Memorias de un desertor

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Estar en contacto de alguna forma con personas enfermas lo transportó a los inicios de su vocación y a lo que originó su elección.

Ciudad de México (1979-1986)

El día quería descansar. La luz se desvanecía paulatinamente mas no la iluminación de los pensamientos del joven Patricio, quien cubriéndose de la lluvia debajo del tinaco de la azotea, su escondite favorito, meditaba mientras las lágrimas del cielo lo acompañaban en esa tormenta de ideas en que se había convertido tratando de decidir qué sería de su vida. Conciliaba sus pensamientos con los recuerdos que iban y venían, junto a los cuales caminaba la presencia de su padre, ausente ya, pero tan en su memoria que en ocasiones sentía que la mañana de su muerte era sólo un sueño.

Desde ese minúsculo espacio, la ventana del cuarto de Victoria, iluminada por una tenue luz, se miraba tan grande como el sentimiento que no había cesado de tener por ella, a pesar de ser la autora de su primera desilusión amorosa. Cuando la evocaba, despierto o dormido, su presencia prometía jamás dejarlo solo, aun en su soledad.

El roce de su mente con ese pensamiento le recordó con dolor cuántas veces la había imaginado a su lado tomada de su mano mientras se preguntaba qué caminos tendría que recorrer para convertirse en un hombre capaz de alcanzarla. Tan lejos la percibía. La verdadera existencia transcurría en su imaginación, donde se movía libremente entre sus fantasías con la musa de su vida y las fantasmales apariciones de su padre, entrelazando a dos seres inasequibles. Tanto el uno como el otro. Inquieto con estas divagaciones en las que le parecía que su otro yo instalaba en su mente pensamientos que, estaba seguro, no le pertenecían, no supo cómo entró en él un relámpago de inspiración a la luz del cual tomó una decisión que en ese momento sintió como hermana de su vocación de servicio y que no le sorprendió en absoluto: “¡Seré médico pediatra como mi padre! Voy a continuar con su trabajo y mi amada estará orgullosa de caminar esta senda a mi lado”. Agradeció el dolor que le producía la indiferencia de Victoria porque, al tratar de escapar de este sentimiento, se había encontrado con su destino.

A partir de entonces el deseo de encontrar la universidad más conveniente se convirtió en el motor que lo levantaba cada mañana. Después de mucho investigar reafirmó lo que ya sabía: la Escuela Médico Militar ofrecía la mejor opción para el estudio de la carrera de medicina. Decidió ir a conocerla.

Desde que entró quedó sorprendido por todo lo que veía: la torre de laboratorios y el anfiteatro, el bioterio y salones, el gimnasio provisto de los más modernos aparatos y, sobre todo, su gran hospital-escuela, el Hospital Central Militar. Platicó con algunos alumnos y tuvo suficiente para enamorarse de ésta que ahora soñaba como su nueva casa.

La idea de que ingresara al Ejército no era agradable para la familia de Patricio. Su padre había sido uno de los líderes morales del movimiento de residentes médicos de especialidades contra el gobierno, en 1965. Buscaban lograr cambios en la infraestructura médica hospitalaria para brindar mejor atención a los enfermos. A la sazón jefe de Enseñanza del hospital pediátrico más importante de esa época, en su proclama de ideales de libertad y justicia calificaba de gorilas incivilizados a los miembros castrenses por la forma en la que se conducían. También simpatizaba con el movimiento obrero estudiantil de 1968. Tan era así que, como miembro del comité organizador del Congreso Internacional de Pediatría de ese mismo año en la Ciudad de México, se negó a dar la mano al entonces presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, jefe supremo de las Fuerzas Armadas, durante el acto inaugural —lo que le costó su puesto en el nosocomio.

Respaldada por la vida y acciones de su esposo, María Luisa le decía insistentemente que no podía el hijo del doctor Rodríguez enlistarse en el ejército, le suplicaba que no fuera necio. No había día en que no lo chantajeara.

—Hijo, el que es buen gallo donde quiera canta. Tu padre no fue militar, pero sí un gran médico.

Después cambiaba su estrategia. Muy calmada, desde la silla mecedora en la que tejía y bordaba por las tardes de fines de semana, decía en voz alta para sus adentros, sabiendo que Patricio desde el pasillo escuchaba:

—Los militares son muy duros y, para qué nos hacemos tarugos, es el más indisciplinado y rebelde de mis hijos. Cuántos chamacos no me tocaron así como maestra. No aguantará.

Las palabras de su madre lograron el efecto contrario. Consciente de su falta de organización y compromiso, la idea de ser militar se fortaleció al reconocer que necesitaba un yugo que lo disciplinara para estudiar y llegar a ser un buen médico y que eso sólo lo encontraría en el ejército. Además, muy en su interior, tenía el deseo natural de cualquier chico que a sus 18 años quiere sentirse libre e independiente y ya no más un “hijito de mamá”.

Con el rigor que sabía que reinaba en la Médico Militar, no le quedaría más que dedicarse en cuerpo y alma al estudio, lo que nunca había hecho; sus calificaciones en la preparatoria eran mediocres y abusaba de su inteligencia sin darse cuenta de que los conocimientos básicos en matemáticas, biología, química, física e inglés serían de primera importancia para el buen entendimiento y desempeño de todas las materias de su carrera.

María Luisa, desesperada ante la firme determinación de Patricio de querer ingresar al Ejército, platicó una tarde con su hermano Apolinar, prestigiado médico internista del afamado Instituto Nacional de Nutrición, quien al otro día citó a Patricio en su oficina de la Jefatura de Medicina Interna de dicho hospital.

Durante la larga espera de más de tres horas mientras Apolinar atendía un caso delicado en urgencias, Patricio tuvo tiempo suficiente para observar detenidamente y con admiración los múltiples diplomas y reconocimientos de su tío, quien al llegar, y de forma mecánica, dijo a su secretaria:

—Carmelita, prepáranos dos cafés y un plato de galletas y, por favor, no me interrumpas a menos que sea muy urgente —al tiempo que hacía pasar a su sobrino al consultorio y le ofrecía una silla frente a él, escritorio de por medio.

Apolinar, un hombre cuarentón, de baja estatura y algo pasado de peso, inició la plática al momento de sentarse mientras echaba hacia atrás la amplia e impecable bata blanca para no sentarse en ella.

—Mi querido Patricio, me habló mi hermana muy asustada pues le dijiste que querías ingresar a la Escuela Médico Militar. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué nunca me comentaste que querías ser médico en una de las tantas veces que nos hemos visto?

”Quiero que sepas que te felicito. Estás escogiendo una carrera verdaderamente apasionante, difícil y sacrificada. Te confieso que yo también quise ingresar en la Escuela Médico Militar y… no pude con ella. No logré ser admitido.

”Esta información es muy delicada; si se entera tu madre, pensará que te estoy alentando y no me lo perdonará, pero para mí lo más importante es tu vida.”

Haciendo a un lado los expedientes que ocupaban casi todo su escritorio, tomó un poco de café y dijo en voz más baja:

—A lo largo del tiempo, le doy gracias a Dios por no haber sido aceptado; a uno de mis grandes amigos, un muchacho muy inteligente y brillante que sí pasó el examen de admisión, le fue muy mal. Acabó peleado con un general que le hizo la vida de cuadritos y nunca se pudo especializar. Yo te sugiero que lo pienses bien. Para ser buen médico no es necesario que te vendas al Ejército —finalizó.

Patricio respiró profundamente. Hasta entonces había permanecido recargado en el fondo de la silla escuchando atentamente a su tío casi sin moverse, pero para darle más fuerza a lo que venía ya meditando se adelantó hasta quedar en la orilla del asiento. Su cara quedó tan cerca de la de Apolinar que éste se hizo para atrás casi sin darse cuenta.

—Mira tío —dijo pausadamente—, te voy a hacer también una confesión: hace dos meses encontré una caja en el clóset de mi madre.

—¿Te encontraste? —interrumpió molesto Apolinar.

—Bueno —prosiguió Patricio—, andaba de metiche y, todavía más metiche, la abrí. Dentro había varios sobres. Cada uno con dinero destinado a pagos varios, el gas, la luz, el súper, pero el que llamó más mi atención fue el que decía “colegiatura de Patricio”. —Sin moverse, agregó—: Medité entonces todavía más mi decisión y me informé de que la Escuela Médico Militar no cuesta ni un quinto, por enlistarte te dan ropa, la comida, los libros y hasta una cantidad de dinero los domingos para gastos semanales que llaman pre. He pensado en trabajar y estudiar para dejar de agobiar a mi madre. Ya sufrió demasiado y todavía le quedan dos hijos que sacar adelante”.

En este punto Apolinar quiso interrumpir a su sobrino, pero éste, ya inspirado, no lo dejó y rápidamente siguió:

—Antonio, mi hermano, estudia, pero también trabaja y así se paga su escuela; mis dos hermanas están becadas y ayudan dando clases particulares, y no es justo que todavía mantenga mi larga carrera, en la cual no tendré ingresos, y tú bien sabes lo caros que son los libros de medicina.

Aprovechando el silencio que tales palabras produjeron en el ánimo de su tío, cerró su defensa.

—Dicen que perderé mi libertad y no entiendo cuál, si ni siquiera soy libre para escoger escuela a mis 18 años. De sobra sé que esta carrera es esclavizante y que como médico, civil o militar, la vida está dedicada a los enfermos. No sé si alguna vez te platiqué de Agustín, un doctor que conocí en la selva de Chiapas. Él y su esposa, médico también, no tenían tiempo para ellos. Se la pasaban trabajando para sus enfermos y yo los veía felices. Pienso que al decidir ser médico renunciaré a una vida personal.

 

Apolinar escuchaba atentamente, y viéndose reflejado en sus palabras, le contestó:

—Mi querido sobrino, me has hecho recordar mis inicios como estudiante de medicina. Ahora, en vez de que yo te dé un consejo, eres tú quién me lo estás dando. Ya hasta me hiciste sentir bien ante el malestar que aún tenía por mi divorcio. Tu tía Clarita nunca entendió esta manera de pensar y ahora me encuentro aquí con mis enfermos y sin esposa, pero tranquilo y feliz.

Patricio levantó la cara sorprendido por su reacción, mientras Apolinar continuaba:

—Bueno, mi futuro doctor, si ya lo decidiste es un primer paso. Ahora, si quieres ingresar a la Escuela Médico Militar, tendrás que aplicarte a estudiar muy duro. No es por echarte la sal, pero el examen de admisión es muy competido y son pocas plazas para tanta demanda. Muchos tienen las mismas aspiraciones que tú y eso no es todo, si logras entrar, viene lo más difícil: mantenerse sin que te corran. Esta escuela tiene un sistema piramidal muy anticuado, pero a la vez muy efectivo, ya que de los que logran entrar, la mitad es expulsada en el primer año y así sucesivamente. No sé si estés dispuesto a esta aventura sin que tengas la seguridad de terminarla, pero además tienes que saber que si te sacan, tendrías que reiniciar la carrera en otra universidad, pues en esto de la medicina los médicos somos muy mamones y, para todos, la única que vale es la nuestra —finalizó.

—Ya está más que decidido, tío —respondió Patricio—. ¡Entraré a la Médico!

Apolinar se levantó y le tendió la mano. Con un fuerte apretón seguido de un abrazo cariñoso, añadió:

—Bueno, sobrino, pues, como te dije, ponte a estudiar duro para el examen de admisión.

Al salir de la oficina, no siguió las señalizaciones colocadas en los pasillos, se paseó por el hospital con total libertad imaginando que en cualquier momento se encontraría con su padre entre médicos y enfermos. De repente, una imagen congeló su cuerpo. Una hermosa señorita abrazaba un cadáver tendido en una camilla afuera de la Sala de Urgencias. Al parecer, había sido su padre. Lloraba de manera desgarradora. De las lágrimas que bajaban de sus ojos como riachuelo desbordado, algunas desviaban su camino en forma de cascada hacia su pirámide nasal tan perfectamente esculpida que parecía un ángel.

Patricio se acercó sacando su amuleto, un pañuelo blanco heredado de su padre. Sin pensarlo, se lo ofreció a la pequeña princesa que, inconsolable y en forma refleja, escondió su cara en el hombro de Patricio para seguir desahogándose mientras él se sorprendía de aquella inesperada reacción.

Ligeramente asustado por cómo la chica se apretaba a su cuerpo adolescente, se dejó seducir por la brillantez y sedosidad de su cabello con olor a flores silvestres, mientras, como un transductor, su hipotálamo lo transformaba en un campo lleno de luz por donde ella corría y lo abrazaba para calmar su dolor.

Su corteza cerebral le ordenó entonces palmear suavemente su espalda con una mano para consolar su pena y, con la otra, rodear su fina cintura de porcelana que le recordó a las esbeltas muñecas de Lladró que había en el muñequero de la casa de su abuela.

Fue presa entonces de su sistema límbico, el cual trataba de encender lo que su consciente apagaba, y en esta lucha de estímulos su oído captaba la más dulce melodía que había escuchado en toda su existencia: era el tono agudo del llanto inconsolable de esta doncella que lo dejaba marcado, ya que era la primera vez que abrazaba a una mujer que no conocía, de la forma más hermosa que hubiera imaginado y, sobre todo, sin la participación de las hormonas propias de su edad.

El único sentido que no estaba incluido era el gusto, pues un beso habría sido como la cereza del pastel, pero obviamente la ocasión no era la adecuada y ni se fijó en ese pequeño detalle, pues sabía que había ayudado a calmar el dolor aun sin haber iniciado sus estudios de medicina.

La chica se tranquilizó. Le regresó el pañuelo y, dándole las gracias, se volvió a su padre muerto mientras Patricio se retiró sin decir una sola palabra. Este pequeño pero vibrante episodio en su joven experiencia sirvió para alejar a Victoria de su mente los mismos meses que “la chica del pañuelo”, como la nombró, ocupó su lugar.

Al regresar de la entrevista con su tío, María Luisa confirmó que Patricio seguía con la idea de ingresar al Ejército, lo que para ella era una necedad. Así que se convirtió en María Magdalena por varios días. Inconsolable, se refugió en su cuarto, rezando y pidiendo al espíritu de su esposo que la ayudara a encontrar las palabras para convencer a su hijo del error que cometería. Una mañana en la que se encontraba muy tranquila, le dijo a Patricio:

—Hijo, si la decisión está tomada, te apoyo. Sólo te pido que lleves unas flores al cementerio donde está tu padre y lo medites por última vez.

La petición de su madre resultó algo fácil para él, por lo que al estar de pie ante la tumba “escuchó” que su padre le decía: “Muchacho, tú sabes que yo siempre admiré al doctor Fulgencio Alatriste. Una cosa son los militares y otra los médicos militares. Conoces de antemano la vida de este gran médico militar. Toma su ejemplo y lo lograrás”.

Patricio regresó tranquilo sintiendo que tenía la batalla ganada. ”Ya lo pensé, como mi madre me lo pidió”, se dijo a sí mismo, y seguro de que así sería, entró a su casa.

—Serena, madre, ¡sólo voy a estudiar medicina!

Para Patricio era el inicio de una gran aventura, cuando en realidad se trataba de una decisión equivocada, cuyas consecuencias ni siquiera sospechaba y con resultados que habrían de acompañarlo toda su vida.

Se encerró durante tres meses para estudiar y preparar su examen de admisión en el cuarto que algún día, en épocas de bonanza, se había utilizado para la servidumbre. Tenía miedo, mucho miedo de no pasarlo después de todo el alboroto que había creado. Además, le habían asignado la ficha 1978 en el concurso de admisión, cuando sólo había 100 plazas. Consiguió el temario y los libros que se indicaban y que, por cierto, le compraron sus dos hermanas como muestra de apoyo incondicional. Así se dispuso a repasar casi sin descanso todos los temas de la preparatoria que incluía el examen de admisión para los candidatos, logrando estudiar lo que nunca en los tres años anteriores.

Muchas veces se quedaba dormido sobre el escritorio soñando que había sido aceptado, sólo despertaba al sentir la vejiga llena de tanto café que bebía para estimular su aprendizaje y consolidar sus engramas en proteína codificada de conocimientos para sus exámenes. Cuando flaqueaba por el hartazgo de su encierro, suspiraba y recordaba, ahora sí con sus cinco sentidos, la cercanía de su virgen triste, que no era otra más que el recuerdo de “la chica del pañuelo” que, al consolarla, también a él le consoló el corazón.

Así, llegó la hora de su primer examen: el médico.

Esa mañana, muy temprano, los aspirantes se apiñaban en el patio central de la Médico Militar. Una vez registrados, pasaban desnudos en grupos de 10. Los doctores examinadores los hacían voltearse hacia todos lados buscando en sus cuerpos algún defecto físico, checando talla y peso, sin faltar la exploración cardiovascular y ortopédica. Patricio pensó erróneamente que este examen no sería problema para él, por lo que grande fue su asombro cuando al salir vio que su boleta tenía un sello con la leyenda: “Rechazado: pie cavo”.

Patricio palideció. Su corazón se aceleró. Acababa de tropezar y el golpe psicológico que esto le produjo lo dejó mudo y con la mirada perdida, como si estuviera soñando y deseara despertar de esta pesadilla momentánea.

El exceso de café surtió efecto; empezó a sudar con una taquicardia incontrolable y miles de pensamientos e ideas le venían a la mente. Respiró profundamente y se tranquilizó. Pidió hablar con el jefe médico de dicho examen, quien lo recibió amablemente. Se trataba de un joven recién egresado con una estrella como insignia militar. Patricio, sin otro motivo más que el deseo de salir bien librado, pensó que era un buen hombre. Se acercó y leyó el nombre en el gafete que portaba: MMC Sánchez (mayor médico cirujano).

—¿En qué puedo servirte muchacho? —preguntó a Patricio, quien pensó: “Me la juego. No me queda de otra”. No podía perder más; estaba desahuciado y ni siquiera había podido empezar la competencia.

—Doctor Sánchez, no entiendo por qué me rechazaron.

—Mire, joven aspirante, primero, no me diga doctor, dígame “mi mayor”; aquí en el ejército, parte de las actividades incluyen marchas muy largas cargando equipo pesado, y las rutinas físicas deportivas son parecidas a las de los atletas profesionales. Si más adelante usted pone como pretexto esta afección para evadir dichas actividades, lo darán de baja y buscarán el nombre del médico que firmó su certificado de “Apto para las actividades militares”, ¿y qué cree usted que le sucederá a quien firmó este certificado?

—No lo sé —respondió Patricio.

—¡Pues lo procesarán y le harán pagar todos los gastos que esta decisión ocasionó al Ejército! —contestó el mayor—. ¡Ubíquese en su realidad! —finalizó.

Patricio, desesperado, echó mano de su parcela de recursos contestando:

—Mi mayor, le doy mi palabra, y mire que mi padre, que en paz descanse, decía que el que no tiene palabra no tiene nada, de que soy deportista y nunca he tenido problema alguno por esto. Póngame a prueba, pero, por favor, cambie mi sello para seguir concursando.

Con el fastidio dibujado en sus jóvenes facciones, el mayor, en tono de burla, le habló a un compañero médico y le dijo:

—¿Cómo ves a este aspirante a cadete? —y le platicó a su compañero lo acontecido mientras Patricio los miraba sin esperanzas—. ¿Qué sugieres?

El amigo, quien a la postre resultó ser quien decidiera la suerte de Patricio, seriamente contestó:

—Mira, Sánchez, te voy a contar una anécdota que a nadie le he platicado. Cuando yo quise ingresar al Ejército, también fui rechazado por dos centímetros de estatura que me faltaron para los 160 que pedían como mínimo. Y yo también fui de chillón con el mayor médico responsable. Nunca se me va olvidar lo que me dijo: “Te voy a sellar la boleta de apto, y en tu conciencia estará no perjudicarme. Esto queda entre tú y yo ¿eh? Pero, como pago, algún día tendrás que ayudar a otro aspirante que sea rechazado por el examen médico”. Luego, mientras sellaba mi boleta, se acercó a mí a través de la mesa y con voz muy baja y rasposa (después de un ligero carraspeo), me confió: “Esta escuela tiene la mística de ayudar al inteligente para el prestigio de los médicos militares, así que si no pasas los exámenes, ya será culpa tuya y nadie podrá ayudarte”. Mira, Sánchez, lo más probable, estadísticamente, es que este chamaco no apruebe los exámenes de conocimientos o se quede en el filtro de los primeros tres años, así que en tu conciencia no quede rechazar a un probable futuro buen médico militar. Acuérdate —prosiguió— de que nuestros maestros más queridos y brillantes no son unos Charles Atlas que digamos. ¿Qué me dices del Oaxaco Ruiz, o de la Víbora Panteonera Alatriste? ¿O qué decir de la Osa Cervantes? —las risas que no pudieron contener los mayores se escucharon hasta los pasillos y Patricio los acompañó con una nerviosa sonrisita—. Y ¿cuántas eminencias más hay, reconocidas mundialmente, pero físicamente defectuosos para las armas?

—Pues si firmas su certificado, yo te apoyo —contestó el mayor Sánchez.

—¡Claro que sí, Sánchez! —y mirando a Patricio fijamente le indicó—. Acabo de pagar mi deuda, más te vale no mencionar nada de tus malestares en las caminatas. Aguántate como los valientes. Tu padecimiento se puede “camuflar”. Si hubiese sido algo cardiovascular o más grave, no te hubiera podido ayudar. Espero que haya valido la pena comprometerme por ti y verte entre los aspirantes aceptados. Ah, y recuerda, si logras ser médico militar y te encuentras en la misma situación, deberás ayudar a otro aspirante del mismo modo —recitó mientras firmaba la boleta con rapidez y decisión.

Las piernas de Patricio flaqueaban y temblaban por la descarga de adrenalina secretada ante la incredulidad de lo sucedido. Esta sensación le acompañó hasta llegar a su casa con su primera boleta sellada como APTO. Era como un boleto premiado de la lotería. En cuanto entró, se dirigió a la sala, y tomando de encima del piano el cuadro con la pintura del rostro de su padre le dijo con el pensamiento: “Gracias. No te defraudaré”. Había pasado el primer filtro para ser aceptado.

 

Al día siguiente, los aspirantes fueron citados para los exámenes físicos en las instalaciones del Heroico Colegio Militar. Los repartieron en grupos de 100 para ir a las diferentes actividades. A Patricio le tocó el tercer bloque. Como primera actividad los pusieron a correr cinco kilómetros al paso de un sargento. El lugar: la plaza de maniobras, una plancha de cemento del tamaño de tres zócalos capitalinos rodeada de construcciones que semejaban pirámides mesoamericanas (los dormitorios), y todo esto acompañado de aire fresco y viento limpio con un cielo azulado y sin nubes que amenazaran tormentas. El día era claro y puro, borrando un mal presagio por la experiencia del día anterior. Algunos competidores se iban rezagando durante la carrera. Patricio, más estimulado que nunca por lo librado en su tropiezo del examen médico, no sintió molestia alguna en sus pies y permaneció siempre al frente, junto al militar encargado de supervisar la marcha a paso veloz. Al finalizar, les indicaron hacer 30 lagartijas y Patricio se siguió hasta llegar a 50.

—¡Dije 30, no 50! —le gritó el militar—. ¡Le descontaré puntos por no obedecer!

La siguiente actividad por calificar se desarrollaría en las instalaciones acuáticas. Los llevaron formados a la fosa de clavados y a las albercas olímpicas. Construcciones que Patricio jamás hubiese imaginado. Las comparaba con el Deportivo Popular y Familiar Independencia al que asistía en su pubertad a tomar clases de judo y natación y no podía entender el despilfarro de instalaciones de los militares, cuando la juventud mexicana ni siquiera tenía acceso a nadar en un riachuelo. Les ordenaron saltar parados desde la plataforma de 10 metros de la fosa de clavados.

—¡Al oír el silbato tienen que saltar! ¡No antes ni después!

Un aspirante, que al parecer entrenaba previamente en esta disciplina, saltó con un clavado que lucía olímpico, y el sargento le llamó la atención diciéndole:

—¡Dije parados! ¡Aquí se califica también la obediencia! ¡Vuelva a subir y repítalo como lo indiqué!

Como siguiente prueba, los pusieron a nadar 100 metros sin parar. Algunos, en su vida habían nadado y era heroica la manera en que intentaban pasar la prueba sin ahogarse, nadando con técnicas de perrito o crawl acapulqueño, sin sumergir la cabeza en el agua, algunos tragándola de más, pero lo lograban. Para Patricio, este segmento le hizo ver la realidad de su país en natación. Siendo él un nadador mediocre en su deportivo juvenil, aquí era de los destacados. Al final de ese día, de los 2 030 aspirantes que iniciaron, 1 700 pasaron a la siguiente etapa, un examen psicológico de varias hojas con preguntas de opción múltiple realizado a contrarreloj; una pregunta que constantemente se repetía era: ¿Quiero ser soldado?, a la cual sin vacilar Patricio contestaba: “¡NO!”, pensando “¡Yo quiero ser médico!”, pero después de verla aparecer varias veces, captó la trampa escondida y empezó a sudar frío al comprender el error que había cometido, y entonces perdió minutos preciosos buscando aquellas en las que había contestado que no, para cambiar las respuestas por un sí, pero finalmente lo logró.

Después vinieron las pruebas finales, los exámenes de conocimientos por los que Patricio se había desvelado los últimos tres meses. Para este momento sobrevivían 900 candidatos.

La noche del domingo, el día anterior a los primeros exámenes, no dejaba de repasar sus resúmenes. “Tengo que dormir aunque sea un par de horas”. Lo intentaba una y otra vez y la ansiedad no le permitía cerrar los ojos y desconectarse temporalmente del miedo y de los nervios. La mente permanecía encendida sin poder descansar.

Después de esperar ansioso el inicio del primer examen, que comprendía las materias de física y matemáticas, observaba cómo sus contrincantes repasaban sin cesar sus respectivos apuntes antes de ser introducidos al auditorio de la Escuela Médico Militar. Pasaban uno a uno y eran registrados como delincuentes. Se les entregó el examen que deberían mantener con la parte escrita hacia abajo mientras les daban las instrucciones para responderlo. El segundo día tomó el examen de química y biología, y el miércoles los últimos de inglés e historia de México.

En todos ellos, Patricio no despegó la mirada de sus hojas de examen. Respondía con rapidez y seguridad, con una sensación que jamás había experimentado, ya que por primera vez se presentaba a una prueba totalmente preparado.

Al salir de su último examen, con tranquilidad, en el pasillo fuera del auditorio, empezó a vislumbrar a las candidatas que competían para medicina o para odontología militar. La enfermedad contagiada por los indígenas tzeltales renacía levemente. Patricio miraba de reojo a una morena que platicaba frente a él con sus amigos, nerviosa por los resultados de sus exámenes, sin dejar de ver a otra de ojos castaños que no había dormido nada en los últimos días. A su derecha, a unos metros de distancia, una joven alta, con cuello de marfil, revisaba sus notas para ver las preguntas que había errado mientras, con los dedos de su mano izquierda, movía a un lado el cabello negro que cubría su cara. Patricio vio con detalle las uñas perfectamente cuidadas que deslizaban el mechón de pelo tras unas delicadas orejas y deseó ver ese rostro de frente, pero el ruido de la puerta de los baños al final del pasillo lo hizo voltear y cruzar su mirada con una muchacha de labios carnosos que salía del auditorio, muy segura de sí misma, caminando hacia él. Al pasar de largo a su lado, Patricio pudo admirar las nalgas redondas con caderas anchas y cintura de avispa que se fueron alejando con cadencia y feminidad. “Como dice el dicho, cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento”, susurró un candidato suscitando la hilaridad de otro par. Patricio no escuchaba, en trance las miraba a todas, hasta a las gorditas cuerpo de uva. “No será del todo un sacrificio si me aceptan”, pensó.

Llegó el día en que darían los resultados. Patricio no pudo dormir la noche anterior. Aunque la cita era a las ocho de la mañana, se encontraba ya bañado y peinado desde las cinco, hablando, como de costumbre, con el cuadro de su papá.

Al llegar a la escuela, el patio principal parecía una manifestación de acarreados cetemistas o de sindicalizados en el zócalo. Todos estaban nerviosos. Conversando con algunos aspirantes, comprobó la clase de universidad a la que estaba por ingresar. Había jóvenes de todo el país y de todas las clases sociales esperando los resultados. “¡Esta sí es una universidad!” Por fin empezaron a mencionar, por orden de lugar, las calificaciones de los alumnos aceptados. Patricio no podía controlar los nervios. Sudaba y apretaba las manos al ver que iban veinte y no lo nombraban. Volvió sus ojos al cielo invocando a su padre y, al fin, escuchó: “Lugar 23, Rodríguez Juárez, Patricio”. Corriendo subió al estrado y se paró junto a los que serían sus compañeros. Unos a otros se miraban de forma aprobatoria, como felicitándose y con reverencia movían la cabeza al mirar al primer lugar. También, desde el estrado, era imposible no observar la cara de dolor y desesperación de los que permanecían abajo.

Después de nombrar a los 100 primeros, llamaron a 20 más como reservas que deberían estar localizables en caso de presentarse alguna baja durante los primeros seis meses. Patricio estaba feliz, después de haberse preparado durante tres meses, habría sido una tragedia que no lo hubieran aceptado.

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