Asesinato en la mansión

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Lacey Doyle. Propietaria de un negocio.

Su nueva vida quedaba sellada.

CAPÍTULO SEIS

Con una escoba entre las manos, Lacey estaba barriendo el suelo de la tienda de la que ahora era una orgullosa arrendataria con un corazón que no parecía caberle en el pecho.

Nunca antes se había sentido así, como si tuviese toda su vida bajo control, todo su destino, y como si el futuro estuviese a su alcance por completo. La cabeza le iba a mil por hora, empezando a formular planes bastante grandes, como por ejemplo convertir la habitación trasera en una sala de subastas en honor al suelo que su padre nunca había cumplido. Había estado en cientos y cientos de subastas mientras trabajaba para Saskia, en su mayoría había sido como compradora, no vendedora, pero estaba segura de que podría aprender cómo gestionar una subasta. Tampoco había manejado nunca una tienda, y allí estaba a pesar de todo. Y, además, cualquier cosa que valiese la pena requería un esfuerzo.

En ese momento distinguió cómo una figura que había estado pasando frente a la tienda frenaba bruscamente y se giraba hacia ella para mirarla a través del escaparate. Lacey alzó la vista de la escoba con la esperanza de que se tratase de Tom, pero se percató rápidamente de que la figura que estaba inmóvil frente a ella era una mujer. Y no cualquier mujer, sino una a la que Lacey reconoció: delgada como un palo, vestida de negro y con el mismo cabello largo, oscuro y ondulado que ella. Era su gemela malvada, la dependienta de la tienda aledaña.

La mujer irrumpió en el local aprovechando que Lacey no había cerrado la puerta con llave.

–¿Qué haces aquí? ―exigió la mujer.

Lacey dejó la escoba contra el mostrador y le tendió la mano para estrechársela con confianza.

–Soy Lacey Doyle, tu nueva vecina.

La mujer se le quedó mirando la mano con asco, como si la tuviese cubierta de gérmenes.

–¿Qué?

–Soy tu nueva vecina ―repitió Lacey con el mismo tono confiado―. Acabo de firmar el alquiler del local.

La mujer torció el gesto como si acabase de recibir una bofetada en la cara.

–Pero… ―musitó.

–¿Eres la dueña de la boutique, o sólo trabajas en ella? ―preguntó Lacey, intentando que la mujer volviese a centrarse.

Ésta asintió casi como si estuviera hipnotizada.

–Soy la dueña. Me llamo Taryn, Taryn Maguire. ―Y entonces, de repente, sacudió la cabeza como para librarse de los últimos efectos de la sorpresa y se obligó a mostrar una sonrisa amistosa―. Bueno, una nueva vecina. Qué encantador. Es una ubicación magnífica, ¿verdad? Estoy segura de que la falta de luz jugará a tu favor, así no se notará el mal estado del local.

Lacey se controló para no arquear una ceja. Los años que había pasado lidiando con la pasivo agresividad de su madre la habían entrenado para no dejarse provocar.

Taryn se rió con fuerza en lo que pareció un intento de suavizar la bofetada de su cumplido.

–Bueno, dime, ¿cómo has conseguido que te alquile el local? Lo último que había oído era que Stephen iba a venderlo.

Lacey se limitó a encogerse de hombros.

–Así es, pero ha habido un cambio de planes.

Taryn puso cara de acabar de chupar un limón. Movió los ojos por toda la tienda y la nariz altiva que ya había desdeñado al menos una vez a Lacey aquel día pareció alzarse todavía más hacia los cielos a medida que el asco de Taryn se hacía más y más visible.

–¿Y vas a vender antigüedades? ―añadió.

–Así es. Mi padre se dedicaba a eso cuando era niña, así que estoy siguiendo sus pasos en su honor.

–Antigüedades ―repitió Taryn. Estaba claro que la idea de que se estableciese una tienda de antigüedades junto a su boutique pija no la complacía en lo más mínimo. Fijo la vista en Lacey como si fuese un halcón―. Y te lo permiten, ¿es así? Que saltes el charco sin más y abras una tienda.

–Con la visa correcta ―le explicó Lacey con frialdad.

–Qué… interesante ―replicó Taryn, eligiendo claramente sus palabras con el mayor de los cuidados―. Quiero decir, normalmente cuando un extranjero quiere trabajar en este país la empresa tiene que demostrar que no hay ningún británico disponible para ocupar ese puesto. Me sorprende que no se apliquen las mismas normas en cuanto a lo de abrir un negocio… ―Su tono desdeñoso iba volviendo cada vez más evidente―. ¿Y Stephen ha acordado un alquiler contigo, con una desconocida, así tal cual? ¿Después de que la tienda llevase vacía tan solo, qué, dos días? ―La educación que la mujer se había estado obligando a expresar anteriormente se desvanecía a marchas forzadas.

Lacey decidió no permitir que sus palabras la afectasen.

–En realidad ha sido todo un golpe de suerte. Stephen estaba en la tienda cuando empecé a cotillear en ella. Estaba destrozado después de que el anterior arrendatario lo abandonase y lo dejase con montañas de facturas, y supongo que las estrellas deben de haberse alineado. Yo lo ayudo y él me ayuda; debe de ser el destino.

Notó cómo a Taryn se le enrojecía el rostro.

–¿DESTINO? ―chilló la mujer. Su pasivo agresividad viró bruscamente hacia una agresividad pura y dura―. ¿DESTINO? ¡Hace meses que tengo el trato con Stephen de que, si la tienda se quedaba disponible, me la vendería! ¡Se suponía que iba a expandir mi tienda con el local!

Lacey se encogió de hombros.

–Bueno, yo no lo he comprado. Simplemente lo alquilo. Estoy segura de que todavía tiene ese plan en mente y te lo venderá cuando llegue el momento, pero al parecer todavía no ha llegado.

–¡No me lo puedo creer! ―gimoteó Taryn―. ¿Te presentas aquí y le obligas a firmar otro alquiler? ¿Y te lo concede en tan solo un par de días? ¿Acaso lo has amenazado? ¿Has usado alguna clase de vudú con él?

Lacey se mantuvo firme.

–El por qué ha decidido alquilarme a mí el local en lugar de vendértelo tendrás que preguntárselo a él ―dijo, aunque interiormente pensaba: «¿Quizás se deba a que yo soy agradable?».

–Me has robado la tienda ―finalizó Taryn.

Y, tras aquello, se marchó a grandes zancadas, cerrando la puerta tras de sí con un golpe y agitando la melena larga y oscura.

Lacey se percató de que su nueva vida no iba a ser exactamente tan idílica como había esperado, y quizás su broma sobre cómo Taryn era su gemela malvada hasta llegase a hacerse realidad. Bueno, al menos existía una cosa que podía hacer al respecto.

Cerró el local con llave y avanzó con paso decidido por la calle en dirección a la peluquería, entrando sin dudar ni un segundo. La peluquera, una mujer pelirroja, estaba sentada y ojeaba una revista entre un claro parón entre clientes.

–¿Puedo ayudarla? ―preguntó, alzando la vista hacia Lacey.

–Ha llegado el momento ―anunció ésta con decisión―. Ha llegado el momento de pasar al pelo corto.

Aquel era otro sueño que nunca había podido cumplir por su falta  de valentía. David había adorado su larga cabellera, pero no pensaba seguir pareciéndose a su gemela malvada ni un segundo más. Había llegado el momento. El momento de cortarlo todo. El momento de dejar atrás a la Lacey que había sido en el pasado. Aquella era su nueva vida, y seguiría unas normas nuevas y creadas por su propia mano.

–¿Estás segura de que quieres llevarlo corto? ―le preguntó la mujer―. Quiero decir, pareces decidida, pero tengo que preguntarlo. No quiero que acabes arrepintiéndote.

–Oh, estoy segura ―la tranquilizó Lacey―. En cuanto lo haga, habré cumplido tres de mis sueños en tres días.

La peluquera sonrió de oreja a oreja y cogió las tijeras.

–De acuerdo entonces. ¡Vamos a por el triplete!

CAPÍTULO SIETE

―Ya está ―dijo Ivan, arrastrándose para salir del armario que había debajo del fregadero de la cocina―. Esa tubería no debería gotear más ni darte más problemas.

Se puso en pie, bajándose avergonzado el borde de la arrugada camiseta gris que se le había subido sobre la barriga cervecera pálida como un fantasma. Lacey disimuló con educación que no había visto nada.

–Gracias por arreglarlo tan rápido ―dijo, agradecida de que Ivan fuese un casero considerado que arreglaba todos los problemas con los que la sorprendía la casa (y que no habían sido pocos) y además lo hacía de una manera tan eficaz. Pero también empezaba a sentirse culpable por la cantidad de veces que había acabado arrastrándolo hasta Cottage Crag; la colina no representaba precisamente un simple paseo, e Ivan ya no era precisamente joven―. ¿Quieres quedarte a tomar algo? ―le ofreció―. ¿Té? ¿Cerveza?

Ya sabía que la respuesta sería negativa. Ivan era tímido, y transmitía la sensación de que creía que su presencia era una imposición que Lacey tenía que sufrir, pero aquello no evitaba que se lo preguntase siempre.

Ivan se rió por lo bajo.

–No, no, no hace falta, Lacey. Esta noche tengo que ocuparme de unos asuntos administrativos. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.

–Y que lo digas ―contestó Lacey―. Esta mañana he ido a la tienda a las cinco de la mañana y no he vuelto a casa hasta las ocho de la tarde.

Ivan frunció el ceño.

–¿La tienda?

–Oh ―musitó Lacey, sorprendida―. Creía que te lo había mencionado cuando viniste a desatascar los canalones. Voy a abrir una tienda de antigüedades en el pueblo. Le he alquilado un local vacío a Stephen y Martha, el que antes era una tienda de jardinería y objetos del hogar.

Ivan pareció estupefacto.

–¡Creía que habías venido de vacaciones!

–Así es, pero he acabado decidiendo que voy a quedarme. No justo en esta casa, por supuesto. Encontraré algún otro sitio tan pronto como la necesites para alquilarla.

–No, si estoy encantado ―se apresuró a decir Ivan con aspecto de estar absolutamente maravillado―. Si te gusta estar aquí, será un placer que te quedes. No es demasiado incordio que tenga que venir de vez en cuando a hacer apaños, ¿verdad?

 

–Me gusta que lo hagas ―contestó Lacey con una sonrisa―. Así evito sentirme sola.

Aquella había sido la parte más difícil de dejar atrás Nueva York. No se trataba del lugar, ni del apartamento, ni de las calles conocidas, sino de la gente que había dejado atrás.

–Quizás debería adoptar un perro ―añadió con una risita.

–Deduzco que todavía no conoces a tu vecina, ¿verdad? ―dijo Ivan―. Es una dama encantadora. Excéntrica. Tiene un perro, un collie, para controlar a las ovejas.

–A las ovejas sí que las conozco ―le dijo Lacey―. No dejan de colarse en el jardín.

―Ah ―dijo Ivan―. Debe de haber un agujero en la verja. Le echaré un vistazo más tarde. Pero en fin, la señora que vive al lado siempre está dispuesta a tomar una taza de té. O una cerveza. ―Y guiñó el ojo de una manera paternal que a Lacey le hizo pensar en su padre.

–¿De verdad? ¿No le importará que una americana a la que no conoce se plante en su puerta?

–¿A Gina? En absoluto. ¡Le encantará! Hazle una visita; te prometo que no te arrepentirás.

Y, tras aquello, Ivan se marchó y Lacey hizo lo que le había sugerido y se acercó a la casa de su vecina. Aunque «vecina» era una descripción bastante amplia; la casa estaba al menos a cinco minutos de paseo por el acantilado.

Llegó a la casa de campo, un edificio parecido al suyo pero de una única planta, y llamó a la puerta. Se empezó a oír ruido al otro lado al instante, tanto el de un perro arañando el suelo como el de una voz femenina diciéndole que se calmase. La puerta se abrió unos cuantos centímetros y una mujer de cabello gris, largo y rizado y rasgos excepcionalmente infantiles para una persona de unos sesenta años se asomó por el hueco. Iba vestida con una rebeca color salmón y una falda floral que legaba hasta el suelo, y también podía verse el morro de un border collie blanco y negro que intentaba desesperadamente apartarla para salir fuera.

–Boudicca ―le dijo la mujer al perro―. Quita el morro de en medio.

–¿Boudicca? ―preguntó Lacey―. Es un nombre de lo más interesante para un perro.

–Se lo puse por la vengativa reina guerrera pagana que se lanzó contra los romanos y redujo Londres a cenizas. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, querida?

La mujer le cayó bien al instante.

–Soy Lacey. Vivo en la casa de al lado, y he pensado que sería buena idea presentarme ahora que mi estancia va a volverse algo así como permanente.

–¿En la casa de al lado? ¿En Cottage Crag?

–Eso es.

La mujer sonrió de oreja a oreja. Abrió la puerta por completo, extendiendo los brazos al mismo tiempo.

–¡Oh! ―exclamó en una muestra de pura felicidad, dándole a Lacey un abrazo. La perra, Boudicca, se volvió loca, dando saltos y ladrando―. Soy Georgina Vickers. George para la familia y Gina para los amigos.

–¿Y para los vecinos? ―intervino Lacey, siendo al fin liberada del abrazo de oso de la mujer.

–Lo mejor serás que me llames Gina. ―La cogió de la mano y tiró de ella―. ¡Venga, entra! ¡Adelante! ¡Adelante! Pondré la tetera a calentar.

A Lacey no le quedó más opción que dejarse arrastrar dentro de la casa y, aunque en aquel momento todavía no era consciente, la frase «Pondré la tetera a calentar» iba a convertirse en una frase que oiría muy a menudo.

–¿Te lo puedes creer, Boo? ―dijo la mujer mientras se adentraba por el pasillo de techo bajo―. ¡Por fin tenemos vecinos!

Lacey la siguió hasta la cocina. Tenía más o menos la mitad del tamaño que la suya, el suelo estaba formado por azulejos de un tono rojo oscuro, y había una gran isleta central que ocupaba gran parte del espacio disponible. El fregadero estaba a un lado, junto a una gran ventana que ofrecía vistas a un jardín lleno de flores y a las olas rompientes del océano más allá.

–¿Te gusta la jardinería? ―preguntó Lacey.

–Así es. Me enorgullezco mucho de mi jardín. Cultivo toda clase de flores y hierbas para preparar remedios; soy algo así como una doctora bruja. ―Soltó una carcajada ante la valoración que había hecho de sí misma―. ¿Te gustaría probar uno? ―Hizo un gesto hacia una hilera de botellas de cristal de color ámbar apretujadas en una estantería artesanal de madera bastante tambaleante―. Tengo curas para el dolor de cabeza, calambres, dolor de dientes, reuma…

–Uh… Creo que me conformaré con el té ―contestó Lacey.

–¡Té pues! ―exclamó la excéntrica mujer. Marchó hacia el lado opuesto de la cocina y sacó dos tazas de un armario―. ¿De qué tipo? ¿English Breakfast? ¿Assam? ¿Earl Grey? ¿Lady Grey?

Lacey no había sido consciente de que existieran tantos tipos. Se preguntó cuál sería el que había tomado en su «cita» con Tom; había estado delicioso. Pensar en ello le volvió a traer a la mente aquel recuerdo.

–¿Cuál es el tradicional? ―respondió, sintiéndose algo perdida―. ¿Cuál es el que te tomas con los bollitos?

–Ése sería el English Breakfast ―dijo Gina, asintiendo con la cabeza. Eligió una lata del armario, sacó dos bolsitas de su interior y dejó cada una de ellas en una de las tazas de distintos juegos que había preparado. Después llenó la tetera y la puso al fuego antes de girarse hacia Lacey con una mirada llena de curiosidad―. Bueno, dime ―empezó―. ¿Qué te está pareciendo Wilfordshire?

–Ya había estado antes ―le explicó Lacey―. Vine de vacaciones de niña. En aquel entonces me encantó, y quería saber si volvería a sentir la misma magia en una segunda visita.

–¿Y bien?

Lacey pensó en Tom, en la tienda, en Cottage Crag y en todos los recuerdos de su padre que habían salido a la luz como polillas del interior de una casa que hubiese permanecido intacta durante veinte años. Una sonrisa le curvó los labios.

–La estoy sintiendo, eso seguro.

–¿Y cómo has acabado en Cottage Crag? ―preguntó Gina.

Lacey estaba a punto de explicarle la historia de su encuentro por pura casualidad con Ivan en The Coach House, pero la tetera empezó a burbujear con fuerza y su voz se vio ahogada por el ruido. Gina extendió un dedo en un gesto que transmitía que le diese un segundo, y se acercó a la tetera con el border collie llamado Boudicca cruzándose entre sus piernas mientras avanzaba.

Gina sirvió el agua caliente en las tazas.

–¿Leche? ―preguntó, mirando a Lacey por encima del hombro con las gafas llenas de vaho.

Ésta recordó que Tom le había ofrecido una jarrita de leche.

–Por favor.

–¿Azúcar?

–Sólo si así es como se supone que debe tomarse.

Gina se encogió de hombros.

–Bueno, eso depende de cada uno. Yo lo tomo así, pero quizás a ti ya te parezca lo bastante dulce de por sí.

Lacey soltó una risita.

–En ese caso, con azúcar para mí también.

–Marchando. ¿Un cubito o dos?

Lacey abrió los ojos como platos, asombrada.

–¡No tenía ni idea de que hubiera tantos factores en una simple taza de té!

Gina se echó a reír con carcajadas dignas de una bruja.

–¡Es todo un arte, querida! Un cubito de considera bastante refinado, y dos bastante menos sofisticado. ¿Tres? Bueno, a eso lo llamamos el té de los obreros. ―Hizo una mueca antes de soltar otra carcajada.

–¿El té de los obreros? ―contestó Lacey―. Tendré que procurar acordarme de ese detalle.

Gina acabó de preparar el té, dejó las bolsitas ya bien exprimidas de agua sobre una montaña de otras ya usadas que descansaban en un platito junto a la tetera, y lo llevó todo hacia la desgastada mesa de la cocina. Tomó asiento, dejó caer un cubito de azúcar en el té de Lacey, lo agitó con la cucharilla, y después le acercó la taza.

Lacey la aceptó, agradecida, y tomó un sorbo. El sabor se acercaba bastante al que Tom le había preparado; quizás fuese algo más fuerte y tuviese cierto toque amargo, pero aun así fue más que suficiente para llenarla con un cosquilleo de reminiscencia.

Boudicca se tumbó junto a los pies de Gina y agitó la cola con felicidad.

–Bueno, estabas a punto a decirme cómo has acabado en Wilfordshire ―la animó Gina, redirigiendo su conversación al punto en el que la habían dejado antes de verse tan bruscamente interrumpidas por la tetera.

–Por el divorcio ―dijo Lacey, pensando que quizás fuese mejor asumirlo de frente.

–Oh, querida ―dijo Gina, dándole unas palmaditas en la mano con ternura―. Yo también pasé por uno. Fue una época terrible. Aunque fue en los noventa, sabes, así que he tenido tiempo de sobras para procesarlo.

–¿No volviste a casarte? ―preguntó Lacey, abriendo más los ojos ante la imagen mental de su propia persona permaneciendo soltera durante los siguientes treinta años y convirtiéndose en la siguiente Gina.

–¡Dios, no! Me sentí aliviada, querida ―replicó Gina―. Mi marido era como cualquier otro hombre: un niño inmaduro vestido de traje. ¡Si quieres saber mi opinión, estás mejor sin él! No son más que un montón de problemas y no ganas nada a cambio.

Lacey no logró contener la sonrisa.

–¿Tuviste hijos?

–Sólo uno, un chico ―dijo Gina con un profundo suspiro―. Eligió ser militar. Por desgracia, lo perdimos mientras estaba de servicio.

Lacey soltó un jadeo.

–Oh, lo siento muchísimo.

Gina dibujó una sonrisa apesumbrada.

–Era un muchacho magnífico. ―Después se animó un poco―. Pero basta de esos temas. ¿Qué tal el té? ¿Se parece a lo que estabas acostumbrada a tomar en los encantadores Estados Unidos de América?

–Está delicioso ―dijo Lacey, tomando otro sorbo―. Resulta reconfortante. Aunque no creo que sea lo bastante refinada ―añadió, echando otro cubito de azúcar a su taza―. Así está mejor.

Ahora tenía exactamente el mismo sabor que el que le había preparado Tom. Lacey notó cómo sonreía para sí, preguntándose cuándo tendrían otra oportunidad de encontrarse.

–¿Y durante cuánto tiempo estás alquilando el cottage de Ivan? ―preguntó Gina.

–Por ahora no hay fecha límite ―explicó Lacey―. Estoy en proceso de abrir una tienda en el pueblo. De antigüedades.

–¿De verdad? ―exclamó Gina. Había algo en ella que la hacía de lo más agradable, como si de verdad estuviese interesada en saber más sobre la extraña mujer americana que se había plantado frente a su puerta.

Lacey asintió con la cabeza.

–Es un sueño que tengo desde hace mucho. Mi padre tenía una tienda de antigüedades cuando era niña y todas las piezas han ido encajando por sí solas.

–Eso significa que es obra del universo ―dijo Gina―. Te está diciendo cómo son las cosas. Te está diciendo que estás justo donde tienes que estar.

Lacey sonrió; le gustaba aquella idea.

–¿De dónde vas a sacar la mercancía? ―preguntó Gina.

–Traté con muchas tiendas de antigüedades en mi anterior trabajo en una firma de diseño de interiores ―explicó―. Tengo una lista de tiendas y contactos en Inglaterra más larga que mi brazo. Lo único que necesito es un coche y me pondré a viajar por el país para conseguir mercancía y en qué me especializaré. Quiero orientarme hacia el diseño de interiores, por supuesto; a fin de cuentas, es de lo que sé.

Gina arqueó una ceja.

–¿Te he oído bien? ¿De verdad planeas comprar las cosas que quería comprar tu antigua empresa?

Lacey se echó a reír.

–¡No, en absoluto! Saskia tenía contactos relacionados con las antigüedades que podían ofrecerle objetos muy concretos, como por ejemplo ciertos jarrones, ciertos cuadros, ciertos muebles, que encajaba con la imagen concreta que tenía en mente. A mí me interesa más reunir objetos que me encanten, piezas conectadas entre sí que un cliente pueda juntar según sus gustos. Además, yo misma trataba personalmente con todos ellos. Mi antigua jefa era tan cascarrabias que ni siquiera sabe el nombre de la mitad. Los considero mis contactos personales. ―Volvió a reírse, esta vez llena de entusiasmo ante la perspectiva de visitarlos en persona y contarles la noticia de que ahora trabajaba sola. Incluso si su familia se mostraba reticente, sabía que la mayoría de la gente que se movía en aquel negocio se alegraría por ella. ¡Saskia no le caía bien a ninguno de ellos!

Gina parecía impresionada.

–Si alguna vez quieres compañía en uno de tus viajes a Londres, me encantaría ir. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi la ciudad.

Lacey no logró imaginarse del todo a aquella mujer con aspecto de muñeca Raggedy Ann y su ropa formada por retazos de tela caminando por las calles de Mayfair, pero estaba disfrutando de su compañía, y tener a alguien a su lado siempre resultaba agradable.

–Será un placer ―contestó con una sonrisa―. Mañana me pasaré por el concesionario de coches usados que hay en las afueras del pueblo, y después iré directa a Londres. ¿Quieres venir?

 

–¡Me encantaría! ―contestó Gina con aspecto encantado.

–En ese caso, está hecho ―replicó Lacey.

–Y ahora bebe ―exclamó Gina―. Tengo que presentarte a las ovejas.

Lacey no fue capaz de contener una carcajada, pero se acabó el té de todas formas y después siguió a la mujer, que ya marchaba animadamente hacia la puerta. Gina le caía bien de verdad, y también la perspectiva libre de preocupaciones que tenía sobre la vida. Tenía la sensación de que iban a llevarse de maravilla.

*

El té se convirtió en alcohol y, antes de que Lacey se diese cuenta, la noche ya estaba bastante avanzada.

–Será mejor que me vaya a la cama ―dijo a toda prisa al darse cuenta de la hora―. Tengo muchas cosas que organizar para mañana. ¿Te recojo a mediodía?

–Aquí estaré ―contestó Gina.

Lacey se marchó y volvió a su casa, algo mareada por el alcohol que había consumido en compañía de la encantadora Gina. Se había ganado una buena amiga con la anciana, estaba segura.

Se dejó caer en la cama, momento en el que oyó cómo pitaba su teléfono. Para su sorpresa, se trataba de un correo electrónico de David.

Se enderezó de un salto, frotándose los ojos en un gesto de incredulidad. No había tenido ningún contacto directo con David desde que se había marchado de malos modos del apartamento de ambos, cerrándole la puerta a Lacey en la cara con un portazo.

Abrió el mensaje con manos ligeramente temblorosas.

Lacey, se me ha hecho saber que has huido del país y has dejado tu trabajo. Sé bien que esto no es más que un intento infantil por tu parte de evitar pagar el mantenimiento entre esposos. Sólo quería informarte de que mi abogado se pondrá en contacto contigo en breve.

Lacey puso los ojos en blanco y volvió a dejarse caer sobre la cama, sumiéndose en un sueño agotado y alcohólico.

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