Política y prácticas de la educación de personas adultas

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Mientras tanto, entre uno y otro extremo de la discusión, habría que retrotraerse a un texto fundacional para encontrar al menos un punto de partida sobre el fenómeno de la Ilustración con el que se abre la modernidad. Es el conocido texto de Kant de 1784 que, como indica su título, pretende dar una Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?

La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración (AA. VV., 1989: 18).

Dicho texto ha resultado, cuanto menos, programático. Quizá, después de todo, el espíritu de las luces resulte ser una idea construida retrospectivamente por los hijos para explicar a los padres. Si es así, habría que seguir saludándola a pesar de todo porque formaría parte de ese deseo todavía no satisfecho por alcanzar una mayoría de edad histórica. Al espíritu de las luces, una actitud más que una filosofía propiamente, se debe la empresa colectiva que persigue el fin de una humanidad más racional, o la extensión de una razón ilustrada. Este fin es el que encuentra su traducción más notoria, dentro de la esfera educativa y social, en la participación y expresión, distribución y producción de manifestaciones y prácticas culturales como derechos básicos de todas las personas. Un ejemplo claro de este afán de extender y divulgar la cultura lo encontramos en la empresa de la Enciclopedia, todo un documento o monumento que recoge y promueve el orden de los saberes y las categorías del pensamiento. No es casual que se utilice la metáfora de las luces para caracterizar un siglo ya emblemático. Las luces de la razón, según esta metáfora, serían como los ojos del pensamiento cuya visión ilumina y dota de legitimidad a las acciones humanas. Por ello, tras dos siglos de la Revolución y a una década escasa de ese horizonte que a modo de marcapasos histórico se ha querido situar en el 2000, el que se siga cuestionando y construyendo una posible identidad europea, sobre un modelo de racionalidad interesada, nos sugiere más bien los rastros de un proyecto inacabado, de una razón que todavía busca su despliegue. Resulta entonces paradójico el que se comience a hablar de posmodernidad (más, nos parece, con el deseo de vaticinarla que con el de constatarla) cuando la modernidad aún no ha acabado de materializar sus ideales. En este sentido, y para los propósitos que nos conciernen, el que se comience a hablar de la Nueva Educación de Adultos (NEA), cuando de hecho aún no hay una tradición que nos permita hablar de la vieja, viene a confirmar algunas de nuestras sospechas. En efecto, la esencia de la modernidad se caracteriza por la reducción del ser a lo novum, a «la novedad que envejece y es sustituida inmediatamente por una novedad más nueva, en un movimiento incesante que desalienta toda creatividad al tiempo que la exige y la impone como única forma de vida» (Vattimo, 1986: 146). Hablamos de nueva educación, entonces, en una época de sonadas efemérides en que se dan cita el pasado, el presente y el futuro en el arco del tiempo, y cuya celebración se cumple como para exorcizar aquello que celebra, para verse desposeídos de sus servidumbres: Revolución Francesa (1989), Año Internacional de la Alfabetización (1990), V Centenario, Exposición Universal (1992), cincuentenario de la bomba de Hiroshima (1995), Año Europeo de la Formación Permanente (1996), medio siglo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1998), por mencionar algunas a las que no podemos sustraernos.

1.2.1 Reforma educativa y EA

A partir de aquí, y aun a costa de realizar algunas elipsis inevitables, desplazaremos el centro de gravedad de nuestro análisis desde los contornos filosóficos de la modernidad hasta el terreno más cercano de la modernización, aceptando que esta última noción se debe a una de las traducciones en que ha derivado el concepto de modernidad. Según ésta, habría que considerar la modernización «en el sentido de exigencia de concreción empírica de la modernidad» (Kade, J., 1991: 33). No en un sentido liberal de corte habermasiano, como cumplimiento lineal o progreso efectivo del proyecto de modernidad, sino como proceso reflexivo, que contempla los problemas de las sociedades modernas como derivados de los logros precedentes. Este tipo de modernización sería compleja, negación de la negación, frente a un tipo de modernización simple, gestión de la adaptación, que no cuestiona las premisas de la sociedad industrial. En el campo de la EA, un ejemplo notable de modernización simple lo encontramos en la reciente historia de la alfabetización en nuestro país, cuyo estadio más cercano ya habíamos resumido así en otro lugar: «desde los años 70 hasta la actualidad los procesos alfabetizadores se utilizan casi tan sólo para cubrir una cuota del expediente de legitimación necesario para que nuestra sociedad se encamine hacia el objetivo trazado por los poderes públicos en dominio: un mayor progreso técnico y desarrollo económico por encima de todo, gracias a todos y a pesar de todos» (Beltrán, J., 1990: 150). Aquí se avanza una primera contradicción, que no es sino una nueva versión del dilema entre reproducción y transformación, y que señala la diferencia entre el uso pretendido de la EA como instrumento de liberación o emancipación y la aplicación efectiva de ésta como instrumento legitimador.

Así las cosas, parece que el concepto de modernidad, vía modernización, puede comenzar a resultarnos tanto menos ajeno cuanto más próximos nos resultan los fenómenos a los que apunta. Sin duda dentro de la esfera educativa el último momento más representativo y la última «concreción empírica», en lo que a modernización se refiere, los encontramos en la actual Reforma del Sistema Educativo, cuya aplicación todavía no ha culminado. De manera que lo que vamos a hacer a continuación, y para centrar el análisis que estamos llevando a cabo en terrenos más familiares, es plantear algunas cuestiones que atañen peculiarmente a la EA en relación con la Reforma, sin perder de vista el marco amplio en el que se desarrolla nuestra propuesta. De paso, al hilo de nuestro análisis se irán desgranando algunas contradicciones que hacen de la EA un espacio de dinamismo y complejidad creciente, a veces ambiguo, a veces controvertido (por adelantar un ejemplo en el que insistiremos más adelante, la EA difícilmente se deja reducir a los análisis que se centran en lo escolar, pero tampoco puede escapar de los mismos), pero tanto más atractivo por la naturaleza de los desafíos que presenta.

Desde el punto de vista teórico, en cuanto a su fundamentación y justificación teórica, nuestra actual Reforma del Sistema Educativo bebe directamente de lo que se ha dado en llamar una serie de «fuentes curriculares». La importancia de considerar el tema de las fuentes curriculares referidas a la EA es doble.

Por una parte, la EA no es ajena al espacio que dibuja la Reforma, ni a los presupuestos en que se basa, sino todo lo contrario. En efecto, el campo de la EA, por lo menos aquel segmento cuya institucionalización y organización le permiten participar en las reglas del juego del sistema educativo, es subsidiario y completamente dependiente de la Reforma, hasta el punto de que los cambios internos de la EA, así como los ajustes y conexiones necesarios para ubicarla en esta Reforma, sólo se harán efectivos cuando ésta ya se haya implantado en el resto de tramos educativos. La EA queda de esta manera, y de entrada, inevitablemente doblegada al ámbito normativo del resto de sectores del sistema, como así queda ratificado en la LOGSE, y tendremos ocasión de examinar. El que la EA, pues, no sea obligatoria para la ciudadanía no le exime de quedar ella misma obligada hacia un sistema del que, por otra parte, pretende diferenciarse formalmente. Así, la voluntariedad para acceder a esta modalidad queda invertida, perdiendo buena parte de su virtualidad, al quedar mediada la EA como un instrumento más de sanción institucional y de cualificación y promoción social (Esto encuentra su reflejo más cotidiano en una queja común del profesorado de EPA: ¡Es que la población adulta viene sólo a por el título! Vale decir: «La motivación no es altruista». Pero, ¿lo es quizá para los propios educadores? Y aquí entraríamos en una discusión, la de la profesionalización de la EA, que reservamos para otra ocasión). Esta situación provoca contradicciones importantes como las que se dan entre su normalización entendida como escolarización y su tendencia creciente hacia la des-limitación, entre su limitación actual y su tendencia creciente hacia la des-limitación. Así, por ejemplo, el fenómeno de la des-limitación queda caracterizado de la siguiente manera:

[...] se presenta la formación organizada de adultos como una forma específica de institucionalización de la instrucción de los adultos. Constituye un medio para imponerla socialmente. Típico de la situación actual es que esta forma se está desintegrando (...) Con ello se da una doble formación de adultos: bajo la forma de ofertas educativas organizadas y adaptadas a los agentes específicos que se hacen cargo de ellas, y como institución. Dicho de otra forma: la formación de adultos se realiza en instituciones –pero no siempre allí– y es ella misma también una institución (Kaden, J., 1991: 41-42).

Por otra parte, y en consecuencia, parece necesario conocer no sólo la jerga (o, dicho de forma eufemística, el «vocabulario») de la Reforma, no sólo el mapa, sino también el territorio, con el fin de desplazarnos en él equipados al menos con algunas certezas y quizá no menos dudas, pero reconociendo las implicaciones que puede tener pisar un terreno, y no otro. De lo que se trata, atendiendo una vez más a esa mirada sociológica de la que habíamos dado cuenta, es de conocer más para comprender mejor, y comprender mejor para estar en condiciones de actuar de manera reflexiva. Desde aquí, pues, y cargados, entre otros, con los mismos aperos conceptuales que proporciona la Reforma, intentaremos avanzar en lo que representan las fuentes curriculares como factores que la sustentan y que la explican desde un punto de vista teórico.

 

Las así denominadas «fuentes curriculares» son los factores que determinan o fundamentan un curriculum desde diferentes enfoques o perspectivas con el fin de dotarlo de legitimidad. Como indica su semántica, las fuentes son el principio explicativo o la raíz de la Reforma. En el caso de esta Reforma, y concretamente a través del Diseño Curricular Base (DCB), se ha optado por elegir cuatro fuentes curriculares, que son las que a su vez nos remiten a una serie de disciplinas o áreas del saber. En este caso son: la psicológica, la sociológica, la pedagógica y la epistemológica. Si acudimos a la letra del propio DCB: «El currículo trata de dar respuesta a algunas preguntas fundamentales: qué enseñar, cuándo enseñar, cómo enseñar, e igualmente, qué, cuándo y cómo evaluar. Tal respuesta se concreta a partir de fuentes de naturaleza y origen diferentes» (DCB, 1989: 22). Ahora bien, el hecho de que se haya optado por hacer explícitas estas fuentes y no otras, no significa que sean las únicas fuentes a las que nos podamos remitir. Antes bien, las determinaciones del curriculum proceden de muchos ámbitos, pese a que sólo se enuncien algunos de éstos. De modo que al hablar de cuatro fuentes, y de las cuatro de las cuales se habla (y no, por ejemplo, de la fuente administrativa, o política, o económica, o aquella que se refiera a los materiales curriculares, de tanto peso en la práctica diaria), se está asumiendo un modelo de curriculum por inclusión y por vía positiva, mientras que se deja de hablar de otros modelos posibles o alternativos, por exclusión o por vía negativa. El DCB, al mencionar estas cuatro fuentes, está excluyendo al resto, y a los posibles modelos a los que daría lugar, puesto que tiene un carácter normativo. De nada le sirve, entonces, autodefinirse como diseño «abierto», si no se crean las condiciones para que esta apertura pueda llevarse a término.

De entre las cuatro fuentes mencionadas, nos detendremos en la supuesta fuente sociológica por ser la que concentra un mayor grado de confusión (acentuada, además, por quedar artificiosamente insertada en una Reforma que bendice el primado del individualismo a través del sesgo psicologista –sive constructivismo– que le da su rasgo más distintivo), y porque paradójicamente nos permite cuestionar, desde la propia disciplina a la que remite, la posibilidad y la necesidad de erigirse en fuente o principio de explicación, estando ella misma constituida como un objeto o una constelación de objetos susceptibles de explicación. Fijémonos de nuevo en lo que señala el DCB al respecto:

La fuente sociológica refiere a las demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo, a los contenidos de conocimientos, procedimientos, actitudes y valores que contribuyen al proceso de socialización de los alumnos, a la asimilación de los saberes sociales y del patrimonio cultural de la sociedad. El currículo ha de recoger la finalidad y funciones sociales de la educación, intentando asegurar que los alumnos lleguen a ser miembros activos y responsables de la sociedad a la que pertenecen (DCB,1989: 22).

Partiendo de la paradoja antes enunciada, al menos tres críticas recibe la fuente sociológica, tal como aparece formulada en el DCB.

La primera de ellas es común para las cuatro fuentes, y señala la ausencia de una pregunta fundamental que sumar al qué, cómo y cuándo, a las que el currículo trata de dar respuesta, pero que no se formula: para qué enseñar o por qué enseñar. Ciertamente, la no explicitación de esta pregunta, previa a las demás, puede encubrir o velar una aparente neutralidad ideológica. Sin embargo, el hecho de no hacer explícito «por qué» enseñar descubre o desvela, mejor todavía, si cabe, formas ideológicas de «por qué» enseñar. Además, hurtar al debate y al diseño de la Reforma la pregunta referida a sus propios fines no hace sino confirmar que la racionalidad que la rige es de carácter puramente instrumental, privilegiando una vez más los medios sobre las metas, la técnica sobre los propósitos.

La segunda crítica se proyecta sobre «las demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo» a las que la fuente sociológica refiere. Aquí se pueden devolver las mismas preguntas a las que el currículo trata de dar respuesta: ¿Qué, cómo y cuando se definen tales demandas? Y añadir, de paso, algunas otras: ¿no es el curriculum un producto de una serie de determinaciones sociales? ¿No posee el curriculum una naturaleza política? Pensemos, ahora sí, en el curriculum de la EA, en algunos casos todavía por configurar desde el Ministerio y desde buena parte de las autonomías. Este hipotético curriculum: ¿Qué intenciones sociales va a reflejar? ¿Quién las va a poner de manifiesto? ¿Qué selección de contenidos culturales va a realizar? ¿Quién está confeccionando el Diseño Curricular? ¿Un grupo de docentes tan sólo? ¿La propia Administración junto con representantes de otras instancias, profesorado incluido? ¿No configuran estos colectivos o sectores todo un campo de fuerzas o de tensiones? Este tipo de preguntas nos conduce directamente a otra nueva constelación de interrogantes, que dan pie a la tercera de las críticas.

Recordaremos, antes, la parte final de la definición que habíamos citado: «El currículo... ha de asegurar que los alumnos lleguen a ser miembros activos y responsables de la sociedad a la que pertenecen». Desde aquí se plantea de entrada una nueva cuestión estrechamente relacionada con las anteriores, y que no podemos obviar: ¿a qué tipo de sociedad se refiere? Porque aquí parece darse por sentado que la sociedad es un todo homogéneo o estable, a la que todos nos ajustamos como una suma de agregados, aunque la sociedad, el todo, es algo más y distinto que la simple suma de sus partes. Una vez más, se presupone un modelo de sociedad, sin haber definido previamente de qué modelo se trata, aunque de nuevo esta ausencia de definición constata al mismo tiempo el modelo cultural y político vigente en nuestra sociedad. Todo ello no conduce sino a provocar una confusión de niveles importante porque, en definitiva,

cuando desde el propio DCB se hace referencia a las «demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo» (DCB, p. 22) y a la «finalidad y función social de la educación», justamente el problema central de la sociología curricular es el estudio de las relaciones entre escuela, sociedad, curriculum y cultura, pero una cosa es analizar dichas relaciones y otra muy diferente es responsabilizarse de ellas (Salinas, D., 1992, 16).

Las tres críticas que acabamos de esbozar también alcanzan de manera notable al ámbito de la EA puesto que éste no puede sustraerse, como ya señalamos, a la lógica que preside la presente Reforma (Precisamente esta situación provoca en buena medida una tensión que es la que subyace en el debate sobre la naturaleza del modelo curricular que conviene a la EA: curriculum adaptado o específico). La EA comparte con la institución escolar el mismo afán de modernización bajo los objetivos de un mayor desarrollo individual y bienestar social. Y la sociología comparte con una y otra el hecho de ponerlas en conexión con esferas que escapan al marco estrictamente escolar.

Aunque de la tradición sociológica se puedan extraer reflexiones valiosas para el terreno de la EA, no es sino hasta muy recientemente cuando la EA ocupa un lugar específico como motivo de preocupación e interés desde lo sociológico (Flecha, R. y Larrosa, J., 1990: 91-94). Una de las aportaciones más interesantes de la todavía escasa literatura internacional la constituye la obra de 1985 de Peter Jarvis, afortunadamente traducida al español, Sociología de la Educación Continua y de Adultos. Sin embargo, sería ya necesario ir contando con otros enfoques originales y complementarios como el de Colin Griffin: Adult Education and Social Policy (Londres, Croom Helm, 1987), entre otros, y por centrarnos en un ámbito anglosajón. Desde aquí lanzamos la sugerencia, para quien pueda o quiera recogerla, de lo interesante que resultaría disponer de alguna traducción de éste y de otros títulos recientes.

En nuestro país tiene lugar en la década de los 80 una etapa de eclosión de la EA. La progresiva institucionalización de la misma a partir de las orientaciones de 1974 (apéndice de la Ley General de 1970) y de una serie de medidas legislativas en las que éstas se iban desplegando, no estaba exenta de contradicciones y conflictos. Es precisamente en este momento de expansión y en el seno de las contradicciones que se van generando, donde se reemprenden, tras un periodo de paréntesis, los primeros análisis y estudios de EA en general, y de EA con un sesgo sociológico en particular. Aunque todos ellos todavía no son numerosos, se pueden mencionar, como datos indicativos y en absoluto exhaustivos, una primera y clarificadora reflexión encaminada Hacia unas bases sociológicas para el diseño curricular en EPA (Beltrán, Fco, 1986), a la que seguirán otros trabajos del mismo autor (Beltrán, Fco, 1991, etc.). Desde hace tres años, resultan también referencias importantes los estudios sociológicos que R. Flecha viene dedicando a la EA, desplazando y ampliando cada vez más la magnitud de sus enfoques, difundiendo y aplicando los análisis de diferentes corrientes teóricas y críticas a través de autores como Habermas y Giroux, así como dando impulso a un campo tan novedoso como sugerente.

Pero además de toda esta literatura que está comenzando a incrementarse, contribuyendo a hacer de la EA un lugar de encuentro interdisiciplinar y un objeto de atractivo académico, conviene que nos fijemos en otras obras o documentos generados en el contexto de la Reforma, además del ya mencionado Diseño Curricular Base. En todos estos documentos es posible apreciar ciertos aspectos en clave sociológica de los que pueden derivarse interpretaciones interesantes para el propósito del presente artículo. Aquí, por razones obvias de espacio, vamos a aproximarnos tan sólo a algunos de los principales documentos.

El primero al que hay que referirse, pensando en la propia reforma que lleva a cabo la EA dentro de la presente Reforma y por seguir una secuenciación cronológica, es el meritorio Libro Blanco de la Educación de Adultos (Fernández F., J. A., 1986) que, de manera curiosamente significativa, se adelanta tres años a la redacción del Libro Blanco de la Reforma. Su publicación, tras un período de debate en el que participaron los educadores y educadoras de personas adultas y distintos sectores vinculados con la EA, responde al intento de favorecer las condiciones y sensibilizar a las instancias competentes para la realización de un nuevo marco legal en el que se encuadraría la nueva educación de adultos. Para nosotros, buena parte de sus reflexiones no sólo conservan su vigencia, sino que incluso continúan resultando poderosamente innovadoras. De aquí destacaríamos, por ejemplo, los capítulos dedicados a hablar de los programas de EA en base a proyectos territoriales, siguiendo el principio de contextualización. Un principio encuentra su correlato en la noción de situacionalidad: «Siempre interpretamos de una manera particular en razón de nuestra situacionalidad, una situacionalidad que constituye una interacción entre nuestros prejuicios y nuestras tradiciones y, en definitiva, localizada en nuestra sociedad y en nuestra cultura» (Usher, R. y Bryant, Y., 1992: 74). Tampoco podemos ignorar el apartado de conclusiones en el que se apuntan «Diez directrices para una reforma de la EA en España», algunas de las cuales, como la creación de centros de documentación, han llegado a materializarse en propuestas concretas de actuación. Lamentablemente, a tan sólo una década de la aparición del Libro Blanco, son muchos los que señalan su caducidad, o sencillamente lo ignoran (la mayoría del profesorado de última incorporación a la EA ni siquiera lo conoce; tampoco se encuentra en librerías, una vez agotada la primera, única y escasa edición), de nuevo en aras a una modernidad mal entendida, sin haber podido verificar siquiera los hallazgos o déficits de su análisis. Paradójicamente, el adelanto de su publicación respecto al Libro Blanco del Sistema Educativo contrasta llamativamente con la demora que está encontrando su concreción en el plano normativo como Ley de Educación de Personas Adultas (afortunadamente esta situación parece ir cambiando poco a poco, y podemos ir citando, por orden cronológico, las leyes de Andalucía, Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana recientemente y Canarias, antes o después, próximamente).

 

El segundo documento al que debemos aludir es El Libro Blanco Para la Reforma del Sistema Educativo (1989) que dedica expresamente su capítulo XII a la EA. Para entenderlo mejor en sus coordenadas históricas más cercanas, habría que remontarse a 1973. Este mismo año, antes de que se aplicara en su totalidad la Ley Villar Palasí, el modelo que ésta propugnaba a partir de una filosofía desarrollista y tecnocrática, quedó ya caduco y puesto en tela de juicio a causa de la gran crisis que se produjo a nivel internacional. Esta crisis obedeció, entre otras causas, a un crecimiento productivo sin freno y a la brusca subida del petróleo. La reforma educativa de 1970 había llegado, pues, con cierto retraso. La fórmula por la cual se regía –educación = progreso o desarrollo económico– no se cumplía tan llanamente como se pretendía. Una vez más, esta Reforma revela la aparente superación de una contradicción que venía siendo una nota común en las etapas anteriores, a saber: la pugna entre la tradición y la modernidad, los viejos valores y las nuevas exigencias. Pese al afán de acompañar a España en su entrada a la modernidad, la Reforma Educativa era, en parte, producto de un desfase histórico que se arrastraba y que no se podía saldar con facilidad.

A pesar de todo, el desfase de la Reforma de 1970 no le ha impedido al sistema educativo «ir tirando» durante casi 20 años. Efectivamente, después de la publicación del primer Libro Blanco (1969), se publica en 1989, finalmente, un segundo Libro Blanco Para la Reforma del Sistema Educativo. Curiosamente, hoy como entonces, asistimos a una crisis internacional que cuestiona de entrada la validez de los presupuestos de los que se parte, heredados en buena parte de la anterior Reforma. Ciertamente, atendiendo a la letra del Libro Blanco de la presente Reforma, se puede apreciar que si el discurso se ha ido modulando en su forma, adoptando clichés que dan la sensación de un tono más neutro y objetivo, éste, sin embargo, se sigue sustentando sobre la misma ecuación que conocemos desde la LGE de 1970. Sólo que cuando antes se establecía la equivalencia en términos de «mayor educación = mayor rentabilidad», ahora se enuncia de esta manera: «Alcanzar la “plena educación” para un país puede ser tan importante como alcanzar el “pleno empleo”» (p. 198).

Puesto que «el concepto de formación básica o educación de base es una idea recurrente de todo el discurso educativo actual» (p. 199), el ámbito de EA no sólo no permanece ajeno a tal noción, sino que se la apropia de una manera peculiar. En el conexto de EA, la educación básica, una noción mucho más ambigua de cuantas hayamos conocido, adquiere rango propio y sustituye a otras que en etapas anteriores habían alcanzado la misma primacía (así, para nada se habla ya en términos de «alfabetización», ni siquiera en su último modo de entenderla y abordarla a partir de su aspecto «funcional». Como dice el refrán popular: «muerto el perro, se acabó la rabia»). Pero esta noción que acaba convirtiéndose en un expediente más de la «escolaridad», se orienta definitivamente a la recuperación de aquellos que son expelidos a las orillas o márgenes del sistema educativo y social, re(con)duciendo a la EA a una red paralela de escolarización compensadora.

Con los elementos convergentes que se proponen para la construcción de programas de EA «equivalentes a los 10 años de escolaridad ordinaria» (p. 200), el círculo legitimatorio amplía su espectro imponiendo nuevas exigencias: a la comprensión del «contexto», un contexto social y económico, le sigue como finalidad el que «las personas adultas puedan insertarse como tales en esos contextos» (p. 200) que ahora mismo incluyen, además, «el proceso de integración europea». Ciertamente, la integración de España en la CEE, en esa «Europa de los mercaderes», ya ocupa su lugar de importancia en el curriculum escolar, reforzando, de paso, la imagen de una España plenamente moderna, una vez incorporada al tren de alta velocidad de la competitividad europea.

La europeización de España ha contribuido, sin duda, a acelerar el ritmo de los cambios que se vienen produciendo, hasta tal punto que los nuevos conceptos ya nacen bajo el mismo signo de la velocidad de los cambios a los que apuntan, y por eso son «dinámicos» («Cuando en este Libro Blanco se habla de formación básica se está aludiendo a un concepto dinámico», p. 199) y «abiertos». Es decir, versátiles, con capacidad de adaptación a las nuevas situaciones que se presentan y de asimilación de las novedades que plantean.

A los procesos de adaptación y asimilación que revelan estos conceptos, frente a los que ponen el acento en el juicio crítico y en la solidaridad constructiva para la transformación hacia una sociedad más justa, se les designa con un término de nuevo cuño: «inserción». Si a esta noción le añadimos las otras dos que han aparecido de forma reiterada en este capítulo –«formación básica» y «contexto»– podríamos parafrasear una metáfora utilizada en una reciente obra sobre el tema (Usher, R. y Bryant, I., 1992), diciendo que el círculo legitimatorio de la EA ha adoptado la forma de uno de los posibles «triángulos cautivos», cuya expresión sería algo así como educación de personas adultas entendida como «formación básica para la inserción en el contexto».

Por último, el tercer texto al que nos remitimos es el que se incluye en la LOGSE. Esta Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, como concreción normativa y jurídica de la filosofía que se había plasmado un año antes en el Libro Blanco, encuentra un buen reflejo de la misma en su «exposición de motivos». A la EA se le reserva, en esta Ley, un apartado propio: el Título Tercero. Este título parece desmarcar a la EA, formalmente al menos, tanto de las enseñanzas de régimen general como de las de régimen especial, así como del aspecto compensador («compensatorio») al que se le dedica otro título específico. Sin embargo, aun reconociendo la importancia de que la modalidad de EA quede formalmente diferenciada de los regímenes mencionados, ésta se ve considerablemente mermada cuando caemos en la cuenta de que buena parte de su articulado no hace sino constatar y reiterar aquello que ya está refrendado desde la Constitución de 1978, o que de hecho ya está plenamente asumido e implementado para la EA desde su dimensión institucional (véase, así, los artículos 51. 1 y 3; 52. 1; 53. 1, 2, 5; art. 54. 1 y 2.). El resto de apartados de los tres artículos que componen el Título III, siguiendo la lógica de la Reforma, y en tanto que sector subsidiario de la misma, no constituyen más que una mera adaptación para poder ajustarse a los cambios de formato (niveles, títulación, pruebas, etc.) del resto del sistema educativo. Con lo cual, la especificidad que aparenta la EA al ocupar un Título propio en la LOGSE se ve muy debilitada, si no totalmente quebrada, por la dependencia absoluta que muestra hacia las enseñanzas de régimen general. Cuanto acontece a la EA en el tablero de la Reforma podría ser una preciosa ilustración de lo que Hegel denominaba la «dialéctica del amo y del esclavo», esto es, una inversión de la relación de poder de la que se parte. De tal manera que uno de los propósitos que recogía el Libro Blanco de la Educación de Adultos, insertar a la EA «en la misma lógica que todo el sistema educativo, sin que constituya una acción marginal o aislada» (p. 86) parece verse cumplido en la letra de la LOGSE a costa de pasar de un extremo al otro del péndulo. En efecto, el discurso avanzado que inspiraba al Libro Blanco cuando pretendía hacer salir a la EA del círculo vicioso del aislamiento, se ha visto radicalmente desplazado en la LOGSE cuando relega este sector educativo a una situación de dependencia total, de «cautiverio institucional». El precio de hacer salir a la EA del aislamiento respecto del resto del sistema ha acabado por abocarla a una suerte de mendicidad dentro del mismo.