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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XLVI

DE CÓMO LA PROVIDENCIA EMPEZABA Á CASTIGAR Á LOS BRIBONES

Necesitamos decir cómo el tío Manolillo había podido aparecer tan dramáticamente en medio de aquel bandido y de aquella ramera.



Sabemos que al salir de la taberna donde había estado con el cocinero del rey, se había ido derecho á llamar á la puerta de doña Ana.



Abriéronle, porque hay maneras de llamar que mandan, que se hacen obedecer, y el tío Manolillo había llamado de una de aquellas maneras.



Es decir, de una manera rotunda, decidida, nerviosa, fuerte, retumbante.



Quien llama así en una casa debe tener derecho para entrar ó fuerza, lo que no es lo mismo, ó las dos cosas á la vez.



Hemos dicho que le abrieron; ahora debemos decir que, apenas encontró franca la puerta, el bufón se lanzó sobre el criado que le había abierto, que era un escudero viejo.



Se arrojó sobre él como un tigre; le derribó, le sofocó y le tapó la boca con un pañuelo, al que hizo un nudo, que introdujo en la boca de la víctima.



Esta manera de enmudecer, que se conserva aún hoy y se usa por los ladrones, se llama la

tragantona

.



Hasta el crimen tiene sus tradiciones.



Después quitó al escudero la correa que sujetaba sus gregüescos á la cintura y le ató atrás las muñecas, y con el extremo sobrante ató un pie de la víctima y le dejó tendido en el portal; el escudero no podía gritar, ni aun rugir, ni moverse.



El tío Manolillo se acurrucó en un rincón del zaguán y esperó.



Poco después bajó una dueña, á quien había llamado la atención el que el escudero hubiese bajado á abrir y no hubiese subido.



El bufón la acometió por detrás, la hizo otra tragantona con la toca y la ató de igual modo que al escudero, valiéndose de la correa del hábito de la dueña.



– Aún me faltan la cocinera y la doncella – dijo – ; doña Ana, esa bribona, no tiene más criados; el olor de la cocina me llevará.



El tío Manolillo adelantó.



No era entonces un hombre, sino una fiera astuta que adelantaba recelosamente sin producir ruido hacia su presa.



Un momento después la cocinera y la doncella estaban enmudecidas y atadas.



El tío Manolillo había arrostrado por todo y había tenido la suerte de que no surgiese ninguno de esos incidentes que frustran las sorpresas mejor meditadas.



Ya seguro de los criados, el tío Manolillo adelantó por las habitaciones principales.



Al ir á levantar un tapiz vió de repente á la Dorotea.



La pobre joven estaba sentada en una silla, replegada, sombría, inmóvil, con la mirada fija, sufriendo de una manera visible, aterradora.



Hubiera podido ver al bufón á no estar tan abstraída, pero no le vió.



El bufón se retiró sin ruido, la miró un momento al través de la abertura del tapiz con una mirada profunda, en que había tanta ternura hacia ella, como amenaza, como cólera hacia los que causaban el doloroso estado de la joven.



– Está sola – dijo – y entró con él; él debe estar con la otra; busquemos otro camino; es necesario saber de lo que tratan esos miserables.



Y tomó por una puerta y se encontró en un corredor obscuro.



Y adelantó sin hacer ruido como una sombra.



A medida que se acercaba á una puerta oía dos voces.



La de un hombre y la de una mujer.



Adelantó hasta la puerta, llegó y se puso á escuchar.



Por esta razón, cuando el sargento mayor fué á entrar por aquella puerta, se encontró con el bufón.



– ¡Ah! Ya sabía yo que habías de buscar á la Dorotea – dijo el sargento mayor – ; peor para ti.



Doña Ana miraba aquella escena imprevista con asombro; más que con asombro, con un terror instintivo.



– ¿Conque tú eres su padre? – dijo el tío Manolillo – . ¿Conque eres el padre de Dorotea? ¿Conque aún no contento con haber asesinado á la madre, quieres asesinar á la hija?



Y la voz del tío Manolillo era ronca, amenazadora, sombría; sus ojos bizcos se revolvían de una manera espantosa, estaban inyectados de sangre y su barba temblaba.



Don Juan de Guzmán se sentía dominado; doña Ana estaba coartada por el miedo.



La actitud del bufón, de aquel hombre pequeño, cuadrado, robusto, encogido como para arrojarse sobre una presa, y en el cual se adivinaban el valor, la fuerza y la agilidad del tigre, parecían indicar que iba á suceder allí algo terrible.



– Si queréis llevaros á esa muchacha, lleváosla – dijo el sargento mayor, que tenía miedo – ; preguntadla si yo la he violentado.



– ¿La habéis dicho que sois su padre? – dijo el bufón.



– No.



– Pues mejor.



– No he tenido necesidad de decírselo.



– Y has hecho bien: porque tú no eres su padre, sino una especie de animal monstruoso, que has sido la causa de su existencia. Pero no tengo tiempo que gastar contigo… estoy de prisa… – añadió el bufón con una sonrisa horrible, con la sonrisa de un loco – ; ¿te acuerdas de que una noche llevabas á esa niña recién nacida en los brazos?.. ¡Oh! era una noche muy obscura: de repente un hombre se arrojó á ti y te dió tres puñaladas.



Y al decir esto el bufón saltó, se aferró al sargento mayor y le dió una puñalada en el pecho.



Don Juan de Guzmán dió un grito, vaciló y cayó.



Luego el bufón vió que doña Ana corría á una puerta, y la asió de una mano.



Doña Ana cayó de rodillas creyendo llegada su última hora.



El tío Manolillo, sin soltar á doña Ana, dirigió su terrible palabra á don Juan de Guzmán, empuñando aún la daga con que le había herido:



– Entonces fueron tres, y ahora ha bastado una… es que ahora tengo la mano más segura… ¡asesino de mi hermana Margarita! ¡envenenador de la reina Margarita! ¡verdugo de tu hija! ya no cometerás más crímenes.



En efecto, don Juan de Guzmán estaba muerto.



– Y tú, Aniquilla, que te llamas doña Ana; tú, que hace veinte años andabas por las playas de Gijón descalza, cogiendo ostras y buscando á los marineros; tú, aventurera ennoblecida por tu hermosura; tú, miserable, ase de los pies de ese cadáver y pronto, porque no tengo tiempo que perder.



– ¿Pero qué va á ser de mí? – exclamó desesperada la hermosa doña Ana.



– Sea lo que el diablo quiera. Tú tendrás en tu casa algún escondrijo…



– ¡Los sótanos! – exclamó doña Ana.



– Pues á los sótanos; agarra pronto, si no quieres perderte… concluyamos por el momento, que yo volveré.



– Esperad… esperad… voy á abrir las puertas – dijo con angustia doña Ana – para que nada nos entretenga – y salió y volvió poco después.



Entonces la ramera y el bufón asieron del bandido, y le llevaron.



Por donde quiera que pasaba, quedaba un rastro de sangre.



Al fin bajaron al piso bajo, y el bufón señaló un rincón oscuro en una sala lóbrega.



– Dejémosle aquí – dijo.



– Por el amor de Dios – dijo doña Ana – ; que no sé cómo vos me conocéis; vos, que cuando no me habéis muerto también, no me aborrecéis, ayudadme á borrar las señales de esta muerte… yo diré á los míos que ese hombre ha salido por el postigo…



– En lo que harás muy bien – dijo el tío Manolillo – será en soltarlos de las ligaduras con que yo los he sujetado, y despedirlos á pretexto de que se han dejado sorprender: ¡quédate sola, que yo volveré y le enterraremos!.. por ahora, adiós! ¡Adiós, que mi conciencia me llama á otra parte!



Y subió de dos en dos los peldaños de una escalera, atravesó algunas habitaciones, y entró en la que Dorotea se encontraba todavía inmóvil y dominada por su mudo dolor.



– Ven conmigo – la dijo el bufón asiéndola de una mano.



– ¡Ah! ¿sois vos?



– Ven conmigo… yo te salvaré… yo te consolaré… pero ven, ven… no perdamos un momento.



Y arrastró consigo á la Dorotea, que se dejó conducir maquinalmente, bajó por la escalera principal, pasó por junto al escudero y la dueña que permanecían atados, abrió la puerta, salió y la tornó á cerrar.



Cuando estuvieron en la calle, el bufón dijo á la Dorotea:



– Vuélvete á tu casa, y espérame: yo no te puedo acompañar.



– Pero…



– Ve, ve… hija mía… acabo de salvarte de un peligro… yo te salvaré de todos; adiós.



Y partió hacia el alcázar.



La Dorotea, atónita, asombrada, sin comprender lo que la sucedía, le vió desaparecer, se envolvió en el manto, y á paso lento, con la cabeza inclinada, pisando lodo, se encaminó á la calle Ancha de San Bernardo.



CAPÍTULO XLVII

DE LO PERJUDICIAL QUE PUEDE SER LA ETIQUETA DE PALACIO EN ALGUNAS OCASIONES

El tío Manolillo corría como alma que lleva el diablo.



Tropezaba acá y allá con las gentes, como un caballo desbocado, las lanzaba un gran trecho ó las dejaba caer y seguía corriendo.



En pocos momentos llegó al alcázar.



Antes de llegar á él vió á Luisa y á Inés que iban envueltas en sus mantos.



Pararon un momento.



– ¿A dónde vais? – las dijo con acento amenazador.



– ¡A misa…! – contestó temblando Luisa.



– ¡A misa! ¿en día de trabajo?..



Pero el bufón recordó que tenía mucha prisa, y tomó de repente el camino de la puerta de las Meninas del alcázar.



Al entrar, salían algunos hombres, y el tío Manolillo tropezó rudamente con uno de ellos.



– ¡Qué brutalidad! – dijo el tropezado recogiendo un pesado talego que había caído al suelo, produciendo un sonido sonoro.



– ¡Ah! ¡el alguacil Agustín de Avila! – exclamó el bufón, y pasó por sus ojos un relámpago de muerte.



Pero de repente apretó de nuevo á correr, exclamando:



– Lo otro es primero… la reina… ¡Dios mío!



Y entró en el patio del alcázar.



Allí, de una manera involuntaria, superior á su resistencia, se detuvo de nuevo, y miró á una torre almenada que se veía por cima de las galerías en un ángulo del patio.



Sobre aquellas almenas había un cuerpo de edificio coronado por una montera de pizarras; en aquel cuerpo de edificio, había una ventana: en aquella ventana el viento ondeaba un pañuelo encarnado.

 



– ¡Oh! ¡la señal de muerte! – exclamó el bufón.



Y siguió corriendo, subió, no como un hombre sino como una araña que huye, unas escaleras, atravesó como un frenético la galería, y atropellando casi la guardia de corps que daba la centinela de la puerta exterior del cuarto de la reina, se lanzó dentro.



Dióse un tremendo pechugón con una persona á la que no arrojó.



Por el contrario le asió, y le detuvo.



– ¡Cuerpo de Baco! – exclamó aquel hombre – , ¿venís ú os disparan, tío?



Aquel hombre era don Francisco de Quevedo.



El bufón no le contestó: por cima del hombro de Quevedo había visto un paje talludo, rubicundo, que llevaba sobre las palmas de las manos una vianda adornada con yerbas verdes.



– ¡Allí tal vez!.. ¡en aquel plato!.. – dijo el bufón – ¡soltad, vive Dios, ú os mato!..



– ¿Pero estáis loco?.. tengo que deciros graves cosas… ¿no me conocéis, tío?



– ¡La reina!.. ¡la reina!.. ¡dejadme, don Francisco!.. ¡aquel paje!.. ¡es el amante de la Inés!.. ¡el pañuelo encarnado está en la ventana!..



– ¡Ah! – exclamó Quevedo con una expresión terrible por su horror – ¡un paje!.. ¡un plato!.. ¡el pañuelo!..



Y soltó al bufón, que se lanzó á la puerta de la antecámara.



Los tudescos le cerraron el paso cruzando sus alabardas.



– ¡Ah! ¡no me dejáis pasar!.. – exclamó el bufón, y asió las alabardas con la fuerza de la zarpa de un león.



Se entabló una lucha.



Quevedo no podía llegar pronto, pero desde donde estaba gritó con la autoridad que sabía dar á su voz en las ocasiones solemnes:



– ¡Dejadle pasar! ¡dejadle pasar, de orden del rey!



Al sonido de aquella voz poderosa, á la vista del hábito de Santiago, del que la pronunciaba, los tudescos dominados dejaron pasar al bufón.



Quevedo, á pesar de la deformidad de sus pies, que le impedía andar de prisa, corrió.



En la puerta de la cámara de la reina, se entabló otra lucha con los ujieres.



La autoridad de Quevedo fué allí inútil.



El bufón apeló á la fuerza.



Tiró á un ujier á un lado, y á otro á otro, y entró también.



Pero entre la inocente detención causada por Quevedo, la de los tudescos y la de los ujieres, había pasado mucho tiempo.



El paje había desaparecido.



Cuando el bufón entró, se precipitó á la mesa y se arrojó sobre ella.



La reina dió un grito.



El padre Aliaga, que almorzaba con la reina, se puso de pie.



El tío Manolillo buscó con ansia un plato entre los que cubrían la mesa de la reina, y vió uno solo puesto delante del plato de Margarita de Austria.



Aquel plato estaba adornado con berros.



Era una perdiz que tenía todas las patas.



El bufón le agarró, y al apoderarse de él dijo con una admirable fuerza de espíritu, soltando su hueca carcajada de bufón:



– ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡he ganado! ¡he ganado! ¡para mí! ¡para mí!



Y haciendo como que devoraba al paso la perdiz, dió á correr exclamando:



– ¡Para la reina no! ¡para mí!



Y soltó una larga y estridente carcajada que hizo temblar á todos los que la oyeron, y escapó.



– ¡Oh! ¡esto es ya demasiado! – dijo la reina.



– Perdonad, señora… – dijo Quevedo – yo no le he podido contener; ¡el tío Manolillo está loco!



Y Quevedo, saludando profundamente á la reina y antes de que ésta, reponiéndose de su sorpresa, le pudiera contestar, salió.



Quevedo buscó inútilmente en la parte baja del alcázar al tío Manolillo, y subió á su aposento, á cuya puerta llamó inútilmente repetidas veces.



Al fin Quevedo gritó:



– Si estáis ahí, tío Manolillo, abrid, hermano, abrid á Quevedo.



Oyéronse violentos pasos y se abrió la puerta.



Apareció el bufón pálido y desencajado.



– ¡Entrad! ¡entrad! – exclamó – ; entrad y pensemos en la venganza… hoy ha amanecido un día de muerte…



– ¡Tenéis sangre en las manos! – exclamó Quevedo…



– ¡Es poca! – exclamó el bufón – ¡es poca! ¡venid!



Y tiró de Quevedo, le llevó á lo último de su aposento, y le mostró una fuente de plata puesta sobre una mesa.



– Mirad ésto; faltan las pechugas… mirad aquéllo, y señaló en un rincón un pedazo de perdiz, junto á la cual estaba echado, impasible, un gatazo rodado.



– El

Chato

 devora cuanto halla, porque es un gato pobre, y no ha querido ese pedazo de perdiz. Los animales conocen la muerte. ¡Que Dios tenga piedad de la reina!



– ¿Y qué hacer?



– ¿Qué hacer?.. yo no sé… ¿quién dice?.. ¿quién declara?.. ¡Oh! ¡no! ¡sentenciarnos á ser tenidos por cómplices, á morir deshonrados!.. ¡hemos hecho cuanto podíamos hacer… y acaso… acaso nos hayamos engañado!.. pero no… no… el

Chato

 no ha comido… ¡Dios mío!..



– Sois cobarde… – exclamó Quevedo – ; suceda lo que quiera, yo voy á buscar al médico de su majestad… guardad esa perdiz, guardadla; sobre todo, quitadla de esa fuente, que es de plata…



El bufón quitó los restos de la perdiz de la fuente, los echó en una escudilla, y con ellos el pedazo que había arrojado al gato.



Entre tanto, Quevedo había desaparecido.



Un paje de la reina se presentó poco después.



– Tío Manolillo – dijo – , os aconsejo que os escondáis por algún tiempo.



– Pues ¿qué pasa, hijo? – contestó dominándose el bufón.



– Que habéis dado un susto á su majestad, y no ha acabado de almorzar; se ha dejado casi todo lo que tenía en el plato cuando entrásteis vos.



– ¿Pechugas de perdiz?..



– Eso es… ¡una perdiz que olía tan bien!.. me la he comido, tío.



– ¿Cómo te llamas, hijo?



– Gonzalo.



– ¿Y te has comido la perdiz que quedaba en el plato de la reina?



– Sí… al salir… no me veían…



– ¿Y quedaba mucho?..



– Casi una pechuga… y me ha hecho mal… ya se ve… ¡comí tan de prisa, porque no me vieran!



El paje, en efecto, empezaba á ponerse pálido.



– ¿Y por qué vienes, hijo? – exclamó el tío Manolillo, haciendo un violento esfuerzo para dominar su horror.



– Por la fuente de plata que os habéis traído.



– ¿Y comió mucho la reina?



– ¡Quia! no… ni el padre Aliaga…



– ¿Y te has comido las dos?..



– Sí.



– Ven, hijo mío, ven… ven á las cocinas… voy á darte aceite, que es bueno para que arrojes… ¡Oh! ¡Dios mío!..



– Tengo ansias, tío…



El bufón asió al mozo y le arrastró consigo.



Pero al llegar á las escaleras, el paje dió un grito, avanzó, cayó rodando por las escaleras, y con él la fuente de plata.



El bufón se retiró precipitadamente, fué á su aposento y se puso á rezar por el alma del paje.



CAPÍTULO XLVIII

DE CÓMO MUCHAS VECES LOS HOMBRES NO REPARAN EN EL CRIMEN AUNQUE SUS VESTIGIOS SEAN PATENTES

Pasó mucho tiempo sin que nadie subiese por las escaleras por donde el paje había caído.



Al fin subió una moza de retrete.



La escalera era obscura.



La moza tropezó en la bandeja, que sonó.



Recogióla la moza.



– ¡Calla! – dijo – ¡una bandeja de plata! ¡y sucia!.. ¡llena de grasa! ¿cómo está aquí? La llevaré á la repostería.



Y siguió subiendo, y tropezó de nuevo.



Pero tropezó en un cuerpo humano.



Aquel cuerpo estaba frío.



La moza empezó á dar gritos.



A los gritos de la moza acudieron algunos de la servidumbre.



Muy pronto corrió la voz de que se había encontrado muerto un paje de la reina en las escaleras de las cocinas.



Y junto á ésta, corrió otra voz no menos escandalosa.



El aposento del cocinero mayor estaba abierto y abandonado, rotas algunas puertas, roto un gran cofre y vacío.



La mujer y la hija del cocinero mayor habían desaparecido.



El alcaide de palacio, el guarda mayor y el mayordomo mayor del rey, se habían presentado en los lugares de estas dos catástrofes.



A nadie se le ocurrió que entre la muerte del paje y la desaparición de la familia y el robo del cocinero mayor, podía haber una relación íntima.



A nadie se le ocurrió tomar acta de haberse encontrado junto al paje muerto una fuente de plata del servicio de mesa de la reina.



Los médicos declararon que, según los vestigios que quedaban en el cadáver, el paje había muerto de repente á consecuencia de un ataque cerebral.



Y tenían razón: porque el veneno que Guzmán había dado á Luisa, y Luisa al galopín Aldaba, y el galopín Aldaba al paje rubio, y éste á la mesa de la reina, y la mesa al paje Gonzalo, había obrado sobre el cerebro de este último produciéndole una violenta congestión.



El paje fué conducido al depósito de muertos de la parroquia de Santa María.



La fuente de plata entregada en la repostería y lavada.



Los únicos vestigios del crimen quedaban en una escudilla de madera en el cuarto del bufón.



Y el bufón, vuelto al fin en sí de tan violentas impresiones, se lavaba las manos borrando un vestigio de otro crimen, mientras la fuente se lavaba en la repostería.



Entre tanto el alcaide de palacio y el mayordomo mayor del rey, á quien se había dado parte de lo acontecido en el aposento del cocinero mayor, hacían extender testimonio á un escribano de cómo:



«El día 17 de Diciembre de 1610, llamado, etc. (aquí el largo fárrago curial), yo el infrascrito, entré con su excelencia el señor mayordomo mayor del rey y con su señoría el señor alcaide de palacio y con los señores Lope Ríos y Diego Luque, camareros del rey, en el aposento que en palacio habita el señor Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad el rey nuestro señor, que Dios guarde, y los expresados y el infrascrito escribano hallamos que la puerta del dicho aposento no estaba cerrada, sino abierta y franca; y en la primera habitación hallamos, á más de los muebles conocidos del uso de dicho Montiño y su familia, un cofre de hierro muy pesado, cerrado, sobre el cual se veían señales de haberle querido forzar, el cual cofre fué entregado en depósito al excelentísimo señor mayordomo mayor. Y entrados en el siguiente aposento hallamos los muebles revueltos, y algunas prendas de ropas esparcidas, con más un ejemplar impreso del arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería que ha compuesto el dicho cocinero mayor; y pasando á las otras habitaciones, las hallamos en el mismo desorden, y á la ventana de una de ellas, atado un pañuelo encarnado de algodón; y en otra habitación más interior hallamos un gran cofre descerrajado á viva fuerza de sus tres cerraduras, y el cofre vacío y sobre la mesa algunos papeles y libros de dinero puesto á ganancia; y otrosí: halláronse dos espadas y un arcabuz, y examinadas aquéllas y éste, hallóse ser de la marca que mandan las pragmáticas; y otrosí: acá y allá esparcidos halláronse seis doblones de á ocho y cuatro escudos de cruz, y veinte maravedises de plata, de todo lo cual y de los muebles y efectos se hizo el inventario adjunto y quedó entregado de todo el dicho excelentísimo señor mayordomo mayor, por cuyo mandato libro la relación presente de que doy fe. En testimonio de verdad. —

Pero Ponce Lucas.

»



Libróse asimismo testimonio de haber desaparecido:



Del cuarto del cocinero, su mujer, Luisa Robles, y su hija Inés Martínez.



De las cocinas, el galopín Cosme Aldaba.



De la servidumbre de la reina, el paje Cristóbal Cuero.



Y se tomaron declaraciones, y por estas declaraciones se averiguó que la cocinera tenía un amante, que se llamaba Juan de Guzmán.



Que el paje Cristóbal Cuero era el amante de la Inés Martínez.



Que el galopín Cosme Aldaba andaba en inteligencias con los unos y con los otros, que había sido despedido por el cocinero mayor y que su mujer le había enviado á las cocinas.



En vista de lo cual, sumariamente averiguado, y teniendo de ello conocimiento el rey, mandó su majestad que esta sumaria pasase á un alcalde, el cual alcalde mandó que fuesen presos donde fuesen habidos los expresados don Juan de Guzmán, Luisa Robles, Inés Martínez, Cosme Aldaba y Cristóbal Cuero, por delito de robo y otros, cometidos contra la hacienda y en la honra y en otros extremos y particulares del cocinero mayor de su majestad.



Pero en cuanto á la entrada exabrupta del tío Manolillo en la cámara de la reina, tomóse á gracia y la misma Margarita de Austria cambió su enojo en risa.



Y en cuanto á lo del paje, creyóse en lo de la muerte casual y violenta y se le enterró; diéronse á su madre de orden del rey ciertos maravedises para lutos; diéronse otros á un capellán para que dijera misas por el alma del difunto y no se habló más de ello, ni á nadie se le ocurrió pensar en venenos ni asesinatos.



Sabían el crimen y los asesinos, don