Los santos y la enfermedad

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Además, a medida que el abad se aplica al cuidado de los hermanos, aprende también a curarse a sí mismo (RB 2, 39: «Mientras se preocupa de la cuenta ajena se va haciendo solícito de la suya propia»). Poco a poco, el abad, como los ancianos espirituales, va adquiriendo la sabiduría del corazón, que le enseña a «curar tanto sus propias heridas como las de los demás» (RB 46, 5-6). En cualquier caso, está claro que la comunidad monástica no es un dream team, no es un grupo de «perfectos» o de «superhéroes», no está formada por una «élite espiritual», sino que se parece más bien a un grupo de enfermos que se ayudan mutuamente a soportarse y a afrontar sus debilidades. El abad, como buen médico, debe ser consciente de «que no tiene el dominio tiránico sobre almas sanas», sino que «tomó el cuidado de almas enfermizas» (RB 27, 6), empezando por la suya.

4. Conclusión

Es hora de sacar algunas conclusiones de lo expuesto hasta aquí. A partir del Libro II de los diálogos, de san Gregorio Magno, y de la Regla de san Benito, hemos intentado mostrar los fundamentos de la vivencia monástica de la enfermedad. Lo primero que destaca es su integración en la vida cotidiana del monje; casi me atrevería a decir su «normalidad». En segundo lugar, llama la atención de la Regla a la persona en su conjunto. San Benito, aun sin formularlo explícitamente, era consciente de los distintos componentes del ser humano, y se preocupa para que sean atendidos en su globalidad: la dimensión corporal, el área psicológica y la parte espiritual, teniendo en cuenta que las tres están estrechamente relacionadas. A partir de ahí destaca un tercer elemento de la tradición monástica benedictina: la humanitas. Esa misma humanitas que, según la Regla, debe impregnar el trato con los huéspedes (RB 53, 9), y que se traduce como «obsequiarlos con el mayor agasajo», inspira en todos los sentidos la relación con los enfermos, y de ahí la condescendencia para con ellos en lo que se refiere a los rigores ascéticos y el interés para que no les falte nada. Naturalmente, el fundamento teológico de todo está en la centralidad de Cristo y en la dinámica de la encarnación. Servir al hermano y tratarlo como a Cristo, y, por parte del enfermo, ver en quien le cuida, sea el enfermero, sea el abad u otro hermano, a Cristo médico.

Al final de la Regla hay un capítulo que resume «el buen celo que deben tener los monjes», es decir, el conjunto de virtudes y de acciones que configuran una vida fraterna verdaderamente evangélica. Entre ellas encontramos la siguiente: «Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales [infirmitates suas sive corporum sive morum patientissime tolerent]» (RB 72, 5). Una vez más volvemos a encontrar la realidad de la debilidad, de la enfermedad, en toda su complejidad físico-psíquico-espiritual, como algo integrado en la vida del monje, no como un accidente indeseado e indeseable que viene a perturbar su vida tranquila, sino más bien como el acontecimiento real, el aquí y ahora en el cual está llamado a vivir, por el don del Espíritu, el seguimiento de Cristo hasta la muerte, para así poder «acompañarlo en su reino» (RB, Prólogo 50) 3.

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y LA ENFERMEDAD

JULIO HERRANZ MIGUELÁÑEZ, OFM

Convento Santuario de San Pedro de Alcántara

Ávila

Antes de entrar directamente en el tema, vayan por delante algunas premisas de carácter crítico:

1) Gran parte de las cosas que aquí se dicen suponen una lectura crítica de las fuentes biográficas franciscanas, que –como es habitual en este tipo de fuentes, y más siendo hagiografía medieval– tienden a ocultar las sombras, los inevitables problemas pendientes y las contradicciones de su protagonista, hacen abstracción de la necesaria contextualización humana y espiritual del biografiado y habitualmente presentan su vida como algo unitario, totalmente coherente y ejemplar, pues «la persona interesa menos que el personaje» 1.

2) La historia no es una ciencia exacta, y en ella se dan la mano los hechos y el significado que les da unidad y hace de ellos una verdadera historia, y este no es posible precisarlo sino por las vías de la subjetividad de la interpretación del historiador, por lo que no puede pretenderse una objetividad absoluta; lo cual, evidentemente, no anula la legitimidad del trabajo de reconstrucción histórica desde la lectura crítica de las fuentes documentales a partir de unos previos que garanticen el máximo posible de objetividad: desde aquí pretendo moverme 2.

3) Los datos que siguen, sobre la comprensión y la actitud de san Francisco de Asís ante el sufrimiento y la enfermedad, no los propongo de manera esencialista, sino en relación directa con el devenir de su vida y su proceso humano y espiritual, siempre supuestos los límites ya referidos de las fuentes biográficas franciscanas, y evitando ceder a la tentación de llenar con la propia imaginación sus lagunas en su información.

4) Aunque el tema que nos ocupa es la actitud de san Francisco ante la enfermedad, parto del hecho de que esta no es solo ni principalmente la pérdida de la salud física, sino también una experiencia psíquica y espiritual de limitación, e incluso de frustración y fracaso, que en algunas ocasiones son concomitantes, en otras son presupuesto y, en otras, derivado de la enfermedad física. En las reflexiones que siguen trato de integrar las diversas dimensiones.

5) Finalmente, dada la relación inversamente proporcional entre la extensión de este trabajo y los numerosos testimonios al respecto de las fuentes biográficas de Francisco de Asís, renuncio desde el principio a toda pretensión de ser completo en mis reflexiones y en las referencias a las fuentes, y a remitir sistemáticamente a los lugares paralelos y notar sus diferencias 3.

1. San Francisco y la enfermedad en su juventud y su proceso de conversión

a) La forja de su personalidad

San Francisco de Asís nació en 1182 en el seno de una familia de comerciantes de telas –los nuevos ricos, promotores de una nueva cultura y sociedad fundadas sobre el dinero–, que educó a su hijo según los cánones ideales y las aspiraciones de la nueva clase social: «Desde su más tierna infancia –escribe su primer biógrafo– fue educado licenciosamente por sus padres, a tono con la vanidad del siglo» (1Cel 1). Por su parte, la Leyenda de los tres compañeros informa sobre algunas de las características de su personalidad, forjada en la interacción de la educación familiar y el entorno:

Era tan pródigo en gastar que cuanto podía tener y ganar lo empleaba en comilonas y otras cosas. Por eso sus padres le reprendían muchas veces por los despilfarros que hacía con su persona y con sus compañeros. Mas, como eran ricos y le tenían mucho cariño, no querían disgustarlo y le consentían tales demasías [...] Se excedía también en formas diversas en lo tocante a vestidos, escogiendo telas mucho más caras de lo que convenía a su condición. Y era tan dado a la vanidad que, en ocasiones, mandaba coser retazos de telas preciosas en vestidos de paño vilísimo (TC 1-3).

Este y otros varios testimonios de las fuentes biográficas nos hablan de un ambiente familiar superprotector y una educación excesivamente permisiva, que trajeron consigo un deficiente equipamiento humano de Francisco frente al inevitable sufrimiento y la frustración, y una componente marcadamente narcisista en su personalidad, cosas ambas que confirman los estudios psicológicos 4 y los escritos del santo, especialmente sus Admoniciones, que hablan de la interioridad de su autor como de un mundo de tensiones múltiples, espirituales y relacionales, detrás de las cuales parece descubrirse una persona inclinada al orgullo, frágil y pesada en el camino del espíritu 5.

Esta componente narcisista de su personalidad supuso para él, en la ambivalencia característica de todo lo humano, la tendencia a ser el centro de todo, a la vanagloria y la ostentación, cierta dificultad para elaborar las frustraciones y asumir el sufrimiento, la propensión a situarse en los extremos… Pero, como contrapartida, esa misma componente narcisista le estimulaba a mirar siempre adelante y más alto, le dotó de una gran incondicionalidad, de una notable capacidad de liderazgo y de un importante fondo afectivo y religioso: su proceso de conversión le llevará a la identificación afectiva y efectiva con Cristo siervo y la solidaridad con los menores, que le permitirán superar el conflicto narcisista y una realineación total de su identidad desde la pobreza, la humildad y la minoridad.

Francisco es un soñador que se encumbra con destinos de grandeza: sueña con convertirse en caballero, aunque para ello haya de ir a la guerra (cf. 1Cel 2; TC 1). Como hijo de la clase de los comerciantes alienta la lucha por la independencia de su pueblo frente al poder del emperador, y, apenas cumplidos los 18 años, toma parte en las violentas luchas de la nueva burguesía y los artesanos frente a la vieja nobleza asisiense.

En 1202 participa en la guerra que Asís mantenía, desde hacía casi dos años, contra la ciudad rival de Perusa, en la que se había refugiado la nobleza asisiense. El ejército de Asís fue derrotado y muchos de sus miembros fueron hechos prisioneros: entre ellos se encontraba Francisco, que un año después consiguió la libertad, previo pago del oportuno rescate por su padre (cf. TC 4) 6.

b) Su proceso de conversión

La experiencia de la derrota, la cárcel y una larga y grave enfermedad contraída en ella marcaron profundamente su vida (cf. 1Cel 3), pero no lograron acallar sus sueños de gloria por la vía de las armas. Apenas repuesto en su salud, se dispuso a participar en una nueva expedición militar: estando de camino le volvió la fiebre que lo había tenido largos meses en cama, y una voz le interpeló en el sueño, preguntándole adónde se proponía caminar:

 

Y como Francisco le detallara todo lo que intentaba, aquel añadió: «¿Quién te puede ayudar más, el señor o el siervo?». Y como le respondiera que el señor, de nuevo le dijo: «¿Por qué, pues, dejas al Señor por el siervo y al Príncipe por el criado?». Francisco contestó: «Señor, ¿qué quieres que haga?». «Vuélvete –le dijo– a tu tierra, y allí se te dirá lo que has de hacer» (TC 6).

Al día siguiente emprende el camino de regreso a Asís y se desencadena abiertamente su largo proceso de conversión (1202-1208), en el continuo alternarse de momentos de incertidumbre y abatimiento con otros de profundo gozo (cf. TC 11-12). Entre tanto, un día, de manera más o menos fortuita, se encuentra con un leproso –el enfermo por antonomasia en la sociedad medieval– 7 y tiene lugar la experiencia fundante de su conversión, que le fuerza a cambiar radicalmente su actitud ante la vida, ante sí mismo, ante los otros y ante Dios:

El Señor me dio a mí, el hermano Francisco –escribe en su Testamento–, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y, después de un poco de tiempo, salí del mundo (Test 1-2).

Poco a poco fue descubriendo una realidad que aún no se había atrevido a mirar cara a cara: la del hombre naturalmente frágil, limitado y necesitado de solidaridad, especialmente en el sufrimiento, la enfermedad, la marginación y la pobreza. Comenzó de inmediato a prodigar sus cuidados a los leprosos y a convivir con ellos, aun a costa de sufrir la incomprensión y persecución familiar y el rechazo de sus conciudadanos, para quienes tenían un valor sacro las normas comunales, que relegaban a los leprosos en leproserías lejos de la ciudad y ordenaban buscarlos escrupulosamente para mantenerlos alejados, y maltratarlos si fuera necesario 8.

El encuentro con los leprosos y la práctica de la misericordia con ellos supuso, pues, en Francisco una verdadera transformación existencial: «Lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo», y una transformación espiritual: «Y, después de un poco de tiempo, salí del mundo».

Pero como hito determinante de la conversión y forma de vida y misión de Francisco hay que situar no solo el encuentro con los leprosos, que él recuerda, paradigmáticamente, en su Testamento, sino también, y estrechamente unido al anterior, el encuentro con Cristo leproso-varón de dolores (cf. Is 53,4-5), pobre y crucificado, del que habla seguidamente en el mismo Testamento (cf. Test 4-5). El encuentro con los leprosos es para él la experiencia fundante de su conversión, pero su verdadero alcance no se le desvelará sino en el encuentro con Cristo, el siervo sufriente, aunque ello no se le hará claro sino tras un largo proceso de discernimiento de la voluntad de Dios sobre sí, en el que parecen haber sido especialmente significativas la «locución» del Cristo de San Damián y la escucha del evangelio de la misión (cf. 1Cel 22; 2Cel 10-11): como los leprosos abren el Testamento, el seguimiento de las huellas de Cristo siervo abre su Regla (cf. Rnb 1,1; Rb 1,1).

2. San Francisco y la enfermedad en su vida de conversión y en su proyecto

a) «Estuvo siempre enfermo»

Las primitivas biografías de san Francisco son concordes en afirmar que era de constitución frágil y delicada, y que «estuvo siempre enfermo» y cada vez más enfermo (cf. LP 106 y 117), a lo que habrían contribuido especialmente la prisión en Perusa, la dureza de su vida itinerante y la radicalidad de su pobreza y penitencia.

Su vida de hermano menor aparece jalonada por continuas y nuevas enfermedades: una enfermedad de tipo gástrico y una fuerte fiebre le obligan a poner fin a su viaje a España en 1204 (cf. 1Cel 56; 3Cel 34); con ocasión de su viaje a Oriente en 1219-1220, en su particular anticruzada, adquirió una dolorosísima conjuntivitis tracomatosa (cf. LP 77); poco después sufrió unas persistentes «fiebres cuartanas» (cf. LP 80), acompañadas en breve por graves dolencias de todo el aparato digestivo (cf. 1Cel 98; LP 77), que no serían sus últimas dolencias y enfermedades 9.

El año 2012, la doctora María Cambray publicó un estudio sobre Las enfermedades de san Francisco, que –mientras esperamos la valoración que de sus resultados puedan hacer otros especialistas, y supuesto el carácter un tanto aproximativo de todas las conclusiones al respecto (pues la medicina hoy exige pruebas técnicas, radiológicas, etc.)– parece abrir nuevos horizontes en este tema que ha interesado a numerosos profesionales de la medicina, aunque sus conclusiones son muy diversas 10. Según la doctora Cambray, Francisco se habría encontrado, en sus últimos años, con las secuelas de las múltiples enfermedades sufridas a lo largo de su vida: fiebres tifoideas contraídas en la prisión de Perusa, paludismo, tracoma, y, a causa de una alimentación irregular e inadecuada, desde su conversión estaba enfermo de estómago y de todo el aparato digestivo, lo que habría derivado en cáncer de estómago y sido la causa de su muerte 11.

Por otra parte, aun cuando sea necesario distinguir los hechos y la interpretación que de ellos dan los biógrafos, Francisco presta muy escasa atención a los cuidados que reclaman sus varias enfermedades, según afirma la generalidad de las fuentes:

Los hermanos le aconsejaban frecuentemente, e insistentemente le rogaban que tratara de restablecer su cuerpo enfermo y debilitado en extremo con la ayuda de los médicos. Él, empero, hombre de noble espíritu, dirigido siempre al cielo, que no ansiaba otra cosa que morir y estar con Cristo, se negaba en redondo a ello (1Cel 98; cf. LP 77).

Una lectura afinadamente crítica de las fuentes biográficas franciscanas obliga, sin embargo, a matizar la afirmación de Tomás de Celano, reconociendo que en Francisco se da una clara ambivalencia en relación con los cuidados especiales que reclamaban su frágil salud y sus muchas dolencias, ambivalencia que no es, en definitiva, sino una expresión más del desfase obligado en su vida entre la desmesura del radicalismo evangélico en el seguimiento de Cristo y su propósito de ejemplaridad, por una parte, y la limitación y fragilidad de la condición humana, por otra. Siente que la búsqueda de cuidados especiales podría alejarle de su vocación y misión de hermano menor –llamado a la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado– y poner en entredicho su confianza incondicional en Dios, de lo que parece ser un eco cuanto dice en la Regla (cf. Rnb 10,3-4); por ello se despreocupa totalmente de su enfermedad, y, cuando se ve obligado por ella a particulares cuidados en el vestido, la alimentación, etc., se acusa públicamente de glotón, de dar una falsa imagen de santo pobre y penitente (cf. 1Cel 52; LP 80-81). Pero, al mismo tiempo, busca alivio a los dolores de su enfermedad pidiendo expresamente ciertos alimentos y bebidas desacostumbradas en su fraternidad (cf. 1Cel 61; 2Cel 170; LM 5,19; LP 71), procurándose la cercanía y los cuidados de sus compañeros más íntimos (cf. 1Cel 102), escuchando un poco de música (cf. LP 66, LM 5,11) o cantando y haciéndose cantar su Cántico de las criaturas (cf. LP 99; cf. 1Cel 109)… y pide a Clara y las hermanas de San Damián moderación en su pobreza y penitencia y asegurarse los necesarios cuidados y ayuda en sus enfermedades (cf. ExhCl 4-6) 12.

En los últimos meses de su vida, reconciliado con su arqueología, su fragilidad y su enfermedad, pide perdón a su cuerpo por haber pretendido negar sus necesidades –«Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresto a atender tus quejas» (2Cel 210)– y agradece tener a la cabecera de su cama a su vieja amiga Jacoba de Settesoli (fray Jacoba), que llega a Santa María de los Ángeles con los dulces que le daba cuando estuvo enfermo en Roma y que él le había pedido formalmente que le trajera (cf. CtaJac).

b) Enfermo entre los enfermos

Tomás de Celano, y con él la generalidad de los primitivos biógrafos de san Francisco, deja constancia de que el santo «tenía mucha compasión de los enfermos» y era muy solícito en salir al encuentro de sus necesidades, haciendo todo lo posible para aliviar sus dolencias, fuera lo que fuera (cf. 2Cel 175); así, por ejemplo, le vemos que «en días de ayuno comía también él, para que los enfermos no se avergonzaran de comer» (2Cel 175), y en la Regla hace una excepción en su prohibición absoluta del dinero en relación con los enfermos: «Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y adondequiera que vaya, tome, reciba o haga recibir pecunia o dinero, absolutamente por ninguna razón, a no ser en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos» (Rnb 8,3) 13.

Pero, para entender en toda su densidad la actitud de Francisco en relación con los enfermos –que el biógrafo considera fruto de su «compasión»–, es necesario verla a la luz de su proyecto de vida. Baste para ello remitir al capítulo 6 de la Regla bulada de los hermanos menores (1223), que tiene un doble centro de atención: la pobreza (vv. 4-6) y la fraternidad (vv. 7-9), en su correlación e interrelación; en un mismo contexto se pone fin al tema de la pobreza, con el encumbramiento mayor que de ella pueda hacerse, y se inicia el de la fraternidad con la afirmación también más encumbrada de la misma. La correlación no es al acaso: solo es posible vivir gozosamente la radicalidad de vida que reclama la Regla, y particularmente el desvalimiento de la pobreza, desde el calor de la fraternidad; solo puede radicalizarse la pobreza si, a la vez, se radicaliza la fraternidad, que ha de ser tanto más viva e intensa cuanto más duras son las condiciones de vida. El capítulo concluye con estas palabras:

Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, muéstrense mutuamente familiares entre sí. Y con total confianza manifieste el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y ama a su hijo carnal, ¡cuánto más amorosamente debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual! Y si alguno de ellos cayera enfermo, los otros hermanos le deben servir como querrían ellos ser servidos (Rb 6,7-9).

El texto recoge tres aspectos determinantes de la concepción y praxis de la fraternidad franciscana:

1) El primado de lo interpersonal: en la medida en que la vida fraterna no se identifica con «la vida en común», en ella son decisivos los lazos interpersonales hechos de familiaridad, afecto y ayuda, vividos en la reciprocidad que todo lo da y todo lo acoge, y en la que el pedir y el dar se viven en el respeto sacrosanto a la libertad del otro: el que pide no exige, y el que da no impone desde la autosuficiencia inferiorizadora vestida de generosidad ni niega al otro su libertad y responsabilidad.

2) La calidad de estas relaciones interpersonales es para los hermanos el calor de hogar que les permite asumir la radicalidad de su forma de vida, y especialmente la enfermedad. Por ello Francisco, tan cautivado por la fraternidad, no encuentra el typus de las relaciones fraternas en las de los hermanos en el marco de la familia, sino en el amor de la madre, más aún, mayor que el de una madre, es decir, la relación más emotiva, la actitud más oblativa, y señala las exigencias de la vida fraterna con verbos tan maternos como amar y nutrir.

3) La fraternidad es, al igual que la pobreza, una prioridad en la vida de los hermanos: ser hermanos es fin en sí mismo, por lo que los enfermos, los más necesitados de cuidados en la fraternidad, han de ser los preferidos en ella, pues son, por excelencia, el sacramento de la gratuidad de su vida fraterna, que Francisco siempre ejemplariza en relación con los enfermos (cf. Rnb 5,7-8): la actitud para con ellos es lugar privilegiado de discernimiento no solo de la calidad de la vida fraterna de los hermanos, sino también de la calidad de su vida evangélica en absoluto (cf. Adm 24; Rnb 9,2).

Pero poner a los enfermos en el centro de la vida de la fraternidad no significa hacer ley de sus caprichos ni idealizarlos. En este sentido van las palabras de Francisco de la Regla no bulada (1209-1222), donde pide al enfermo no solo que no se irrite ni imponga cargas indebidas a los hermanos, sino también asumir positivamente su enfermedad, pues esta es una de sus formas de vivir la reciprocidad en la vida fraterna, su «dar»:

 

Pero si alguno se turba o se irrita contra Dios o contra los hermanos, o si acaso reclama con inquietud medicinas […] es carnal y no parece ser uno de los hermanos. Y ruego al hermano enfermo que dé gracias por todo al Creador, y que desee estar, sano o enfermo, tal como le quiere el Señor […] (Rnb 10,3-4).

Hay un texto en los escritos de san Francisco que nos ofrece la clave de lectura de estas últimas palabras: la carta que escribe a un ministro [superior] que, ante las grandes dificultades que encuentra en su servicio a los hermanos, ha decidido, después del oportuno discernimiento, retirarse a un eremitorio, y pide para ello el visto bueno del santo, que este le niega, apremiándole a hacer un nuevo discernimiento, poniendo sobre la mesa algunas cartas que ha olvidado, especialmente las siguientes 14:

1) «Todas las cosas que te son un obstáculo para amar al Señor Dios [...] debes tenerlo por gracia» (CtaM 2): Francisco le invita a cambiar su valoración de las cosas, a transformar su mirada sobre la realidad, para ver, en medio de la ambigüedad de todo lo humano, y hasta de su perversión, la dimensión de gracia que esta siempre tiene: «Aunque te azotaran debes tenerlo por gracia».

2) «Y quiérelo así y no otra cosa» (CtaM 3): transformada la mirada, es necesario transformar la voluntad en la aceptación de lo real, que es grandeza y miseria, capacidad de transformación e incapacidad de cambio, cumplimiento de las propias expectativas y frustración.

3) «Y ama a los que esto te hacen […] Y ámalos precisamente en esto, y no quieras que sean mejores cristianos» (CtaM 5-7): estas palabras, aparentemente paradójicas, suponen una afirmación extrema del respeto a la persona y a la acción de Dios en ella, con su propio ritmo; y, al mismo tiempo, estando en la segunda parte de la carta, con ellas Francisco viene a decirle al ministro que su deseo de que los hermanos sean «mejores cristianos» [en nuestro caso, el deseo de verse libre del dolor y la enfermedad, ser más útil a los demás…], aunque fuera legítimo, pudiera no ser cristiano si nace de la propia resistencia a aceptar la realidad.

3. San Francisco y la enfermedad en los tres últimos años de su vida 15

Los últimos años de su corta vida son para Francisco la hora de recoger los mejores frutos: de centrar y concentrar su existencia en Dios; la consumación de su identificación afectiva y efectiva con Cristo siervo y de la forja en sí del verdadero hermano menor; la reconciliación con la propia arqueología y la aceptación positiva de la propia historia; la transformación interior del corazón, y la hora, supuesto lo anterior, de la fraternización con todo, de la que brota el Cántico de las criaturas.

Pero, evidentemente, esta es también la hora de la «reducción existencial» y la correspondiente crisis, de la que nadie se libra por muy santo que sea; de la pérdida de protagonismo social e incluso de un cierto «arrinconamiento» objetivo en la consideración personal; de la tendencia a vivir de recuerdos y a cerrarse en lo ya alcanzado; del sentimiento de impotencia frente a tantas cosas; de la compañía obligada de la enfermedad y de la conciencia, cada vez más viva, de la proximidad de la muerte.

Y, como consecuencia de ello, las cuestiones pendientes, que a nadie le faltan, tienden a hacerse especialmente presentes ahora que son menos sus recursos humanos: ahí está la componente narcisista de su personalidad y sus derivaciones, en particular la tendencia a colocarse en los extremos –o todo o nada–, que le crea algunos problemas a la hora de vivir la tensión entre utopía y realidad, radicalismo evangélico y limitación humana, y de aceptar la marginación y el rechazo; cierta tendencia, por lo mismo, a magnificar hechos y experiencias positivas (los orígenes de la fraternidad) o negativas (la situación de su Orden); la dificultad, habitual en el ser humano, para elaborar las crisis y las noches del espíritu, porque, por más camino que se haya hecho, uno no está nunca suficientemente equipado; la dificultad para terminar de personalizar una de las experiencias clave de la madurez humana y espiritual: todo es gracia, algo sabido por Francisco desde época temprana (cf. Test 1-3), pero que le costó hacer fuente del propio ser (sentir y obrar): «Que todas las cosas que te son un obstáculo para amar al Señor Dios […] debes tenerlo por gracia. Y quiérelo así y no otra cosa» (CtaM 2-3).

Hecha y aprobada la Regla bulada de los Hermanos Menores, Francisco, que ya había dejado en 1220 la responsabilidad del gobierno de su Orden, ha de dejar ahora a la Regla todo el protagonismo a la hora de definir teórica y prácticamente el ideal y la praxis de su fraternidad, lo que exige de él un nuevo recolocarse en ella y su servicio a la misma, y redefinir el sentido de su vida y de su misión.

Durante los tres últimos años de su vida, la enfermedad se fue recrudeciendo hasta hacerse, con cierto dramatismo, la gran protagonista en su biografía. Y, junto al dolor de la enfermedad, el dolor por la marcha de su fraternidad, envuelta en numerosas tensiones y discusiones internas sobre la identidad de los hermanos menores, y sobre cómo vivir su propuesta evangélica; tensiones y discusiones que están como trasfondo de la Regla bulada, y en las que Francisco toma parte con firmeza y, en ocasiones, con cierta acritud. En estas circunstancias no se le ahorró a su viva sensibilidad el dolor de sentirse marginado (cf. VerAl 9-14) y, según parece, considerado por algunos como un estorbo, lo que no le hacía fácil ni cómoda su vida con los hermanos, ni a estos vivir a su lado 16. Y acaso haya que colocar en este mismo contexto el reavivarse en él la «tentación» de dedicarse enteramente a la vida eremítica, tentación que le habrían ayudado a superar, con su discernimiento, la hermana Clara y el hermano Silvestre 17: permanecer con los hermanos y no permitirse ni siquiera el simple deseo de abandonarlos «es para ti mejor que vivir en un eremitorio» (CtaM 8; cf. Adm 3,9).

Durante este tiempo, Francisco se sintió puntualmente tentado de asumir, en relación con algunos de sus hermanos, el mismo comportamiento que su padre había tenido con él en el marco de su conversión: los hermanos deberían someterse a sus deseos; las cóleras puntuales de Francisco reproducen en parte las de Bernardone: como su padre, siente la tentación de no tolerar que sus hijos sigan una vía distinta a la señalada por él ni que la obra escape a su creador para vivir vida propia 18. Entonces, como siempre, su más apasionado empeño fue poseer y conservar la alegría (cf. 2Cel 115.128; LP 120), pero, sintiendo sobre sí todo el desgarro de la situación, rehúye a los hermanos y llega incluso a maldecir a los que llevan la Orden por caminos con los que él no comulga por considerar que no son conformes con la voluntad del Señor (cf. 2Cel 188; LP 101.106).

Y, para mayor abundancia, como fruto de todo ello y trascendiéndolo, Francisco se ve inmerso en una verdadera «noche del espíritu» –con derivaciones de tipo depresivo– de la que él mismo habla simbólicamente en la Verdadera alegría, y hablan también las fuentes biográficas, como de una larga tentación de unos dos años, al final de su vida 19.

En el fondo de todo había un profundo cuestionamiento sobre el sentido de su vida y su obra, y sobre el qué y el cómo de su fidelidad personal y la de su fraternidad a la «forma del santo Evangelio» (Test 14) que el Señor le reveló. La situación se hizo insoportable, hasta el punto de que Francisco, culpabilizándose por los límites que su situación personal le ponía en la vivencia de su vocación y por considerar que la orientación que algunos pretendían dar a su Orden la alejaba del camino que el Señor le reveló, llegó a dudar hasta de su misma salvación (cf. LP 63, 2Cel 115; 213).