Asesinato en la mansión

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En ese momento, Lacey vio a una figura de reojo y se giró para ver cómo se le acercaba un hombre. Debía tener unos sesenta años, iba vestido con una camisa a cuadros metida por dentro de unos tejanos azules, llevaba unas gafas de sol apoyadas en la calva y lucía un teléfono móvil con pinza en la cintura.

–¿Eso que acabo de oír es que busca un lugar en el que hospedarse? ―preguntó el hombre.

Lacey estaba a punto de negarlo ―quizás estuviese desesperada, pero irse con un hombre que le doblaba la edad y que se le había acercado en un bar era ir demasiado lejos incluso para Naomi― cuando el hombre aclaró la situación:

–Porque yo alquilo casas de vacaciones.

–¿Oh? ―repuso Lacey, sorprendida.

El hombre asintió con la cabeza y sacó una pequeña tarjeta de negocios del bolsillo de los vaqueros. Lacey la leyó rápidamente.

Las encantadoras casas rurales de Ivan Parry, acogedoras y rústicas. Ideales para toda la familia.

–Estoy lleno, tal y como ha dicho Brenda ―siguió diciendo Ivan, señalando con la cabeza a la camarera―. Excepto por una casa que acabo de comprar en una subasta. Todavía no está lista para que la alquile, pero puedo enseñársela si no tiene ninguna otra opción. Puedo ofrecerle un descuento debido a la situación de la casa, para que tenga donde alojarse hasta que los hoteles vuelvan a tener habitaciones.

El alivio invadió a Lacey. La tarjeta parecía legítima, e Ivan no había hecho saltar ninguna alarma en su cabeza. ¡Su suerte empezaba a cambiar! ¡Estaba tan aliviada que hasta habría podido darle un beso en la calva!

–Me salva la vida ―dijo, logrando controlarse.

Ivan se sonrojó.

–Mejor espere a ver la casa antes de opinar.

Lacey soltó una risita.

–Francamente, ¿cómo de mala puede ser?

*

Lacey parecía una mujer que estuviese dando a luz mientras subía la colina junto a Ivan.

–¿Es demasiado empinado? ―preguntó éste con tono preocupado―. Debería haber mencionado que estaba en la cima de la colina.

–No pasa nada ―resolló Lacey―. Me… encanta… la vista del mar.

Durante todo el viaje hasta allí, Ivan le había demostrado que era todo lo contrario a un retorcido hombre de negocios, recordándole a Lacey el descuento que le había prometido (a pesar de que no habían llegado a hablar del precio) y repitiendo varias veces que no se hiciera ilusiones. Lacey, con los muslos doloridos por el ascenso, empezó a preguntarse si quizás Ivan había tenido toda la razón del mundo al restarle valor a la casa.

Ese pensamiento duró hasta que la casa apareció en la cresta de la colina. Recortado en negro contra el rosado evanescente del cielo se perfilaba un alto edificio de piedra. Lacey soltó un jadeo.

–¿Es ésta? ―preguntó sin aliento.

–Es ésta ―contestó Ivan.

Una fuerza salida de la nada llevó a Lacey a acabar de subir la colina, y con cada paso que daba aquel edificio tan cautivador revelaba otra característica asombrosa: la encantadora fachada de piedra, el techo inclinado, el rosal que ascendía por las columnas de madera del porche, la puerta antigua, gruesa y con arco que parecía salida de un cuento de hadas. Y, enmarcándolo todo, estaba el extenso y destellante océano.

A Lacey casi se le salieron los ojos de las órbitas y se quedó con la boca abierta, apresurándose por recorrer los últimos pasos que la separaban del edificio. Un cartel de madera junto a la puerta rezaba: Cottage Crag.

Ivan se detuvo junto a ella, con una gran llavero entre las manos en el que estaba rebuscando. Lacey se sentía como una niña frente al camión de los helados, esperando impaciente a que la máquina de los helados de crema hiciese su magia mientras saltaba de puntitas, ansiosa.

–No se entusiasme demasiado ―repitió Ivan por duodécima vez, encontrando por fin la llave correcta, una de un tamaño a juego con la casa y de un color bronce oxidado que bien parecía que tuviese que abrir el castillo de Rapunzel, y girándola en la cerradura para abrir la puerta de par en par.

Lacey entró con ganas en la casa de campo y se vio sacudida por la poderosa sensación de encontrarse en casa.

El pasillo era rústico como mínimo, con suelo de madera sin tratar y un recargado y desteñido papel en las paredes. Una alfombra roja y mullida recorría las escaleras que tenía a la derecha en su parte central, ajustada con unos rieles dorados como si el dueño original de la casa hubiese pensado que se trataba de una mansión señorial y no una casita pintoresca. A su izquierda había una puerta de madera abierta que casi la invitaba a cruzarla.

–Como ya he dicho, roza más lo raído que lo decente ―dijo Ivan mientras Lacey recorría su interior de puntillas.

De repente se encontró en una sala de estar. Tres de las paredes estaba forradas con un papel deslucidos a rayas blancas y mentas, mientras que la cuarta dejaba expuestos los bloques de piedra que debía de haber debajo. Una gran cristalera ofrecía vistas al océano, con el alféizar estaba compuesto por un asiento hecho a medida, y una de las esquinas estaba ocupada por completo por una estufa de madera con un largo tubo negro para evacuar el humo y un cubo plateado junto a ésta lleno de madera ya cortada. Otra de las paredes estaba formada casi por completo por una gran estantería de madera, y el sofá, el sillón y el reposapiés, todos a juegos, parecían ser piezas originales de la década de los cuarenta. Todo necesitaba que se le quitase bien el polvo, pero para Lacey aquello sólo lo hacía todavía más perfecto.

Se giró para mirar a Ivan; éste parecía aprensivo mientras esperaba oír su opinión.

–¡Me encanta! ―exclamó Lacey.

La expresión de Ivan se transformó en una de sorpresa con una pequeña pizca de orgullo, algo que Lacey logró distinguir sin problemas.

–¡Oh! ―exclamó él a su vez―. ¡Qué alivio!

Lacey no pudo evitarlo; recorrió casi corriendo el salón, llena de entusiasmo, interiorizando hasta el más mínimo detalle. En la estantería de madera, que había sido tallada para adornada, había un par de novelas de misterio con las páginas arrugadas por el tiempo, y en la estantería inferior había una hucha de porcelana con forma de oveja y un reloj que ya no funcionaba. En la última de todas se encontraba una delicada colección de té de porcelana china, el sueño hecho realidad de cualquier anticuario.

–¿Puedo ver el resto? ―preguntó, sintiendo cómo el corazón le crecía en el pecho.

–Adelante ―contestó Ivan―. Yo bajaré a la bodega y conectaré la calefacción y el agua.

Salieron al pequeño y oscuro pasillo e Ivan desapareció tras una puerta que había bajo las escaleras, mientras que Lacey continuó su viaje en dirección a la cocina con el corazón latiéndole a toda prisa de pura anticipación.

Soltó un fuerte jadeo al entrar en dicha habitación.

La cocina parecía casi un museo viviente de la época victoriana. Había una cocina de hierro negro de marca Arga, ollas y sartenes de latón colgaban de diversos ganchos atornillados al techo y, justo en el centro, había una gran isla para preparar la comida. Distinguió un jardín amplio al otro lado de las ventanas; al parecer las elegantes puertas acristaladas daban a un patio donde se habían colocado una mesa y una silla desvencijadas. Lacey pudo imaginarse sentándose en la segunda con toda facilidad, comiendo cruasanes recién horneadas de la pastelería y bebiendo café peruano orgánico comprado en la cafetería independiente.

De repente, un fuerte golpe la sacó de su ensoñación. Parecía provenir de algún lugar bajo sus pies, y hasta notó cómo vibraban los tablones del suelo.

–¿Ivan? ―lo llamó, volviendo al pasillo―. ¿Va todo bien?

La voz del propietario surgió a través de la puerta abierta de la bodega.

–Son las tuberías. Creo que llevan años sin usarse, así que les llevará un tiempo dejar de hacer ruido.

Otro fuerte golpe consiguió que Lacey diese un salto, pero esta vez no pudo evitar echarse a reír al saber la causa tan inocente que los provocaba.

Ivan volvió a aparecer por las escaleras de la bodega.

–Todo arreglado. Espero que a esas tuberías no les lleve mucho tiempo calmarse un poco ―comentó con su habitual aire preocupado.

Lacey sacudió la cabeza.

–Eso no hace más que añadirle encanto.

–Bueno, puede quedarse aquí todo el tiempo que necesite ―añadió Ivan―. Me mantendré alerta y le avisaré si alguno de los hoteles tiene alguna habitación disponible.

–No se preocupe ―le dijo Lacey―. Esto es exactamente lo que estaba buscando, aunque no lo sabía.

Ivan le dedicó una de sus tímidas sonrisas.

–¿Entonces uno de diez por noche le parece bien?

Lacey arqueó las cenas.

–¿Uno de diez? ¿Eso no son como doce dólares o algo así?

–¿Es demasiado caro? ―intervino Ivan con las mejillas al rojo vivo―. ¿Le parecerían bien cinco?

–¡Es demasiado barato! ―exclamó Lacey, consciente de que estaba negociando para que le subiera el precio en lugar de bajarlo, pero aquella cantidad tan ridículamente diminuta que sugería Ivan era casi un atraco, y Lacey no pensaba aprovecharse de que hombre dulce y balbuceante que la había salvado en su momento de doncella en apuros―. Es una casa de campo de época con dos dormitorios. Adecuada para toda una familia. En cuanto se le haya quitado el polvo y pulido, podría sacar fácilmente cientos de dólares la noche por este sitio.

Ivan no parecía saber dónde mirar. Estaba claro que el tema del dinero lo ponía incómodo; una prueba más, pensó Lacey, de que no estaba hecho para llevar la vida de un hombre de negocios. Esperaba que ninguno de sus inquilinos se estuviese aprovechando de él.

–Bueno, ¿qué tal quince libras por noche? ―sugirió Ivan―. Y enviaré a alguien para que quite el polvo y pula el suelo.

–Veinte ―replicó Lacey―. Y puedo ocuparme yo de todo. ―Sonrió son seguridad y extendió la mano―. Y ahora deme la llave; no pienso aceptar un no por respuesta.

 

El rojo que se había adueñado de las mejillas de Ivan se extendió hasta cubrirle también las orejas y el cuello. Asintió ligeramente con la cabeza para mostrar su acuerdo y le puso la llave de bronce en la mano.

–Mi teléfono está en la tarjeta. Llámeme si algo se rompe. O más bien cuando algo se rompa, debería decir.

–Gracias ―le agradeció Lacey con una pequeña risita.

Ivan se marchó.

Ya sola, Lacey subió al segundo piso para acabar de explorarlo todo. El dormitorio principal estaba en la parte delantera de la casa, disfrutaba de vistas al océano y tenía balcón. Se trataba de otra habitación con aire de museo, con una cama con dosel grande y de roble oscuro y un armario a juego lo bastante enorme como para llevar a cualquiera a Narnia. El segundo dormitorio estaba en la parte posterior y ofrecía vistas al jardín. El retrete estaba separado del baño, ubicado en su propia habitación del tamaño de un armario, y en el baño propiamente dicho había una bañera blanca con pies de bronce. No había ducha, tan solo un accesorio que se ajustaba al mismo grifo de la bañera.

Lacey volvió al dormitorio principal y se dejó caer en la cama con dosel. Era la primera vez que había tenido de reflexionar de verdad sobre aquel día tan mareante, y se sentía casi en shock. Aquella misma mañana había sido una mujer que llevaba casada catorce años, y ahora estaba soltera. Por la mañana había sido una ocupada mujer de Nueva York dedicada a su trabajo, y ahora estaba en una casita junto a un acantilado inglés. ¡Qué encantador! ¡Qué entusiasmo! Nunca había hecho nada tan atrevido en toda su vida, ¡y vaya si se sentía bien!

Las cañerías resonaron con fuerza, arrancándole un chillido, pero un momento después se echó a reír.

Se recostó en la cama, mirando fijamente el dosel de tela que tenía encima y escuchando el sonido que provocaban las olas al chocar contra la pared del acantilado durante la marea alta. Aquel sonido invocó la repentina fantasía infantil, previamente perdida, de vivir en algún lugar junto al océano. Qué curioso que se hubiese olvidado por completo de aquel sueño. De no haber vuelto a Wilfordshire, ¿habría seguido enterrado en su mente sin llegar a ser recuperado jamás? Lacey se preguntó qué otros recuerdos podían acudir a ella mientras se hospedase allí. Quizás dedicaría el día siguiente a explorar un poco el pueblo y comprobar si éste tenía alguna pista que ofrecerle.

CAPÍTULO TRES

Lacey se despertó gracias a un sonido extraño.

Se irguió de un salto, confundida momentáneamente por aquella habitación poco familiar iluminada únicamente por un delgado hilo de luz solar que se colaba por un hueco entre las cortinas. Le hizo falta un segundo para recalibrar su cerebro y recordar que ya no estaba en su apartamento de Nueva York, sino en una casa de piedra junto a los precipicios de Wilfordshire, Inglaterra.

Volvió a oír aquel ruido. Esta vez no se trataba de las cañerías quejándose, sino de algo completamente distinto. Algo que sonaba casi animal.

Le echó un vistazo al teléfono con ojos cansados y vio que eran las cinco de la mañana, hora local. Levantó el cuerpo agotado de la cama con un suspiro, sintiendo el efecto inmediato del jetlag en la pesadez de sus extremidades mientras se acercaba a las puertas del balcón con pies descalzos y apartaba las cortinas. Allí estaba el borde del acantilado, con el mar extendiéndose hacia el horizonte hasta encontrarse con un cielo despejado y sin nubes que justo empezaba a volverse azul. No logró ver a ningún animal que pudiese ser el culpable en el jardín delantero, así que, cuando volvió a oír aquel mismo sonido, Lacey fue capaz de situarlo en la parte posterior de la casa.

Se arropó con una bata que se había acordado de comprar en el último segundo en el aeropuerto y bajó las escaleras llenas de crujidos al trote para investigar aquel ruido. Fue directa hacia la parte trasera de la casa y entró en la cocina, donde las grandes cristaleras y la puerta también acristalada le ofrecían una vista completa del jardín trasero. Y, una vez allí, Lacey descubrió cuál era el origen del sonido.

En el jardín había todo un rebaño de ovejas.

Lacey parpadeó. ¡Debía de haber al menos quince! Veinte. ¡Quizás incluso más!

Se frotó los ojos, pero cuando volvió a abrirlos todas aquellas mullidas criaturas seguían allí, mordisqueando la hierba. Y entonces una de ellas levantó la cabeza.

Lacey estableció contacto visual con la oveja en todo un duelo de voluntades hasta que, al fin, el animal echó la cabeza hacia atrás y soltó un balido largo, alto y resentido.

Lacey estalló en risitas. No se le ocurría un modo más perfecto de iniciar su nueva vida AD. De repente el hecho de estar allí, en Wilfordshire, parecieron menos unas vacaciones y más una declaración de intenciones, una recuperación de su antiguo yo o, quizás, de una persona completamente nueva a la que todavía no había tenido oportunidad de conocer. Fuera cual fuese aquel sentimiento, hizo que sintiese burbujas en el estómago, casi como si alguien se lo hubiese llenado de champán. O quizás fuese el jetlag; por lo que concernía a su reloj interno, Lacey acababa de echarse un buen sueñecito. Daba igual; el tema era que se moría de ganas de hacer frente a aquel nuevo día.

Lacey se sintió invadida por un repentino entusiasmo y hambre de aventuras. El día anterior se había despertado con los sonidos del tráfico de Nueva York, y hoy había sido con unos balidos incesantes. El día anterior había olido el aroma de la colada recién hecha y de los productos de limpieza, y ahora olía el polvo y el océano. Había cogido todo lo que le había resultado familiar en su antigua vida y lo había dispersado a los cuatro viento. Como mujer nuevamente soltera, el mundo le parecía de repente su pequeño patio de juegos. ¡Quería explorar! ¡Descubrir! ¡Aprender! De golpe toda ella sentía un entusiasmo por la vida que no había sentido desde… Bueno, desde antes de que se marchase su padre.

Sacudió la cabeza; no quería pensar en cosas tristes. Estaba decidida a no permitir que nadie arruinase aquel recién descubierto sentimiento de dicha absoluta, al menos no aquel día. Lo que iba a hacer, al menos durante aquel día ,sería aferrarse a esa sensación y no soltarla por nada del mundo. Durante aquel día sería libre.

Lacey intentó ducharse en la enorme bañera en un intento por no pensar en cómo le gruñía el estómago, usando el extraño accesorio parecido a una manguera que conectaba con el grifo para remojarse como lo habría hecho de tratarse de un perro lleno de barro. El agua pasó de cálida a helada en cuestión de un segundo, y las tuberías no dejaron de resonar durante todo el rato con un clang clang clang, pero la suavidad del agua en comparación con el agua dura a la que se había acostumbrado en Nueva York fue el equivalente de cubrirse todo el cuerpo con una carísima crema hidratante, así que Lacey disfrutó de la sensación incluso si la sorpresa del agua fría logró que le castañeasen los dientes.

En cuando se hubo librado de toda la suciedad del aeropuerto y de la polución de la ciudad y su piel quedó brillante casi de manera literal, se secó y se vistió con la muda de ropa que había comprado en el mismo aeropuerto. En la cara interna de la puerta del armario de Narnia había un espejo de buen tamaño, y Lacey lo usó para valorar su aspecto. Un aspecto que no era para nada mono.

Hizo una mueca. Había escogido la ropa en una tienda de ropa veraniega en el aeropuerto con la idea de que algo informal sería más apropiado para sus vacaciones en la costa, pero aunque su intención había sido adoptar un estilo playero informal, su conjunto parecía ahora más bien salido de una tienda de segunda mano. Los pantalones de vestir beige le iban demasiado estrechos, la camisa de muselina blanca le quedaba como un saco, ¡y los finos zapatos náuticos eran todavía menos apropiados para las calles de adoquines de lo que lo habían sido sus tacones! La mayor prioridad de aquel día tendría que ser invertir en algo de ropa decente.

Le gruñó el estómago.

«Más bien la segunda prioridad», pensó, dándose una palmadita en el estómago.

Bajó al primer piso con el cabello goteándole a la espalda, y al entrar en la cocina comprobó que en el jardín sólo quedaban un par de rezagadas del grupo de ovejas de aquella mañana. Le echó un vistazo a los armarios y la nevera, encontrándolos ambos vacíos, y todavía era demasiado temprano como para ir al pueblo en busca de un desayuno recién horneado en la pastelería de la calle principal. Tendría que matar un poco el tiempo.

–¡Matar el tiempo! ―exclamó en voz alta, llena de alegría.

¿Cuándo había sido la última vez que había podido permitirse el lujo de matar el tiempo? ¿Cuándo se había permitido a sí misma la libertad de hacer algo así? David siempre había sido muy  cuadriculado con el poco tiempo libre que habían tenido. Gimnasios, almuerzos, compromisos familiares, copas; hasta el último momento «libre» había sido planificado. Lacey tuvo una súbita epifanía: ¡el mismo acto de planear el tiempo libre acababa negando la libertad de éste! Al permitir que David organizase y dictase lo que hacían con su tiempo, Lacey había acabado metiéndose en una camisa de fuerza formada por obligaciones sociales. Aquel momento de claridad la golpeó casi como si un instante budista.

«El Dalai Lama se sentiría muy orgulloso de mí», pensó, dando una palmada de felicidad.

Justo en ese momento una de las ovejas baló y Lacey decidió que iba a usar su recién adquirida libertad para jugar a detective novata y averiguar de dónde había salido aquel rebaño.

Abrió las puertas acristaladas y salió al patio. La fresca brisa matutina proveniente del océano le cubrió el rostro de pequeñas gotas de agua mientras recorría el sendero del jardín en dirección a las dos bolas de algodón que todavía andaban por allí comiéndose su hierba. Se alejaron trotando con torpeza y una elegancia nula en cuando la oyeron acercarse, y desaparecieron a través de un hueco que había en el seto.

Lacey se acercó más y se asomó por el hueco; al otro lado del grueso matorral distinguió otro jardín lleno de flores de colores vivos. Tenía un vecino. En Nueva York sus vecinos habían sido fríos, todos ellos parejas profesionales como David y ella cuyas vidas consistían en salir del apartamento antes de que amaneciera y volver tras la puesta de sol, pero aquel que tenía delante parecía, a juzgar por su precioso y bien cuidado jardín, que disfrutaba de una buena vida. ¡Y tenía ovejas! En el antiguo bloque de apartamentos de Lacey no había habido ni una sola mascota o animal; esa gente criada en oficinas y siempre tan ocupada no tenía tiempo para mascotas, ni tampoco la inclinación de lidiar con el pelo que pudiesen soltar o los olores de granja. ¡Qué encantador resultaba ahora vivir tan cerca de la naturaleza! Hasta el olor de las heces de las ovejas era bienvenido en comparación con lo hiper limpio que había sido su edificio en Nueva York.

Lacey volvió a enderezarse y, al hacerlo, vio una parte de la hierba que parecía aplastada, como si muchos pies hubiesen labrado un camino. El sendero bordeaba los setos y se dirigía al acantilado, donde había una pequeña verja prácticamente consumida por las plantas. Lacey se acercó a ella y la abrió.

Alguien había tallado unas escaleras en la pared del acantilado y éstas bajaban hasta la playa.  «Parece salido de un cuento de hadas», pensó encantada, iniciando el descenso con cuidado.

Ivan no había mencionado en ningún momento que tuviese una ruta directa hasta la playa, ni siquiera había insinuado que, si a Lacey le apetecía de repente sentir la arena entre los dedos de los pies, podía lograrlo en tan solo un par de minutos. Y pensar que en Nueva York se había pavoneado de tener el metro únicamente a dos minutos de casa.

Fue bajando por los escalones irregulares hasta que llegar al final de la escalera, que quedaba a unos dos pies por encima de la playa. Lacey los cubrió de un salto. La arena era tan suave que a sus rodillas no les costó nada absorber el impacto incluso a pesar de los baratos zapatos náuticos.

Lacey respiró profundamente, sintiéndose completamente salvaje y libre de preocupaciones. Aquella parte de la playa estaba desierta e intacta. Debía de quedar demasiado lejos de las tiendas del pueblo como para que la gente se aventurase hasta allí, pensó. Era casi como su pedacito de playa privada.

Miró en dirección al pueblo y llegó a ver el embarcadero que sobresalía al océano. Al instante se vio asaltada por el recuerdo de jugar en varios puestos de feria y las máquinas recreativas en las que su padre les había permitido gastarse sus dos libras. En el embarcadero también había un cine, recordó, entusiasmada por los fragmentos de recuerdos que no dejaban de volver a ella; era una pequeña sala con sólo ocho cómodos asientos de terciopelo rojo que no había cambiado prácticamente en nada desde su construcción. Su padre las había llevado a Naomi y ella a ver unos poco conocidos dibujos japoneses. Lacey se preguntó cuánto recuerdos más le traería a la mente aquel viaje a Wilfordshire. ¿Cuántos vacíos en su memoria se verían completados gracias al hecho de haber venido?

 

La marea era baja, así que todavía podía verse gran parte de la estructura del embarcadero, y Lacey vio a algunas personas paseando a perros y a un par haciendo jogging. El pueblo empezaba a despertarse, así que quizás la cafetería ya hubiese abierto. Decidió tomar el camino más largo a lo largo de la costa y echó a andar en dirección al pueblo.

El acantilado retrocedía cuando más se acercaba al pueblo en sí, y al cabo de poco ya empezaron a haber carreteras y caminos. Nada más pisar el paseo marítimo, Lacey revivió otro recuerdo repentino: un mercado con puestos de lona que vendían ropa, joyería y baritas de piedra. Una serie de números pintados con espray en el suelo marcaban cada ubicación concreta, y Lacey sintió una oleada de euforia.

Le dio la espalda a la playa y se adentró en la calle principal… o la calle mayor, como lo llamaban los británicos. Se fijo por un momento en The Coach House, donde había conocido a Ivan, antes de girar hacia la calle cubierta de banderines.

Estar allí era tan distinto de estar en Nueva York. El ritmo de aquel pueblo era más lento. No había ningún coche tocando la bocina. Nadie empujaba a nadie. Y, para su sorpresa, algunas de las cafeterías sí que estaban abiertas.

Entró en la primera que encontró y en la cual no había cola, por cierto, y pidió un café americano solo y un cruasán. El café estaba tostado a la perfección, denso y chocolateado, y el cruasán tenía el exterior crujiente y con capas y el interior era una delicia con sabor a mantequilla.

Por fin con el estómago satisfecho, Lacey decidió que era de encontrar ropa de más calidad. Había visto una bonita boutique de ropa al otro extremo de la calle mayor, y había empezado a caminar en dicha dirección cuando el olor a azúcar le asaltó el olfato. Miró a su alrededor, localizando una tienda de caramelos artesanales que acababa de abrir sus puertas, y entró en su interior, incapaz de resistirse.

–¿Quieres probar una muestra? ―le preguntó un hombre vestido con un delantal a rayas blancas y rosas. Hizo un gesto hacia una bandeja repleta de cubos de distintos tonalidades marrones―. Tenemos chocolate negro, chocolate con leche, chocolate blanco, caramelo, tofe, café, mezcla de frutas y la receta original.

Lacey abrió los ojos como platos.

–¿Puedo probarlos todos? ―preguntó.

–¡Por supuesto!

El hombre cortó cubos más pequeños de cada uno de los sabores y se los presentó para que eligiera. Lacey se llevó el primero a los labios y sus papilas gustativas estallaron.

–Es magnífico ―dijo con la boca llena.

Pasó al siguiente y, de algún modo, resultó que estaba todavía más bueno que el anterior.

Probó una muestra tras otra, y éstas no dejaron de parecer más y más deliciosas a medida que avanzaba.

Se tragó el último bocado y casi no se dio tiempo ni a respirar antes de exclamar:

Tengo que enviárselos a mi sobrino. ¿Aguantarán si lo envío a Nueva York?

El hombre sonrió de oreja a oreja y sacó una caja de cartón plana recubierta de una película de plástico.

–Lo hará si usas una de nuestras cajas de envíos especiales ―contestó riéndose―. Nos hacen tanto esa pregunta que pedimos que nos la diseñaran especialmente. Es lo bastante delgada como para caber en el buzón y lo bastante ligera como para que el envío no salga demasiado caro. También puedo venderte los sellos.

–Qué innovador ―comentó Lacey―. Habéis pensado en todo.

El hombre llenó la caja con un cubo de cada uno de los sabores disponibles, la cerró bien con cinta de embalar y le pegó los sellos adecuados. Tras pagar y darle las gracias, Lacey cogió su paquetito, escribió el nombre y la dirección de Frankie en la parte delantera, y la envió gracias al tradicional buzón rojo que había al otro lado de la calle.

En cuanto el paquete hubo desaparecido por la ranura, Lacey recordó que estaba distrayéndose de la tarea que tenía actualmente entre manos: encontrar ropa de más calidad. Estaba a punto de marchar en búsqueda de la boutique cuando se vio distraída de nuevo por el escaparate de la tienda que había junto al buzón. En él se veía una escena de la playa de Wilfordshire con el embarcadero adentrándose en el mar, pero toda la imagen estaba compuesta por macaron de tonos pastel.

Lacey se arrepintió al instante del cruasán que se había comido y de todos los caramelos que había probado, porque aquella imagen tan deliciosa la hizo salivar. Le hizo una foto para enviarla al grupo de Chicaz Doyle.

–¿Puedo ayudarte en algo? ―preguntó una voz masculina junto a ella.

Lacey se enderezó. De pie en la puerta se encontraba el dueño de la tienda, un hombre la mar de atractivo que debía rondar los cuarenta y cinco años con cabello denso y castaño oscuro y una mandíbula bien definida. Tenía unos chispeantes ojos verdes, y las pequeñas arrugas que tenía en el rostro le indicaron al instante que aquel hombre era una persona que disfrutaba de la vida. El moreno que lucía sugería que también disfrutaba de viajes frecuentes a climas más cálidos.

–Sólo miraba ―contestó con una voz que parecía como si le estuviesen apretando las cuerdas vocales―. Me gusta tu escaparate.

El hombre sonrió.

–Lo he hecho yo mismo. ¿Qué tal si entras y pruebas algunas de las tartas?

–Me encantaría, pero ya he comido ―explicó Lacey. El cruasán, el café y los caramelos parecieron ponerse a dar vueltas en su estómago, provocándole unas ligeras náuseas. De repente Lacey fue consciente de qué era lo que estaba pasando: lo que sentía era en realidad aquel sentimiento perdido hacía tanto tiempo cuando había una atracción física, como si tuviese mariposas en el estómago. Las mejillas empezaron a arderle.

El hombre se rió por lo bajo.

–Noto por tu acento que eres americana, así que quizás no sepas que en Inglaterra tenemos una cosa llamada tentempié. Es después del desayuno pero antes de la comida.

–No te creo ―replicó Lacey, sintiendo cómo los labios se le curvaban en una sonrisa―. ¿Tentempié?

El hombre se llevó una mano al corazón.

–¡Te prometo que no es ninguna estrategia de marketing! Es el momento perfecto para un taza de té y un pedazo de tarta, o té y sándwiches, o té y galletas. ―Señaló con los brazos la puerta abierta, a través de la cual se veía un aparador de cristal lleno de dulces con diseños creativos en toda su deliciosa gloria―. O todo a la vez.

–¿Siempre y cuando haya té? ―preguntó Lacey, uniéndose a la broma.

–Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.

Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.

Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.

–Et voilà.

Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?