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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XXXIX
DE CÓMO QUEVEDO CONOCIÓ PRÁCTICAMENTE LA VERDAD DEL REFRÁN: EL QUE ESPERA DESESPERA

Cuando don Juan Girón se encontró en la calle con sus dos nuevos amigos, se apresuró á despedirse de ellos, citándoles para el día siguiente, y alegando un pretexto tomó á la ventura por la primera calle que encontró á mano.

El joven estaba aturdido.

No de orgullo, sino por el contrario, de abatimiento.

El hubiera preferido una condición humilde, afanosa, con padres legítimos, á la riqueza y á la consideración que le daba la circunstancia de ser hijo bastardo reconocido de aquel poderoso magnate, á quien llamaban por excelencia el gran duque de Osuna, conde de Ureña.

Le pesaban en los bolsillos las joyas que había encontrado en el cofre; sentía sobre su pecho los papeles que acreditaban su nacimiento; y aquellas joyas y aquellos papeles le abrumaban.

Indudablemente era harto raro el modo de pensar del joven, en una época en que abundaban los bastardos reconocidos y respetados, porque en aquel tiempo eran otras las costumbres.

Estaban en tal predicamento, en tal valía la nobleza de algunos apellidos, que honraban á todos los que los llevaban, aunque fuesen judíos convertidos, apadrinados por algún grande.

Pero don Juan se había criado en un pueblo, en medio de los ejemplos de virtud y de dignidad de los que había creído sus parientes, y pensaba de otro modo.

No le afligía el ser bastardo por sí, sino por su madre.

Por su madre, que por más que abonase por su inculpabilidad el duque, estaba acusada delante del mundo por aquel reconocimiento público de su hijo.

Estas y otras muchas afecciones mortificaban al joven, y entre ellas no era la menor, la de que, á su juicio, su condición social hacía dificilísimo su casamiento con doña Clara Soldevilla.

Porque á pesar de que la Dorotea le había fascinado, y empeñádole como una dificultad, la Dorotea sólo llenaba el deseo del joven, mientras doña Clara interesaba sus sentidos, su razón, su corazón, su vida; en una palabra, su cuerpo y su alma.

Don Juan sufría de una manera intensa; se encontraba entre dos mujeres: á la una le arrastraba todo, á la otra su deseo y su caridad.

Su caridad, porque había comprendido que Dorotea le amaba, á pesar del poco tiempo que había pasado desde su conocimiento, de una manera que no podía explicarse sino por otro hecho también excepcional: por el amor violento que el joven había concebido por doña Clara.

Es verdad que don Juan había supuesto de la hermosa menina menos de lo que ella era, ya se tratase de hermosura de cuerpo, ó de hermosura de alma; de ternura hacia el ser que tuviera la fortuna de ser amado por ella, de tesoros de pureza reservados para aquel hombre; don Juan se había enamorado de sus suposiciones, y de ver que sus suposiciones habían sido mezquinas, debía enamorarse todo cuanto su alma era capaz de amar, que lo era hasta lo infinito; don Juan, pues, moría pensando en doña Clara, sufría recordando á la Dorotea.

Poema tranquilo y dulce la una; poema sombrío y desgarrador la otra; dos grandes mujeres, consideradas en cuanto al corazón, pero puestas en condiciones enteramente distintas: la una, altiva con su dignidad de mujer y de nobleza de raza; la otra, humilde, paciente, devorando en silencio las contrariedades de su nacimiento y de su vida; las dos hermosas, espirituales, codiciadas, celebradas; las dos hablando con lenguaje tentador, elocuente, al joven.

Don Juan, pues, tenía fiebre.

Pero enérgico, valiente, acostumbrado á acometer de frente las contrariedades vulgares que hasta entonces había experimentado, acometió de frente la dificultad excepcional en que se encontraba metido, y dijo para sí:

– El ser yo hijo de Osuna, ya no tiene remedio; en cuanto á doña Clara, será mi esposa, porque lo quiero; Dorotea… Dorotea será mi hermana.

Otro hombre hubiera dicho, frotándose las manos de alegría:

– Bastardo ó no, soy hijo de un gran señor, y tengo una gran renta; las dos célebres hermosuras de la corte y del teatro me aman; la una será mi mujer, la otra será mi querida.

Por el contrario, don Juan, con arreglo á su corazón, sin meditar, porque no tenía experiencia, que con las mujeres no hay términos medios posibles, había creído salir del atolladero con una hipótesis que, á realizarse, satisfacía á su corazón y á su conciencia.

Y más tranquilo ya, se orientó, tomó por punto de partida la calle Mayor, y sin vacilar ya, se dirigió á la calle Ancha de San Bernardo, y á la casa de la Dorotea.

Al llegar á la puerta retrocedió.

Un bulto se había enderezado y permanecido inmóvil delante de él.

– ¡Quién va! – dijo don Juan poniendo mano á su espada.

– Decid más bien: ¿quién espera, quién se desespera, quién tirita, quién se remoja, quién está en batalla descomunal con el sueño, esperando á un trasnochador insufrible? ¡Cuerpo de mi abuela, que bien son ya las dos de la mañana!

– ¡Don Francisco! – exclamó admirado el joven – ; ¿qué hacéis aquí?

– Esperar para deshacer.

– ¿Para deshacer qué?

– Enredos y dificultades; cuando mi duque de Osuna me escribió que viniese á la corte en busca vuestra, no sabía yo el trabajo que habíais de darme, ni verme metido en tales laberintos, como en los que por vos estoy, sin corazón y sin cabeza, sin cuerpo y sin alma.

– ¡Vos!

– Sin cuerpo, porque tal como lo tengo de aporreado me aprovecha, y sin alma, porque la tengo trastornada y revuelta, y andando en cien lugares y no sabiendo dónde pararse.

– ¡Ah, esperábais!

– Sí, señor, y había perdido la esperanza, amigo Montiño.

– No volváis á llamarme Montiño, os lo ruego, don Francisco; ese apellido me hace daño.

– ¡Ah! ¿Ha reventado del secreto vuestro tío? – dijo Quevedo con intención.

– El cocinero del rey, por una casualidad, ha venido á parar á mis manos con un cofre, y en ese cofre…

– Pues me alegro ¡vive Dios! Alégrome de que sepáis… pero, en fin, ¿qué es lo que sabéis?

– Llevo conmigo mi partida de bautismo, unas escrituras, por las que el duque de Osuna me hace rico, y una carta de mi padre.

– Pero, ¿quién es vuestro padre?

– El excelentísimo señor don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, marqués de Peñafiel, conde de Ureña, virrey de Nápoles, y capitán general de los ejércitos de su majestad – dijo con amargura el joven.

– ¿Y os pesa de ello, don Juan? – dijo Quevedo cambiando de tono.

– Pésame por mi madre.

– ¿Sabéis quién es vuestra madre?

– No; ¿y vos?

– Tampoco – contestó prudentemente Quevedo.

– Pero, ¿sabíais que el señor duque?..

– Sí, por cierto; su excelencia se ha levantado para mí la mitad de la carátula.

– ¿Y qué hacer?

– Decir á voces, para que todo el mundo lo oiga: yo soy don Juan Téllez Girón, hijo del grande Osuna… pero por lo pronto hay que hacer otra cosa: recibir esta carta que vos no esperábais.

– ¿Acaso una carta de mi padre?

– De persona es esta carta que os alegrará, cuando el duque, por ser vuestro padre y por pensar como pensáis, os entristece.

– Pero, ¿de quién es?

– Oledlo, y ver si trasciende á hermosura, y á amor, y á gloria para vos, que, como sois joven, buscáis la gloria en una mujer.

– ¡De doña Clara! – exclamó alentando apenas el joven.

– ¡Ah, pobre Dorotea! – dijo Quevedo – ; su hermosura y su amor, á pesar de ser tan peligroso, no ha podido haceros olvidar á la hermosa menina. Quisiera que doña Clara oyese, tiene celos.

– ¡Celos!

– Como que ama.

– ¿Y os ha dado esta carta para mí?

– Mirad á lo que por vos me reduzco.

– ¡Ah! Dios os premie, don Francisco, la ventura que me dais; pero agonizo de impaciencia.

– ¿Por leer? Pues leamos.

– ¿A obscuras? ¡Maldiga Dios la noche!

– Y bendiga los farolillos de las imágenes callejeras; á la vuelta de la esquina hay uno, á cuya luz, si le han alimentado bien, podréis salir de ansias.

Don Juan tomó adelante hacia la vuelta de la esquina, y de tal modo, que Quevedo, que no podía ir ligero, se quedó atrás.

– De todas las necesidades que hacen andar más de prisa á un hijo de Eva – dijo – no conozco otra como la mujer.

Y siguió á paso lento.

Entretanto don Juan había doblado la esquina.

Efectivamente, alumbrando, aunque á media luz, á una virgen de los Dolores embutida en su nicho, había un farol.

Don Juan tenía una vista excelente, y, gracias á ella, pudo leer lo que sigue en la carta de doña Clara:

«Os espero, os espero, no podré deciros con cuánta impaciencia; nunca he ansiado tanto, estoy resuelta á esperaros toda la noche. Venid en cuanto recibáis ésta á palacio por el postigo de los Infantes. Si don Francisco de Quevedo no pudiera acompañaros como se lo he rogado, llamad al postigo, dad por seña: el capitán Juan Montiño, y el postigo se abrirá y una doncella mía os traerá á mi aposento; romped ó quemad esta carta y venid, venid que os espero ansiosa. —Doña Clara Soldevilla.»

El joven sintió lo que nosotros no nos atrevemos á describir por temor de que nuestra descripción sea insuficiente; era aquella una de esas agudas sorpresas, que trastornan, aplanan, por decirlo así, causan una revolución poderosa en quien las experimenta.

Don Juan vaciló, y para sostenerse apoyó sus manos y su frente en la repisa de piedra del nicho de la imagen.

Llegó Quevedo, se detuvo y contempló profundamente al joven.

– ¡Si las tormentas no se calmarán al fin…! – dijo – . ¡Como su padre! ¡son mucho, mucho hombres estos Girones! ¡ó muy poco! ¿quién sabe? Y hace frío y llueve. ¡Don Juan!

El joven se levantó de sobre la repisa aturdido.

– Paréceme que os esperan, y que os espera alguna persona á quien no debéis hacer esperar… y acaso… acaso os esperan muy altas personas.

 

– Vamos – dijo el joven.

Y tiró adelante.

– No es por ahí – dijo Quevedo.

– Pues guiadme vos.

– Y vos llevadme, si hemos de andar de prisa.

Y Quevedo se asió al brazo de don Juan, y en silencio entrambos, porque el joven estaba más para pensar que para hablar, y Quevedo más que para andar y hablar para dormir, tomaron el camino del alcázar.

Don Francisco se fué derecho, como quien tanto conocía el alcázar, al postigo de los Infantes y llamó.

Al primer llamamiento nadie contestó.

– ¿Qué es esto? – dijo don Juan – , ¿nos habremos equivocado de puerta ó se habrá arrepentido doña Clara?

– No; sino que aquí también hace sueño, ¡ya se ve! ¡es tan tarde!

Y Quevedo bostezó y llamó por segunda vez.

– ¿Quién llama? – dijo tras el postigo una soñolienta voz de mujer.

– ¿No os lo dije? dormían – contestó Quevedo – ; ¿pero qué hacéis que no contestáis?

– ¿Quién es? – dijo la voz de adentro más despierta.

– El capitán Juan Montiño – contestó don Juan.

Rechinaron los cerrojos del postigo, que se abrió á medias.

– Entrad – dijo la mujer.

Y cuando don Juan hubo entrado, el postigo volvió á cerrarse.

– Esperad – dijo Quevedo conteniendo con la mano el postigo – ; aún queda uno, digo, si no es que yo sobro, que me alegraría.

– ¿Sois don Francisco de Quevedo y Villegas?

– Créolo así.

– Entrad, pues, y en entrando oíd lo que habéis de hacer – dijo la joven, que joven era á juzgar por la voz la que hablaba, y cerró la puerta quedando los tres en un espacio obscuro.

– ¿Os han dado algún mandato para mí? – dijo Quevedo.

– Mi señora me ha dicho que su majestad os está esperando, que vayáis á su cuarto y os hagáis anunciar por la servidumbre.

– De las dos majestades, ¿cuál me espera?

– Su majestad el rey.

– ¡Ah! pues corro – dijo Quevedo permitiéndose una licenciosa suposición de ligereza.

– ¿Sabéis el camino?

– Aprendíle ha rato.

– Pues id con Dios.

– Guárdeos él y á vos, amigo don Juan.

– ¡Ah! don Francisco, esta es la primera aventura que me hace temblar.

– No digáis eso, que al conoceros medroso, pudiera tener miedo vuestra guía y equivocar el camino. Tengo para mí que os deben llevar por la derecha.

– Y vos debéis iros por la izquierda – dijo la mujer.

– Bien me lo sé.

– Adiós.

– Adiós.

Y se oyeron los tardos pasos de Quevedo que se alejaba.

– ¿Dónde estáis, caballero? – dijo la joven que había abierto el postigo.

– Junto á vos, á lo que parece – contestó don Juan.

– Dadme la mano que os guíe.

Diósela el joven, y por su tacto, ni áspero ni suave, comprendió que se trataba de una medio criada, medio doncella.

Llevóle ésta por unas escaleras, luego por una galería, y al fin se detuvo, sonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta, se vió al fondo de su habitación el reflejo de la luz que alumbraba á otra, y la sirviente dijo al joven:

– Pasad, en su cámara encontraréis á mi señora.

Adelantó temblando el mancebo, combatido por la duda y por la impaciencia, que nunca es mayor que cuando estamos próximos á tocar un objeto ansiado, y entró en la habitación de donde salía el reflejo de la luz.

CAPÍTULO XL.
DE CÓMO EL NOBLE BASTARDO SE CREYÓ PRESA DE UN SUEÑO

De pie, inmóvil, apoyada una mano en una mesa, encendida, trémula, con la mirada vaga, estaba doña Clara, alumbrada de lleno por la luz de un velón de cuatro mecheros.

Don Juan no pasó de la puerta.

Al verla se quedó tan inmóvil como ella.

Durante algún tiempo ninguno de los jóvenes pronunció una sola palabra.

Doña Clara miraba de una manera singular á don Juan.

Don Juan estaba mudo de admiración, dominado por la magia que se desprendía de doña Clara y con la vista fija en ella.

Estaba maravillosamente vestida.

Un traje de terciopelo blanco de Utrech con bordaduras de oro y cuchilladas de raso blanco, realzaba la majestad y la belleza de las formas, lo arrogante de la actitud, que constituían el ser de doña Clara, en un indefinible conjunto de distinción y de hermosura.

Estaba hechiceramente peinada, ceñía su cabeza una corona de flores de oro esmaltadas de blanco, y de esta corona pendía un velo de gasa de plata y seda.

Inútil es decir que á este bello traje, servían de complemento bellas y ricas alhajas. No podía darse nada más hermoso, más completamente hermoso.

– Acercáos – dijo con acento dulce doña Clara.

– ¿Para qué me habéis llamado? – exclamó el joven con afán acercándose.

– Decidme primero lo que habéis pensado de mí al leer la carta que os he enviado con don Francisco.

– He creído… no he creído nada, porque vuestra carta me ha aturdido. ¿No le veis, señora? ¿No conocéis que estoy muriendo?

– Domináos, reflexionad y decídmelo: ¿qué pensáis de esta extraña cita?

– Pienso, señora, que sabéis bien que mi vida es vuestra, y no sólo mi vida, sino mi alma, y que si me habéis llamado, es á causa sin duda de hallaros en un grande compromiso.

– Tenéis razón: en un compromiso harto grave. Me caso.

– ¡Que os casáis!

– Sí por cierto, y voy á mostraros la causa por qué me caso.

Don Juan no contestó, porque se le había echado un nudo á la garganta.

Doña Clara, entre tanto, había tomado de sobre la mesa un objeto envuelto por un papel y le desenvolvió lentamente.

El joven vió un magnífico rizo de pelo negro, sujeto por un no menos magnífico lazo de brillantes.

– He aquí lo que me casa con vos – dijo doña Clara con la voz firme y lenta, aunque grave.

– ¡Conmigo! ¡os casaréis conmigo! – exclamó el joven con una explosión de alegría – ; ¡yo!.. ¡yo vuestro esposo!.. ¡yo poseedor de vuestra alma, de vuestra hermosura!.. ¡esto… esto es un sueño!

Y don Juan retrocedió, y por fortuna encontró un sillón en el que se dejó caer.

Estaba pálido como un difunto, temblaba, miraba de una manera ansiosa á doña Clara.

De repente se levantó, asió una mano á doña Clara, la estrechó contra su corazón y exclamó:

– Explicadme, señora, explicadme este misterio que me vuelve loco.

– Cuando seáis mi esposo.

– Pero eso será pronto…

– ¿No me veis vestida de boda? la corona nupcial de mi madre, las joyas que llevó en una ocasión semejante, me adornan: á falta de traje á propósito la reina me ha regalado éste. Yo quería casarme lisa y llanamente… pero me han mandado ataviarme… me ha sido preciso obedecer: todo se ha reducido á aceptar este traje de su majestad, á abrir el cofre donde conservo las joyas de mi madre y á ponerme en manos de mis doncellas; ya veis que todo esto indica que el casamiento corre prisa: el padre Aliaga alegó no sé qué del concilio de Trento, pero la reina dijo que eso se arreglaría después… de modo, señor, que sus majestades, el inquisidor general y yo, os estamos esperando desde hace tres horas. Sólo falta que vos me digáis si queréis casaros conmigo.

– Vuestra duda es impía, doña Clara: ignoro por qué habéis cambiado vuestros desdenes de anoche.

– Los ha cambiado este rizo.

– Pero ese rizo…

– Es mío.

– ¿Y no me diréis más?

– Luego; después de las bendiciones, á solas con vos.

– Doña Clara, yo os amo; sois lo único á que aspiro; ser vuestro y que vos seáis mía, es una gloria que me enloquece… pero noto en vos no sé qué de terrible, de violento. ¿Os obligan á que os caséis conmigo?

– Sí por cierto, me obliga mi corazón.

– ¡Vuestro corazón! habéis pronunciado de tal manera esas palabras, que me espantan; no, vos no me amáis…

– ¿Quién sabe?

– Si me amárais pronunciaríais ese ¿quién sabe? con menos amargura… ¿qué digo con menos?.. lo pronunciaríais con el alma, que asomaría á vuestro acento y á vuestro rostro por más que lo quisiérais ocultar.

– ¿Y qué no asoma?

– Despechada y amarga, que enamorada y contenta no.

– ¿Pero á qué esta disputa? ¿no queréis casaros conmigo?

– He querido y quiero… pero según os veo… me niego…

– ¡Ah, os negáis!

– No quiero ayudar á que os sacrifiquen.

– ¡Don Juan!..

– ¿Por qué me llamáis don Juan?

– Por… ¡por qué sé yo! ¿pero esto qué importa?

– Mucho… acaso el ser yo sobrino del cocinero del rey…

– Eso no importa nada…

– ¿Y si fuera peor? ¿si yo fuera un bastardo?..

– ¡Cómo! ¿sabéis?..

– ¿Y qué he de saber? ¿que soy hijo del duque?..

– Del gran duque de Osuna, y…

– ¿Y de quién? ¿sabéis acaso, señora, el nombre de mi madre como sabéis el de mi padre?

– ¡Cómo! ¿no sabéis quién es vuestra madre?..

– No, ¿y vos?

– Tampoco…

– Ayer ni aun el de vuestro padre conocíais.

– Lo he sabido por una casualidad esta noche…

– Yo lo supe ayer…

– ¿Quién os lo dijo?..

– Vuestro supuesto tío…

– ¡Ah! ¡mi tío… Francisco Montiño os lo dijo!.. ¿y á qué propósito?..

– Estamos pasando el tiempo, don Juan… estamos haciendo esperar á sus majestades.

– Un solo momento; leed, y después decidme si os queréis casar conmigo.

Y sacó de su ropilla los papeles; buscó la carta del duque y la dió á doña Clara.

Esta la leyó.

– Me caso con vos – dijo, devolviéndosela.

– Pero esto es cruel… vuestra decisión me espanta.

– ¿No me amáis?.. – dijo con impaciencia doña Clara… – pues si me amáis ¿á qué esa obstinación?.. ¿dudáis acaso de mí?.. ¿amáis acaso á otra, á causa de esa facilidad que tenéis de enamoraros en dos minutos?

– Me estáis desgarrando el alma, señora… y… no os comprendo… arrostráis un sacrificio al casaros conmigo… todo lo indica en vos; y cuando quiero salvaros, si es posible, á costa mía de ese sacrificio… ¿me preguntáis no sólo si os amo, sino si amo otra?

– Son las tres de la mañana – dijo doña Clara – y sus majestades esperan; concluyamos ó volvéos libre, ó seguidme.

– Esperad; puesto que vais á ser mi esposa…

– ¿Qué?..

– En la carta que habéis leído, se habla de las alhajas de mi madre; aceptadlas como vuestro dote, señora…

Y el joven se metió la mano en el bolsillo.

– Después, muy después – dijo doña Clara – ; ahora, puesto que entrambos queremos unirnos, venid.

Y se dirigió á una puerta en paso rápido, poderoso, en que se revelaba la excitación de que estaba poseída.

Don Juan la siguió.

Y dominado por lo extraño, por lo maravilloso, y aun podemos decir por lo terrible de la situación, ni aun se acordó de que iba pobremente vestido, con su sombrero ajado, su capilla parda y sus botas de camino enlodadas hasta las corvas.

Porque todo había variado en el joven; menos el traje, todo.

CAPÍTULO XLI
DE CÓMO QUEVEDO SE QUEDÓ Á SU VEZ SIN ENTENDER AL REY

– Enredo como este, confesad que es mayor que vuestra perspicacia, don Francisco – decía Quevedo, dirigiéndose á obscuras desde la parte baja del palacio al cuarto de Felipe III – . Y eso – añadía – que tenéis una perspicacia que os mata. Que doña Clara se haya enamorado de nuestro hombre, pase, porque yo que no peco por los amores barbados, estóilo de él; que doña Clara se haya valido de mí como de un anzuelo para pescar á su enamorado, cosa es que no espanta á nadie, porque las mujeres se agarran á todo… que se encierre con él… cosa es que de común apesta… pero que me digan: acompáñele vuesa merced; y acompañado que ha sido: vaya vuesa merced á ver al rey, que le espera, á las tres de la mañana, cuando nuestro señor, que Dios guarde, es más dado á dormir que un gusano de seda, dígome que no me entiendo, dóime capote y sigo y prosigo hacia el cuarto de su majestad.

Y seguía don Francisco, pero dando vueltas á su poderosa imaginación.

– ¿Qué será, qué no será?.. lo que fuere sonará – dijo al fin, cansado de cavilar y entrando en una galería alumbrada, á donde daba la puerta de la primera antecámara del cuarto del rey.

Llegó, habló á un ayuda de cámara y fué introducido hasta el rey, á quien habían despertado para anunciar á Quevedo, y que había vuelto á dormirse.

Es de advertir que el rey estaba en su lecho y convenientemente rebujado.

El ayuda de cámara despertó á su majestad.

– Pronto amanece hoy – dijo el rey.

– Son las tres de la mañana, señor – dijo el ayuda de cámara.

– ¡Ah! ¡son las tres de la mañana! – dijo el rey bostezando y poniéndose la mano á manera de pantalla, para mirar á Quevedo, sin que le ofendiese la luz de la lámpara – ; ¿quién es ese? – añadió después de haber bostezado otras tres veces y de haber mirado durante tres minutos á Quevedo, que estaba tieso é inmóvil delante del lecho real.

 

– Es don Francisco de Quevedo y Villegas, señor – dijo el ayuda de cámara.

– ¡Ah! pues creo, Dios me perdone, que estamos perseguido por don Francisco.

– Perdóneme vuestra majestad, señor – dijo Quevedo con voz campanuda y vibrante – ; yo he sido llamado; que si llamado no fuera, no aportara yo en todos los años de mi vida por vuestra cámara.

– ¡Ah! es verdad… ahora recuerdo; sólo que no recuerdo para lo que os he llamado… os necesitaba para algo.

Quevedo no contestó.

– ¿Sabéis que tengo frío, don Francisco? – dijo el rey.

– Andan los tiempos muy crudos, señor – contestó Quevedo.

– Efectivamente, han dado en decir de estos tiempos que si son crudos, que si son cocidos. ¿Sabéis si se guisa algo bueno por el alcázar?

– No, señor; no me he dado á lo cocinero, y aunque lo fuese, hace mucho tiempo que el alcázar no es cacerola mía.

– ¡Ah! pues en la tal cacerola, hierve por un lado y por otro hiela. Y hace frío, sí, señor, hace frío. Hacedme la merced, don Francisco, de llamar.

Quevedo fué á una puerta y dijo:

– Su majestad llama.

– Oye, Sarmiento – dijo el rey – ; ponme detrás dos almohadones, á fin de que pueda recostarme, y el gabán de pieles.

Sirvió el ayuda de cámara al rey y éste le despidió.

Felipe III se quedó sentado en la cama, recostado sobre los almohadones y envuelto en el gabán.

– Os aseguro, don Francisco – dijo el rey bostezando de nuevo y haciendo la señal de la cruz sobre el bostezo – , que estoy pasando una mala noche.

– No la paso yo mejor – dijo Quevedo.

– Vos os divertís; yo me fastidio.

– Pues os doy la diversión por dos blancas.

– Os juro que no puedo dormir.

– Y yo os afirmo, señor, que no puedo acostarme.

– Yo os había llamado para algo.

– Yo creía que para algo era venido.

– Y es que no me acuerdo… ¿podéis vos adivinar?..

– ¡Cómo! ¡señor! yo no me atrevo á penetrar en la alta voluntad de un rey tan grande como vuestra majestad – dijo Quevedo inclinándose profundamente.

– Pues mirad, don Francisco, hay ocasiones en que yo tengo que tragarme mi voluntad.

– Y yo con mucha frecuencia las palabras.

– ¿Y no se os ocurre para qué os podría necesitar yo?

– Creo que soy demasiado humilde para que haya vuestra majestad necesidad de mí.

– ¡Ah! ya recuerdo… recuerdo que tenía que preguntaros algo. ¿No tenéis nada que decirme?

– Que Dios prospere á vuestra majestad, y le dé centuplicados reinos.

– Paréceme que los que tengo me sobran… pero ayudadme, don Francisco.

– ¿Y á qué, señor?..

– A que saquemos en claro para qué os he llamado yo.

– ¿Apostamos – dijo para sí Quevedo – á que el rey se está vengando de mí por lo de esta mañana? pues aguarda. Yo creo, señor – dijo en voz alta – , que me habéis llamado para entretener la vela; es decir, que me usáis como á libro malo que sólo se busca para llamar al sueño: si quiere vuestra majestad, convertiréme en libro, y contaré á vuestra majestad un cuento.

– No tal, ni por pienso – dijo el rey – , porque vuestros cuentos no los entiendo yo. Hablemos de otra cosa. ¿Qué me decís de vuestro duque de Osuna?

– Que no es mío.

– ¡Ah! pues por vuestro os le dan.

– Agradezco la intención, porque indudablemente quieren hacerme un buen regalo.

– ¿Está contento con su virreinato de Nápoles?

– Nada debe de dolerle, porque no se queja.

– ¿Y vos, estáis contento aquí?

– Según: rabio á ratos, á ratos río, como olla podrida; y si no engordo, no enflaquezco.

– Decíamos que el duque… pues… decíamos que el duque… ¿qué decíamos, don Francisco?

– Yo no decía nada.

– Yo he querido decir algo… pues… quería haberos dicho algo de cierto hijo.

– No entiendo á vuestra majestad.

– Pues hablemos de un sobrino.

– Lo entiendo menos.

– De un rizo…

– Continúo á obscuras…

– De unas estocadas…

– Ni aun con la lengua las doy hace un siglo.

– Pues señor – dijo el rey – , ahora veo que no os he llamado para nada.

– Me ha llamado, indudablemente, vuestra majestad, para que venga.

– Y siendo venido para que os vayáis.

Y el rey bostezó más profundamente, se escurrió á lo largo de las almohadas y se rebujó.

– Dios dé á vuestra majestad muy buenas noches – dijo Quevedo.

El rey no le contestó: se había dormido.

Quevedo dió media vuelta y salió vivamente contrariado.

– ¿Y qué debo yo hacer ahora? – dijo cuando se vió en la galería – . ¿Irme ó quedarme? y si me quedo, ¿dónde me quedo? ¿Y qué habrá querido decirme el rey? Cuando los mentecatos pretenden hacerse graves, ¿quién los entiende? ¿Si su majestad querrá dar al traste con Lerma y servirse de Osuna? ¡Que hable claro su majestad, que no soy yo hombre que sirve para catas, ni para ser traído y llevado? debe de andar la reina… Si yo pudiese ver á la reina… ¡Vamos! lo mejor será no pensar en ello: lo que fuere, sonará.

Y siguió adelante, pero con paso vago, como de quien no sabe á dónde va.

– ¡Eh, caballero! – le dijo una voz de mujer al pasar junto á la puerta.

– Hábito llevo – dijo don Francisco – ; conque bien puedo responder aunque á pie me hallo. ¿Qué se os ocurre, señora?

– Mi señora os llama.

– ¿Y quién es vuestra señora?

– La señora condesa de Lemos.

– ¡Ah! pues sed mi estrella.

– ¡Qué!

– Que me guiéis.

– Seguidme.

La mujer, que era una doncella de la condesa de Lemos, le llevó á la antecámara de la reina, donde le salió al encuentro doña Catalina de Sandoval.

– Gracias á Dios que el rey os ha soltado – dijo.

– ¿Y por qué esas gracias?

– Os esperan.

– ¿Dónde?

– En el oratorio de la reina.

– Pues no adivino.

– ¿No os ha dicho el rey que vos debéis representarle como padrino de una boda?..

– ¡Ah! ¡sí! ¿Se trata de boda? ya lo había yo olido. Pero de nada menos que de eso me ha hablado el rey.

– No importa, yo represento como madrina á la reina.

– ¡Ved ahí qué casualidad, que nos hayan buscado á los dos para representar un matrimonio! ¿Y los testigos?

– Son de la casa.

– ¿Se trata de un casamiento secreto?

– No, señor; sino de un matrimonio de conciencia.

– Pues entonces no es la boda que yo creía.

– Sí, sí por cierto: el capitán de la guardia española del rey, Juan Montiño, se casa con la dama de honor de su majestad la reina, doña Clara Soldevilla.

– ¿Y hay conciencias ya entre esos?.. ¡pues si se conocieron ayer!.. aunque cuando se vieron en la calle, tarde y á obscuras, y ya sabéis que la soledad y las tinieblas… ¡pero señor, si él estaba desesperado!..

– No os canséis, don Francisco; lo de la conciencia ha sido un pretexto para engañar al rey, á fin de que dé al momento la licencia; todo proviene del enredo de anoche: de aquel rizo de doña Clara.

– ¡Ah! ¡el rizo de doña Clara! ¡pues ya entiendo lo que no entendía!

– ¡Cómo! ¿el rey puede haber sospechado?..

– El rey no ve más que á dos dedos de sus narices…

– Se ha temido; para perder el temor se ha hecho necesario que ese joven sepa todo el enredo. Pero anoche doña Clara declaró solemnemente á la reina, que no llamaba al señor Juan Montiño, que no le ponía en antecedentes, que no permitía que tuviese el rizo… sino siendo su marido.

– Como que no desea otra cosa, y se agarra como un alacrán á un pretexto.

– Como que era necesario obrar cuanto antes, entraron en la conspiración la reina y el padre Aliaga, y después de conspirar se determinó que el padre Aliaga fuese al momento á ver al rey, y le dijese que enamorada, loca, en una ocasión desgraciada, doña Clara había dado un mal paso con Juan Montiño. Que á más de ser urgentísimo casarlos, la reina no quería que su dama favorita estuviese un solo momento expuesta á quedarse como se estaba y que era necesario casarlos, luego, luego… como el rey es tan devoto, y en estos asuntos tan delicado de conciencia, á pesar de que por doña Clara ha hecho más de dos simplezas, á pesar de que está enamorado de ella, cuanto su majestad puede estarlo de una mujer, ha dado la licencia para el casamiento, pero no ha querido asistir.

– ¡Ah! ¡la mala noche del rey! ¡ya pareció ella!

– La reina tampoco quiere asistir á la ceremonia, porque… piensa que doña Clara se sacrifica por ella.

– ¡Mentira, mentira y más mentira!

– Y allá están ambos novios con el padre Aliaga y los testigos, esperando únicamente por vos.

– ¿Y quiénes son los testigos?

– Pedro Sarmiento, ayuda de cámara del rey, y Juan de Urdiales, maestro de ceremonias, los que se han encontrado más á mano.

– Vamos, pues; allá, y no retardemos la felicidad de los enamorados. ¡Y llevar yo cuarenta y ocho horas sin dormir por descanso de viaje!

– Ya dormiréis bien esta noche…

Y la condesa asió á Quevedo de una mano, y guiándole desapareció con él por una puerta.