Soñar despiertos la fraternidad

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

a) La expectativa de la justicia divina y el anuncio de Jesús

Este anuncio, ¿qué expectativas evocó en el imaginario de sus contemporáneos judíos? Los europeos del siglo XXI necesitamos volver a la mentalidad bíblica para barruntar los intereses que el anuncio de Jesús pudo despertar en sus oyentes.

Israel se niega a camuflar sus experiencias de dolor y muerte bajo señuelos idealistas o mistificaciones compensatorias. Moldeado por su cultura mesiánica, el pueblo judío, ante experiencias del mal, no puede refugiarse en abrigos fáciles, como hacen sus vecinos, que recurren a los mitos que todo lo explican y siempre se resignan. No se lo puede permitir. El judío increpa, pregunta y se rebela contra el mismo Dios en el caso de que se pretenda confundir al ser humano con el argumento de que él tiene una explicación inaccesible a la razón humana. El ejemplo paradigmático es Job, que no puede aceptar ninguna justificación del mal que le sobreviene. Y se lo dice a sus amigos, que, pretendiendo hablar en nombre de Dios, le dicen que se calle, porque algo (malo) habrá hecho. Y se lo grita también al mismísimo Dios. En las experiencias trágicas, el judaísmo se inclina más hacia la protesta que hacia la tragedia, más hacia la rebelión que hacia la resignación 14. En este caldo de cultivo de protesta y rebeldía ante el sufrimiento brota en Israel la esperanza en la promesa mesiánica de Dios, a la que Jesús da respuesta con su anuncio, aunque la expresión «reino de Dios» sea poco frecuente en el judaísmo precristiano 15.

Jesús anuncia la pronta venida de Dios para reinar y hacer justicia con su poder. Se va a cumplir la promesa mesiánica de Yahvé: su justicia absoluta, anhelada durante generaciones en medio del sufrimiento de la historia, va a invertir el orden del mundo, tal y como late en las dos versiones de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). La llegada del Reino no se debe a ninguna posibilidad latente en la historia, sino al advenimiento gratuito de Dios con su justicia. El Reino que llega solamente es de Dios. Ninguna acción humana, ni siquiera la conversión propuesta por el Bautista, lo puede aproximar. El Reino llega de fuera de (las posibilidades de) la historia humana, aunque brote en aquel momento de la historia de la Galilea gobernada por Herodes, siendo emperador Tiberio, gobernador de Judea, Poncio Pilato, y sumos sacerdotes en Jerusalén, Anás y Caifás (cf. Lc 3,1-2). Dios irrumpe en la historia de su pueblo para interrumpir la historia de los sufrimientos y de la muerte, que no son desgracias naturales, sino históricas, provocadas por la transgresión de Adán (cf. Gn 2,17; 3,17-19).

Sin duda, el Reino futuro que Jesús proclama cercano evocaba en sus oyentes el pronto cumplimiento de la visión de Daniel: el Dios del cielo hará surgir un reino que se opondrá a los imperios de este mundo y jamás será destruido (cf. Dn 2,37-44). El cumplimiento de la esperanza judía acerca de la inversión de toda injusta situación de opresión y sufrimiento, la prometida recompensa a los israelitas fieles y la gozosa participación de los creyentes –¡e incluso de algunos gentiles!– en el banquete celestial con los profetas de Israel (cf. Mt 8,11-12) estaban a punto de alcanzar a sus oyentes 16. Al fin se iban a hacer viables la prosperidad renovada y abundante (cf. Dt 30,1-10), la eliminación de incapacidades y taras (cf. Is 29,18; 35,5-6; 42,7.18), la restauración del paraíso (cf. Is 11,6-8; 25,7-8; 51,3; Ez 36,35), la renovación de la alianza (cf. Is 44,3-4; 59,20-21; Jr 31,31-34; Ez 36,25-29; 39,28-29), la paz mesiánica (cf. Miq 4,3-4) y el festín fraterno universal (cf. Is 25,6-7). Todo podía cambiar, todo iba a cambiar, pues Dios estaba a punto de reinar en el mundo y de instaurar un nuevo y necesario orden de cosas: un Reino de justicia, de paz y de fraternidad entre los hombres.

b) La conflictividad política latente en el anuncio de Jesús

Esta «Buena Nueva» que, según los sinópticos, Jesús anuncia es una propuesta que indirectamente 17 resulta descalificante de la teología imperial de Roma. Perspicazmente, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI recuerda que el término original griego «evangelio» (euaggelion) ha sido traducido recientemente por «buena noticia». Sin embargo, aunque este término suena bien a nuestros oídos, su significado queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador es siempre un mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino la transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra y la ponen en boca de Jesús, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho ocurre realmente en el mensaje de aquel judío marginal. La proclama de Jesús es un mensaje con autoridad, porque no es solo palabra, sino también realidad. El Evangelio del Reino no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo. La consecuencia política está servida: no son los emperadores romanos los que pueden salvar al mundo, sino el Dios del Reino, que va a cumplir prontamente lo que aquellos pretendían sin poder cumplirlo 18.

En boca de Jesús, la grandeza del término «evangelio» encierra también, de manera latente, un enorme potencial de conflictividad política que se prolonga hasta nuestros días, pues juzga y desmiente como falsas las proclamas salvadoras del «imperio» de la actual economía de mercado.

3. El anuncio de Jesús: la fraternidad está cerca

Es destacable que Jesús no aplique a Dios, que «reina con su poder», el título de «rey». Tampoco le adora como «rey del universo». Le nombra y le invoca con el término Abbá (Padre) como expresión de su profundo sentimiento de relación filial con Dios y como fuente de la autoridad con la que proclamaba la inminencia escatológica del Reino.

Como correlato de la paternidad de Dios parece razonable el recurso a la categoría de «fraternidad» para hablar del efecto principal de la inminente venida poderosa de su reinado, aunque sea poco riguroso afirmar que Jesús declarara sin más que la totalidad de los seres humanos fueran hijos de Dios. El anuncio de la venida del reino del Padre evoca la irrupción del novum de fraternidad en un futuro próximo. De modo inminente se producirá una inversión del orden social (últimos que serán primeros, humildes que van a ser exaltados, y despreciados que han sido invitados a la mesa del Padre) sin que eso signifique un mero «dar la vuelta a la tortilla»: ya no habrá más últimos, ni marginados, ni despreciados, porque todos vivirán hermanados como corresponde a su condición de hijos del Dios del Reino.

La unidad de origen biológico (Heb 17,26) no garantiza la fraternidad. Es insuficiente porque es cerrada y excluyente. Los hermanos siempre pelean: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, José y sus hermanos... También las hermanas, como Raquel y Lía, pelean. Tampoco la fraternidad fundamentada en la fe de Abrahán (Gn 12,3) fue realidad 19. El (supuesto) progreso de la historia humana no da por sí mismo para una «fraternidad» como la que anuncia Jesús. La utopía inmanente de la fraternidad, si es que avanzamos hacia ella, siempre se escribirá con letras minúsculas, pues nunca podrá alcanzar a los «abeles» de esta historia cainita. Solo el Dios que viene trae consigo un reino de Fraternidad (con mayúscula). Solamente Dios es capaz de acoger a las víctimas de la «muerte del matar» –y, en ellas, a las de la «muerte del morir»–, darles de nuevo una vida nueva e incorporarlas a su fratría. Esta es la razón por la que prefiero el término novum al de «utopía» –que siempre es una posibilidad de la historia, a pesar de su improbabilidad– a la hora de hablar de la llegada del Reino, a pesar de la extrañeza que puede producir su uso a los lectores de estas páginas 20.

Jesús anuncia e inaugura prácticamente una nueva situación de posibilidades divinas de realización de la condición humana, que alcanza a los muertos: ser hijos de Dios y vivir como hermanos, desplegando históricamente esa inaudita filiación. Este es el horizonte de plenitud humana del Evangelio que el Galileo ofrece a todos los seres humanos, y de manera preferente a aquellos que son víctimas de la injusticia en una realidad social asimétrica (cf. Lc 4,16-21). La propuesta de Jesús responde a la nostalgia de absoluto o al deseo de infinito que alberga el corazón de todo hombre o mujer, pero transformándolos. Su propuesta anuncia e inaugura prácticamente un orden social nuevo (el necesario y posible cambio de las estructuras cainitas por fraternizadoras) y hombres y mujeres nuevos, excéntricos y misericordiosos (la necesaria y posible conversión de los corazones de piedra en corazones de carne).

El anuncio de Jesús se dirige primeramente a los hombres y mujeres que pertenecen a Israel. Pero potencialmente también evoca el futuro fraterno en la tierra, imposibilitado por el poder del pecado desde los orígenes de la historia humana. Encontramos la referencia de esta evocación en el Primer Testamento. Tras el relato de la creación (cf. Gn 1-2), los capítulos siguientes (3-11) dan cuenta del fracaso del proyecto de Dios en la creación de los seres humanos. Con el pecado, obra de la libertad humana –Adán y Caín–, irrumpen en el mundo el sufrimiento y la muerte, que se propagan de manera imparable. La tierra estaba tan corrompida y tan llena de violencia que Dios se indignó en su corazón y se arrepintió de haber creado al hombre (cf. Gn 6,5-11). El diluvio para acabar con todo viviente, la elección de Noé –«el varón más justo y cabal de su tiempo»– y de su familia para establecer una nueva alianza de Dios con él que hiciera posible el orden nuevo del mundo y la repoblación de la tierra (cf. Gn 6, 13-10,32), dan paso al episodio de la torre de Babel: allí se produce la confusión del lenguaje, que impide definitivamente que los seres humanos se entiendan entre sí, a pesar de su origen común (cf. Gn 11).

 

En el contexto de la necesidad de «volver a empezar» aparece en el Génesis el ciclo de Abrahán. Yahvé promete a Abrahán ser un pueblo grande y poderoso y la bendición por él de los pueblos todos de la tierra (cf. Gn 18,18). Con la elección de Israel, Dios no busca un pueblo para sí que le sirva. Ese no es su interés. Dios quiere llegar ser el gran Padre de toda la familia humana. Busca un pueblo que contribuya, con una práctica ejemplar de la justicia y el derecho (cf. Gn 18,19), al logro de la bendición divina para todos los pueblos en forma de fraternidad en la tierra. Además, esa colaboración humana le permitirá alcanzar aquello que el pecado de Adán le negó. Yahvé desea que su paternidad sea fruto no solo de su voluntad, sino también de la libertad humana, que crea las condiciones para la fraternidad en la tierra. Yahvé no desea seres humanos que sean sus hijos forzosamente, sino libremente, desplegando su condición divina filial en la tarea y la realización fraterna de su condición humana. Solamente de este modo quiere Dios llegar a ser Padre.

Desde esta perspectiva, con el anuncio de la venida inminente del Reino, Jesús proclama el cumplimiento próximo de la promesa de fraternidad universal que Dios, en Abrahán, hizo a todos los seres humanos.

a) Jesús convierte en presente el futuro de la fraternidad anunciada

Para sorpresa de quienes le escuchan, Jesús también proclama que la venida de la fraternidad del reino de Dios no se producirá aparatosamente, sino que ya está presente entre ellos (cf. Lc 17,20-21; 10,23b-24). El futuro escatológico inminente del Reino ya estaba configurando el presente de la historia. No hay que esperar más tiempo, ya ahora los discípulos pueden dirigirse a Dios como a su Padre y rogarle por la venida de su reino fraterno; ya ahora pueden ofrecer el perdón fraterno a quienes tienen deudas contraídas con ellos; ya ahora comparten mesa con Jesús como símbolo y promesa de participación en el banquete final del reino de la fraternidad; ya ahora pueden tratarse entre sí como hermanos; ya ahora, paradójicamente, los pobres, los afligidos y los que tienen hambre son dichosos, porque reciben de Jesús la firme promesa de que la venida inminente del reino de Dios cambiará por completo su suerte al incorporarlos de pleno derecho a la familia humana.

La relación entre venida inminente y presencia actual del Reino en la predicación de Jesús resulta paradójica. El debate entre los expertos sobre esta contradicción está lejos de cerrarse. Los teólogos hemos tratado de resolverla recurriendo a la fórmula «ya sí / todavía no». Pero hay que decir que Jesús jamás utilizó semejante expresión para explicar la relación entre el futuro y el presente del Reino. Me inclino a pensar como J. P. Meier 21: Jesús eligió la expresión «reino de Dios» para hablar de ese futuro; pero aquel judío marginal no solo habló, sino que también hizo realidad lo hablado y presente el futuro anunciado.

Con palabras eficientes y obras poderosas, Jesús va haciendo presente el novum de la fraternidad en favor de la vida de los afligidos. Así convierte en realidad buena lo inédito viable de la buena noticia de la fraternidad.

b) Palabras eficientes que cambian la realidad...

Por una parte,

las palabras de Jesús proclaman que el poder de Dios es saludable para lo humano de las gentes a las que van dirigidas, y emplazan a la conversión (cf. Mt 4,17). Sus parábolas desvelan que ese poder actúa ocultamente como fermento salvífico en y de la historia (cf. Mt 13,33), a pesar de la levadura de los fariseos (cf. Mt 16,6), en contra de la fuerza diabólica de lo inhumano (cf. Mt 13,24-30.36-43), y aunque los hombres no tengan conciencia de ello (cf. Mc 4,26-29). Sus polémicas ponen de manifiesto su íntimo convencimiento de que en las ideas sobre la Ley de Dios no se ventilan exclusivamente opiniones teológicas, sino el destino de los pobres (cf. Mt 12,1-14). Sus relatos provocan vértigo en sus oyentes, pues hablan del «gobierno» de Dios prestando su voz a otros discursos y narrando historias de otras identidades religiosas, étnicas, sociales y morales: el samaritano, el hijo pródigo, Lázaro, el pobre, el centurión, la prostituta, la mujer sirofenicia, el publicano, etc. 22

Las bienaventuranzas son un caso paradigmático de la eficiencia de las palabras de Jesús. Sorprendentemente, Jesús proclama que los pobres y los hambrientos son ya bienaventurados (cf. Mt 5,1ss; Lc 6,20ss). Necesitamos desentrañar el carácter paradójico que este «ya» de las bienaventuranzas encierra en nuestro contexto cultural y político actual, tan indiferente ante el sufrimiento del inocente como la antigua Jerusalén. Jesús no dice que serán bienaventurados cuando sean liberados o saciados. Pero ¡ojo!: tampoco que su miseria sea bienaventurada. Jesús proclama que estos pobres son bienaventurados y serán saciados. Los tiempos verbales usados son importantes: los que lloran, los que tienen hambre material y sed de justicia, esos son –presente– ya bienaventurados y serán –futuro– saciados, se les hará justicia, serán consolados.

La proclamación en presente de las bienaventuranzas es un lenguaje «performativo» que insta a sus oyentes a cambiar la realidad. Es una pro-vocación en toda regla; una llamada en favor del reconocimiento efectivo de aquellos desgraciados como hijos que pertenecen a la familia del Padre o como seres humanos que pertenecen a la especie. Si alguien está mal, es porque le han hecho daño; pero incluso en ese estado es sujeto de derechos, incluso de aquellos que las circunstancias le niegan. Proclamando las bienaventuranzas en presente, Jesús no acepta, por un lado, que la justicia se posponga a la otra vida ni que, por otro, el que llora tenga lo que se merece. Y sostiene, muy al contrario, que los desgraciados tienen derecho a la felicidad, y que privarles de ese derecho que es suyo es hacerles infelices 23.

c) ... y obras poderosas que abren futuro a la fraternidad

Por otra parte, a través de sus obras poderosas, sus oyentes y seguidores podían comprobar que comenzaban a ocurrir acontecimientos que otras generaciones habían anhelado ver (cf. Mt 13,16-17). Con su praxis, Jesús pretende establecer una relación de correspondencia recíproca con la gratuita y amorosa paternidad de Yahvé, que él ha experimentado; o «practicar a Dios», como sencillamente dice Gustavo Gutiérrez. Jesús se siente autorizado para expresar, a través de su conducta, la identidad de Dios, y desvelar el verdadero significado que las palabras sagradas, «Yahvé», Abbá y «reino», tienen en su boca. Y así lleva a cumplimiento aquello que más tarde afirmará la tradición joánica: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

La figura fraterna y fraternizadora de Jesús tiene su expresión más conocida en sus acciones –principalmente los exorcismos, las curaciones y las comidas con pecadores– que el evangelista Juan llama signos o señales y que tradicionalmente, en el caso de las dos primeras, hemos llamado milagros.

Seguramente hoy todavía necesitamos entender el término «milagro» como sinónimo de «signo» y no de «prodigio», que, según la RAE, significa «suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza». Aunque este no sea el momento de abordar la cuestión de los milagros, sí me parece pertinente recordar que las curaciones y exorcismos milagrosos de Jesús no plantearon ningún debate sobre su verdad o autenticidad, sino sobre su significado. Jesús los interpretaba como signos o señales del poder del reino de Dios, y los fariseos, como signos o señales del poder del reino de Belcebú, príncipe de los demonios (cf. Mt 12,22-28; Mc 3,22-30; Lc 11,14-20). Y sus comidas con pecadores provocaron el mismo conflicto de interpretaciones. Mientras para Jesús eran un signo de la nueva mesa del Padre del Reino, donde todos tienen cabida, empezando por los últimos, para los fariseos solo eran expresión de las costumbres de un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores (cf. Mt 11,18-19). Este grave conflicto de interpretaciones teológicas tendrá, como veremos más adelante, un serio contratiempo para la irrupción de la fraternidad del Reino en la historia: la crucifixión de Jesús y la aparente victoria de la fuerza fratricida de Caín sobre el poder del Padre del Reino.

No me detendré en desentrañar el importante significado que estas obras poderosas de Jesús tuvieron para la irrupción y la presencia de la fraternidad del Reino. Hay literatura excelente sobre la cuestión 24. Me limitaré a transcribir lo dicho en otra ocasión:

Las obras poderosas de Jesús son expresión de un combate con los poderes que deshumanizan a los seres humanos y signo de su victoria sobre ellos. Sus prácticas son propias de un radical, aunque en ellas no encontremos una brizna ni del rigorismo del fariseo legalista ni de la violencia del zelota. Su radicalidad proviene de la libertad con la que va a la raíz del asunto del Abbá: la vida del hombre. Esta pulsión espiritual le hace ir «derecho al grano»: la vida y la dignidad de los pobres, y llevarse por delante lo que haga falta: el sábado y la Ley, la familia y las buenas compañías, el culto y el Templo. Y, sobre todo, la más difícil barrera que siempre ha de franquear la libertad humana: el miedo a la muerte. Su comportamiento fue el resultado de su firme voluntad de ir a lo único necesario: la vida del pobre, que es la gloria de su Dios y Padre. Las acciones de Jesús, sus milagros, sus curaciones, su comunidad de mesa con los pecadores y ninguneados de aquella sociedad teocrática, constituyeron auténticas interrupciones del circuito del mal que avasalla la vida de los hombres y, muy singularmente, de los pobres y de los débiles (cf. Mt 9,35-36; 14,14; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,12-13) 25.

El conjunto de este proceder permitió que Jesús, al menos en algunas ocasiones, interpretase esos hechos como señales de que el camino hacia la fraternidad ya se había comenzado a andar. Ante lo mucho que quedaba por llegar, la acción de Jesús engendra futuro a la fraternidad en su afán por «desplazar apenas medio palmo» su presente 26. Cuando los enviados por Juan, encarcelado, le preguntan si es él quien ha de venir o si deben esperar a otro, Jesús no responde con teologías, sino con hechos palpables: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (cf. Mt 11,2-5). Lo sé, no soy un ingenuo, también las obras de Jesús en favor de la fraternidad participan de las características de este tipo de «desplazamiento». A saber: «No se convierte nunca en una posesión definitiva. Pronto vuelve a quedar pendiente, y hay que repetirlo. Sin embargo, nunca es en vano, porque cada vez que se recorre da frutos». Y por todo ello las obras de Jesús contribuyeron «a cambiar el mundo, que, sin embargo, está todavía por cambiar» 27.

4. Jesús de Nazaret, prototipo de «hombre fraternal»

Del recorrido realizado podemos concluir que Jesús transformó su experiencia de la paternidad del Dios del Reino en fuente de vida fraterna para los demás. «Metabolizó» ese conocimiento en forma de vida o en modo de ser hasta convertirse en testigo de la verdad (cf. Jn 18,37). Esa verdad, en la que tenía su hogar, no podía comunicarla a distancia, necesitaba dotarla de expresión corporal. Jesús lo consiguió forjando su figura humana a través de una doble vía de humanización: la de salir «de sus círculos de totalidad humana (el familiar, el religioso, el de la Ley, el del pueblo judío) hacia los que estaban “fuera”» 28, para ser y vivir «para los demás» (proexistencia), y el de domiciliarse en el territorio de los siervos y los esclavos (kénosis: cf. Flp 2,7). La muchedumbre, la masa humana compuesta por el desecho de la sociedad y confinada socialmente a la tierra de nadie, no fue únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fue acogida por Jesús como su familia (cf. Mt 12,48). Los destinatarios de sus obras poderosas –los pobres, los enfermos, los oprimidos, las mujeres y los pecadores– percibieron en ellas la autenticidad acreditadora de su anuncio sobre la proximidad y la presencia del Reino: eran signos del cumplimiento de la promesa de Dios (cf. Lc 4,16-22).

 

Así, la misma figura humana de Jesús, como escribe Jon Sobrino, se convierte en Evangelio para todos ellos. La experiencia de la realidad de Jesús (su misericordia, su honradez con lo real, su empatía, su firmeza, su lealtad, su coherencia entre anuncio y vida) fue buena noticia, cosa buena que causaba gozo y esperanza a aquellos seres humanos desvalidos 29.

Esta conexión de Jesús entre su anuncio, su práctica y su forma de vida o modo de ser constituye la matriz de la extraña y seductora autoridad que percibieron en él 30.

Un hombre apasionado

La tradición neotestamentaria recuerda a Jesús como la insuperable manifestación y puesta en escena del modelo humano protagonizado por el buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) 31. La teología actual lo ha presentado como una persona fraterna, configurada por el «principio misericordia» (J. Sobrino). Dicho con otras palabras, el Jesús «recordado» es el «prototipo de hermano». Él es el único ser humano del que se puede afirmar que ha llegado a ser tan misericordioso como el Padre del Reino (cf. Lc 6,36).

A Jesús se le rememora como el «hombre apasionado en medio de la insensible Jerusalén» 32. La «visión de lo intolerable», el sufrimiento injusto de los inocentes, rompe el círculo de indiferencia e inmunidad cultural que le rodea. Jesús se siente afectado y concernido por tanto sufrimiento y entra en la escena de los que viven «en sombras de muerte» (cf. Mt 4,16). Los evangelios hablan de esta afección utilizando un verbo (splanjnisomai) que significa abrazar visceralmente, con las propias entrañas, los sentimientos o la situación del otro. Esta empatía promovió en él una movilidad solidaria hacia abajo (Dean Brackley) y hacia los de abajo, que desplazaba la causa de la fraternidad hacia adelante. Así practicó la única solidaridad fraterna digna de tal nombre: la que se caracteriza por el mismo desamparo y desesperación que conocen y experimentan los marginados 33.

Los evangelios lo dicen sumariamente, afirmando que Jesús no tuvo lugar donde nacer (cf. Lc 2,7) ni cobijo donde reclinar su cabeza (cf. Lc 9,58). Y Heb 13,12 añadirá que tampoco ciudad donde morir. Pero sobre todo lo narran a lo largo de sus relatos. Jesús, partícipe de «la solidaridad de los conmovidos» por el exceso de mal del mundo (Jan Patocka), entra en el cuerpo a cuerpo de la comunión con los pobres, los enfermos, los hambrientos, las prostitutas, los niños, las mujeres, los extranjeros, los que lloran, los humillados, los abatidos, los cansados, los desamparados, etc. Esta toma de posición de Jesús implícitamente declara injustas las condiciones de vida de aquellos seres humanos: ni el leproso era un impuro, ni el hambriento un pordiosero, ni el ciego un pecador o hijo de pecadores, ni el pobre un holgazán, ni el niño un cero a la izquierda, ni la mujer una persona subalterna, ni siquiera el enemigo era un extraño, sino un hermano (cf. Mt 5,44-45). Y, al mismo tiempo, reconoce en todos y cada uno de ellos un ser humano al que se le había privado de lo suyo: su condición de hijo del Padre del Reino o de «imagen de Dios». Y «en él reconocen las personas afectadas al hombre fraternal» 34.

Ernst Bloch percibió muy bien la novedad que irradiaba la figura humana de Jesús:

Lo que Jesús moviliza no es el hombre dado, sino la utopía de un hombre posible, cuyo núcleo y cuya fraternidad escatológica ha vivido él como modelo [...] Un hombre bueno obra aquí simplemente como hombre bueno, algo que todavía no había sucedido; con una tendencia propia hacia abajo, hacia los pobres y menospreciados, en la que no hay ningún asomo de patronazgo 35.

5. Jesús, ascetismo y fraternidad

Me interesa explorar la figura de Jesús como asceta y su relación con su servicio a la fraternidad. Seguramente, esta propuesta pueda parecerle extraña a más de un lector. Estamos acostumbrados a contemplar a Juan Bautista como un asceta que vivía en el desierto, vestía con piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre (cf. Mc 1,6) sin probar ni pan ni vino (cf. Lc 7,33). Pero no a Jesús, que, como ya he apuntado más arriba, fue acusado de ser un bon vivant y de no fomentar la práctica del ayuno entre sus discípulos (cf. Mt 5,33-34).

El término «ascetismo» es un concepto en cuyo origen se encuentra el término griego askein, que inicialmente se refería a las diversas formas de ejercicio o entrenamiento físico de los deportistas. En el lenguaje corriente, calificamos a alguien de asceta cuando nos encontramos ante una persona que practica un estilo de vida austero y de renuncia a placeres materiales, con el fin de adquirir unos hábitos que conduzcan a la excelencia física (p. ej., un deportista maratoniano) o a la perfección moral y espiritual (p. ej., los monjes). Sin embargo, el término encierra una mayor complejidad que necesitamos desentrañar antes de aplicárselo a Jesús de Nazaret.

a) El ascetismo como propuesta política

Para Leif E. Vaage, profesor de Nuevo Testamento de la Universidad de Toronto, el ascetismo no es una cuestión de costumbres particulares, sino básicamente una propuesta política. Lo ascético siempre tiene dos aspectos: 1) el «rechazo del mundo» como marco normativo para conocer una vida buena o plena. El ascetismo cuestiona profundamente la capacidad de este mundo, tal como está, para otorgar la felicidad y otros bienes de la misma índole; 2) la «anticipación de un mundo alternativo». El ascetismo es una propuesta de otra realidad alternativa que siempre busca el bien que todavía falta en el mundo tal como está, insistiendo en encontrarlo dentro de este mundo, es decir, del mundo rechazado. El asceta siempre procura conocer ese otro mundo que todavía es posible desde el propio cuerpo, aquí y ahora, como fruto de una u otra disciplina asumida.

El ascetismo no es, por tanto, una cuestión de lo prohibido y lo permitido para un determinado modo de vida. Antes que implicar un comportamiento particular, el ascetismo representa el esfuerzo por vivir a contracorriente de lo que en un determinado contexto sociopolítico se conoce como la normalidad o la realidad. El asceta quiere «salvarse» de esa normalidad. La considera el problema al que quiere dar una solución con su forma de vida. Asume, en cuerpo y alma, una postura de profunda discrepancia con la normalidad de su contexto sociopolítico. Su práctica ascética pretende quitarle el derecho a definir cuáles son los límites del bienestar humano. Ser asceta significa no creer en una sola realidad –la dominante de ese momento–, sino también en otra que está presente en otro espacio de este mundo. El esfuerzo o entrenamiento ascético se hace para poder entrar en «otro reino» para «vivir otro mundo», para convertirse en otro «ser humano» en el que la vida, como tal, sea diferente 36.

Este enfoque del ascetismo nos va a permitir contemplar el celibato de Jesús y su relación con el dinero como dos prácticas de vida alternativa, favorecedoras de la fraternidad en nuestro mundo.