Hacia la periferia

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Como quiera que sea, el cuadro hegemónico es muy congruente y hasta sutil a la hora de describir los procesos de segregación social que ocasiona. Estos estudios sobre la conformación de la sociedad y las identidades móviles profundizan hasta describir la manera como se relacionan las altas movilidades de las élites y la inmovilización de los seres humanos cotidianos. Así, en un análisis de las ciudades globales, se resalta cómo la situación de las clases altas de empresarios y de profesionales depende de la existencia de una amplia variedad de sujetos apresados en puestos de trabajo descualificados (Sassen, 2000: 133). Más que hablar de dos mundos desconectados, el de las movilidades y el de las inmovilidades, algunos autores aconsejan estudiar las formas concretas como se engranan y se sostienen mutuamente (Kellerman, 2006: 16) en la conformación de un nuevo orden social.

El trasfondo sobre el que brillarían y destacarían las élites globales serían todas esas otras figuras y otros espacios inmovilizados que están habilitando su amplia movilidad. Entre estas figuras ordinarias, inmovilizadas y confinadas, se presentan tipos como los trabajadores en servicios personales en los hoteles, restaurantes y centros de consumo de las élites; empleados en la construcción, mantenimiento y operación de las infraestructuras para la movilidad; trabajadores en servicios de alojamiento de datos, trabajadores domésticos, para el cuidado y la asistencia personal de las élites, y un largo etcétera. Sus espacios cotidianos de vida los constituyen esos márgenes que quedaron fuera de los circuitos de las amplias movilidades, esos repositorios donde el nuevo capitalismo pueda explotar una gran masa de mano de obra precaria, vulnerable y descualificada (Davis, 2006: 46). En definitiva, todas estas figuras habrían quedado inmovilizadas en el sostenimiento de los complejos sistemas de movilidad (Elliot y Urry, 2010: 70) que estarían disfrutando estos triunfadores del nuevo sistema social.

Sin lugar a dudas, esta interpretación rescata la dimensión política de una estratificación social basada en las movilidades. Se alcanza a advertir ese punto de sometimiento, donde el aprisionamiento de unos sujetos estaría sirviendo para que otros gocen de una efectiva y amplia movilidad. Esta relación de subordinación la podemos encontrar formulada de una forma directa y manifiesta. Sabemos que las élites globales manejan muy extensas y complejas cadenas de acción, que les permiten desplazarse contando con la garantía de poder dirigir, supervisar y actuar a distancia. Boltanski y Chiapello (2007: 363) señalan cómo buena parte de esos eslabones que constituyen las cadenas de acción de las clases altas son otros sujetos que han sido subordinados e inmovilizados en el cumplimiento de ciertas rutinas —atender llamadas, tomar recados, entregar documentos, cerrar agendas, y en general todas las actividades encargadas de representar al principal—. El que todos estos sujetos permanezcan vinculados a tareas más o menos rutinarias, desarrolladas en un lugar, es lo que permite que estos principales, que componen la élite móvil, puedan gozar de amplia flexibilidad y libertad para organizar sus propias movilidades. En esta medida se establece un vínculo de subordinación en donde los referidos principales construyen su autonomía sobre la inmovilización de los representantes, quienes, en cambio, no consiguen decidir libremente su cambio de lugar o de posición.

Ahora bien, aunque se descubran esos efectos del poder que se constituyen sobre las movilidades presentes, la lógica analítica no deja de ser extremadamente simplificadora por partir de la lectura que impone el orden hegemónico. Se puede mostrar que los inmovilizados han sido confinados por las élites móviles; sin embargo, esta advertencia no deja de ser una simplificación al imponer una sola forma de vivir al presente la movilidad: las altas movilidades globales como única forma posible de construir una identidad social exitosa, y todo el resto de identidades como formas de sufrir el confinamiento o la movilidad forzada.

Desde la literatura al uso, se reconoce también que en ocasiones no es tan evidente la relación de subordinación que se presenta entre las clases hegemónicas y las periféricas. Existen otras formas más indirectas de determinar las posibilidades y los recursos de traslado de aquellos seres humanos cotidianos. Así, los sistemas de movilidad tienden a organizarse en función de los medios privilegiados que encarnan más fielmente el paradigma de la sociedad y las identidades móviles de las élites. Hablando de la movilidad urbana, estos medios son claramente el automóvil privado, el cual, por el lado de las condiciones socioespaciales, permite un desplazamiento más rápido y flexible por la mayoría de los entornos urbanos presentes caracterizados por una creciente dispersión y fragmentación; por el lado de las condiciones identitarias, y frente a otros medios de transporte públicos, refuerza valores tan importantes para el sujeto presente como la libertad, la autonomía o la independencia. De esta manera, aquellos que cuentan con mayor capital de movilidad, las élites globales, están determinando las opciones que restan para los demás sujetos (Cahill, 2010: 87) en la medida en que el grueso de las inversiones se orienta a impulsar sus modalidades particulares de moverse a lo largo de la ciudad (Kellerman, 2006: 32). Esta distribución desigual de las opciones de desplazarse induce que las clases bajas, que deben trasladarse usando medios de transporte público anticuados, poco flexibles y saturados, tengan muchas más dificultades para moverse y vean de este modo agudizarse el enclaustramiento que las caracterizaba.

Sea de una forma directa, o bajo modalidades indirectas, la literatura revisada sobre las movilidades presentes ubica a los sujetos periféricos al exterior de los circuitos de las amplias movilidades de donde las clases altas extraen los recursos para el incremento de sus capitales. Fuera de estos corredores, las clases bajas viven procesos de confinamiento al no poder viajar a los espacios que fraguan la acumulación, al tener que desplazarse penosamente dentro de las metrópolis desarticuladas. Es decir, los sujetos periféricos viven instalados en espacios desconectados y marginales. Inmóviles, no pueden tampoco dedicarse como antaño a construir lugares e identidades. En el presente mundo de las movilidades globales, como Bauman indica (2010: 9), el poder para determinar estos espacios pertenece ahora a unas élites globales que, al independizarse con sus amplias movilidades del espacio, se hicieron extraterritoriales. Con las élites se fugó el poder de autodeterminación; quedan aquellos sujetos periféricos, impotentes (Harvey, 1994: 371) y confinados a unos espacios ajenos y constituidos por lógicas y poderes inciertos que impiden cualquier recuperación del lugar.

Desde la literatura revisada, se resalta que, al mismo tiempo que los sujetos periféricos carecen de la capacidad de acomodar sus lugares vitales, las características de estos espacios impiden cualquier tipo de identificación. Los espacios periféricos de que estamos hablando no son ya aquellos cualificados, espacios-texturas en cuyas nervaduras pudiera emerger la idiosincrasia de las identidades particularizadas. Los retazos de los espacios restantes, aquellos desconectados de los circuitos de la movilidad y la acumulación, son espacios funcionalizados y ampliamente abstractos. Al menos así han sido caracterizados al interior de las metrópolis latinoamericanas. La producción masiva de un hábitat periférico destinado a las clases pobres, dispuesta en conjuntos de varios miles de infraviviendas de ínfimas calidades, depara un entorno tan anodino que imposibilita cualquier intento por distinguirse identitariamente en él. En ese entorno abstracto y mercantilizado es imposible generar cualquier vínculo identitario e intento de apropiación. Como indica Alicia Lindón (2008: 142): “este habitante de la periferia habita en una colonia como si su casa estuviera en un plano geométrico o en medio de la nada. Si se ahonda la cuestión, se puede apreciar que detrás de ese significado que vacía discursivamente un espacio que no está vacío, se encuentra un profundo desarraigo e incluso un fuerte rechazo por el lugar”.

En un entorno incierto y donde sólo las clases altas disponen de los recursos para articularse por los mejores proyectos, se corre el riesgo de generar una sociedad a dos velocidades (Castel, 1991: 294): la que pertenece a aquellos sectores hipercompetitivos, que se adhieren ansiosos a las exigencias de la competitividad económica global; y luego la del resto, de todos aquellos que vieron truncarse sus carreras y en algún momento estuvieron desanclados y estigmatizados. Desde la interpretación hegemónica, esta última sociedad se singulariza por su inmovilismo y por su rigidez, características de los seres humanos cotidianos, aquellos que quedaron comprometidos con un proyecto de por vida o con un espacio en específico (Boltanski y Chiapello, 2007: 119).

Una sociedad a dos velocidades genera, al mismo tiempo, una brecha aspiracional. Mientras que el contexto de incertidumbre fomentaba en los más diestros el sentido del riesgo y el de buscar las mejores oportunidades, en esos otros sujetos periféricos crea un desplome de las aspiraciones y de las expectativas. Desde ciertas interpretaciones ideológicas del conservadurismo liberal, se entiende que en un entorno donde la carrera laboral aparece amenazada por la precariedad de los puestos de trabajo, en la que la protección social se desploma progresivamente, o donde las cualificaciones pierden vigencia con el paso de los años, muchos sujetos habrían abandonado ese estímulo por el progreso, por mejorar su condición y la de sus hogares, para refugiarse dentro de la inmovilidad en la formación de los guetos urbanos segregados. La perspectiva neoliberal tiende así a considerar a estos sujetos periféricos como profundamente irresponsables, incapaces de tomar la responsabilidad por sí mismos (Raco, 2012: 44) y de participar en ese juego de las libertades, la búsqueda de los mejores destinos y las amplias movilidades. Los sujetos periféricos serían aquellos que no sólo presentan las peores tasas de movilidad socioespacial, sino quienes, además, se entregaron a valores como la apatía, la anomia, la desesperación o el inmovilismo. Para un mundo conformado desde los criterios de la alta movilidad, los sujetos inmóviles sólo pueden aparecer como seres anómalos y próximos a la depravación.

 

Dentro de la literatura acerca de la conformación de mundos e identidades móviles, también se ha manifestado que los sujetos periféricos no sólo se caracterizan por quedar atrapados en espacios de la marginalidad. Estos estudios han sido capaces de advertir también que muchos de estos sujetos viven muy destacadas movilidades que, sin embargo, son esencialmente diferentes a las que disfrutan las élites globales. Los viajes y desplazamientos que identificarían a los sujetos periféricos serían movilidades impuestas y forzadas, no autónomas como las que exhiben aquellas élites. A este respecto tenemos que pensar en toda la serie de trabajadores que ayudan y asisten a esas movilidades globales: azafatas, cobradores, choferes, personal de mantenimiento de infraestructuras, empleados de servicios postales; pero también tenemos que pensar en una gran cantidad de población que ha sido expulsada de los espacios que sufren una aguda reestructuración económica o geopolítica: refugiados, migrantes, desplazados, vagabundos, etc. Todos estos sujetos representarían unas movilidades tanto o más amplias que las de los sujetos globales; sin embargo, serían movilidades heterónomas, puestas al servicio de las movilidades de otros, y sin la posibilidad, en consecuencia, de derivar ventajas y acumular para sí otra serie de capitales culturales, económicos, sociales, etcétera.

De hecho, dentro de la literatura revisada, también encontramos tres figuras prototípicas de la tardomodernidad que son ampliamente móviles, pero que se integran dentro de las clases subordinadas. Una de ella son los viajeros pendulares o “commuters”, aquellos que viven en zonas periféricas de la ciudad y tienen que realizar cotidianamente largos viajes, normalmente en transporte público, hacia sus centros de trabajo. La forma típica que adquiere esta figura es la del trabajador de baja clase social, que debe establecer su residencia en el extrarradio urbano, donde encuentra viviendas más económicas, y que, al carecer de automóvil, debe usar rutinariamente un sistema de transporte inconveniente para trasladarse a un centro laboral que se encuentra muy distante (García Peralta, 2011: 107-108). De esta forma, a la experiencia normalmente fatigosa de los puestos de trabajo mal remunerados y descualificados, hay que añadir esas otras tres o cuatro horas que diariamente se dedica al desplazamiento, algo que termina por determinar completamente el tipo de dinámica doméstica que se desarrolla en los hogares (Jacquin, 2007: 58). Aunque la figura del viajero pendular ha sido matizada y se ha indicado que pueden existir sujetos que atribuyan valores como el descanso o la comodidad a estos viajes cotidianos (Edensor, 2011). Sin embargo, para una buena parte de ellos este alargamiento de los viajes al trabajo comporta una serie de experiencias alienantes y penosas, ejemplificando esa forma de vivir una amplia movilidad, pero extremadamente deshabilitante.

Y junto a esta figura se ha citado también la del refugiado o la del migrante económico (Pinder, 2011: 178) como representantes de este tipo de sujetos altamente móviles, pero subordinados. Las experiencias derivadas de este tipo de movilidades de nuevo son muy contrastantes respecto a las vividas por las élites globales. En buena parte de los casos, estos desplazamientos internacionales se producen al margen de la legalidad, habiendo que superar una gran serie de obstáculos policiacos y abusos, y en unas condiciones inseguras e indignas (Elliot y Urry, 2010: 6). Es llamativo que algunos de los espacios globales, para el alto consumo y el disfrute de las élites móviles del presente, han sido construidos por este tipo de migrantes económicos en unas realidades que rompen cualquier estándar de derechos humanos, como ha sucedido en Dubái con los trabajadores hindúes y paquistaníes (Elliot y Urry, 2010: 114).

Existe también para la literatura revisada una tercera figura que, con su amplia movilidad, sufre al mismo tiempo un proceso muy acentuado de marginación: el vagabundo. En el contexto de las ciudades neoliberales presentes, que intentan revalorizar sus espacios urbanos de forma que sean atractivos dentro del mercado internacional de los altos consumos para las clases altas, se observan no pocas medidas públicas y policíacas que suponen una auténtica persecución de las clases pobres. Así sucede con los procesos de “gentrificación”, que tienen como finalidad la “rehabilitación” de espacios urbanos decadentes: estos procesos suelen suponer el desarraigo forzado de las poblaciones locales, normalmente inmigrantes, clases trabajadoras, población envejecida, etc., para iniciar proyectos corporativos, culturales o comerciales que atraigan a las élites globales. Muchas de estas poblaciones pierden sus lugares de residencia y engrosan esas filas de los vagabundos. Al mismo tiempo, se imponen las llamadas políticas de cero tolerancia a la inseguridad y que a la larga suponen una auténtica persecución de poblaciones informales y sin techo. En ese contexto de reconversión de un espacio urbano plural y múltiple, en un espacio consumible para las clases medias y altas, se articulan políticas de control social, de vigilancia y supervisión policial (Peck, Theodore y Brenner, 2009: 58) que arrinconan cada vez más a las poblaciones de vagabundos, que viven una constante huida respecto a los agentes de la represión.

Así, desde la literatura revisada, tanto en el caso de los viajeros pendulares, de los refugiados, de los migrantes o de los vagabundos, se tiene el mismo cuadro. Sujetos que habrían decidido no moverse, pero a quienes se les mueve el suelo que tienen bajo sus pies (Bauman, 2010: 115). El orden productivo presente, con sus incertidumbres económicas, con los constantes procesos de inversión y de desinversión urbana, ocasiona que ningún sujeto pueda permanecer quieto porque sus condiciones socioespaciales de vida tienen fecha de caducidad. Hablamos así de movilidades forzadas, de la misma forma que discutíamos antes de los confinamientos forzados. Son expresiones y comportamientos muy diferentes, pero que están caracterizados por el mismo sentido impuesto y heterónomo. Para estos sujetos periféricos del presente, su relación con la movilidad cobra siempre el mismo sentido forzado. Así es como Bauman concluye (2010: 121) que estos sujetos quizá hubieran preferido moverse a otra parte, o acaso no hacerlo en absoluto, pero el mundo actual de las movilidades políticamente desiguales se lo impide.

Aun con la recuperación de este análisis en términos políticos que permite observar el ensalzamiento de una élite móvil global que impone la subordinación a otras clases sociales a través de las (in)movilidades forzadas, sin embargo, como señalé, la literatura revisada sigue presa de la mirada hegemónica; esta literatura es incapaz de contemplar otras formas de vivir y de practicar la movilidad más allá de los modelos ejemplarizantes de altas movilidades de los hombres de negocios, ejecutivos, profesionales y académicos altamente cualificados, o de los contramodelos penosos de los confinados, los marginados, los refugiados o los vagabundos.

El estudio que sigue intenta matizar este tipo de lecturas simplificadoras, y aportar luz sobre cómo esas otras posiciones subordinadas pueden fraguar su identidad desde la vivencia de sus movilidades periféricas, que no necesariamente han de ser deshabilitadoras. En primer lugar, precisaré la manera como se construyen políticamente las movilidades e inmovilidades para el caso de El Salto, una población periférica en el sur del Área Metropolitana de Guadalajara, México. Además, la particular investigación ayudará a reformular dos hipótesis sostenidas hasta el momento, pero que se muestran inválidas. Por un lado, la hipótesis de que en las sociedades presentes el patrón de las movilidades constituye una lógica imperante que ha desplazado otras formas posibles de relacionarse con el espacio, de vivirlo y de construirse una identidad en todo este proceso. Por otro lado, la hipótesis de que las poblaciones periféricas viven forzadamente sus relaciones con sus movilidades, que carecen de la oportunidad de decidir y determinar tanto sus confinamientos como sus viajes y desplazamientos. Al mismo tiempo que refuto estos supuestos con la evidencia obtenida, intentaré ofrecer una especie de bastimento teórico que sirva para soportar la forma como vivimos y describimos la construcción de nuestras identidades sobre un continuo de movilidades.

1 Hay que entender el particular “realismo” desde el que se escribe este libro. Es un realismo enteramente alejado de la escuela positivista de la ciencia, y muy próximo del realismo organicista de Whitehead (1978) donde los acontecimientos comportan un proceso teleológico de materialización y de “prehensiones” respecto de un mundo circundante e histórico.


Capítulo 2

Hacia la periferia. La conformación de un hábitat

La investigación que subyace a este trabajo se desarrolló en el municipio de El Salto, población incorporada al Área Metropolitana de Guadalajara. En 2015, esta conurbación comprendía 4.7 millones de habitantes, representando la segunda ciudad de mayor tamaño dentro de México. El Área Metropolitana de Guadalajara está compuesta por seis municipios: Guadalajara, Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá, Tlajomulco y El Salto. El Salto es el municipio de más reciente conurbación, y lo integran 175,000 habitantes dentro de localidades como Las Pintas, Las Pintitas, El Verde, El Quince, El Castillo, La Alameda, La Azucena o la cabecera municipal. El Salto colinda por el este con Tonalá, por el sudoeste con Tlajomulco, y con Tlaquepaque al norte.


Mapa 1. Ubicación de El Salto dentro del Área Metropolitana de Guadalajara. Elaboración propia basada en SCINCE, INEGI.

El Salto es un municipio con una gran cantidad de dinámicas, muchas de naturaleza conflictiva. El Salto se inserta dentro del segundo corredor industrial más importante del país, y que se extiende hasta la ciudad de Ocotlán, a una distancia de 80 kilómetros. Por tanto, su territorio se ve sometido a fuertes procesos de inversión y desinversión, con la llegada y salida repentina de multitud de empresas, internacionales, nacionales o locales que aportan suministros e insumos. Muchas de estas industrias son del ramo químico y acarrean un serio problema de contaminación y de vertidos de residuos, en ocasiones clandestinos. El Salto recibe este nombre porque en su cabecera municipal se ubicaba un salto de agua del río Santiago, que, por lo demás, circunda buena parte de todo su territorio. Toda la cuenca, que otrora era lugar para el recreo y esparcimiento de las poblaciones, está gravemente contaminada. Fruto de los vertidos de las poblaciones y las referidas industrias, el agua presenta elevadas concentraciones de metales pesados y residuos orgánicos. Cuando sopla el viento, una atmósfera ácida se levanta desde la cuenca y se estaciona sobre las localidades y colonias, produciendo picor de ojos y de garganta.

Junto a esta problemática industrial y ambiental, El Salto alberga recientemente una significativa parte del proceso de construcción de vivienda de bajo costo para las clases trabajadoras del Área Metropolitana de Guadalajara. Dada la ausencia de supervisión y la laxitud en el cumplimiento de la ley, muchas de estas viviendas nuevas se ubican en áreas habitacionales riesgosas, entre las industrias (Rodríguez Bautista y Cota Yáñez, 2005: 11), aledañas a los cauces contaminados, o en espacios sumidos que, en época de lluvias, se inundan. Sus poblaciones tienen que enfrentar serios problemas derivados de su incorporación a un entorno periférico. Junto a los riesgos asociados a vivir en un entorno contaminado, se añaden las dificultades para desplazarse a los distintos centros de la metrópoli, o a otras áreas periféricas donde se encuentran los trabajos.

 

Con anudarse varias de las particulares dinámicas descritas, El Salto, sin embargo, no representa un espacio excepcional. Desde finales de los años 80, se empezó a producir un tipo de hábitat en la periferia de las principales ciudades mexicanas, que instauró prácticas de habitación, estilos de vida y pautas de movilidad características y que, incluso, pueden ser consideradas como epítome de las condiciones que, en el periodo del capitalismo de acumulación flexible, les corresponde vivir a las antiguas clases trabajadoras. En este apartado esbozaré el proceso de constitución de este tipo de entorno y algunas particularidades de los modos de vida que cobija. La intención es establecer el contexto para considerar después qué tipo de movilidades definen a estas poblaciones y a estos espacios situados en la periferia del orden económico y urbano vigente.

La constitución de la periferia

Aunque hay antecedentes como la conformación de los suburbios en la ciudad de Los Ángeles, la aparición generalizada de periferias como entornos periurbanos a varias decenas de kilómetros de antiguas urbes, es más o menos reciente. Lo que caracteriza estos nuevos espacios es que las franjas periurbanas parece que se han desvinculado del tradicional proceso de urbanización. La periferia actual no vive el tránsito de lo rural a lo urbano, no está a la espera de una lenta incorporación a la ciudad, sino que semeja haberse instalado en una condición propia.

Con ser un fenómeno de reciente constitución, el proceso que está detrás de la incorporación de territorios y poblaciones externas a la ciudad es secular, y se relaciona con la liberación de los recursos humanos e inmobiliarios que se establecieron como el origen del capitalismo. Polanyi (1968) narró brillantemente el proceso de conformación del proletariado inglés en los siglos XVIII y XIX, en particular la forma como se constituyó desde una precedente desvinculación del entorno rural y agrícola. De hecho, el crecimiento que experimentaron algunas ciudades inglesas como Londres, Liverpool o Mánchester en todo el siglo XIX, se originó por grandes procesos de migración campo-ciudad. Poblaciones agrícolas y jornaleras que tenían garantizado el acceso a la tierra comunal, como una fuente para la reproducción de sus hogares, perdieron esta prerrogativa cuando, desde mediados del XVIII, se procedió a cercar y privatizar la mayor parte del campo inglés. La conformación de los magnos latifundios y la aparición de la clase social de los grandes terratenientes, fruto de estos cercamientos, tuvo como repercusión que aquellas masas de trabajadores agrícolas perdieran su principal recurso de subsistencia. En adelante, malviviendo entre los resquicios de un sistema de protección social igualmente decadente, estas masas crecientes de desocupados no iban a encontrar otra opción que migrar a ciudades como las mencionadas, para buscar empleos en las nuevas industrias y factorías.

De esta forma, es común en la historia del capitalismo encontrar, detrás de la brillante eclosión de las ciudades y su industria o producción, una realidad menos favorable, pero igualmente necesaria de descomposición de los espacios agrarios y de una pérdida al recurso de la tierra que garantizaba cierta autonomía e independencia. Tanto es así que ya Marx (2009: 959) señaló cómo “la expropiación de la masa del pueblo despojada de la tierra constituye el fundamento del modo capitalista de producción”. De igual modo, Lefebvre (1996: 71), a finales de la década de 1960, ubicaba en la ruina del campesinado las razones que estaban detrás del crecimiento de las ciudades latinoamericanas, en particular en sus barrios de chabolas y favelas.

En el caso particular de México, este fenómeno se ha reproducido recientemente. El medio rural mexicano, durante buena parte del siglo XX, asistió a un intenso proceso de reparto de tierras que permitió a importantes comunidades agrícolas el acceso a este medio de producción, que garantizaba su subsistencia por fuera de los mecanismos de mercado. La fórmula ideada fue la conformación de ejidos, o asambleas de campesinos que, de forma delegada, decidían sobre los asuntos de la comunidad. Las tierras eran propiedad del Estado, de manera que los ejidatarios no podían dividirlas o venderlas; simplemente cultivarlas para su propia subsistencia. Este acceso a la tierra se vio acompañado por políticas de garantías sobre los precios mínimos de determinados productos considerados básicos: maíz, caña de azúcar, café, etc. De esta forma, esas comunidades agrícolas pudieron contar con su reproducción independientemente de las fluctuaciones que sucedieran en los mercados.

No obstante, la década de 1970 puso en evidencia importantes desequilibrios en la economía mexicana, fundamentalmente la existencia de graves desajustes en sus balanzas fiscales y la aparición de importantes déficits públicos. Con las crisis derivadas de la deuda pública y las imposiciones de organizaciones como el FMI o el Banco Mundial de compensar las balanzas fiscales, desde la administración priista de De la Madrid, en 1982, se inició un agudo proceso de privatización que se extendió a todas las áreas de actividad económica, incluido el campo. Este proceso concluirá con la reforma al artículo 27 de la Constitución, realizada en 1992 y que finiquita la naturaleza inalienable de la tierra, lo que permitió que los ejidatarios dispusieran en régimen de propiedad de sus tierras y la pudieran vender y comprar libremente (Eibenschutz y Carrillo, 2011: 88). La liberalización y mercantilización de la tierra, la supresión de las garantías sobre precios antes concedidas y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte significó la desprotección del entorno rural y la ruina de gran parte del campesinado, que, al igual que sucedió con el campesinado en Inglaterra dos siglos antes, perdió la autonomía que suponía el acceso a la tierra y se quedó con el único recurso de su fuerza de trabajo para garantizarse su supervivencia. Poco después de estas reformas, Doreen Massey (1996: 103) ya pronosticaba un éxodo masivo de población empobrecida del entorno rural que ascendía a varios millones de campesinos. Una gran porción de este grupo constituyó el grueso de la población que migró a Estados Unidos; otra parte acudió a poblar esas periferias urbanas que se desarrollaron fuera de control en las décadas de 1990 y 2000.

La periferia del Área Metropolitana de Guadalajara fue ejemplar en este proceso de descomposición y empobrecimiento rural y de migración de grandes masas de antiguos campesinos a entornos periurbanos. El motivo de su crecimiento no respondió tanto a un dinamismo productivo propio, como a la llegada de estos contingentes de campesinos empobrecidos y desarraigados desde sus comunidades de origen (Regalado Loaiza, 2006: 77) que, en pleno siglo XXI, encarnaban un nuevo proceso de proletarización.

Al ser El Salto un municipio en los confines del Área Metropolitana, se dio la particularidad de que algunos de estos campesinos empobrecidos, que originariamente se dedicaban al cultivo de sus parcelas, no tuvieron que emprender migración alguna porque la ciudad, con su rápido crecimiento, llegó a ellos al cabo de unos años para ofrecerles nuevos tipos de trabajos propios de un ámbito urbano periférico. Además, con la proximidad de la ciudad, los terrenos rurales que antes albergaban plantaciones se hicieron muy atractivos por convertirse en un importante repositorio de suelo urbanizable. De esta forma, la mayoría de los antiguos ejidatarios, a partir de la reforma constitucional de 1992, optó por vender sus parcelas, bien a particulares que veían en la nueva periferia una opción económica de vivir cerca de la ciudad, o bien a empresas inmobiliarias que obtuvieron enormes beneficios por la reconversión de terreno rural a terreno urbano. Contando con la estrechez de los modos de vida rurales, las ofertas que presentaban tanto particulares como inmobiliarias por los terrenos de los ejidatarios, se hicieron irresistibles. A pesar de que en su día el precio derivado parecía inigualable, a la larga algunos de estos campesinos terminaron por dilapidar sus recursos y acabaron convertidos en asalariados en las fábricas e industrias aledañas al Corredor Industrial. Así estimaba un antiguo Ejidatario de la localidad de Las Pintas la suerte que corrió alguno de sus decanos compañeros:

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