Memorias de un desertor

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A las cuatro de la mañana los despertó para que lo acompañaran rumbo a la selva sin decirles de qué se trataba. A Patricio no le costó trabajo levantarse. Estaba ansioso por salir. Su primo Pedro no quería despertar, pues su hermano mayor, que había ido en otra ocasión a ese viaje, le había advertido de las largas caminatas sin descanso hasta llegar a alguna comunidad.

Y así fue. Salieron con el sacerdote en la madrugada hasta arribar a la primera ranchería. Luego de unas horas de camino, el citadino aventurero escuchaba sin comprender la lengua tzeltal con la que Mardonio se comunicaba sin problemas con los encargados del lugar, pero le preocupaba más comer, ya que no habían desayunado y comenzaban a sentir hambre. Unas personas se acercaron con una cubeta de metal, como las que se usan para lavar la ropa, y les ofrecieron su contenido: matz (pozol). Sólo había dos vasos. Mardonio, acostumbrado a ese alimento, bebió tres veces, después el guía, enseguida Pedro y por último Patricio. Al sentir en su boca la sensación y el sabor de aquel atole granulado y frío quiso escupir, pero ante la falta de respeto que esto significaría, jugó con su vaso un rato y lo dejó sin terminar su contenido argumentando dolor de estómago y falta de apetito. El sacerdote comprendió con sólo ver su cara, lo cual hizo sentir mal a Patricio, ya que le habían ofrecido lo que los indígenas comen y lo había rechazado. Más tarde, Mardonio lo regañó diciéndole que eso era una ofensa para el tzeltal y Patricio prometió no volver a hacerlo. Durante ese día hubo tres escalas más, con marchas de entre una y dos horas para llegar a una comunidad, en las que siempre sucedía lo mismo: Mardonio platicaba con los campesinos en su dialecto, Patricio no entendía de qué hablaban y proseguían caminando. Al adolescente le dolían los pies. Padecía de pie cavo y usaba plantillas ortopédicas, las cuales se quitó porque durante la marcha le molestaban mucho.

Al atardecer llegaron a otra parada. Patricio pensó que ahí terminaría el recorrido, pero sólo se detuvieron para comer; el hambre se hacía presente cada vez con más fuerza. Ofrecieron a cada uno un plato con caldo y pedazos de pollo, tortillas frías y agua, lo que lo desilusionó, pues sabía que no bastaría para saciar su apetito. Mardonio adivinó sus pensamientos. Tomó su plato y vació en él su pieza de pollo, que era la más grande, diciéndole: “Tú estás en crecimiento, muchacho. Te hace más falta a ti”.

Patricio se sorprendió con aquel gesto y, sin pensarlo dos veces, devoró el alimento llenándose de tortillas y agua. Una vez que terminó de comer, se quitó las botas para descansar, pero a los 30 minutos Mardonio les dijo que saldrían a la última ranchería, Tuliljá, a la cual llegarían después de una caminata de dos horas. Ahí permanecerían dos días.

Cuando finalmente llegaron, Patricio sentía que los huesos de sus pies se habían pegado a la suela de las botas y que, al quitárselas, habría un charco de sangre. Tal era la falta de costumbre del citadino que se sentía campeón olímpico por caminar a diario de la escuela a su casa y ser seleccionado de baloncesto en su secundaria, además de héroe de sus amigos en el deporte.

La noche se le hizo corta cuando, con las primeras luces del día, salieron nuevamente hacia otras rancherías. Tenía ganas de quedarse, pues aún no se recuperaba de la caminata del día anterior, pero su orgullo, ese “maldito y a la vez bendito orgullo”, le hizo acompañar a Mardonio, pues su primo Pedro decidió quedarse a jugar en la laguna con los niños de Tuliljá. Afortunadamente para él, ese día sólo fueron unas cuantas horas de marcha, pues esa tarde Mardonio debía regresar temprano para oficiar una misa en la pequeña iglesia con piso de tierra, paredes de ramas y techo de paja.

Antes de dar inicio, Mardonio discutió con los líderes de varias rancherías sus problemas agrarios, según entendía Patricio, y al final impartió la misa. Todo en lengua tzeltal. Duró aproximadamente dos horas, ya que a los indígenas les gustaba opinar sobre el evangelio, lo que nunca había visto en otras iglesias, donde la característica era el monólogo sacerdotal. El tzeltal discutía y refutaba con energía la palabra de Cristo, hasta que, al parecer, la asimilaba una vez explicada por Mardonio. Patricio escuchaba sin entender: “Awu’unic; yan, te ha’ex yu’unex te jCristo; te jCristo, ha’yu’un te jTatic Dios…”

Su desconocimiento del idioma no impedía que observara detenidamente a Mardonio. Admiraba su paciencia y devoción para enseñar y su energía para aguantar ese ritmo de vida que a él, en dos días, lo tenía más agotado que un ciclo escolar. Al consagrar la hostia para la comunión, se imaginó que Mardonio era Jesucristo y que una luz penetraba en aquella oblea de pan convirtiéndose así en el “cuerpo de Cristo”. Todo ello provocado tal vez por el cansancio y el trabajo arduo y desinteresado del religioso. Patricio se levantó y fue a tomar la comunión. Hacía mucho tiempo que no lo hacía y no se sintió ridículo ni cursi como le había sucedido en anteriores ocasiones. Por primera vez veía a un sacerdote sincero y preocupado por sus fieles. Empezó a formarse en su mente un héroe, pero no salido de libros o de historias leídas, sino tomado de la realidad.

Cada día que pasaba, Patricio vivía nuevas experiencias y observaba paisajes insospechados, llenos de una belleza mágica que invadía su espíritu. Uno que le impresionó mucho, después de una caminata de tres horas en la oscuridad de la selva, durante la cual un indígena tzeltal que conocía el terreno como la palma de su mano iba abriendo brecha machete en mano, fue el de un gran hueco de luz descubierto repentinamente y rodeado de la majestuosidad imponente de enormes árboles de grandes troncos y caprichosos tonos verdes; como si jugaran con los rayos del sol. En él había un pequeño lago, manantial del río Ja, con agua de roca cristalina y quieta como un espejo, que daba una inesperada paz a aquella hermosa naturaleza. Como por magia, aparecieron onditas en el agua provocadas por un insecto al posarse sobre ella, como si se entonara al instante, por el movimiento, una melodía silenciosa. Un himno a aquella escena maravillosa. Más no era todo: debajo del agua se veía un mundo de colores con plantas y peces que ni el mejor pintor hubiese imaginado. Era algo para llorar y morir con la tranquilidad que un poeta siente al terminar su verso después de haber encontrado la palabra exacta o adecuada para expresar su idea. Y para rematar con broche de oro, al seguir caminando en ese hermoso paisaje, unos niños tzeltales, desnudos como Adán, chapoteaban en el lago mientras sus madres, con faldas negras y una faja de colores de diferentes tonos que combinaban exactamente con esa naturaleza de ilusión y sin ropa que cubriera su torso, mostraban aquella belleza natural sin pena ni maldad; sus hermosos y turgentes senos, con pezones levantados por la succión de la lactancia, como para retribuir en pago a su belleza compartida, mientras lavaban sin detergente la ropa de sus familias.

Mardonio siempre asesoraba a los indígenas en sus problemas cotidianos, además de proporcionarles conocimientos para alimentar su espíritu. En cada ranchería a la que llegaban, además de bautizos, bodas y misas, se repetía frecuentemente un hecho que llamaba la atención de Patricio, era la peregrinación de una o dos cajitas de niños muertos que coincidían con el paso del misionero por el lugar, como si lo esperaran para recibir su bendición. Se dio cuenta de que la mortalidad infantil en esas tierras era algo común y corriente, a lo que los indios estaban acostumbrados. Se preguntaba por qué no había médicos y averiguó que quien ejercía tales funciones era un catequista tzeltal que recibía su adiestramiento de los religiosos y de un doctor en Chilón llamado Agustín.

La dieta del tzeltal se componía principalmente de maíz (pozol, elote, tortillas), café y, en ocasiones, frijoles. Rara vez huevo o pollo. Los pequeños tomaban de sus madres leche que los protegía mientras eran lactantes, y después jamás volvían a probarla. “¿Cómo no va a haber esa mortalidad infantil si la mejor medicina para cualquier enfermedad es la alimentación?”, se preguntaba Patricio.

Uno de esos días, en un sitio ubicado en plena selva, lejos de cualquier vía de comunicación, Mardonio ofició la ceremonia religiosa de una boda a la que siguió una fiesta. En la mesa de honor estaba Mardonio con sus dos sobrinos, pues aunque Patricio no lo era, así lo presentaba el religioso, lo que era una carta de acreditación para ser bienvenido en la comunidad tzeltal. Ésa era una más de las muestras de cariño y respeto que los indígenas sentían por Mardonio y que Patricio había visto en repetidas ocasiones, como cuando, a la hora de brindar por los novios, sirvieron a Mardonio, como si fuera champaña, un poco de Coca-Cola, bebida reservada sólo para los invitados principales. Esto representaba un gran lujo para ellos. Era algo insólito en medio de aquella pobreza económica y nutricional que contrastaba con sus valores espirituales situados muy por encima de la civilización, algo inexplicable que, al mismo tiempo, causaba desilusión: la influencia de una sociedad de consumo había logrado penetrar hasta estos extremos del planeta, donde la Coca-Cola había llegado antes que la justicia social. Mardonio le platicó que el refresco era traído por avioneta, lo que lo hacía todavía más caro. Era raro no ver anuncios de propaganda política del pri (Partido Revolucionario Institucional) y sí corcholatas de esta gaseosa. Después de la fiesta le hizo ver que los tzeltales, tristemente, también empezaban a perder algunas de sus tradiciones y costumbres, como bodas a las que había asistido en las que el hermoso traje tzeltal utilizado para esta ceremonia era sustituido por el vestido blanco característico de la tradición del Viejo Mundo.

 

Varias experiencias a lo largo de su estancia le fueron mostrando a Patricio diferentes aspectos de la vida en la selva. En otra ocasión, mientras el jesuita daba lecciones de religión a varios chiquillos, Patricio se entretenía mirando a un grupo de jóvenes indígenas que reían entre sí, como platicando “secretos de mujeres” mientras golpeaban la masa para hacer tortillas. De pronto, Patricio palideció cuando al voltear vio a una de ellas que sobresalía por su belleza. Esbelta y alta, se movía con el porte de una princesa; sus ojos verdes daban brillo al moreno rostro cuya afilada nariz adornaba graciosamente. “Seguramente Juan Diego sintió lo mismo que yo al ver a la virgen de Guadalupe”, pensó Patricio mientras seguía con la mirada a Yutzil, que era el nombre de la bella criatura.

Al volver Mardonio de su catequesis, Patricio le comentó indiscreto:

—¿Cómo es posible que existan concursos de belleza organizados por la televisión en los cuales la cultura imperialista impone la belleza de la mujer americana como prototipo de la mexicana? —dijo refiriéndose a Yutzil.

El sacerdote, incómodo y molesto, contestó:

—Patricio, debes ser más discreto. Afortunadamente no entienden español. Acuérdate de que ustedes vienen conmigo y en este momento son parte de la Misión.

Cuando estuvieron a solas, Mardonio, quien comprendía los ímpetus adolescentes de Patricio, le contó la historia de Yutzil.

—Un arqueólogo francés fue su padre —le dijo—, embarazó a su madre y desapareció después. La mujer se casó con un tzeltal que veía a Yutzil como su propia hija, ya que para el indígena el hijo de su mujer es suyo sin importar quién lo engendró. Esto forma parte del pensamiento mágico de los tzeltales.

Y prosiguió:

—Mira, Patricio, creer que nadie les hará daño ha facilitado que el ladino se aproveche de su bondad como ha venido sucediendo desde la época colonial, que desplacen al indígena al interior de la selva al quitarle sus tierras que originalmente eran de sus antepasados y que los exploten en todas las formas posibles. En la época de Porfirio Díaz se dio el más grande despojo.

”Está bien que te fijes en las mujeres hermosas, Patricio, pero abre tus ojos también a cosas más importantes que quiero que aprendas en este viaje. Te voy a recomendar que leas La revolución interrumpida, de Adolfo Gilly —continuaba Mardonio mientras apuntaba el nombre en un pedazo de hoja arrancado de los misales en tzeltal—. Debes aprender que esto se inició con la aplicación de las Leyes de Reforma, cuyo resultado no fue el surgimiento de una clase de pequeños agricultores propietarios que no puede ser creada por la ley, sino una nueva concentración latifundista de la propiedad agraria. No sólo se aplicaron a las propiedades de la Iglesia, sino a las tierras de las comunidades indias, que fueron fraccionadas en los años siguientes aplicando esas leyes. Se dividieron en pequeñas parcelas adjudicadas a cada campesino indio, por lo que no tardaron en arrebatárselas o en ser adquiridas a precios irrisorios por los grandes latifundistas vecinos.”

Patricio escuchaba con atención mientras recordaba las enseñanzas de su tío Esteban. “¡Nunca creí que un sacerdote hablara así!”, reflexionaba, mientras Mardonio hablaba.

—Durante décadas, los latifundios crecieron devorando las tierras comunales de los pueblos indios y los convirtieron en peones de los terratenientes. ¿Entiendes, Patricio? Ésta fue la forma en que el capitalismo penetró en el campo mexicano durante la dictadura de Porfirio Díaz.

Patricio asentía en silencio recordando las clases de historia del profesor Paco Serrano. “¡Qué diferente manera de ver la religión cristiana!”, concluía Patricio mientras Mardonio continuaba con el tema del saqueo arqueológico que tantos extranjeros, como el papá de Yutzil, y nacionales hacen de la selva sin que el gobierno remedie esta situación.

Se acercaba el final de la primera parte de su viaje. Una tarde llegaron a una iglesia en Jetjà en la que Patricio descubrió una caja repleta de libros, todos con título en tzeltal: Yach’il C’op, Yu’un qu’inal y en castellano: Ley de la Reforma Agraria. El texto había sido traducido por Mardonio Morales.

Deseoso de tener uno de estos ejemplares, se lo pidió al sacerdote, quien antes de dárselo escribió una dedicatoria:

El esfuerzo que supone la traducción al tzeltal de la Ley Agraria obedece al deseo de que nuestros campesinos indígenas organicen su convivencia de acuerdo con las leyes de la comunidad nacional a la que pertenecen. Conociendo sus derechos y obligaciones estarán en condiciones de ser más libres y responsables.

Mardonio Morales, S. J.

Jetjà, 27 de julio de 1976.

Mardonio continuó solo su gira mientras Patricio y su primo regresaron a Chilón en avioneta. Observaban desde el cielo la belleza de la selva en su máximo esplendor, lejos de las miserias y egoísmos que tanto lo habían turbado. Se sintió agradecido, sin saber con quién, por ese espectáculo purificador. Lo llenaba de paz interior sin necesidad de drogas que estimularan sus mecanismos de función cerebral aumentando sus sentidos para captar hasta el último detalle de ese paraíso terrenal.

En cuanto llegaron se hospedaron en la Misión de Bachajón, manejada por religiosas que les brindaron una abundante comida que le recordó los alimentos a los que su madre lo había acostumbrado. Después de comer, Patricio se ofreció a lavar los trastes. Mientras los enjuagaba, conoció a Amparito, mujer de edad, viuda acaudalada del Distrito Federal que decidió, una vez que sus hijos aprendieron a valerse por sí mismos, unirse a la misión, como muchas otras personas que voluntariamente trabajaban para esta congregación. Ella era cocinera, costurera y se encargaba de organizar la venta a precio justo de las artesanías de los tzeltales, a quienes los caciques regateaban su trabajo para venderlo después con grandes ganancias.

Patricio comentó que deseaba estudiar medicina, por lo que Amparito le recomendó que si permanecía cuatro semanas más en Chilón, no dejara de visitar al doctor Agustín y a su esposa Gloria, ambos médicos de la Misión.

—Podrías trabajar con ellos, como Antonieta, mi nieta, que quiere ser enfermera.

Así fue como conoció a estos ilustres seguidores de Hipócrates. Agustín, médico general egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), y su esposa, ejercían un verdadero apostolado de la medicina. Tenían una hija de dos años y habían perdido hacía ocho meses a su segundo hijo, que había muerto por complicaciones del sarampión. Estaban entregados en cuerpo y alma a sus enfermos y no se daban abasto, por lo que les pareció maravilloso que Patricio apareciera. De inmediato lo pusieron a acomodar los medicamentos que se encontraban desordenados y en cajas aún sin desempacar; fármacos enviados por personas altruistas que cedían las muestras médicas obsequiadas por laboratorios. Patricio no entendía y no sabía dónde colocarlos, de modo que Agustín apuntó en un papel los principales nombres bajo los cuales debía clasificar los diferentes fármacos y ordenarlos de acuerdo con sus propiedades: antibióticos, antiparasitarios, analgésicos, dermatológicos, oftalmológicos, etc. Éste sería el primer contacto de Patricio con la medicina a través de un mundo de nombres raros propios de la farmacología.

El trabajo en el consultorio era agotador. Pese a ello, Agustín nunca perdía su buen humor y Patricio descubrió en él a un médico con verdadera vocación de servicio y cuyo nivel de vida no correspondía al esfuerzo que realizaba. Patricio conocía a varios doctores que trabajaban mucho menos y vivían mil veces mejor. Con la diaria convivencia llegó a equipararlo con el Che Guevara. Ambos, al tratar de mitigar el dolor y la enfermedad de la gente humilde, descubrieron que no resolverían gran cosa dando un número interminable de consultas. Era un trabajo sin beneficio real, pues al cabo de un lapso se presentaban de nuevo las mismas enfermedades. “Sería más fácil y menos caro hacer justicia social mejorando las condiciones de vida de la población y logrando así la disminución de los enfermos”, concluía Patricio.

Conocerlo lo ayudó a despejar algunas dudas que dificultaban su decisión de estudiar medicina, convirtiéndola en una vocación propia apoyada en la influencia de su herencia paterna.

A través de las pláticas que sostenía con Agustín se enteró de la labor de la Misión y de otras actividades realizadas por Mardonio. Agustín le contó que además de haber traducido la Ley Agraria al tzeltal, también tradujo la Biblia, la que publicó junto con otros jesuitas. Conoció la lucha civil, legal y pacífica que la Misión sostenía por la recuperación de las tierras de los indígenas y los problemas con los que se topaba por el cinismo y dureza del gobierno local coludido con los finqueros. Le platicó de la opresión en las fincas, de la explotación inmisericorde con el aguardiente, del proceso de destrucción de la selva por los madereros de Chancalhá, de la generosidad del indígena y de su hospitalidad, las que había conocido en su primer viaje con Mardonio, de su sentido de dignidad, de su resistencia al dolor y a la opresión. Agustín también le hizo conocer el triste episodio de la tragedia de Wolonchán y la muerte de sus comisariados. Eran tantas historias que le parecía estarlas leyendo en el libro México bárbaro,de John Kenneth Turner,de la época de Porfirio Díaz, y que le hacían concluir que la Revolución mexicana nunca había llegado a Chiapas y que los gobernadores se servían del estado cuando deberían servir al pueblo. Le habló de la explotación del indígena como esclavo y de las famosas tiendas de raya de Valle Nacional, donde se vendían los productos a los peones a precios superiores que en el mercado y que se adelantaban al trabajador a cuenta de sus jornales, lo que aumentaba las ganancias del patrón a su costa y lo mantenía atado a la hacienda mediante las deudas así contraídas, las cuales se heredaban de padres a hijos. Este abuso continuaba en 1976.

No podía creer las antesalas y los recorridos interminables que Mardonio hacía, junto con otros sacerdotes de la orden, por diversas oficinas de gobierno clamando justicia para el indígena, tratando de resolver sus problemas, cuando en realidad era obligación de los funcionarios estatales que, sin embargo, parecían hacerles “el favor” de escucharlos, les daban por su lado y al final no les resolvían nada.

En realidad, la Misión ayudaba a los gobernantes a cumplir sus obligaciones constitucionales.

Con Agustín aprendió a inyectar. Lo comisionó para aplicar cuanta inyección se necesitaba. La gente lo buscaba para que les administrara el medicamento a su hora si vivían en el pueblo. Si no, el catequista enfermero encargado de la ranchería lo hacía.

Patricio acompañaba a Agustín en sus consultas a domicilio y a las visitas a los puestos de salud en comunidades cercanas a la carretera. Aquí la miseria también era evidente.

Durante uno de estos trayectos en la camioneta, que funcionaba como ambulancia improvisada, le tocó viajar sentado en la parte de atrás sobre unos cartones que amortiguaban los saltos que iba dando el vehículo sobre el lodazal que la lluvia de la noche anterior había dejado. Y coincidentemente, enfrente de él, iba la nieta de Amparito, Antonieta. Se trataba de una güerita pecosa que Patricio ya conocía. Ella le había platicado su deseo de convertirse en enfermera una tarde que la acompañaba durante su rutina de acomodar medicamentos. En aquella ocasión él no había reparado en la belleza de esta nueva candidata a protagonista de sus películas para soñar. Aún estaba bloqueado por su desilusión amorosa con Victoria. Además, Antonieta usaba lentes de abuelita y se vestía con vestidos holgados que no permitían ver bien su delineada figura, pero durante el recorrido, el viento por la velocidad y el golpeteo de la carretera de terracería mojada la obligó a quitarse los lentes para no perderlos en un brinco. Entonces Patricio admiró sus ojos grandes color del cielo y la brillantez de su mirada. La luz del sol daba a su piel tonos dorados y la transformaba en un suave y terso durazno coloreado delicadamente por un leve tono rojizo en sus mejillas. Patricio, embelesado, no escuchó cuando Antonieta le ofreció un jitomate fresco que guardaba en su bolsa mientras sacaba otro para ella, hasta que le jaló la manga reaccionó aceptándolo sin dudar. Antonieta rio al tiempo que mordía su jitomate. El jugo escurría entre sus labios y tuvo que moverlos con rapidez para evitar ensuciarse. De inmediato se encendió el sistema límbico de Patricio que continuó comiendo mientras se ahogaba de la emoción. Había visto labios sensuales comer manzanas o fresas, pero jitomates… eran los primeros. A partir de ese momento, Patricio empezó a olvidarse de Victoria y comenzó a fijarse en los atributos de Toñita, como le decía Agustín cariñosamente.

 

La mañana pasaba angustiosamente lenta para Patricio. Entre frascos y cajas de medicamentos apilados en estantes, esperaba la tarde para ver aparecer el rostro siempre alegre de Antonieta. Uno de esos días se encontraba sentado en el piso del consultorio, detrás de un aparador repleto de frascos, cuando Antonieta entró pensando que el consultorio estaba vacío y se probó su reciente compra: unos pantalones de manta de los que usan los indígenas. Su silueta se veía a contraluz y se transparentaba más de lo que Patricio hubiese esperado.

Ya para este momento se había arraigado en él una enfermedad que estaba seguro que alguien le había contagiado y que más tarde comprendería que era incurable. Se caracterizaba por encontrar en todas las mujeres alguna cualidad física, y si de plano carecían por completo de belleza, su hipotálamo les encontraba una virtud en su manera de ser que las hacía atractivas para él. Era casi imposible que le desagradara alguna; a la de cara simple y dientes chuecos le encontraba un trasero prominente, y a las que lo tenían plano, siempre las compensaba viendo en ellas senos redondos y llenos, o pequeños pero en forma de gota. Los ojos eran siempre de su interés. Aquellas a quienes la genética enmarcaba su mirada en ojos grandes y luminosos, las sentía ganadoras; pero al observar alguna que los tuviera pequeños, le atribuía rápidamente labios delineados y carnosos. Para Patricio no había mujer fea, y si acaso sufría tratando de encontrar atributos físicos en una que otra, le encontraba una voz de diosa o la chispa del fuego.

Después de varios encuentros con Patricio, Antonieta intuía la baba que derramaba por ella y quiso, sin lastimarlo, que no se hiciera ilusiones. Le platicó de su novio en México con el cual, le dijo, planeaba casarse. Pero para Patricio eso no era impedimento para seguir enamorado, los celos no eran parte de su enfermedad. Él podía compartir a una reina. Le pasaba algo así como a los tzeltales, para quienes el padre de su hijo era el enamorado, no el engendrador.

Por la tarde, sentado en una banca de los jardines del atrio de la iglesia de Chilón, Patricio miraba cómo el viento movía el cabello de Antonieta al leer a los niños los pasajes religiosos en voz alta y cómo sus labios se retraían llenos de sangre. Su voz se escuchaba como una brisa, y al ver las líneas de su lectura sus ojos se movían al ritmo de las olas del mar. Patricio no ponía atención a lo que decía. Se perdía en cámara lenta con sus movimientos faciales que jugaban entre ellos creando un concierto visual. La miraba sin decidir qué: sus ojos, su boca, sus gestos o todo. ¡Qué pleito traían para llamar su atención! Para Patricio que sólo veía su cara mientras ella leía en voz alta, un sueño de paz le hizo vivir. Sus labios y dientes encerraban su lengua que a veces salía dejándose ver. Travieso músculo con aspecto de fresa, Patricio quiso atraparlo, pero despertó de su sueño. Bocas hermosas había visto. Ninguna lo había vuelto loco. Con la de Antonieta se resistía a perderse poco a poco. Nuevamente estaba enamorado.

Transcurrieron varias semanas antes de que Mardonio llegara a Chilón. Patricio y Pedro lo esperaban ansiosos para iniciar el que sería su último recorrido antes de regresar a la capital. Fueron a una ranchería llamada San Pedro Patzguitz, donde una escena deprimente le permitió corroborar lo que Agustín le había platicado. Durante los tres días que permanecieron ahí, observaban pasar por una carretera de tierra camiones como hormigas cargando grandes troncos traídos de la selva. Día y noche. Uno tras otro. Con este cargamento de maderas preciosas se dirigían al aserradero de Chancalhá, donde se cortaban y se enviaban a Veracruz para ser embarcadas a su destino final, Estados Unidos de América, negocio de Nacional Financiera.

“Es triste deducir que aquellos bellos paisajes no los verán tus hijos —le decía Mardonio— por el saqueo criminal aceptado por nuestros gobernantes.”

“¿Qué reciben a cambio las poblaciones tzeltales, tzotziles, mames, ziques, zoques, choles, etc.? —Patricio se preguntaba—. Es como si embargaran su casa injustamente y sin razón”.

Mardonio le comentó que él había llegado a la selva en 1964 —cuando ésta todavía era virgen—, que había vivido su proceso de destrucción y que los paisajes que tanto le habían impresionado a Patricio eran una mínima parte de lo que él había conocido.

Después de seis semanas de convivencia con Mardonio, grandes eran las enseñanzas que le dejaba, pues lo consideraba una persona coherente que vivía acorde con su pensamiento. Aprendió que de nada servía transmitir el amor a Cristo si no se resolvían antes los problemas básicos de justicia social, sin entender aún, a sus 15 años, que éste era el inicio de su posterior comprensión de la Teología de la Liberación en América Latina en relación con la Iglesia de los Pobres, concepto que había aprendido empíricamente y que reforzó en Patricio el rechazo por una Iglesia tradicional que lejos de ocuparse de sus fieles marginados acumula riquezas y poder de manera incongruente.

Patricio y su primo emprendieron el regreso a la Ciudad de México pasando por San Cristóbal de las Casas. Al llegar, observó la belleza de esta ciudad plena de arquitectura colonial que invitaba a la meditación. Caminando entre sus calles y construcciones le invadió una paz interior al sentirse parte de ellas, sentía que le platicaban su historia sin necesidad de textos que las explicaran. Como si hablaran por sí solas de su pasado y de la explotación indígena en la época colonial. Fue entonces cuando vio una escena que lo enfureció: una señora pudiente regateaba el precio que una indígena pedía por su trabajo de bordado y que, a pesar de estar por debajo de su valor, vendía más barato angustiada por la gran necesidad que padecía. Cargaba en su rebozo a un niño de meses y, sentados junto a ella, estaban dos pequeños de entre cuatro y cinco años, descalzos y desnutridos. Ante tal actitud de la mujer ricamente ataviada, que Patricio calificó de tacaña, no pudo resistir y, sin pensarlo, intervino regañándola por su conducta, común en la gente adinerada que no valora el trabajo ni la necesidad del indígena. La señora le contestó en forma altanera gritándole “¡muchacho metiche!”, yéndose muy digna y disgustada. La indígena con una triste mirada, recriminó a Patricio la pérdida de la venta y él sólo tuvo dinero para comprarle una muñequita de trapo después de disculparse. Aunque la indígena no entendía el castellano cambió su semblante por un gesto de agradecimiento. Pedro, sorprendido por este acto impulsivo, le preguntó:

—¿Por qué lo hiciste?

—No es posible que entre nosotros no nos ayudemos. Esa señora es mexicana. Tú viste cómo en el mercado los extranjeros pagan al indígena lo que pide por su trabajo que, la verdad, por estas artesanías el precio es un regalo ¿o no?

—Sí, tienes razón —le contestó Pedro.

En San Cristóbal, algo que llamó la atención de ambos primos fue ver más turistas extranjeros que nacionales. “¿Será que los mexicanos visitan en sus vacaciones Disneylandia o no salen de Acapulco?”, se preguntó. Esto se lo contestaría el tiempo. Los que tienen dinero así lo hacen; los que no, se mueren sin conocer el mar.