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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Ah! – contestó el de dentro con el acento de quien reconoce á una persona respetable – ; voy, voy á abrir al instante.

En efecto, la puerta se abrió.

– Perdóneme vuestra señoría – dijo la misma voz dentro – si no tengo luz: estaba en acecho.

Y se cerró la puerta.

– ¡En acecho! – dijo el padre Aliaga – ; ¿en acecho de qué?

– De ciertos prójimos que andan rondando desde el obscurecer por las galerías bajas del patio: yo no sé por qué en siendo de noche dejan pasar gentes por el patio de palacio como si fuera una calle; pero voy á cerrar la ventana, y luego á traer luz.

Oyóse, en efecto, el leve crujir de una ventana que se cerraba, y luego los pasos de un hombre que poco después volvió con un velón encendido.

Tenía la librea de palacio, y por su edad, que era ya madura, y por su aspecto y por un no sé qué característico, se conocía que era uno de los jefes de la baja servidumbre.

En efecto, Ruy Soto era portero de una de las subidas de servicio del alcázar, que se comunicaban de una parte con el cuarto del rey, y de otra con las galerías superiores ocupadas por la servidumbre.

– ¿Quiere vuestra señoría que avise al ujier de cámara de su majestad? – dijo Ruy Soto.

– Esperad un momento; decíais que estábais acechando…

– Sí; sí, señor, á dos hombres sospechosos que no han cesado de pasearse desde el obscurecer y en silencio, por la galería de la derecha.

– ¿Y qué trazas tienen esos hombres?

– Malas, señor; pero aunque las tuvieran muy buenas, la tenacidad con que se pasean…

– Habéis hecho bien en acechar; dadme un papel y tintero.

Ruy Soto sirvió al momento los objetos pedidos al padre Aliaga, que escribió rápidamente una carta y la cerró.

En el sobre se leía:

«Al tribunal de la Santa inquisición».

– Que lleven al momento esta carta donde dice el sobre – dijo el padre Aliaga – ; vos, seguid acechando; si esos hombres salen antes de que lleguen dos ministros del Santo Oficio, les haréis seguir por el lacayo de palacio que creáis más á propósito.

– Muy bien, señor.

– Ahora, enviad recado á la señora doña Clara de Soldevilla, menina de su majestad, de que yo la pido licencia para verla.

– Venga vuestra señoría conmigo; cabalmente doña Clara, según me ha dicho su dueña, no está de servicio.

– Vamos, pues – dijo el padre Aliaga.

Ruy Soto encendió una lámpara de mano, abrió una puertecilla y subió por una escalera de caracol.

El padre Aliaga le siguió.

Poco después Ruy Soto llamaba á la puerta del cuarto de doña Clara, y daba el recado del padre Aliaga.

El confesor del rey fué introducido en el elegante gabinete de doña Clara.

La joven estaba pálida, cansada, y la palidez y el cansancio aumentaban su hermosura.

– ¡Oh! ¡bendito sea Dios, que os veo! – dijo levantándose y poniendo un sillón junto al brasero al padre Aliaga.

– Me habéis escrito una carta que me ha puesto muy en cuidado – dijo fray Luis.

– En efecto; me he visto obligada á escribiros, y no me he atrevido á confiarlo todo al papel; si no hubiérais vivido en un convento, yo misma hubiera ido á veros.

– ¿Tan importante es el asunto?

– ¡Oh! sí; importantísimo.

– Ya he visto por el contenido de vuestra carta…

– Que su majestad está amenazada.

– ¡Ah! ¡ah! ¡esto es muy grave!

– La traición nos rodea por todas partes.

– Habéis acusado á dos personas.

– ¿Y no las habéis preso?

– No; no tenía bastantes razones.

– Sois otro misterio para mí, fray Luis.

– ¿Otro misterio?..

– Sí por cierto; no os comprendo bien; se os acaba de dar un poder formidable; ha llegado nuestra hora… y sin embargo, vaciláis.

– Creo que estamos en los momentos de mayor peligro, doña Clara – dijo el padre Aliaga – ; y os engañáis, no vacilo; soy prudente y nada más; ¿creéis que nuestros peligros puedan estar en un ropavejero y en una comedianta?

– Ellos pueden difamar á su majestad.

– Si esos miserables pueden, de seguro hay personas más altas que pueden más que ellos, y con prender á esos ruines, no haremos más que dar un aviso á gentes á quienes debemos tener hasta cierto punto confiadas.

– No soy de la misma opinión que vos; cuando hay un incendio, antes de todo, se corta para que no se propague.

– ¿Y sabéis, doña Clara, si tenemos fuerzas bastantes?

– Dios, de seguro, nos ayudará.

– Dios, en sus altos juicios, permite el martirio de los inocentes – dijo profundamente el padre Aliaga – ; somos muy pocos los leales; muy pocos los que servimos como Dios manda á nuestros reyes… luchamos y lucharemos… si caemos en la lucha, habremos caído cumpliendo con nuestro deber. Pero aprovechemos el tiempo, señora; ¿qué pasa en palacio? Cuando yo vine esta mañana, encontré grandes novedades; el rey y la reina se habían reconciliado; su majestad estaba contenta…

– Y el tío Manolillo más provocativo que nunca.

– ¡Oh! ¡no comprendo á ese hombre!

– ¡Oh! ¡juro á Dios – dijo doña Clara, que no había olvidado la entrevista de aquella mañana con el bufón – que yo conoceré á ese hombre!

– Paréceme, sin embargo, que tiene un buen fondo.

– ¿Y quién sabe lo que hay en el fondo del alma de ese hombre?

– Pues creo que le debemos mucho; el rey me ha hablado de ciertas comunicaciones secretas…

– En efecto; el tío Manolillo conocía el secreto de esas comunicaciones.

– Se le debe, pues, el que se hayan visto sus majestades y el que la reina haya influído sobre el rey.

– En esto han andado otras dos personas.

– Sí; un hidalgo que ha llegado á Madrid, á quien conoce su majestad la reina – dijo el padre Aliaga con el acento más reposado del mundo, aunque sentía una ansiedad cruel por oír la contestación de doña Clara.

– La reina no conoce á ese caballero – dijo la joven.

– ¿Que no le conoce?..

– No; ni siquiera le ha visto.

– Me ha escrito, sin embargo, su majestad, en su favor.

– Es lo más natural del mundo; ha hecho un gran servicio á su majestad, rescatando ciertas cartas, que escritas por su majestad á don Rodrigo Calderón, con sobrada confianza en su lealtad, la comprometían. Es muy natural, que cuando se ha encontrado, como quien dice, en medio de la calle un corazón y una espada tales, se les aproveche; no sobran hoy los amigos… á propósito, ¿habéis conseguido ya la compañía para ese caballero?

– Sí, sí por cierto – dijo el padre Aliaga, metiendo una de sus manos en el interior de su hábito, y sacando un papel doblado – : he aquí su provisión de capitán de la tercera compañía de la guardia española, al servicio de su majestad… tomad.

– ¿Y para qué quiero yo eso?

– Me han dicho que ese joven os ama.

Púsose vivamente encarnada doña Clara.

– ¿Y quién dice eso? – exclamó con precipitación.

– El tío Manolillo, y aún añade más: dice que vos le amáis…

– ¡Yo! ¡á un hombre que he visto dos veces!

– Pero es un hombre hasta cierto punto extraordinario… ¿qué digo? hasta cierto punto grandemente extraordinario.

– Lo extraordinario de ese joven… – dijo tartamudeando doña Clara.

– Consiste en todo: en su nacimiento, en su hermosura, en su corazón, en su vida, en su suerte, que le ha procurado una ocasión envidiable de darse á conocer apenas llegado á Madrid.

– ¿No hay ninguna intención debajo de vuestras palabras, padre Aliaga? – dijo la joven mirando de hito en hito al confesor del rey.

– ¿Y qué intención puede haber?

– ¿No habéis temido que no fuera yo, sino otra persona quien amase á ese joven?

A su despecho, el padre Aliaga se conmovió ligeramente.

– ¿Qué motivos tengo yo – dijo – para sospechar nada de ese caballero?

– Habéis hablado con el tío Manolillo, que os ha dicho sin duda lo mismo que á mí.

– El tío Manolillo sólo me ha hablado de vuestros mutuos amores…

– ¿Y del nacimiento de ese joven?

– No por cierto; lo que sé acerca de ese joven, lo he encontrado en esta carta que me ha dado el cocinero mayor del rey – dijo el padre Aliaga, sacando de debajo de su hábito la carta de Pedro Martínez Montiño.

– También el cocinero mayor me ha dado á leer esa carta – dijo doña Clara.

– Sabéis, pues, entonces – dijo el padre Aliaga guardándola de nuevo – que ese caballero…

– Es hijo bastardo del duque de Osuna, y de la duquesa de Gandía.

– ¡Cómo! – exclamó el padre Aliaga – ; ¡el duque de Osuna y la duquesa!.. esta carta no dice nada de eso… cuenta sólo, que ese joven es hijo ilegítimo de padres nobles…

– ¡Ah! ¡no sabíais los nombres de los padres de ese caballero!

– No… pero vos, ¿cómo lo sabéis?

– El del padre me le ha revelado el cocinero mayor; el de la madre el bufón del rey.

– ¿Y no tenéis más pruebas que el dicho de esos dos hombres?

– No. Las circunstancias especiales en que me hallo respecto á ese joven, me impidieron preguntar, informarme acerca de él.

– ¿Las circunstancias especiales en que os halláis, os han impedido?

– De todo punto… hubiera sido inconveniente.

– Yo lo sabré, y creo que con pruebas indudables; cuando conozca ese secreto, os lo revelaré.

– ¿Y para qué revelármelo? – dijo con un acento singular doña Clara.

– Decís que os encontráis en circunstancias especiales respecto á ese joven; mostráis repugnancia en entregarle vos misma esa provisión de capitán de infantería… ¿qué media entre vos y ese caballero?.. ¿creéis que yo puedo tener derecho para haceros esta pregunta?

– Más que derecho, tenéis un gran interés en saber á qué ateneros respecto á ese caballero.

– Conozco á vuestro padre, le aprecio mucho, os aprecio mucho á vos, y me intereso como me interesaría por mi hermano y por mi hija.

– No lo dudo; pero creo que hay en vos otro móvil. Francisco Montiño, pero no sé qué singular error, ha creído que la reina ama á ese joven… me lo ha dicho á mí… Francisco Montiño es un ente muy singular, y puede haberos dicho lo mismo; esto es, que su majestad y ese caballero se aman; esto es absurdo, esto es monstruoso, esto no puede ser, tratándose de una señora tal como la reina doña Margarita de Austria, que por su nacimiento, por su virtud, y digámoslo todo, por su orgullo, está muy lejos hasta del pensamiento de una acción vergonzosa. El que se haya atrevido á levantar sus miradas hasta su majestad, ó es muy loco ó tiene formando de la dignidad y de la virtud de la mujer, una idea muy desfavorable; su majestad no podría apercibirse de los deseos de un insensato tal, porque no los comprende, porque mira desde muy alto; sería necesario que, olvidado de todo, el que amara á la reina, se atreviese á declararlo, para que su majestad lo comprendiera, y aun así creería que estaba soñando: solamente el cocinero del rey podía concebir tal sospecha… y vos… por vuestro exagerado celo por la dignidad de la reina.

 

– ¡Yo!.. – dijo confundido y descompuesto á pesar de su serenidad el padre Aliaga.

– Vuestro celo os ha engañado, fray Luis – repitió la joven con su acento siempre igual, siempre reposado; pero siempre frío y hasta cierto punto severo.

– Yo no he dudado jamás de su majestad – dijo el padre Aliaga, puesto por doña Clara hasta cierto punto en el banquillo de los acusados – , pero he temido que ese caballero…

– Sí, ese hombre – dijo doña Clara – ha tenido la avilantez de decir, de indicar, aunque de la manera más envuelta, que su majestad ha sentido por él lo que es imposible que sienta, imposible de todo punto, por él… ni por ninguno… ha mentido como un villano.

– No… no… ese joven, al darme anoche la carta de su majestad, de que era portador, ha estado lo más prudente…

– ¡Que ha estado prudente!

– Reservado… mudo… hasta el punto de no permitir decir qué clase de servicio había prestado á su majestad, á pesar de que yo lo sabía, porque la reina me había hablado acerca de las cartas que tenía suyas don Rodrigo Calderón y pedídome consejo… no… ese caballero, valiente para librar á su majestad de un compromiso, ha sido discreto, reservado, noble; ha dado harto claro á conocer en su conducta la influencia de la generosa sangre que corre por sus venas.

– Entonces, si ese caballero no ha dado motivo para que sospechéis… para que temáis en la reina un escándalo, un increíble olvido de sí misma, el hablador, el menguado cocinero del rey ha sido sin duda quien…

– Sí, él ha sido… dice que… su sobrino… él llama su sobrino á ese joven… entró anoche en el cuarto de su majestad.

– Es cierto, entró; pero no pasó de la saleta que corresponde á la galería; allí estaba yo, su majestad le vió, pero desde detrás del tapiz de la puerta de la cámara; ese caballero no conoce á su majestad; yo misma le dí la carta que os llevó, yo misma le eché fuera de palacio; ese caballero no ha vuelto á pisar á palacio desde anoche; dicen que anda mal entretenido… lo que importa poco… – añadió disimulando mal su despecho doña Clara.

– Confieso que me he engañado torpemente – dijo el padre Aliaga – ; es cierto que no había creído llegasen á un extremo criminal los favores de su majestad á ese joven; pero temía que él hubiese interpretado mal algún favor de la reina.

– Para que acabéis de tranquilizaros, fray Luis, sabed que á quien ese caballero enamoró fué á mí. Y me enamoró de un modo que… llegó á engañarme, creí que no mentía.

– Valéis mucho, doña Clara; la hermosura y la virtud resplandecen en vuestro semblante, y nada tiene de extraño…

– No hablemos más de esto.

– Quisiera veros más propicia á un casamiento con ese mancebo.

– No puede ser.

– ¿Por su bastardía? ¿Ignoráis que el nombre de Girón es tal que hace ilustres hasta los bastardos? Vuestro padre no tendrá reparo…

– Es que yo no quiero, y mi padre no me violentará.

– ¿Queréis ser franca conmigo, hija mía?

– No pretendo ocultaros nada, padre Aliaga.

– ¿Merezco yo vuestra confianza?

– ¡Oh, sí! – dijo doña Clara cambiando de tono y haciéndole sumamente dulce y afectuoso.

– Pues bien; no me ocultéis nada. Vos amáis á ese caballero…

– ¡Yo! ¡no lo quiera Dios! – exclamó con un verdadero terror doña Clara.

– ¿No os habéis sentido interesada por él?..

– Sí…

– ¿No lo recordáis?

– Sí…

– ¿No sufrís por él?..

– Sufro, sí… sufro una humillación que no he buscado, á la que no le he dado lugar, porque no le he dado esperanzas de ningún género.

– Os sentís humillada… luego amáis.

– Y bien… sí, le amo… le he visto galán, apasionado, respetuoso, valiente; me ha acompañado anoche por calles obscuras, lloviendo, teniéndome en su poder, y ha sido un modelo de caballeros… me ha obedecido… después, cuando ha venido á palacio á traer esas cartas que había arrancado á don Rodrigo… cuando le vi… cuando en su semblante conmovido adiviné un parecido vago con una ilustre persona… de que no podía darme cuenta… en fin, padre Aliaga… no sé… yo me he visto asediada, acaso más que por otra cosa, por mi fama de esquiva, por lo más ilustre, por lo más noble, por lo más hermoso de la corte… el mismo rey… os lo digo, porque lo sabéis… me ha solicitado… ni á los grandes que me han querido para esposa, ni al rey que me ha ofendido pretendiendo hacerme su entretenimiento, he dado ni el más ligero motivo de esperanza; y no me ha costado trabajo, no: porque yo no he amado… hasta ahora… porque yo, para disponer de mí, no miraré jamás mi conveniencia, sino mi voluntad, mi corazón. Pero él… ¡Dios mío! lo digo al sacerdote y al desgraciado… él, fray Luis, me ha hecho espantarme de mí misma… porque… anoche… no dormí… su recuerdo tenaz, continuo, embriagador… acompañado de no sé qué esperanzas, de no sé qué temores, me desvelaba… todavía no he dormido… me pesa la cabeza, me duelen los ojos… no sé, no sé por qué le amo tanto… porque le amo, no os lo quiero negar.

– Pues bien, seréis su esposa, doña Clara.

– No… imposible… de ningún modo… ¿no os digo que me ha humillado?

– No os comprendo.

– ¿No creéis que es una humillación para mi, que yo tan altiva, tan severa, tan desdeñosa con todos, hasta el punto de que creyéndome incapaz de amar, me hayan llamado la menina de nieve, caiga de repente de mi indiferencia, de mi frialdad, en el extremo opuesto, y que el hombre por quien tanto he variado en pocas horas, apenas separado de mí se enamore de una mujer perdida, y se vaya á vivir con ella y la acompañe al teatro?

– ¿Pero quién os ha dicho eso?

– El bufón del rey, padre ó amante, ó qué sé yo, según dicen, de esa Dorotea, de esa dama de comedias, que es amante pública del duque de Lerma; ¡esa miserable!

– Tal vez desgraciada.

– Nunca he creído desgraciada, sino infame, á una mujer tal; ¿una perdida que se ha atrevido á poner la lengua impura en la honra de la reina?

– Estáis irritada… irritada acaso sin razón. El tío Manolillo puede ser que, por un interés que aún no podemos conocer, haya querido haceros creer que ese caballero ama á esa comedianta. No es posible habiéndoos visto á vos. A no ser que de tal modo le hayáis descorazonado…

– Yo no podía obrar de otro modo… y no me pesa, porque yo dominaré este amor que se me ha metido por el alma; le dominaré, os lo juro.

– Si tuviérais necesidad de dominarle, le dominaríais. Pero no será necesario. Yo desenredaré todo esto; yo pondré á cada uno en su lugar. ¿Conque queréis encargaros de dar vos misma esta provisión de capitán al señor Juan Montiño, sobrino del cocinero mayor del rey, y vuestro enamorado?

– Se la daré y aprovecharé la ocasión para darle un desengaño – dijo doña Clara, como obedeciendo á un pensamiento repentino.

– Pues bien, tomad; guardadlo y hablemos de otra cosa. Del cambio que me han dicho se ha efectuado en palacio.

– Ha pasado tanto en mis asuntos propios – dijo doña Clara – , he estado tan poco desocupada en todo el día, que no he tenido tiempo para pensar en nada…

– ¿En nada más que en escribirme que prendiese á esa comedianta?

– Os juro por la sangre de nuestro Divino Redentor – dijo doña Clara con vehemencia – , que al aconsejaros que prendiéseis á esa mujer, no he pensado en mí misma, sino en lo que convenía á su majestad.

– Os creo, pero muchas veces causamos el mal sin darnos cuenta de ello; hay veces en que nuestra alma obra por sí misma, sin participación de la razón. Afortunadamente yo soy hombre acostumbrado á mirar las cosas á sangre fría, y no me he apresurado. Y no dejará por eso de hacerse todo cuanto se deba y se pueda hacer. ¿Conque no me podéis dar noticias acerca de lo que sucede en palacio? A mí sólo me han llegado noticias vagas… y venía ansioso.

– Os repito que me he ocupado hoy muy poco de los asuntos ajenos, asustada de los míos propios. Pero seguidme, padre Aliaga; os voy á llevar donde os informen de una manera completa: á la cámara de su majestad la reina.

– ¿Creéis que su majestad no se enojará…?

– La reina sabe con cuánto celo la servís, cuánto os interesáis por ella, os tiene en opinión de santo y se alegra siempre de veros. Podrá suceder que también veáis á su majestad el rey, porque lo único que puedo deciros es que ya el rey no encuentra dificultad alguna en pasar al cuarto de la reina; como que de cierto sobresalto recibido anoche anda enferma la duquesa de Gandía. Conque seguidme, padre Aliaga.

Doña Clara se levantó y tomó una bujía.

El padre Aliaga se levantó también y siguió á doña Clara, que se dirigió á una puerta, la abrió y atravesó algunas habitaciones.

Al fin abrió una puerta de servicio y dijo al padre Aliaga: – Esperad.

Y entró.

Poco después volvió, y dijo al fraile:

– Su majestad os espera.

El padre Aliaga hizo una poderosa reacción sobre sí mismo, se preparó, como siempre que la reina le recibía en audiencia, y entró.

Doña Clara cerró la puerta y desandó el mismo camino que había traído, murmurando:

– ¡Infeliz! ¡Cuánto debe sufrir! ¡Yo no sabía lo que hacen padecer los celos!

CAPÍTULO XXXIII
EL SUPLICIO DE TÁNTALO

Entró el padre Aliaga en una extensa y magnífica cámara, en la misma en que presentamos al principio de este libro á la duquesa de Gandía.

Llevaba el confesor del rey la cabeza inclinada, las manos cruzadas y el corazón de tal modo agitado, que quien hubiera estado cerca de él hubiera podido escuchar sus latidos.

Margarita de Austria estaba sentada junto á la misma mesa donde su camarera mayor leía la noche anterior los Miedos y tentaciones de San Antón.

Un candelabro de plata, cargado de bujías perfumadas, iluminaba de lleno el bello y pálido semblante de Margarita de Austria.

Vestía la reina un magnífico traje de brocado de oro sobre azul, tenía cubierto el pecho de joyas, y en los cabellos, rubios como el oro, un prendido de plumas y diamantes.

– Espera al rey – dijo para sí el padre Aliaga.

Y adelantó hacia la reina.

Margarita de Austria dejó sobre la mesa un devocionario ricamente encuadernado que tenía en la mano á la llegada del padre Aliaga.

Este, cuando estuvo cerca de la reina, se arrodilló.

– ¿Qué hacéis, padre mío? – dijo dulcemente Margarita – . ¡Un sacerdote, tal como vos, arrodillarse ante una pecadora tal como yo!

– ¡Oh! si todos pecasen en este mundo como vuestra majestad… – dijo el padre Aliaga levantándose.

– Pues mirad, padre, lo que peco me espanta. Tengo muy poca paciencia…

– Vuestra majestad es una mártir.

– No, porque no acepto mi martirio. Además, hay momentos en que me bañaría en sangre.

– En sangre de traidores.

– Indudablemente… ¡pero soy tan desgraciada!..

– Demasiado, señora.

– Hoy no… hoy soy casi feliz.

– Quiera Dios, señora, completar esa felicidad y aumentarla.

– Sentáos, fray Luis, sentáos, quiero hablaros mucho y no quiero fatigaros.

– Las bondades de vuestra majestad no tienen límite para conmigo – dijo el padre Aliaga, tomando un sillón y sentándose á una respetuosa distancia.

– ¡Mis bondades! No ciertamente, padre Aliaga – dijo con acento dulce reina – , os debo mucho; después de Dios, sois la protección que tengo sobre la tierra.

– La protección mía, señora, es muy débil.

– ¿Y vuestros consejos? ¿A quién debo la resignación con que sufro mis desventuras de mujer y de reina, más que á vos?

– Lo debe principalmente vuestra majestad á su gran corazón.

– Ha habido momentos en que me he desalentado, en que he creído inútil la resistencia, en que he estado á punto de abandonarlo todo, de rendirme á mi desdicha. Y entonces vos me habéis aconsejado valor y fortaleza; habéis robustecido mi alma con vuestra palabra; me habéis salvado. Y á esa lucha sostenida por vos, debo el haber llegado á un gran día, á un día de triunfo.

 

– ¡Un día de triunfo! – dijo tristemente el padre Aliaga.

–Creo que no habéis reparado en mí, padre mío; miradme bien.

El padre Aliaga levantó la vista de sobre la alfombra y la fijó en la reina.

Margarita de Austria sonreía; su sonrisa era la expresión de un contento íntimo, y aumentaba su dulce belleza.

La mirada que el padre Aliaga fijó en la reina, era la perpetua mirada que el mundo conocía en él: reposada, tranquila, y aun nos atrevemos á decirlo: ascética.

Pero las manos, que fray Luis tenía escondidas en las mangas de su hábito, estaban crispadas, y sus uñas se ensangrentaban en sus brazos.

Y no contestó á la reina, porque estaba retando con su espíritu; porque estaba pidiendo á Dios alejase de él la tentación.

– Ya podéis ver – dijo la reina después de que el inquisidor general la estuvo mirando frente á frente algunos segundos, que ni por mi traje, ni por mi semblante, soy la pobre esposa medio viuda, la reina reclusa y humillada; soy la desposada que se viste de fiesta para esperar á su esposo… porque espero á su majestad; ya no hay traidores que impidan al rey llegar hasta la reina… las puertas de mi cámara están francas para su majestad; anoche empezó ese milagro; anoche el rey fué mi esposo.

Fray Luis contuvo una violenta conmoción y se puso de nuevo á rezar apresuradamente.

La reina continuó:

– Y he descubierto una cosa que me ha llenado de alegría, que ha abierto mi alma á la esperanza y á la felicidad: el rey me ama. ¡Oh, sí, me ama con toda su alma! y yo… ¡oh, Dios mío! para vos, padre Aliaga, que tenéis las virtudes y la pureza de un santo, he tenido abierta por completo mi conciencia, mi alma de mi mujer; vos no sois mi confesor, pero sois más que mi confesor, mi padre; yo os había dicho que no amaba al rey, á mi Felipe, al padre de mis hijos… ¡oh! y os lo decía como lo sentía… yo estaba irritada, humillada, abandonada; habían pasado días y semanas y meses sin que yo viera á su majestad más que en los días de ceremonia, delante de la corte, rodeada de personas pagadas para escuchar mis palabras; yo no era allí más que la mitad de la monarquía; la reina cubierta de brocados, con el manto real prendido á los hombros, con la corona en la cabeza; una mujer vestida de máscara presentada á la burla de la corte; después de la ceremonia, el rey se iba por un lado con su servidumbre, y la mía me traía como presa á mi cuarto… esto me irritaba.. me indisponía con todo… hasta conmigo misma…; pero anoche… cuando vi al rey delante de mí… ¡oh Dios mío! comprendí que le amaba más que nunca, que mi amor no se había borrado, sino que había dormido, que había estado cubierto por mi despecho. Y sin embargo de que el rey no quiso oírme una sola palabra de política, á pesar de que esto me entristeció, porque ya sabéis cuánta falta nos hace el que su majestad tome sobre sí el peso del gobierno, fuí feliz, concebí esperanzas; el rey se mostró transformado…

– Su majestad medita demasiado las cosas…

– Por el contrario – dijo con arranque la reina – , el rey no medita nada.

– Quiero decir – dijo el padre Aliaga – que el rey en ciertos negocios anda con pies de plomo.

– Decid más bien que cuando se trata del duque de Lerma no se mueve.

– Su majestad cree que no encontrará otro mejor que el duque; le fatiga la lucha, ama la paz, su alma es excesivamente piadosa…

– ¡Pero si el rey continúa así, la monarquía queda reducida á una sombra que sólo sirve para autorizar á magnates miserables capaces de todo! – dijo la reina con violencia.

– ¿Vuestra majestad dice que las cosas han variado?

– Sí, fray Luis, sí – dijo la reina inclinándose hacia el padre Aliaga, con las muestras de la mayor confianza – ; escuchad: yo no sé cómo, pero la variación es completa; ya sabéis… aquellas cartas tan imprudentemente escritas por mí á ese vil Calderón, cartas que me tenían reducida á mi, á Margarita de Austria, á una posición de esclava, que han estado á punto de hacerme cometer un crimen, porque un asesinato, aunque la causa sea justa, siempre es un crimen…

– Sólo Dios puede juzgar las acciones de los reyes.

– Y algo que está más bajo que Dios, fray Luis; su conciencia, la conciencia de sus vasallos, y después la historia… pero Dios, á quien adoro y bendigo, me ha librado de cometer un crimen; me ha procurado una buena y valiente espada y un corazón de oro… á propósito… ¿cómo estamos, en cuanto á la recompensa de ese valiente joven?

– Ya he dado la provisión de capitán de la tercera compañía de la guarda española á doña Clara de Soldevilla para que se la entregue.

– ¡Oh! y habéis hecho muy bien, porque… se aman: él á ella como un loco: ella á él… no sé cuánto, pero esta mañana tenía señales en los ojos de no haber dormido…

– Pero según creo, no se habían visto hasta anoche.

– No importa; se aman, yo os lo aseguro, padre Aliaga; él la hablaba con el corazón… ella le escuchaba con el alma, aunque no lo demostraba, porque doña Clara es muy reservada y muy firme… tan firme como hermosa, noble y honrada; ese joven es un tesoro… si no hubiese sido por ella… ella me procuró á ese valiente defensor, á quien yo ennobleceré de tal modo, á quien levantaré tan alto, que el orgulloso Ignacio Soldevilla no se atreverá á negar á la reina la mano de su hija para ese hidalgo.

Hablaba con tal entusiasmo la reina de Juan Montiño, que el padre Aliaga volvió á sentir en su alma la amarga desesperación que le había causado la sola sospecha de que Margarita de Austria amase al joven.

Y la reina hablaba de tal modo por agradecimiento, porque Juan Montiño la había salvado de un compromiso horrible.

– Y no es extraño – continuó la reina – que doña Clara le ame de ese modo; se amparó de él en la calle, á bulto, como se hubiera amparado de otro cualquiera hidalgo, porque la seguía de cerca don Rodrigo; estuvieron largo rato juntos; nuestro joven la enamoró, la salvó, en fin, de don Rodrigo; fué una aventura completa; después, cuando le presentó las cartas que yo buscaba á costa de cualquier sacrificio, manchadas con la sangre de don Rodrigo… doña Clara me ama… como la amo yo, y ama á mi salvador… y si á esto se añade que ese joven, considerado como hombre, es casi tan hermoso como doña Clara, que es la mujer más hermosa que conozco, hay que convenir en que es necesario casarlos. Yo los casaré. ¿Por lo pronto, le tenemos ya dentro de palacio?

Fray Luis ahogó en su garganta un rugido que se revolvió sordo, poderoso en su pecho.

La última pregunta de la reina le había aterrado.

Sin embargo, conservó su aspecto sereno, su semblante impasible é inalterable su acento, cuando respondió á la reina:

– Sólo falta que doña Clara le entregue su provisión de capitán de la guardia española.

– Se le entregará… mañana… Ahora bien: ¿cuánto ha costado esa provisión, porque supongo que Lerma la habrá vendido?

– Vuestra majestad no tiene que ocuparse de esa pequeñez – dijo fray Luis – . Vuestra majestad ha querido que ese caballero tenga un medio honroso de vivir y ya le tiene. Lo demás importa muy poco.

– No, no; cuando os escribí no era reina, y necesitaba de vuestros buenos oficios por completo; hoy ya es distinto; he vuelto á ser reina; Lerma ha dispuesto que se me pague lo que se me debe, y… soy rica; os mando, pues, que me digáis cuánto ha costado esa provisión. Os lo mando, ¿lo entendéis?

– Ha costado trescientos ducados.

– ¿Y los demás gastos?..

– No lo sé á punto fijo, señora.

– Pues haced la cuenta, y decidme la cantidad redonda. Casi casi voy haciéndome partidaria de Lerma. ¿Si habrá tocado Dios el corazón de ese hombre?

– El duque ha tenido miedo.

– Y le ha tenido con razón – dijo con acento lleno y majestuoso la reina – ; le ha tenido y debe tenerlo; se ha atrevido á sus reyes y se atreve; Lerma caerá… caerá… y yo pisaré su soberbia, yo que me he visto indignamente pisada por él. ¿Y sabéis, sabéis á quién se debe todo este cambio?..

– ¡A Dios! – dijo con una profunda fe el padre Aliaga.

– Sí, indudablemente á Dios; pero Dios, para obrar respecto á nosotros, se vale de medios naturales. El medio de que Dios se ha valido, ha sido de ese joven… del sobrino del cocinero del rey.

– Creo que vuestra majestad, en su bondad, abulta los méritos de ese mancebo – dijo el padre Aliaga, cuya alma había acabado de ennegrecerse.