Los santos y la enfermedad

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Las fuentes biográficas, y especialmente la Leyenda de Perusa, ofrecen una serie de datos sobre las enfermedades y sufrimientos de Francisco en estos años y dan sus propias explicaciones de cómo vivió y asumió positivamente la noche y la enfermedad. Pero nada nos ayuda tanto a comprender esto –sin la mediación interpretativa de biógrafos y cronistas– como algunos de los escritos del santo en los tres últimos años de su vida, convenientemente contextualizados. Veámoslo.

a) Las «Alabanzas a Dios altísimo» 20

En el marco de esta noche y de la enfermedad había de ser fundamental para el santo la experiencia de la estigmatización en el Alverna, en septiembre de 1224, que, si por una parte vino a añadirle a todas sus dolencias y enfermedades los continuos y atroces dolores de las llagas, fue, por otra, el Tabor que le confirmaba en su misión y le equipaba para su subida a Jerusalén 21.

En efecto, la correcta comprensión de la estigmatización de Francisco exige no descontextualizarla, como hacen en buena parte las fuentes biográficas, del drama interior que entonces vive 22. La estigmatización es para él, en primer lugar, el momento cumbre en la consumación de su experiencia de Dios y de su identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado, lo que le ofrecía una nueva luz sobre su propia vida, sus anhelos de martirio y su misma noche oscura.

Nada puede acercarnos mejor a los sentimientos que llenaban el corazón de Francisco en estos momentos, como sus Alabanzas a Dios altísimo, que surgen a borbotones de su corazón, a modo de un Te Deum por la estigmatización, y con ellas le confía al hermano León su experiencia del alto y glorioso Dios humanado y crucificado que recibe hasta cuarenta y seis nombres, con los que canta al innombrable y más que todas las cosas deseable, de quien todo lo que se puede decir es poco más que un rodeo en torno a un misterio siempre mayor y nunca bastante (cf. Rnb 23,9-19). La primera serie de atributos subraya el lado grandioso del misterio de Dios: «Tú eres el santo, Señor Dios único, el que haces maravillas. Tú eres el fuerte, tú eres el grande, tú eres el altísimo, tú eres el omnipotente; tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra» (AlD 1-3). La segunda serie, que encuentra su punto de convergencia en la afirmación «Tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien», canta a Dios como la plena satisfacción de las aspiraciones humanas, a las que trasciende y desborda: «Tú eres el amor, la sabiduría, la paciencia, la belleza, la seguridad, el descanso, el gozo y la alegría, nuestra esperanza, tú eres todo, nuestra riqueza a satisfacción…» (AlD 4-6).

Pero la estigmatización en el Alverna significó además para Francisco la reafirmación-confirmación por el Padre de la vocación y misión a la que le había llamado junto con sus hermanos, y la garantía de poder contar con la fuerza de su gracia para permanecer fiel a la misma.

En el reverso del autógrafo de las Alabanzas al Dios altísimo se encuentra la Bendición al hermano León, escrita por Francisco a petición de este: aunque tomada casi en su literalidad del libro de los Números (cf. Nm 6,24-27), es un eco de la experiencia que llevó a Francisco al Alverna, y que la estigmatización le está ayudando a transformar 23: el santo le desea al hermano experimentar la cercanía de Dios y su paz, esa paz que él anhela vivamente y que poco a poco se va abriendo paso en su vida por las vías de la identificación afectiva y el seguimiento de Cristo pobre y crucificado.

Y al bajar del Alverna con sus compañeros, una vez finalizada la Cuaresma, Francisco sintió una necesidad imperiosa de volver en medio de las gentes para anunciarles la alegría del Evangelio y las maravillas de Dios; y en los meses siguientes llevó a cabo toda una campaña de predicación por los pueblos de Las Marcas y de Umbría, no obstante que los estigmas le crearan más de un problema en su firme propósito de permanecer siempre en la condición de menor –pues por ellos las gentes le aclamaban como santo–, y que su precario estado de salud hiciera totalmente desaconsejable dicha campaña.

A finales de diciembre de1224 o en las primeras semanas de 1225, acaso forzado ya por el agravamiento de sus múltiples enfermedades, Francisco regresa a Santa María de los Ángeles, y, previsiblemente, nació entonces la alegoría de La verdadera alegría como fruto de la experiencia de liberación de la noche que comenzaba a abrirse paso en su espíritu.

b) «La verdadera alegría» 24

Desde el punto de vista de su contenido, este escrito tiene un valor autobiográfico solo comparable con el Testamento del santo, aunque su lenguaje sea alegórico-simbólico, pues nos encontramos ante una alegoría que no describe hechos concretos realmente acaecidos, y ni siquiera es la combinación de hechos reales e imaginados. Pero en la base del relato está la experiencia que está viviendo Francisco: la descripción climática –«es noche cerrada, tiempo de invierno y hace mucho frío» (cf. VerAl 8)– es la descripción simbólico-alegórica del alma de Francisco; simbólico-alegóricas son igualmente las heridas que sangran, aunque también reales: sus estigmas, todo su aparato digestivo, sus ojos…: el que habla es un enfermo, y muy enfermo (cf. VerAl 8); Francisco se siente rechazado (cf. VerAl 9-14) y ve puesto en cuestión el sentido mismo de su vida, su fidelidad y la de su fraternidad a la vocación recibida (cf. VerAl 4-6); y en estas circunstancias Dios parece estar ausente: el relato guarda casi un total silencio sobre Dios –cosa absolutamente inusual en los escritos del santo–, al que solo se le invoca como último recurso para lograr la acogida (cf. VerAl 12), y aun esto, que era para él lo más sacrosanto (cf. 2Cel 5; TC 3), resulta frustrado.

Pero Dios le guiaba en la «noche», y una nueva luz se abrirá en el horizonte cuando consiga ver su desolación y sufrimiento como lugares de la gracia (cf. CtaM 2), cosa que, evidentemente, no se le da sin presupuestos humanos y espirituales, gestados a lo largo de toda su vida: su experiencia afectiva y gozosa de Dios; la desnudez de la confianza en él y en su gracia salvadora y portadora de sentido, desde el saber de la fe; la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado y su seguimiento… Pero La verdadera alegría es, al mismo tiempo, expresión de toda una serie de mediaciones espirituales y psico-antropológicas, entre las que cabe destacar: la desapropiación más absoluta, la pacificación interior, la reconciliación fraterna, que hacen posible el milagro de la aceptación –nada puede ser transformado si no es aceptado–, en la que se implica la totalidad de la persona: aceptación psicológica de la propia grandeza y la propia fragilidad; aceptación existencial de lo logrado y no logrado en los propios objetivos e ideales desde los que uno define el sentido de la propia vida, y aceptación espiritual desde la renuncia a toda pretensión de buscar el sentido de la existencia en sí mismo y desde la confianza en Dios, su fidelidad y misericordia 25.

La alegoría de La verdadera alegría refleja el momento en que se abre paso decididamente la alegría verdadera 26, que «no reside en la positividad que uno pueda tener, por más excelente que sea, sino en la negatividad asumida con amor. La verdadera alegría o la libertad perfecta provienen de un amor tan intenso que no solo es capaz de soportar, sino de amar y abrazar alegremente la propia negatividad 27, y tiene como fruto la paz: «Te digo que, si tuviera paciencia y no me turbara, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y la salvación del alma (VerAl 15).

Francisco no es de los derrotados por el silencio de Dios, el rechazo de los hermanos, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad y las sombras de la existencia; y, así, lo que fluye de su corazón no es un grito de desgarro y rebelión ni una excomunión, sino una profunda experiencia de pacificación y reconciliación que dice que, frente al silencio de Dios y el sufrimiento físico, psíquico y espiritual, hay otra realidad: la del abandono confiado en el amor absoluto de Dios, «aunque es de noche», y la del hombre fraterno 28, fuente de una paz transpsicológica cuyos signos son el amor y la aceptación, que no hay que confundir con ninguno de sus sucedáneos: la aceptación estoica o a golpe de imperativos éticos, la resignación fatalista e irresponsable, el repliegue sobre la propia limitación y el propio sufrimiento, etc.

El sufrimiento ha sido siempre la piedra de tropiezo para la fe ingenua y ha provocado las últimas preguntas sobre Dios y el hombre: ¿puede existir Dios cuando el sufrimiento y el dolor son el pan de cada día? ¿Se puede ser feliz y plenamente humano en medio del sufrimiento, la enfermedad, el incumplimiento y la frustración de los sueños y expectativas desde las que uno da sentido a su vida? La respuesta de Francisco es clara: no solo se puede, sino que también se «debe» ser feliz no obstante el sufrimiento, en medio del sufrimiento y hasta gracias al sufrimiento; no solo es posible la plenitud humana en el sufrimiento, sino que este tiene, de algún modo, la llave de la dicha y la plenitud humana y espiritual. Cuando el sufrimiento tiende a provocar agresividad, ira, rechazo, su aceptación conserva al hombre en su libertad, y, conquistada la libertad, la vida crece en plenitud en la paz, la comprensión, la acogida, la humildad, la solidaridad. Si se pregunta a Francisco cómo se logra eso, dirá que es gracia de Dios que nace de la desapropiación y se acoge desde la confianza en él, confianza que no necesita saber por qué y para qué suceden las cosas, porque confiar es una relación de amor y la fuente de todo sentido.

Y como en «la noche de los sentidos» al inicio de su conversión, en la que, cuando los sueños de gloria, las promesas de los placeres empezaban a perder todo gusto para su espíritu, se abrió paso en él una nueva dulzura del alma y del cuerpo al ponerse al servicio de los leprosos (cf. Test 1-2), ahora, en «la noche del espíritu», del dolor y la enfermedad se abre paso una nueva y definitiva dulzura. Desde aquí, La verdadera alegría es el fruto y la coronación de la segunda etapa en el proceso por el que Francisco se vio libre de las garras de la noche.

 

La alegoría de La verdadera alegría tiene una particular semejanza con el capítulo 8 de las Florecillas de san Francisco –sin duda, la página más conocida de este libro–, pero no faltan las diferencias entre ambas, la principal de las cuales es esta: mientras La verdadera alegría es un texto marcadamente personal y autobiográfico, el libro de las Florecillas ha hecho de él una mera parábola moral, presentando a un Francisco convertido en una especie de «héroe» que lo puede todo desde su voluntarismo y ascetismo 29.

c) El «Cántico de las criaturas»

Ante el empeoramiento de su enfermedad de los ojos, el ministro general, fray Elías, manda al santo que se deje curar por los médicos, y con tal fin determinó llevarlo a Rieti (cf. 1Cel 98-99,101; LP 83). Antes de emprender el viaje, en la primavera de 1225, pasa a San Damián.

Un ataque de conjuntivitis tracomatosa lo retuvo allí unos cincuenta días, encerrado en un lugar oscuro para verse libre del más mínimo rayo de luz, que le producía fuertes dolores (cf. LP 83). Paradójicamente, fue en San Damián donde comenzó a brillar definitivamente la luz en el horizonte de su espíritu. Tres cosas parecen haber sido determinantes para ello: la cercanía –con toda probabilidad, expresamente buscada por Francisco– de Clara y las hermanas de San Damián, y de los compañeros más queridos del santo, que allí estaban al servicio de las hermanas; la radicalización de la experiencia de la justificación-salvación por gracia: una voz interior, en la que reconoce la voz de Dios, le invita a alegrarse porque se le da el Reino eterno (cf. LP 83); y la mayor de las desapropiaciones, la renuncia a su fraternidad: «La Orden no es tuya», le asevera la misma voz interior (cf. 2Cel 213; LP 112).

Y en San Damián brotó del corazón de Francisco la primera parte del Cántico de las criaturas, tras una noche sin dormir, de fuertes dolores y de ratones que le rodeaban por todas partes (cf. LP 83): todo lo contrario, pues, de ese contexto romántico y sentimental en el que espontáneamente tiende a colocarse el Cántico, reduciéndolo al canto de un poeta religioso en la contemplación de la naturaleza, o desde la nostalgia de aquello que, debido a su ceguera, ya no puede contemplar. El Cántico es ante todo y sobre todo un canto por la liberación de las garras de la noche, al que Francisco, como es habitual en él, quiere ver asociado todo lo creado, que ahora le es devuelto como hermano, y, desde aquí, no solo es objeto, sino también sujeto de la alabanza.

Pero, una vez más, para no dejarse llevar por la primera impresión y poder entrar en el corazón del Cántico, es necesario tener presente que «las realidades cósmicas que evoca y celebra son a la par cosas y símbolos» 30; que el Cántico, más que cantar las cosas en su objetividad –es incuestionable su unilateralidad a este respecto al contemplar solo la parte positiva de las criaturas–, las canta desde la subjetividad y afectividad del cantor; más que hablar de las cosas en sí mismas habla del alma de su autor, y desde aquí cobra todo su sentido, y podemos entender lo que es su centro de convergencia: Francisco, el «hermano», el hombre fraterno que, reconciliado consigo mismo y transformada su mirada sobre la realidad, vive como hermano no solo las estrellas preciosas, sino también al que le rechaza, la enfermedad y la misma muerte.

Y no habrá que dejar de notar, por lo que aquí nos interesa, que el Cántico de las criaturas nos desvela otro aspecto importante de la actitud de Francisco ante la enfermedad y el dolor: es una oración en medio del sufrimiento.

Según el testimonio de las fuentes biográficas, «en este mismo tiempo» (LP 84), aunque en un segundo momento, Francisco compuso para su Cántico de las criaturas la estrofa sobre el perdón y la enfermedad, con el propósito –logrado– de reconciliar al obispo y el alcalde de Asís, gravemente enfrentados:

Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor

y soportan la enfermedad y la tribulación.

Dichosos aquellos que las soportarán en paz,

pues por ti, Altísimo, coronados serán (Cánt 10-11).

Según la Leyenda de Perusa (LP 84), lo que Francisco añadió en esta ocasión fue un verso –unum versum–, lo que permite pensar que lo que hizo el santo fue reformular una estrofa que ya formaba parte del Cántico, añadiendo tan solo «por los que perdonan por tu amor». Con la alabanza a Dios por la enfermedad y la «tribulación» aceptadas, «so-portadas» (cargadas libremente sobre sí) en paz, Francisco reconocía agradecido, presumiblemente ya desde el principio, uno de los presupuestos y al mismo tiempo derivados de su liberación de la noche 31.

d) La hermana muerte

Probablemente, en junio del mismo año 1225 se logró llevar a Francisco a la ciudad de Rieti, donde comenzaron de inmediato las curas de vario género: «Sufrió cauterios en varias partes de la cabeza, le sajaron las venas, le pusieron emplastos, le inyectaron colirios» (1Cel 101). Ninguna de estas curas le proporcionó alivio, por lo que se le trasladó a San Fabián de La Foresta, en las cercanía de Rieti (cf. LP 67), y, cuando se consideró que era el tiempo oportuno para nuevas y más radicales curas, se le llevó al eremitorio de Fontecolombo, no distante de La Foresta (cf. LP 86), donde un cirujano procedió a la cauterización de la parte superior de la mejilla hasta el entrecejo, para sacarle la gran cantidad de líquido inflamatorio que día y noche le goteaba por los ojos (cf. 2Cel 166; LP 86). Los compañeros del santo describen así el cauterio:

Un día vino el médico, provisto de un hierro con que solía cauterizar en casos de enfermedad de los ojos. Mandó hacer fuego para calentarlo; encendido el fuego, puso en él el hierro. El bienaventurado Francisco, para reconfortar su ánimo y apartar todo temor, dijo al fuego: «Hermano mío fuego, el Señor te ha creado noble y útil entre todas las criaturas. Sé cortés conmigo en esta hora, ya que siempre te he amado y continuaré amándote por el amor del Señor, que te creó. Pido a nuestro Creador que aminore tu ardor para que yo pueda soportarlo». Terminada la súplica, hizo la señal de la cruz sobre el fuego.

Nosotros, que estábamos con él, nos retiramos por el amor que le teníamos y la compasión que nos producía. Cuando el médico concluyó su trabajo, volvimos a él y nos dijo: «¡Cobardes! ¡Hombres de poca fe! ¿Por qué habéis huido? En verdad os digo que no he sentido dolor alguno, ni siquiera el calor del fuego» (LP 86).

El relato biográfico nos permite reconocer en los hechos narrados al Francisco del Cántico de las criaturas: pacificado, reconciliado con el propio límite y la contradicción, la enfermedad y la muerte, que porta fraternamente sobre sí (soporta), privándolos de su aguijón y haciéndolos hermanos.

Fontecolombo significa para Francisco un paso importante en la culminación de su experiencia espiritual del sufrimiento: no es un héroe ni un estoico; sin negar el dolor ni racionalizarlo, lo soporta con una libertad admirable y una paz especial, que ciertamente no se improvisa, es conquista humana y gracia de Dios: el secreto de su actitud frente al dolor está en la aceptación psicológica y antropológica, y sobre todo espiritual, desde una confianza absoluta en Dios, que fundamenta el sentido de su existencia y se abandona en acto de fe, y desde su identificación afectiva y efectiva con Cristo siervo y varón de dolores: le había pedido al Señor en el monte Alverna identificarse con su amor crucificado compartiendo los dolores de su pasión (cf. CLl 3), y se le dio la impresión de las llagas en su cuerpo; ahora había de culminar su identificación amorosa con el «varón de dolores» crucificado, en quien Dios dijo su última palabra sobre el sufrimiento haciéndolo suyo y revelándonos en ello su amor absoluto.

Las fuentes biográficas nos ofrecen un particular relacionado con la estancia de Francisco en Fontecolombo para la cauterización (cf. LP 89; 2Cel 92), que resulta especialmente significativo por lo que a nuestro caso se refiere: el cirujano, conociendo la compasión de Francisco para con los pobres y necesitados, y quizá con la pretensión de que ello le sirviera al santo para alejar la mente de sus sufrimientos y de anestésico para su cauterización –en el caso en que el hecho hubiera de ponerse en relación directa con esta–, le contó la situación de una viuda pobre a la que él estaba atendiendo en su enfermedad de los ojos de manera absolutamente desinteresada y a la que además, dada su pobreza, él ayudaba en su necesidad. Terminada la cura, Francisco hizo llamar a uno de sus compañeros íntimos y, entregándole el manto con el que se protegía del frío del lugar, le dijo:

Toma este manto y también doce panes; vete y di a la mujer pobre y enferma que te indicará el médico que la atiende: «Un hombre a quien prestaste este manto te da las gracias por el préstamo que le hiciste; ahora toma lo que es tuyo». Fue el hermano e hizo lo que le dijo el bienaventurado Francisco (LP 89).

A este lugar de Fontecolombo cabe referir también diversos gestos y prodigios de solidaridad de Francisco en medio de los fortísimos dolores de su enfermedad: una comida ofrecida al médico que lo atendía en agradecimiento por sus servicios (cf. 2Cel 44; LP 68), una ayuda «prodigiosa» al mismo médico para evitar que su casa se derrumbara (cf. LM 7,11), la liberación de una epidemia al ganado vacuno del entorno (cf. LP 94), etc. El sufrimiento humaniza a Francisco y da a su existencia una hondura especial, promueve la calidad de su amor y su solidaridad compasiva que le ayuda a asumir el sufrimiento del otro olvidándose del propio, y suscita en él reconocimiento y gratuidad.

Durante su estancia en Fontecolombo y hasta el final de sus días se hizo cantar repetidas veces, tanto de día como de noche, su Cántico de las criaturas, «para confortar su espíritu y para evitar que decayera su ánimo por sus muchas dolencias» (LP 99; cf. 1Cel 109). Invitado en una ocasión por el hermano Elías a la «compostura» que cabría esperar de quien se preparaba para el angosto paso de la muerte, le habría respondido el santo: «Deja, hermano, que me alegre en el Señor, y que cante sus alabanzas en medio de mis dolencias; por la gracia del Espíritu Santo estoy tan íntimamente unido a mi Señor que, por su misericordia, bien puedo alegrarme en el mismo Altísimo» (LP 99).

La dolorosísima cauterización no tuvo éxito, como tampoco la perforación de ambas orejas que le hizo otro médico (cf. LP 86), y se le trasladó de nuevo a Rieti, donde pasó todo el invierno.

La Leyenda de Perusa nos permite reconstruir a grandes rasgos el íter seguido por Francisco en los últimos meses de su vida. En la primavera de 1226, en un nuevo intento por aliviarle su enfermedad, el hermano Elías decide llevarlo a un «especialista» a Siena. Llegado allí, tuvo lugar un agravamiento de sus muchas enfermedades, con «fuertes vómitos de sangre» (cf. LP 59; 1Cel 105), lo que hacía temer su próxima muerte, por lo que, a petición de sus compañeros, dictó su última voluntad para sus hermanos con estas palabras:

Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento,

se amen siempre mutuamente;

que amen siempre a nuestra señora, la santa pobreza, y la observen;

y que vivan siempre fieles y sujetos a los prelados y

a todos los clérigos de la santa madre Iglesia (TestS 3-5).

Restablecido un poco, al final de la primavera se decide, a petición del propio Francisco, su traslado a Asís (cf. 1Cel 105). La comitiva hizo un alto en el camino en el eremitorio de Le Celle de Cortona, donde tuvo lugar un nuevo empeoramiento de sus enfermedades, lo que le obligó a permanecer allí algunas semanas. También durante el viaje a Le Celle y su estancia en el lugar, el santo, rompiendo el círculo de la autorreferencialidad en el que fácilmente se cierra el enfermo, mostró una viva preocupación por los necesitados (cf. 2Cel 88-89; LP 31-32), y, cuando la enfermedad le tenía postrado, invitaba a sus hermanos –que era tanto como invitarse a sí mismo– a mirar hacia adelante y más alto en el camino del seguimiento de Cristo: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hasta ahora hemos adelantado» (1Cel 103): la enfermedad serenamente asumida era para él fuente de compasión, y potenciaba en él lo mejor de sí mismo como hombre creyente.

 

Apenas las circunstancias lo hicieron aconsejable, a ruegos de Francisco se reemprendió el viaje hasta Asís. A su llegada fue llevado directamente a Santa María de los Ángeles, pero, dado su estado de salud y el calor, después de unos días se le trasladó a Bagnara - Nocera Umbra, en las montañas, donde algún tiempo antes se había construido una pequeña casa para los hermanos (cf. LP 96). Hacia finales de agosto, ante un nuevo agravamiento de sus enfermedades y sin poderse ya mover, las autoridades de la Orden y del comune de Asís, que quieren que el santo muera en su ciudad, organizan una comitiva para su traslado a Asís, adonde es acogido como un santo a su llegada y, para asegurarle los mejores cuidados, se le hospeda en el palacio episcopal (cf. LP 99), donde permaneció algunas semanas.

A lo largo de estas semanas tiene lugar una serie de gestos con los que celebraba y acogía su muerte, y, en medio de sus fuertes dolores, mostraba un vivo interés por su fraternidad 32. Entre ellos se encuentran su Testamento y la composición de una nueva estrofa para su Cántico de las criaturas, la de la muerte, que habría añadido al Cántico pocos días antes de esta, una vez que el médico que le atendía le aseguró, a petición del propio santo, su pronta muerte (cf. LP 100):

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal,

de la cual ningún hombre vivo puede escapar.

¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!;

dichosos los que encuentre en tu santísima voluntad,

pues la muerte segunda no les hará mal (Cánt 12-14).

Llama poderosamente la atención en esta estrofa la actitud de Francisco ante la muerte, que acoge como hermana, más hermana, si cabe, que el resto de las criaturas, porque gracias a ella se cumplen sus esperanzas de bien y plenitud puestas en Dios. Pero no llama menos la atención la severidad con la que habla de la posibilidad de morir alejados de Dios y sus consecuencias: sus palabras son una invitación apremiante a caminar en sinceridad de vida, en la fe y la esperanza, porque el presente ya contiene la vida eterna.

A finales de septiembre de 1226, presumiblemente con un acto de fuerza de Francisco ante las autoridades de la Orden y del comune, se hizo llevar a Santa María de los Ángeles, donde quería morir (cf. 1Cel 105; J. de Giano 50). A los pocos días tuvo la alegría de ver a la cabecera de su lecho a la señora Jacoba, que se presentó con todos los ingredientes para prepararle el dulce romano que le gustaba al santo y que él había deseado tomar (cf. LP 8).

Y la tarde del 3 octubre abrazaba Francisco a la «hermana muerte», con la que «se cumplían en él todos los misterios de Cristo» (LM 14,6) al compartir con él la muerte, y tenía lugar su encuentro definitivo con el Señor, «el bien, el todo bien, el sumo bien [...] nuestra riqueza a satisfacción» (AlD 3-4).

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