Soñar despiertos la fraternidad

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Igualmente produce y exige desigualdad entre los países centrales y los periféricos. En estos momentos, más de dos tercios de la desigualdad mundial se deben a la ubicación geográfica. Primero se desatienden y abandonan a su suerte zonas y regiones devastadas por la(s) violencia(s) económica, bélico-militar y ecocida, que produce masas humanas de desplazados. Cuando se aproximan a las fronteras de los países ricos, tras un penoso e interminable éxodo, son percibidas como amenaza y rechazadas 23. «Aporofobia» –miedo, rechazo u odio al pobre– es como Adela Cortina ha denominado a esta reacción antidemocrática. Con el eufemismo «crisis de los refugiados en Europa» se busca suavizar y hacer decoroso uno de los ejemplos más claros de hasta dónde están dispuestos a llegar los Estados y las ciudadanías del mundo rico para abandonar a su suerte a los que huyen de la miseria y la violencia extrema. La multiplicación de los muros físicos (desde el gigante que pretende construir Trump hasta el pequeño que se ha construido en el puerto de Bilbao, pasando por las concertinas de Melilla), legales y mentales 24, entre la riqueza y la pobreza pone de manifiesto la violencia que se precisa para mantener a raya a la «humanidad sobrante». Las políticas migratorias europeas y las zonas de muerte que han creado en sus fronteras muestran con toda claridad que los grandes principios de la modernidad política, como ciudadanía, derechos humanos, democracia y humanismo, no pueden universalizarse en una sociedad capitalista.

El capitalismo se ha convertido en «molino satánico», porque, como ha escrito José Antonio Zamora,

tiene una concepción de la sociedad o la economía que eleva el mercado y su funcionamiento sin cortapisas ni restricciones a criterio último de la actividad económica, justificando desde él el estado de postración de millones de seres humanos, minimizando los sufrimientos de los excluidos, funcionalizando la muerte de tantos inocentes en aras del progreso global supuestamente benefactor a largo plazo o sometiendo el valor inalienable de la vida digna para todos a la lógica del capital, indiferente a lo que no sea su propia autorreproducción 25.

b) Las «estructuras de pecado»

Como teólogo, quiero prolongar un poco más mi reflexión sobre la economía recurriendo a la doctrina social de la Iglesia.

El magisterio pontificio ha calificado de «estructuras de pecado» los mecanismos de este mercado global, que funcionan de modo casi automático y hacen cada vez más rígidas cada una de las situaciones de pobreza y riqueza en el mundo 26. De este modo, el mundo, en lugar de estar configurado por la interdependencia y la solidaridad, se encuentra sometido a las «estructuras de pecado», que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, creando, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.

Estas «estructuras de pecado» se fundan en el pecado personal y están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen y hacen difícil su eliminación. Y, así, estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres. Cuando no se cumplen los mandamientos, se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, «introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz» de las «estructuras de pecado».

A este análisis genérico de orden religioso, Juan Pablo II añade unas observaciones sobre dos actitudes que considera favorecedoras de las «estructuras de pecado»: «El afán de ganancia exclusiva, por una parte; y, por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad». Y a continuación, para caracterizarlas aún mejor, añade la expresión: «a cualquier precio». Y concluye: «En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias. Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran –en el panorama que tenemos ante nuestros ojos– indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra. Y, como es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes de pecado; pueden serlo también las naciones [...] Y esto favorece mayormente la introducción de las “estructuras de pecado”» (SRS 36-37).

c) «Esta economía mata»

El papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium, rechaza de manera vigorosa e indignada este modelo económico por su carácter cainita: «Esa economía mata». Tal es la gravedad de su iniquidad que no hay lugar para matices en su discurso:

Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil (EG 53).

Esta vez, la comprensión del texto papal no necesita de la ayuda de ningún experto en doctrina social de la Iglesia. El mensaje está rotundamente claro: «Esta economía mata». Y a este carácter homicida contribuye decisivamente la generación y promoción de una «cultura del descarte» que produce una inmensa cantidad de «población sobrante»:

Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte», que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados», sino desechos, «sobrantes» (EG 53; cf. LS 43).

La actual economía neoliberal favorece un modelo de desarrollo vicario en el que los ricos ejercen la función de representar a toda la humanidad en el disfrute de los bienes materiales de la creación 27, y en el que se considera normal que nazcan y mueran en la miseria millones de hombres y mujeres. A corto plazo, sus razonamientos económicos son homicidas, pues ni se conmueven frente al hambre de las multitudes ni experimentan el escándalo frente al desamparo de la pirámide creciente de excedentes humanos del sistema; y, a largo plazo, suicidas, pues son insostenibles en términos ecológicos, como la encíclica Laudato si’ ha puesto de manifiesto. Nos hallamos en «un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso», que ha vedado a los pobres «el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales» (LS 52). Opera en él una «cuestionable racionalidad económica» con el único «objetivo de maximizar los beneficios». Este «principio de maximización de la ganancia, que tiende a aislarse de toda otra consideración, es una distorsión conceptual de la economía: si aumenta la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente» (cf. LS 109; 127; 195).

d) El fundamentalismo económico

Mientras todo este destrozo humano y medioambiental ocurre, «los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Así se manifiesta que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» (LS 56) 28.

Tenía razón Luis de Sebastián cuando, poco después de la caída del muro de Berlín, denunció el fundamentalismo o fanatismo económico del neoliberalismo 29. Entonces, con el final del socialismo soviético, un proceso intenso de mesianización del mercado y la proclamación de un «evangelio» triunfalista, que descalificaba cualquier otra alternativa distinta a la neoliberal 30, fueron las dos manifestaciones más importantes del integrismo economicista. Quienes se consideraban los auténticos depositarios de esa «revelación» reclamaron fe en el valor absoluto de sus propuestas económicas y exigieron la aceptación ciega de todas las reglas que extraían de su doctrina. Se habían olvidado de que «el admitir como verdades absolutas las proposiciones de los economistas es pasar de la economía –que es una disciplina científica entre otras– al “economismo”, que resulta un integrismo tan devastador como los integrismos religiosos» 31.

Este fundamentalismo económico ha llegado hasta nuestros días. Nada se ha aprendido de la crisis financiera de 2007-2008 (cf. LS 109). El papa Francisco la rememora como «la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia». Pero constata que «no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo» (LS 189; cf. FT 170).

¿Cómo se ha producido tal parálisis? Para la razón económica hegemónica no tiene ningún valor que, desde hace casi cuatro décadas, todos los informes mundiales denuncien el carácter mitológico de la «fe» en que a mayor acumulación económica (crecimiento) corresponderá una mejor distribución de las riquezas y una mejoría en la vida de los pueblos pobres (desarrollo), y que a mayor eficiencia económica, mejor legitimación del sistema. Quienes detentan el poder económico siguen erre que erre en sus trece; o sea, imponiéndonos su «fe». Así los describe el papa Francisco:

 

En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando (EG 54).

Bajo pretextos de todo tipo defienden el carácter inevitable de los procesos en curso (cf. LS 123), acusan de capitulación intelectual y expulsan a las tinieblas del populismo irracional a todos aquellos que se niegan a aceptarlos. Parapetados en su fundamentalismo económico, hacen oídos sordos a quienes desde su misma comunidad científica les descubren falacias en las ciencias económicas 32 e ignoran a quienes proponen una nueva y más equilibrada visión de la economía, o simple y llanamente hablan de alternativas al capitalismo 33.

e) El capitalismo como religión y la idolatría del dinero

Desde que en 1985 se descubriera entre los papeles inéditos de Walter Benjamin un fragmento titulado «El capitalismo como religión», muchas otras voces han reiterado la idea de que el capitalismo es «un fenómeno esencialmente religioso» 34. Así lo confirmaba Giorgio Agamben en una entrevista:

Para entender lo que está pasando, es necesario tomar al pie de la letra la idea de Walter Benjamin, según el cual el capitalismo es, realmente, una religión, y la más feroz, implacable e irracional religión que jamás existió, porque no conoce ni redención ni tregua. Ella celebra un culto ininterrumpido cuya liturgia es el trabajo y cuyo objeto es el dinero. Dios no murió, se tornó Dinero. El Banco –con sus funcionarios grises y especialistas– asumió el lugar de la Iglesia y de sus sacerdotes y, gobernando el crédito (incluso el crédito de los Estados, que dócilmente abdicaron de su soberanía), manipula y administra la fe –la escasa, incierta confianza– que nuestro tiempo todavía trae consigo. Además de eso, el hecho de que el capitalismo sea hoy una religión nada lo muestra mejor que el titular de un gran diario nacional (italiano) de hace algunos días atrás: «Salvar el euro a cualquier precio». Así es, «salvar» es un término religioso, pero ¿qué significa «a cualquier precio»? ¿Hasta el precio de «sacrificar» vidas humanas? Solo en una perspectiva religiosa (o, mejor, pseudorreligiosa) pueden ser hechas afirmaciones tan evidentemente absurdas e inhumanas 35.

Si la economía de mercado se ha convertido en una religión, el dinero es su único Dios y, consecuentemente, el ídolo por antonomasia.

El dinero es omnipresente y todopoderoso, y permite a quienes disponen de él participar en los atributos divinos. Nada existe que se encuentre al margen del poder del dinero. De acuerdo con la opinión de la mayoría, quien posee dinero es libre, independiente y tiene a su alcance todo lo que desea. De la misma manera que Dios, el dinero exige la fe de sus fieles: el dinero alcanza su «estatuto divino» mediante la fe en él por parte de sus fieles (consumidores). A él se refieren las actitudes humanas que antes se referían a Dios: confianza, fidelidad, seguridad, amor, confianza en el futuro, esperanza, etc. Donde estas «virtudes» no se ponen en práctica, allí irrumpen la desconfianza, la duda y la desesperación. Hablando en términos teológicos: el dinero se ha convertido en el «sacramento de la sociedad burguesa» o, lo que es lo mismo, en el signo visible de la gracia invisible. De la misma manera que antaño intervenía la providencia de Dios en los asuntos del ser humano, ahora los azares de la vida –felicidad, éxito, fracaso, riqueza, pobreza, justicia, injusticia, guerra, paz– están completamente en manos de la providencia del dios dinero. Por eso, el dinero, como antaño lo hacía el Dios de la religión cristiana, se ha convertido en el factor determinante de toda la realidad. Hay una «metafísica del dinero» que se encuentra en correspondencia con su poder omnímodo para determinar, para bien y para mal, el destino no solo de los seres humanos individualizadamente, sino de países, culturas e incluso de continentes enteros. Su capacidad, derivada del valor de cambio, para relacionar todas las cosas entre sí lo constituye en el agente eficaz que coordina la articulación de los mecanismos de todo tipo que mantienen en funcionamiento el mundo moderno. «No en vano, el lenguaje del dinero es internacionalmente comprensible. Es la iluminación profana en medio de la confusión posbabélica de los lenguajes». En otros tiempos, a pesar de su ausencia sensible, Dios y Jesucristo determinaban la conciencia de los humanos; eso es lo que en la actualidad lleva a cabo el dios dinero: su ausencia (su falta) es, si cabe, más determinante que su presencia (su posesión) 36.

«La constelación del dólar o el fetichismo del dinero» ha denominado X. García Roca a esta idolatría 37. El papa Francisco ha retomado el tema para pedirnos un rotundo «no a la nueva idolatría del dinero»:

Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que, en su origen, hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo (EG 55).

La más reciente historia de la economía de mercado ha legitimado el objetivo de maximizar los beneficios como criterio suficiente para superar la crisis, y así ha reforzado y blindado su tendencia idolátrica. En nombre de una necesidad racional (pretendidamente) «científica», se ha ignorado la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías 38; se ha construido el mercado de espaldas a la hipoteca social de la propiedad privada 39, como un escenario exclusivo para los beneficios y los capitales, y sin control de las fuerzas sociales y de los gobiernos. El resultado final del «Impero del dinero» 40 son los incontables sacrificios humanos: «Mientras tanto, tenemos un “superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora”», y no «se elaboran con suficiente celeridad instituciones económicas y cauces sociales que permitan a los más pobres acceder de manera regular a los recursos básicos» (LS 109).

Controladas por el ídolo del dinero están, como vamos a ver a continuación, otras realidades como el poder militar, el político, el judicial, el intelectual y también, con frecuencia, el religioso, que participan análogamente de sus beneficios 41. Tenía razón Pablo cuando le escribía a Timoteo estas palabras: «La raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos» (1 Tim 6,10).

El sistema mundo necesita algo más radical que una reforma. Quizá una metamorfosis, como propone U. Beck. Pero no se producirá mientras no reaccionemos frente al poder terrorífico del dinero, que lo gobierna «con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar, que engendra más y más violencia». Dando lugar a

un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la Tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados, como el narcoterrorismo, el terrorismo de Estado y lo que algunos llaman erróneamente terrorismo étnico o religioso. Ningún pueblo, ninguna religión, es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando has desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero. Este sistema es terrorista 42.

f) «A sus órdenes, mi capital»

El año 1976, Ignacio Ellacuría firmó en la revista Estudios Centroamericanos, de la UCA, un duro editorial con este título. De esta manera denunciaba la fuerza casi omnipotente del capital, que había llevado a la asamblea legislativa salvadoreña a cambiar una ley y un proyecto de transformación agraria aprobados con anterioridad. Me he apropiado de su título porque expresa muy gráficamente la relación entre la economía y la política en nuestro mundo.

La situación mundial de la desigualdad es absolutamente prerrevolucionaria, aunque «carece, sin embargo, de sujeto revolucionario, por lo menos hasta ahora» 43. Hoy los pobres no son «la fuerza histórica» que vaya a propiciar el cambio social, como sugería un viejo título de Gustavo Gutiérrez. Tampoco los ciudadanos europeos son libres para hacer algo bueno en favor de la fraternidad y de la igualdad de las mayorías. Vivimos en «democracias de baja intensidad» propiciadas por las desigualdades económicas. Rousseau decía que solamente es democrática una sociedad donde nadie sea tan pobre que tenga que venderse ni nadie sea tan rico que pueda comprar a alguien. Pues bien, de facto, en nuestras sociedades existen ciudadanos que tienen que venderse para vivir y ciudadanos que tienen dinero para comprar a esa gente. Los ciudadanos no ejercen libremente su voto, porque hay grupos tan ricos y poderosos que coartan su capacidad para elegir 44. Su libertad está «comprada» o «manipulada» para que la entreguen sin conciencia de opresión y en beneficio de unos pocos. Los poderes económicos aseguran su tiranía a base de consumo y diversiones, de la misma manera que los emperadores romanos aseguraron su poder mediante repartos de trigo y espectáculos de circo. Y así le va a la democracia en esta era global: decadente e incapaz de renovar la trascendental ecología de valores en la que arraigarse (U. Beck).

En una «democracia de baja intensidad» es proverbial la incapacidad de la política para activar acciones eficaces en favor del bien común y, sobre todo, en favor de los descartados del sistema. Semejante falta de decisión política no debe achacarse exclusivamente a la impericia o a la falta de catadura moral de los políticos. Aunque encontremos mucho de todo ello en los Parlamentos, en las administraciones y en los gobiernos. La razón fundamental de esa inoperancia política se encuentra en la supeditación del bien común a los intereses de la economía financiera: «Hoy algunos sectores económicos ejercen más poder que los mismos Estados» (LS 196) 45.

«Con el capitalismo, es la instancia económica la que es soberana sobre la política. No puedes legislar contra los mercados, porque entonces los mercados te machacan. Es un dios que está muy por encima de la soberanía parlamentaria» (C. Fernández Liria). Consecuentemente, las instituciones políticas están «secuestradas» por los poderes económicos, y ni legislan ni gobiernan libremente. El papa, en el contexto de la crisis ecológica, describe la sumisión de la política:

El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares, y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común [...] La alianza entre la economía y la tecnología termina dejando fuera lo que no forme parte de sus intereses inmediatos. Así, solo podrían esperarse algunas declamaciones superficiales, acciones filantrópicas aisladas, y aun esfuerzos por mostrar sensibilidad hacia el medio ambiente, cuando en la realidad cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos o como un obstáculo que hay que sortear (LS 54).

 

Esta misma lógica también impide la erradicación de la pobreza:

La misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza. Necesitamos una reacción global más responsable, que implica encarar al mismo tiempo la reducción de la contaminación y el desarrollo de los países y regiones pobres. El siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política (LS 175) 46.

Si había alguna duda sobre esta subordinación de la política a la economía, la crisis económica de 2008, que todavía padecemos, la ha dejado meridianamente clara:

La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que solo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación. La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo. La producción no es siempre racional, y suele estar atada a variables económicas que fijan a los productos un valor que no coincide con su valor real. Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con un impacto ambiental innecesario, que al mismo tiempo perjudica a muchas economías regionales. La burbuja financiera también suele ser una burbuja productiva. En definitiva, lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y medianas empresas se desarrollen y creen empleo (LS 196).

Esta situación no es inevitable. El tránsito hacia una «democracia de alta intensidad» sería posible con la existencia de un Gobierno mundial que embridara la economía global:

En este contexto se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los Gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar. Como afirmaba Benedicto XVI en la línea ya desarrollada por la doctrina social de la Iglesia, «para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimentaria y la paz, para garantizar la salvaguarda del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera autoridad política mundial (LS 175).

Y con este fin habrán de tomarse medidas que pasan por la relativización del «propietarismo» y la aplicación de una hipoteca social a la propiedad privada; la fiscalidad progresiva, el federalismo global, el derecho universal a la educación, etc. 47

Cualquier anuncio o promesa de igualdad y fraternidad para el futuro que no quiera ser un brindis al sol parece que tendría que postular también la democracia económica 48. Pero ¿quién le pondrá el cascabel de la democracia al gato de la economía, ahora que «lo sabemos todo, pero no podemos nada» (Marina Garcés)?

g) Abducidos por la cultura del «primero yo»

A pesar del fantasma del populismo que recorre Europa y Estados Unidos 49, seguramente la mayoría de los ciudadanos de los países ricos suscribiría la declaración utópica del primer artículo de los derechos humanos. Sin embargo, si les preguntamos por las posibilidades de su cumplimiento, la inmensa mayoría contestará –verbal o silentemente, frunciendo el ceño– que le parece una quimera imposible. ¡Cómo no!, sería estupendo que los seres humanos nos comportáramos fraternalmente unos con otros. Pero tendría que ser a coste cero. No estamos dispuestos a pagar el alto precio que supondría ponernos en camino de cumplir con el deber –racional y moral, no lo olvidemos– de comportarnos fraternalmente unos con otros en este mundo fratricida.

La cultura del «primero yo» nos ha abducido 50. Se ha apoderado de nuestro deseo y de su ambigua infinitud (con sus posibilidades divinas o diabólicas). El resultado final es un deseo de bien personal –J. A. Marina lo ha calificado de hedónico–, que orienta y gobierna nuestras búsquedas y prácticas, centrándonos en la satisfacción autista y reduplicativamente egocéntrica del propio yo 51. Todo lo demás y todos los demás resultan periféricos e irrelevantes. Vueltos sobre nuestro propio ombligo, que hemos convertido en el centro del cosmos, acabamos padeciendo el «autismo» del libertino, que le impide olvidarse de sí y reconocer la presencia de otros (Simone de Beauvoir).

Podría continuar mi reflexión refiriéndome al «fetichismo del yo» o a la idolatría de «la constelación de Narciso», como hace J. García Roca. Pero prefiero acudir, como otras veces, al término «nosismo» para tipificar el código moral de la ciudadanía satisfecha. El neologismo se lo debemos a Primo Levi. Con él se refiere al código moral de supervivencia que él mismo puso en práctica en Auschwitz. Su norma fundamental ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie. Nada expresa con tanta franqueza esta regla que las palabras de una médica superviviente: «Mi norma es que, en primer lugar, en segundo y en tercero, estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». El «nosismo» así narrado se asemeja mucho al código moral que, de manera tan desenvuelta como magnífica, practicamos los ciudadanos satisfechos de las democracias de baja intensidad.

Solamente hay dos diferencias que degradan más aún el «nosismo» que nosotros practicamos. Por una parte, nuestro comportamiento no está movilizado por el instinto de conservación, sino por un deseo sin fondo de acumulación y dominio. Por otra, nos creemos inocentes y no somos responsables de la barbarie. A los supervivientes del campo, el código del «nosismo» no les impidió ver el mal del dolor que les circundaba y se extendía a su alrededor en todas direcciones y hasta el horizonte. Y experimentaron el remordimiento, la vergüenza y el dolor por culpas que otros, y no ellos, habían cometido. Sintieron que cuanto había sucedido en su presencia y en ellos mismos era irrevocable. No podría ser lavado jamás. Lo que habían visto había demostrado que el género humano, es decir, ellos, los prisioneros, eran potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor 52. Sin embargo, en nuestro caso, nos «es suficiente con no mirar, no escuchar y no hacer nada» para buscar perpetuar nuestros privilegios de ciudadanos ricos y legitimar las desigualdades de nuestro mundo. En una palabra, para no asumir «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido» 53. Nuestro «autismo» voluntario o ensimismamiento nos hace padecer una formidable ceguera narcisista que nos impide ver la descomunal producción de «seres humanos sobrantes», contemplarnos a nosotros mismos como «caínes» de nuestros hermanos y caer en la cuenta de que la muerte que hoy no aceptamos «no es la de nuestra condición mortal, sino la de nuestra vocación asesina. Es el crimen. Es el asesinato» 54. En una palabra: no somos capaces de ver nuestra propia barbarie (F. Fernández Buey).