió por la pretina y se entró con él en la cámara real.

– Hermano Felipe – dijo al rey – , aquí te traigo á éste para que le castigues… Se ha atrevido á faltarme al respeto… ¡pretender que la locura no entre en la cámara del rey!

– Idos, Bustamente – dijo el rey al sumiller – . Ven acá, Manolillo. El señor Inquisidor general tiene que hacerte algunas preguntas.

Y el rey señaló al padre Aliaga, que estaba sentado en un sillón frente á la mesa donde almorzaba el rey.

– Dame primero de almorzar, porque así como tú, por haber pasado una buena noche, tienes apetito, yo por haberla pasado en vela por ti, me perezco de hambre.

Él rey empujó un plato hacia el bufón.

Este le tomó, se sentó sobre la alfombra y se puso, sin cumplimiento, á comer.

– Están buenas estas lampreas – dijo – , se conoce que no ha estado hoy en la cocina tu buen cocinero mayor.

– Calumnias al pobre Montiño. Es el cocinero más famoso de estos tiempos.

– Lo era antes de tener mujer, pero su mujer le ha cambiado.

– ¿Y vos, no sois casado, amigo Manolillo? – dijo el padre Aliaga.

– No, señor; la mujer con quien pude casarme no tenía alma, y yo quiero las cosas completas. Por eso no me gusta la corona de España.

– ¡Oh! ¡oh! – dijo el rey.

– Sí, sí por cierto, porque la corona de España no tiene cabeza.

– Parece que os ha escuchado la conversación, padre – dijo el rey.

– Todo consiste en que el padre Aliaga es tan loco como yo.

– ¿Me queréis explicar eso, tío Manolillo? – dijo el fraile.

– Con mil amores, pero dame otro plato, Felipe; nunca hablo mejor que cuando tengo la boca llena.

El rey empujó otro plato hacia el bufón.

Este le tomó y dijo:

– Pues es necesario agradecerte el sacrificio que haces por mí, hermano, porque los embuchados te gustan mucho, razón porque te los sirven todos los días tus dos cocineros Montiño y Lerma.

– ¡Ah!¡ah! – ¡acometedor vienes hoy! – dijo el rey riendo – algo sucede, de seguro.

– Sucede, que no sucede nada.

– Pero decidme, ya que tenéis la boca llena, tío – dijo el padre Aliaga – : ¿por qué soy yo tan loco como vos?

– Porque vos, como yo, os habéis empeñado en que un loco tenga juicio.

Y miró de una manera sesgada y maliciosa al rey.

– Como veis – dijo el padre Aliaga – , su majestad almuerza sin gentileshombres y sin maestresalas; está solo conmigo.

– Lo que demuestra que estáis haciendo el oficio de loquero.

– Os ruego, señor – dijo el padre Aliaga – , que mandéis al tío Manolillo avise al sumiller que no deje pasar á nadie, absolutamente á nadie, ni aun al mismo duque de Lerma.

– Ya lo oyes, obedece – dijo el rey.

– ¿Qué será esto? – dijo el tío Manolillo yendo hacia la puerta – ¡apoderado de ese imbécil el padre Aliaga, y en consejo conmigo! – ¿qué querrán? ¿sabrán algo? ¡veremos!

Y dió las órdenes al sumiller, cerró además la puerta de la cámara, y volvió á sentarse sobre la alfombra y á comer sus embuchados.

– Os ruego – dijo el padre Aliaga – que por estos momentos dejéis vuestro oficio de bufón y me respondáis bien, lisa y llanamente.

– Entonces reclamo mi sueldo de consejero.

El rey sacó de su portabolsa una bolsa, y la arrojó al bufón.

– ¡Escudos de plata! ¡el rey no se conoce por su moneda de oro!.. ¡pobre Felipe!.. – exclamó el bufón.

– Os pregunté – dijo el padre Aliaga – si habíais sido casado, y me respondísteis:

– Que la mujer con quien yo pudiera haberme casado no tenía alma, por lo que no quise casarme con ella.

– Más claro, tío Manolillo: ¿vos no sois padre legítimo de Dorotea?

¡Ah! – exclamó el bufón como sorprendido, y dejando de comer – ¡Dorotea! ¿qué tenéis vos que ver con Dorotea, padre?

Y los hoscos ojos del bufón dejaron ver un relámpago de amenaza.

– Deseo saber, ya que no podéis ser su padre legítimo, lo que sois de esa mujer.

– Soy su perro.

– Os he suplicado que me contestéis con lisura.

– Os he respondido la verdad: me tiendo á sus pies, lamo su mano, y velo por ella, siempre dispuesto á defenderla.

– ¿Pero no es vuestra hija?

– No – contestó con voz ronca el bufón – . ¡Oh! ¡si fuera mi hija!

– ¿Ni vuestra… querida?

– ¡Oh! ¡si fuera mi querida!

– ¿Pero la amáis?

– Ya os he dicho que soy su perro.

– Más claro.

– Soy su protector. Ella dice: amo á este hombre, y yo la digo: ámale; ella me pregunta: ¿me vengaréis si me ultrajaren? yo contesto: el que te ultraje, muere.

– ¿Habéis querido matar por tanto á don Rodrigo Calderón?

– Sí.

El rey miraba con espanto al tío Manolillo.

– No te conozco – le dijo.

– Tienes razón, hermano Felipe – dijo el bufón – , porque ahora estoy loco.

– Decidme – dijo el padre Aliaga – , ¿de quién es hija esa desgraciada?

– Un día – dijo el tío Manolillo – , por mejor decir, una noche… estaba yo en una casa de vecindad… tenía en ella un entretenimiento: una doncella asturiana que me ayudaba á comer mi ración; era ya tarde; de repente, en el cuarto de al lado, oí gritos, gritos desesperados, arrancados por un dolor agudo; gritos de mujer acompañados de invocaciones á la Madre de Dios.

El rey había dejado de comer y escuchaba con atención.

El padre Aliaga, con la cabeza apoyada en su mano, miraba profundamente al tío Manolillo.

El bufón estaba pálido y conmovido.

– Aquellos gritos – continuó el bufón – cesaron, y tras ellos oí el llanto de una criatura recién nacida.

– ¿Era ella? ¿Era esa Dorotea, Manolillo? – dijo el rey.

– Sí, era ella, señor – dijo el bufón tratando por la primera vez al rey con respeto, como si no hubiese querido unir nada trivial á lo solemne de aquel recuerdo – ; era ella, que nació, la desventurada, en las primeras horas del día de santa Dorotea.

El bufón inclinó la cabeza y se detuvo un momento.

Luego la alzó y continuó:

– A poco de haber nacido esa infeliz, oí dos voces: una débil dolorida, llorosa; otra, áspera, imperativa, brutal.

– Es una niña – dijo el hombre.

– ¡Oh! – exclamó la mujer llorando – , ¿y no tener quien me ayude? ¡no tener un mal trapo en que envolver á este ángel!

– ¿Y para qué? – dijo el hombre – ; voy á envolverla en mi capa y á llevarla á la puerta de un convento.

– ¡Oh! ¡no! ¡es mi hija! ¡no me robes mi hija, ya que me has robado mis padres! – dijo la mujer sollozando.

Tras estas palabras oí una lucha corta pero breve, acompañada del llanto de una criatura; la lucha de un fuerte y de un débil; luego la voz de la mujer que gritaba:

– ¡Mi hija, la hija de mis entrañas! ¡dame mi hija!

 

Y sentí pasos que se alejaban y una puerta que se abría y se cerraba de golpe, y la voz de la mujer que gritaba:

– ¡Maldito! ¡maldito! ¡maldito seas!

Después un golpe, sordo como de un cuerpo que caía en tierra, y luego nada.

Yo así á mi manceba por la mano (ella lo había oído todo como yo; era una buena muchacha y estaba horrorizada), la saqué de la habitación al corredor, abrí la puerta de la habitación vecina. – Socorre á esa infeliz – la dije, empujándola dentro, y yo me lancé á la calle, y seguí á un bulto que se alejaba.

Una criatura recién nacida que lloraba bajo su capa, me indicó que era él.

De tres saltos me puse junto á su lado.

– Una madre te ha maldecido, y yo soy la mano de Dios – exclamé.

Y le di de puñaladas.

– ¡De puñaladas! – dijo el rey.

– Sí, sí por cierto, de puñaladas; el hombre que roba á una madre su hija, el hombre á quien una madre desventurada maldice, debe morir.

– ¿Y confiesas el delito delante del rey? – dijo severamente Felipe III.

– En primer lugar no fué delito; en segundo lugar ya lo confesé, y he cumplido la penitencia. ¿Y luego no velo yo por Dorotea? ¿no me sacrifico por ella? ¿no sufro un infierno por ella?

– ¿Pero aquel hombre murió? – dijo profundamente el padre Aliaga.

– No lo sé – contestó el bufón – ; yo no me detuve más que á recoger la criatura, la envolvi en mi capa y me volví á la casa de vecindad.

Cuando entré en el cuarto (no lo olvidaré jamás) no había más muebles que un banco de madera, una mesa y un jergón casi deshecho; vi que la infeliz, que estaba aún desmayada, ensangrentada entre los brazos de Josefa, mi manceba, era una joven como de veinte años, rubia, muy flaca, pero muy hermosa. ¿Conocéis á Dorotea, padre?

– No.

– ¿Pues por qué me preguntáis por ella?

– Continuad.

– Cuando conozcáis á Dorotea, sabréis cuán hermosa era Margarita.

– ¡Margarita! – exclamó el padre Aliaga, poniéndose letalmente pálido.

– ¡Se llamaba Margarita! – observó maquinalmente el rey.

– Sí, se llamaba Margarita; según me dijo después en algunos intervalos de razón aquella desgraciada, porque se había vuelto loca, había salido de su casa con un soldado, había corrido con él algunas tierras, y al fin habían venido á parar á Madrid, donde el amante vivía de las estocadas á obscuras que daba por la villa, la maltrataba y, por último, la había exigido que se prostituyese para ayudarle á vivir.

El padre Aliaga temblaba de una manera poderosa y concentrada.

– Algunas veces – continuó el bufón – , cuando yo la preguntaba el nombre de sus padres, me decía:

– No, no; yo he deshonrado su nombre; yo no tengo padres; Luis, que me vió huir, se lo habrá dicho á mis padres y me habrán maldecido.

– ¿Y quién es Luis? – le preguntaba yo.

– ¡Luis! Luis era mi hermano – me contestaba la infeliz con dulzura – ; él me amaba y yo… yo amé á otro; ¡pobre Luis!

– ¿Y qué ha sido de esa desdichada? – dijo el padre Aliaga, cubriéndose los ojos con la mano para ocultar sus lágrimas y procurando contener la revelación de aquel llanto que aparecía en su voz.

– Murió: murió entre mis brazos loca, desgarrándome el alma al morir, porque yo la amaba, la amaba con toda mi alma y continúo amándola en su hija. Ahora bien; ¿créeis que yo pequé? ¿qué cometí un delito matando al infame asesino de Margarita?

– ¡No! ¡no! – dijeron al mismo tiempo el rey y el padre Aliaga.

– Yo te indulto de esa muerte, Manuel – dijo el rey – ; yo Felipe de Austria, rey de las Españas.

– ¡Y yo – dijo el padre Aliaga, levantándose y extendiendo sus manos sobre el bufón, que al levantarse, al ver la acción del fraile, había quedado de rodillas – : yo, ministro de Dios, te absuelvo de esa muerte en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu-Santo!

– ¡Amén! – dijo con una profunda unción religiosa Felipe III.

– ¡Ah! – dijo el bufón cambiando de aspecto de una manera singular – : vos, padre Aliaga, sois un santo y llegaréis á mártir, y tú, hermano Felipe, aunque eres tonto, no eres malo. Dios os lo pague á los dos: á ti, por tu indulto, hermano rey, y á vos, por vuestra absolución, padre Aliaga.

Hubo un momento de silencio.

El tío Manolillo se había levantado y llenaba lentamente de vino una copa.

El padre Aliaga estaba profundamente pensativo.

El rey oraba.

El bufón se bebió de un trago la copa.

– Ahora bien – dijo – , y ya que sabéis que Dorotea no es ni mi hija, ni mi amante, ¿qué queréis de ella? ¿por qué me habéis preguntado por ella?

– Basta, basta – dijo el padre Aliaga – ; me siento malo, y con la venia de vuestra majestad me retiro.

– Id con Dios, padre Aliaga, id con Dios – dijo el rey.

– Os espero esta tarde en el convento de Atocha – dijo el padre Aliaga al bufón.

– Iré – dijo el tío Manolillo.

El padre Aliaga hincó una rodilla en tierra y besó la mano al rey.

Después salió.

– ¡Es muy singular la historia que nos has contado, Manolillo! – dijo el rey.

– Tan singular, que me ha hecho daño el contarla y me ahogo en la cámara; es demasiado fuerte ese brasero y hace aquí calor. No sé cómo puedes resistir esto, Felipe; tus gentes te cuidan muy mal; yo en lugar tuyo ya tendría consumida la sangre. Tú no quieres creerme. Echa de tu lado á Lerma, y á Olivares, y á Uceda, que son otros tantos braseros en que se abrasa la sangre de España, y que acabarán por sofocarte.

– ¿Sabes, Manolillo, que después de lo que me has contado, me pareces otro hombre? – dijo el rey.

– ¡Bah! tú que has nacido para ser víctima, no conoces la venganza. ¡Peor para ti!

– Un cristiano no puede, no suele ser vengativo.

– ¡Pobre rey! mañana te herirán en el corazón… digo, si es que tú tienes corazón.

– ¡Que me herirán en el corazón!

– ¡Si mañana te matasen á tu buena esposa!..

– ¡Oh! ¡si un traidor se atreviese á la reina, moriría! – exclamó el rey con una llamarada de firmeza.

– ¡No, no querrá Dios! – dijo de una manera profunda el tío Manolillo – ; no pensemos en eso. Me voy y te dejo solo, Felipe; pero cuidado con que te metas con mi Dorotea, porque…

– ¿Por qué?

– Porque me volveré loco, tendrás que hacer de Lerma tu bufón, y su excelencia te divertiría muy poco: adiós.

Y el tío Manolillo salió, dejando sólo en su cámara á Felipe III.

CAPÍTULO XX
DE CÓMO EL TÍO MANOLILLO HIZO QUE DOÑA CLARA SOLDEVILLA PENSASE MUCHO Y ACABASE POR TENER CELOS

Al salir por una puerta de servicio, el tío Manolillo se vió detenido por el rodrigón de doña Clara Soldevilla.

– Os buscaba, maese – le dijo – , y me habéis tenido cerca de una hora esperándoos en la antecámara de audiencia. Conque daos prisa y venid, que os espera la dama más hermosa que se tapa con guardainfante.

– ¡Ah, mal engendro! ¡injerto de dueña en cuerpo de sapo!.. ¿qué me querrás tú que bueno sea?.. Mas ahora recuerdo… en efecto… doña Clara Soldevilla tiene el malísimo gusto de hacerse servir por ti: si es ella quien me llama, huélgome, porque si ella no me llamara iría yo á buscarla.

– Pues ved ahí, que mi señora es quien os ruega que vayáis á su aposento.

– Pues tirad adelante, don rodrigón, consuelo de contrahechos.

– ¡Bah! tengamos la fiesta en paz, tío, que no sois vos ciertamente quien puede hablar de corcovas; y vamos adelante, que mi señora espera.

– Pues adelantemos.

Y el rodrigón tiró delante del tío Manolillo y le introdujo al fin en la misma habitación donde había introducido antes al cocinero mayor.

El bufón quedó solo con doña Clara, que le salió al encuentro.

– ¿Conque al fin? – dijo el bufón, mirando de una manera fija y burlona á doña Clara.

– ¿Qué queréis decir? – contestó la joven.

– Digo que viene el sol, y derrite la nieve que ha estado hecha una piedra durísima todo el invierno.

– Venís tan hablador como siempre, Manuel, y os agradecería que me habláseis con formalidad.

– Tan formal vengo, que vengo á hablaros de lo más formal del mundo.

–¡Cómo! yo creía que veníais porque os llamaba.

– En efecto; pero como yo he pensado buscaros á vos, antes que vos pensárais en buscarme á mi, me corresponde de derecho empezar primero. Y empiezo… pidiéndoos la mano, que el corazón no, para un amigo mío.

– Si volvéis con ese enojoso asunto… – dijo severamente doña Clara.

– Es verdad – repuso el bufón interrumpiéndola – que, olvidándome de quien soy y lo que á mi mismo me debo, vine un día á traeros de parte del rey mi señor, una gargantilla y un billete.

– Por lo mal parado que entonces salísteis…

– Entonces érais nieve, y como el rey no es sol ni mucho menos…

– ¿Venís decidido á no dejarme hablar del asunto para que os he llamado?

– Me corresponde de derecho el hablar antes del asunto que me trae á buscaros. Ya os he dicho que se trata de vuestra mano.

– Acabaréis por impacientarme, Manuel.

– Yo creo que estáis ya bastante impacientada.

– Será al fin necesario oíros, para que acabéis pronto.

– Os aseguro que por interesante que sea para vos, señora, la más hermosa y más dura que conozco, lo que tenéis que decirme, os interesa más lo que yo voy á deciros. Como que se trata de vuestros amores.

Púsose la joven vivamente encarnada y excesivamente seria.

– Antes, si érais fría como la nieve, teníais el alma blanca y pura como cuando érais piedra. No hay, pues, por qué avergonzarnos, porque yo amo, tú amas, aquél ama y todos, en fin, amamos.

– ¿Pero qué estáis diciendo, Manuel?

– Digo que sois la mujer más dichosa y más desdichada que conozco.

– No os entiendo.

– Dichosa, porque os ama un hombre que… perdonad… no os enojéis, no voy á hablaros de mi hermano Felipe, sino de mi amigo Juan Girón y Velasco, que os adora… con toda su alma, como un loco.

– ¡Juan Girón y Velasco, habéis dicho! – exclamó doña Clara, á quien había hecho conmoverse de una manera profunda aquel segundo apellido, añadido al nombre del joven.

– Ya se ve; vos creéis que vuestro amante, el hombre con quien anoche anduvísteis de aventuras por esas calles de Dios, y á quien metísteis después en vuestro aposento…

– ¡Tío Manolillo! – exclamó con indignación doña Clara.

– Sí, lo vi yo… como he visto otras muchas cosas, y porque he visto mucho, sé que el tal enamorado no es ni por pienso sobrino del cocinero mayor, sino hijo de duques.

– Nada me importa.

– Y os está el corazón reventando por saber…

– Si no dejamos esta conversación…

– Si la dejáramos, ¿cómo habíais de saber que ese mancebo, tan hermoso, tan honrado, tan franco, tan bueno, tan valiente, es hijo del duque de Osuna y de la duquesa de Gandía?

Doña Clara se puso muy pálida, pero se dominó. Manolillo la veía sufrir con cierta feroz complacencia.

– Pero si yo no os pregunto nada de eso; si no quiero saber nada de eso – dijo doña Clara.

– Sabéis que os he visto así, doña Clara, tamañita, cuando érais de la cámara de la infanta doña Catalina. Que os he seguido paso á paso, cuando os hicísteis mozuela, y después cuando fuísteis moza, hasta ahora que sois la dama de las damas. A propósito, se murmura que os nombran dama de honor.

– Pero por Dios, Manuel: yo os he llamado para un asunto importante.

– Lo sé todo; sé que lo más importante para vos es mi amigo Juan Girón y Velasco.

– Si os envía ese caballero – y os digo esto para concluir – , decidle que le he dicho ya cuanto tenía que decirle, y que más allá de lo que le he dicho no daré un paso.

–Sin embargo, le diré también que vos, que sois la dama de alma más tranquila que conozco, que dormís bien, que coméis bien, estáis un tanto ojerosa y pálida, y aun me parece que no tan gorda como ayer: habéis adelgazado algo, y si seguís así tragándoos vuestro amor…

– ¡Qué pesadez y qué insolencia! – exclamó irritada doña Clara – . ¿Será cosa de que os mande echar?

– Si continuáis así, señora, os vais á poner flaca y fea.

– ¿Os he hecho yo algún daño, Manuel? – dijo la joven, á quien no se ocultaba lo que había de agresivo é intencionado en las palabras del bufón.

– ¡Daño! ¡á mí! yo no me enamoro, y vos no sois mala: si alguna vez me hiciérais daño me vengaría.

– ¿Y á qué ese empeño de hacerme oír lo que no me agrada?

– Cumplo con un encargo.

– ¿Con un encargo de don Juan…?

– Sí, ciertamente.

– ¿Y un encargo para mí?

– Como que sois para él toda una ambición.

– Yo creí más noble y más reservado á ese hombre.

– ¿Qué queréis, señora? es joven, recién venido á la corte: conoce que vos le amáis…

 

– ¿Qué lo conoce…?

– Y como os ha hecho un gran servicio…

– ¿A mí?

– Lo mismo da, puesto que lo ha hecho á la reina…

– ¿A la reina…?

– Por supuesto… las cartas de don Rodrigo…

– Ese hombre es un miserable, un calumniador…

– Es joven, é inexperto.

– Pues decidle… decídselo, que si me ha podido interesar… algo… por circunstancias especiales, ahora por circunstancias especiales le desprecio.

– Pero le vais á matar…

– Quien es hablador, embustero, mal nacido, no puede amar.

– Pero ved que lloráis.

– De rabia.

– ¡Ah! ¡ah! y ello al cabo, á nadie lo ha dicho más que á mí.

– Que sois el escándalo del alcázar.

– Estimo vuestro favor: no creía yo ciertamente que cuando venía á hablaros del único hombre que ha podido conmoveros…

– No hablemos más de ese hombre.

– Como gustéis, porque os veo muy irritada.

– Vengamos al asunto que me ha obligado á llamaros.

– Vengamos en buen hora.

– ¿Qué sois de esa comedianta que se llama Dorotea: padre, amigo, amante, marido?..

– Esa misma pregunta me han hecho hace poco, y he contestado: soy su perro, su perro valiente, que por lo mismo que Dorotea es desgraciada, la guarda; capaz de despedazar la mano del rey si toca á esa mujer.

– ¡Sois, pues, su padre!

– No, pero es lo mismo.

– ¡Esa mujer es amante del duque de Lerma!

– Sí; sí, señora.

– ¿Y de don Rodrigo Calderón?..

– Lo fué; ahora creo que lo sea de otro.

– ¿Y quién es esa mujer?

– Una huérfana.

– Esa mujer se ha atrevido á sospechar de su majestad.

– Ha tenido celos, como vos podéis tenerlos.

– Resulta, pues – dijo doña Clara terriblemente contrariada – , que os he llamado en balde.

– Creo que no.

– Os veo tan decidido por esa mujer…

– Yo os veo más por un hombre.

– Debéis tener mucha confianza en que vuestro oficio de bufón os saque á salvo de todo – dijo con una cólera mal reprimida doña Clara.

– Me habéis tomado ojeriza sin razón.

– No tengo más que una cosa que deciros: mirad cómo tomáis mi nombre en vuestros labios.

– No puedo tomarlo mal; sois honrada, y muy noble, y muy dama; si estáis enamorada, enfermedad es esa con que nacemos, y enfermedad incurable, de que no debéis avergonzaros; conque ¿qué diré á don Juan Girón y Velasco?

– ¿Qué le habéis de decir de mi parte? Nada. Id con Dios.

– Quedad con Dios, señora.

Y el bufón salió después de pronunciar con un retintín insolente sus últimas palabras.

– ¿Por qué me trata así ese miserable? – se quedó murmurando doña Clara.

Entre tanto decía el bufón saliendo de la sala:

– Dorotea ama al señor Juan Montiño; no tengo duda de ello; la conozco demasiado, le ama con la virginidad de su amor. ¡Qué dichosos son algunos hombres! Pero ella le ama, y bien; yo he hecho cuanto he podido por emponzoñar los amores de doña Clara con él; ¿sabrá doña Clara que ese don Juan ha ido casa de Dorotea, ó indican un peligro mayor las preguntas de doña Clara acerca de ella? Las cartas de la reina.. ¡oh, oh! pues que se anden despacio, porque yo no tengo más amor ni más vida que Dorotea.

La intención del tío Manolillo, sin embargo, no había producido el efecto que se había propuesto. Doña Clara era una joven de razón fría.

Lo primero que la aconteció, fué sentirse herida en el corazón.

Porque amaba á Juan.

Las circunstancias en que le había conocido y las cualidades del joven, justificaban aquel amor, naciente, es cierto, pero arraigado ya en el alma.

Todo la había agradado en el joven.

Su figura, su entusiasmo, su franqueza, su valor, su discreción, el mismo efecto violento que su hermosura había causado en él…

Doña Clara, dentro de su pensamiento había acariciado á aquel amor.

Se había encariñado con él, es decir, se había sentido halagada, enlanguidecida, llena por su influencia, y amaba á su amor.

Era uno de esos amores que pocas mujeres consiguen.

Un amor completo.

Un amor hermoso.

Una sola cosa podía haber contrariado á doña Clara, y entonces no la contrariaba aún.

La dificultad de su enlace con Juan Montiño.

Pero el amor de doña Clara era su primer amor.

Ese amor casto, tranquilo, que no lleva consigo, que no se funda en el deseo de la posesión material del ser amado.

Doña Clara no había pensado todavía que podía pertenecer á un hombre.

Su alma dormía envuelta en un velo de pureza.

Por lo mismo, no la había contrariado en gran manera la dificultad de su enlace con Juan Montiño.

Y sin embargo, á pesar de la pureza de su amor, no había dormido aquella noche, había sentido un malestar amargo, una inquietud ardorosa.

Su alma, concentrada en el recuerdo del joven, había bebido en sus ojos, en su semblante, en su expresión, en su alma, no sabemos qué lascivia interna, misteriosa, incomprensible para doña Clara, pero ardiente, profunda, llena de voluptuosidad.

Y es que no se pasa en la naturaleza bruscamente de un estado á otro, de una forma á otra; es que todas las modificaciones, todas las transformaciones necesitan nacer, desarrollarse, hacerse, en una palabra.

Doña Clara, mujer en la razón, niña en el alma, para ser una mujer completa, necesitaba pasar por una gradación necesaria, más ó menos rápida, más ó menos violenta, según fuese la fuerza de impulsión que presidiese á aquella gradación.

En una palabra, doña Clara estaba enamorada de Juan Montiño, todo lo que podía y de la manera que debía estarlo.

Porque nada sucede ni deja de suceder, que no pueda y no deba ser ó no ser.

Doña Clara había considerado á Juan Montiño á primera vista y casi por intuición tal cual debía considerarle.

Le halló profundamente simpático, y su alma se extendió hacia él.

Renunciar á su juicio, lastimarse el corazón renunciando á él, era cosa que doña Clara no podía hacer sin discutir su resolución consigo misma.

Así es que si al principio se irritó con las confidencias del bufón, que suponía á Montiño un mozalbete lenguaraz y villano, como muchos de los que abundan en la corte, después, más serena, se dijo:

– Cuando una persona se refiere á otra debemos, antes de decidir, ver si hay en la persona que refiere algún interés en favor ó en contra de quien se ocupa. Ahora bien; que el tío Manolillo ama á esa comedianta es indudable. Que su amor sea capaz de todos los sacrificios, hasta el punto de amar los caprichos y las faltas de esa mujer, es posible. Ahora bien; esa miserable tenía celos de la reina… celos de Calderón… el tío Manolillo quiso matar á don Rodrigo, y para ello pidió á la reina los mil y quinientos doblones; cierto es que prometió rescatar las cartas, pero acaso si hubiera muerto ó herido á don Rodrigo, hubiera ido á llevar esas cartas á la Dorotea en vez de llevarlas á la reina. Se cruzó ese joven de una manera providencial, rescató las cartas… esto puede ser un motivo de odio que determine una calumnia del bufón. Además, lo que me ha dicho podía saberlo, y lo sabía sin duda, sin necesidad de que ese joven se lo dijese. Es necesario no obrar de ligero… ¿Pero y si ese empeño de que yo desprecie á don Juan, fuese porque le haya visto la Dorotea y le ame?

Esta era la verdad, y al suponerla doña Clara, sintio lo que nunca había sentido: la dolorosa é insoportable sensación de los celos.

Y como los celos nunca son hidalgos, ni se detienen ante nada, tomó una pluma y escribió una larga carta en que acusaba ante el inquisidor general á Dorotea y á Gabriel Cornejo.

Poco después aquella carta entraba en la celda del padre Aliaga.