Soñar despiertos la fraternidad

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b) Jesús, «eunuco» por el reino de la fraternidad de Dios

Parece fuera de toda duda razonable afirmar que Jesús permaneció célibe toda su vida por razones religiosas, que en su caso tenían que ver con el reino de Dios. Probablemente, interpretó su celibato como una necesidad impuesta por su misión profética y escatológica, totalmente absorbente. Es posible, por tanto, que Jesús se contara a sí mismo entre «quienes se hacen eunucos por el reino de Dios» (cf. Mt 19,12). Su celibato nada tuvo que ver con una visión negativa de la sexualidad. En un contexto religioso en el que el celibato era un estilo de vida extremadamente inusitado, pero no desconocido, el celibato de Jesús –igual que su trato familiar con los marginados– fue una parábola en acción; la plasmación de un mensaje sobre el reino de Dios dirigido a inquietar a la gente e incitarla a pensar sobre él y sobre sí misma. Cualquier otra hipótesis, hoy por hoy abandona el terreno de la investigación histórica para pasar al terreno de la novela o el cine 37.

c) La renuncia sexual como propuesta político-cultural

Siguiendo lo dicho más arriba sobre el ascetismo, vamos a contemplar el tema de la renuncia sexual de Jesús como una propuesta política. La renuncia sexual acarreaba un problema importante para la normalidad sociopolítica en el antiguo mundo mediterráneo, pues rompía con un estilo cultural de vida –el matrimonio entendido como modo de producir la próxima generación de hijos «legítimos»– que mantenía en pie la institución social –el hogar patriarcal–, que era la primera piedra de la ciudad como comunidad humana 38.

Para entender esta afirmación necesitamos considerar «la familia» como una construcción social e histórica que, desde sus orígenes, ha ido cambiando a lo largo del tiempo de acuerdo con las necesidades sociales, económicas y políticas de cada época. No existe, por tanto, un modelo tradicional perenne de familia que sea voluntad de Dios, por mucho que algunas voces eclesiásticas se empeñen en afirmar lo contrario. En la Palestina de Jesús se entendía por «familia» algo muy diferente a lo que entendemos en el País Vasco y en la Europa del siglo XXI 39. En el antiguo mundo mediterráneo, el individuo estaba integrado en una familia «extensa», que constituía el principal sistema de «seguridad social». En correspondencia con este modelo familiar, el individuo se veía a sí mismo formando parte de una unidad social mayor y ramificada. La familia extensa, y luego la aldea o el pueblo en conjunto, asignaba al individuo una identidad y una función social a cambio de la seguridad comunal y de la protección familiar 40.

En este contexto, el celibato de Jesús se presenta primeramente como un signo de su ruptura o rechazo del modelo patriarcal de «familia extensa», que reproduce un orden social de dominación y subordinación. La palabra de Jesús fortalece este significado de su ascetismo sexual. Así lo narra Marcos: Jesús vuelve a casa y sus parientes van a hacerse cargo de él, pues piensan que está loco. Jesús no los reconoce como su familia (cf. Mc 3,20.21.31-33). Jesús vuelve a su «patria» Nazaret y no reconoce a sus parientes y vecinos (cf. Mc 6,1-4). Este desapego del vínculo familiar se ve reforzado por otras palabras de Jesús en las fuentes sinópticas: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37); «otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Dícele Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8,21-22). Además, y de forma muy importante, el celibato de Jesús se muestra como señal anticipadora de una «familia alternativa». También en esta dimensión su palabra ayudará a desvelar el significado de su ascetismo. Nuevamente nos lo recuerda Marcos: su familia –madre, hermanos y hermanas– son quienes cumplen la voluntad de Dios y le escuchan sentados en corro a su alrededor (cf. Mc 3,34-35).

No cabe duda: el celibato de Jesús tiene que ver, en primer lugar, con el reino de Dios y no con la sexualidad. La experiencia de su proximidad e irrupción generó en él una «cierta impotencia» para el matrimonio y la familia, que garantizaban el futuro del cuerpo colectivo al que Jesús pertenecía (la familia). Y eso explica su comportamiento claramente anómalo y su discurso desafiante y culturalmente incorrecto con respecto a las expectativas relacionadas con la familia en su entorno cultural. Pero, al mismo tiempo, esa experiencia generó en él una «inaudita capacidad» para provocar nuevos vínculos familiares y fraternos entre quienes caminaban hacia el reino de Dios junto a él.

d) Familia humana y reino de Dios

No me parece suficientemente justificado afirmar que Jesús planteó antitéticamente la relación entre la familia de sangre y su propuesta de nueva familia alternativa. Los datos no dan para tanto, aunque entre los estudiosos del Jesús histórico hay diferencias de acento en esta cuestión 41. Pero esto no debe llevarnos a ignorar que Jesús «tocó» o «relativizó» la familia. Algo que les ocurre con frecuencia a los discursos eclesiásticos, que pretenden proteger la institución familiar de los peligros que la acechan, cuando, en realidad, lo que hacen es defender un modelo histórico de familia que consideran «cuasi sagrado» y, por tanto, intocable.

La «nueva familia» de Jesús, configuradora de un modelo de discipulado del que hablaremos más adelante, anticipa en la historia la realización del reino del Padre como fraternidad universal:

El reino de Dios es una realidad fraterna, de relaciones igualitarias, donde todos son servidores de todos, pero ninguno es sirviente de nadie. Se trata de un reino de justicia y misericordia que implica un cambio radical en los comportamientos sociales y personales, y que, para ello, debe hacerse mediante la sustitución de los patrones sociales de comportamiento por otros que, aunque estaban en la tradición, habían sido engullidos por el modelo imperial de sociedad impuesta desde siglos atrás [...] En el reino de Dios, el comportamiento es como de hermanos. No hay otro criterio de acción. Amarse unos a otros, aprojimarse al que sufre, atender al caído en el camino, sin importar más ley que el amor y la misericordia 42.

Este es el mandato de Jesús: buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas que básicamente necesitáis para vivir y que la institución familiar garantiza, el Padre os las dará por añadidura (cf. Mt 6,25-33). Todo, incluso lo más básico para la vida, se pospone a la búsqueda del Reino. Para Jesús, la institución familiar se encuentra al servicio del Reino.

Esta misma «hipoteca» grava la valoración cristiana de la familia, y cualquier consideración de ella ha de tenerla a la vista. «Lo que fue decisivo para Jesús debe serlo también para la familia. Cualquier proyecto de familia vivido desde la fe debe estar subordinado al reino de Dios y solo puede ser comprendido correctamente desde él» 43.

Esta subordinación de la familia al servicio del Reino exige que los cristianos en familia tengan prácticamente su corazón en la construcción del reino de Dios (= «su tesoro»: la familia humana de los hijos de Dios, cf. Mt 6,21). Desde esta opción fundamental elaborarán y jerarquizarán sus proyectos y estrategias de acción histórica. También los de la vida familiar. Pues han aprendido de Jesús que también la familia se construye desde una «situación célibe», es decir, desde un modo de servir al Reino que relativiza parcialmente la construcción de la familia porque percibe las urgencias y prioridades de la fraternidad del Reino. La familia humana es un espacio donde el Reino ya se realiza, pero este no se confunde con ella. Dicho en jerga teológica: las estrategias para proteger la familia y su construcción –como Dios manda– están sometidas a la relativización y jerarquización del «todavía no» o del «todavía tampoco» de la fraternidad universal del reino del Padre. No pocas veces, tras las defensas a ultranza de la institución de la familia se oculta una realidad familiar encorvada sobre sí misma e incapaz de percibir su responsabilidad en la construcción de la fraternidad de nuestro mundo, es decir, en el servicio al reino del Padre.

e) La pobreza asumida por Jesús, generadora de condiciones históricas para la fraternidad 44

La relación con el dinero siempre abre un debate sobre en qué consiste «la vida buena», que no debe confundirse con «la buena vida». En este caso, el orden de factores altera el producto. ¡Y de qué manera! Recientemente, un gurú económico, colaborador habitual en el periódico de mayor tirada del País Vasco, criticaba la petición sindical de subida del salario mínimo interprofesional y hacía taxativamente la siguiente afirmación: «Todo el mundo quiere ganar más, pero primero hay que generar riqueza para poder repartirla». No tenía ninguna duda. No existen ciudadanos que «no quieren ganar más». El axioma capitalista del «máximo beneficio» afecta necesariamente a la elaboración del deseo humano como la ley de la gravedad a la caída de los cuerpos: no querer ganar más es tan imposible como caerse de un sexto piso y no estrellarse contra el suelo. Es lo que tiene escribir como un «teólogo» del actual capitalismo, que funciona como una religión (W. Benjamin), en lugar de hacerlo como un experto en economía, que es una ciencia social. No se deben confundir las condiciones duras de vida con la pobreza ni la producción de bienes con la riqueza. La riqueza es consecuencia de la acumulación excesiva de los bienes producidos en manos de unos miembros de la sociedad (los ricos) en detrimento (por falta o escasez) de los bienes en manos de otros (los pobres). En realidad, no hay pobreza sin riqueza o hay pobres porque hay ricos. Así de claro.

 

En este contexto, la relación con el dinero se convierte en una práctica fundamental del ascetismo como proyecto económico-político. Un uso determinado del dinero

implica siempre el rechazo de otro modelo que también pretende hacer lo mismo, pero que no sería capaz de cumplir con lo prometido. Los que han optado por la riqueza como elemento imprescindible para poder vivir tienen que rechazar otro tipo de vida que carece o prescinde de este exceso de bienes y poder, calificándola como incapaz de satisfacer los deseos más básicos o elevados del ser humano. En cambio, los que han optado por la pobreza como puerta de entrada en una vida mejor tienen que rechazar como engaño el modelo de vida que la riqueza había prometido asegurar. Desde la pobreza asumida, la riqueza puede dejar un buen sabor en la boca de los sueños, pero se volvería en el estómago del vivir diario una realidad amarga 45.

f) La pobreza asumida de Jesús

En este debate participó activa y personalmente Jesús de Nazaret. Aquel judío marginal fue un trabajador de la construcción (cf. Mc 6,3) e hijo de un padre con el mismo oficio (cf. Mt 13,55). Procedía de una familia que, aunque sus padres ofrecieron el sacrificio de purificación destinado a los pobres (un par de tórtolas: cf. Lc 2,24), no pertenecía al grupo de los pobres (siervos-esclavos y mendigos). Sin embargo, no es aventurado pensar en las duras y precarias condiciones de vida de una familia de trabajadores en un pequeño pueblo como era Nazaret. Cuando Jesús abandona su profesión para convertirse en un predicador ambulante, su situación económica empeora. Pasa a vivir como los rabinos, que tenían prohibido cobrar sus lecciones sobre la Ley. Esta prohibición estaba vigente en tiempos de Jesús. Así lo atestiguan los evangelios: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,8-10). Jesús parece que no llevaba personalmente ningún dinero consigo (cf. Mc 12,13-17) y aceptaba la ayuda de algunas mujeres, que «les servían con sus bienes» (cf. Lc 8,1-3). Así que podemos colocar a Jesús junto con los rabinos entre los estratos pobres de la población 46. Y a esta situación parece referirse la frase de que «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). La tradición paulina recordará a Jesús como aquel que, «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6-7). Los pobres y desvalidos no fueron únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fueron acogidos por Jesús como sus hermanos menores (cf. Mt 25,40).

Los evangelios «recuerdan» dichos y hechos de Jesús que refuerzan su asunción voluntaria de la pobreza y su relación con el dinero:

Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios [...]

Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo (Lc 6,21.24).

Al que te quite el manto no le niegues la túnica. A todo el que te pida da, y al que tome lo tuyo no se lo reclames (Lc 6,29-30).

No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias (Lc 10,4).

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (Mt 6,12).

No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Pues donde está tu tesoro allí estará también tu corazón (Mt 6,19-21).

Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mt 6,24).

La pobreza asumida por Jesús y todo este conjunto de textos evocan un andar económico «fuera» del marco normal y reflejan su rechazo crítico del proyecto económico-político en el que vive: la vida buena

no dependería de la riqueza, no había que proteger o guardar nada, ni una almohada, ni una bolsa, una alforja o unas sandalias. Las deudas habría que perdonarlas, es decir, anularlas. El tesoro «en el cielo» [en el reino de Dios] tiene que ser otra cosa diferente del tesoro sobre la tierra. Lo que ni la polilla ni la herrumbre pueden corroer ni los ladrones tocar no es un «tesoro» en cualquier sentido normal de la palabra. Por eso el corazón, cuyo tesoro no es de la tierra, sino del cielo [del reino de Dios], está dispuesto a dejar que el tesoro normal quede malgastado, sin acumularse, difundido libremente, hasta olvidado y despreciado 47.

g) El «Dinero» versus la «fraternidad» del Reino

El «Dinero» se convierte para Jesús en el gran enemigo del proyecto fraternizador del Reino. De ahí su advertencia: «No podéis servir a Dios y al Dinero» (cf. Mt 6,24). Los exegetas coinciden en afirmar que se trata de un dicho auténtico de Jesús, que de manera taxativa plantea una antinomia insoluble. Nuestras Biblias traducen por «Dinero» la palabra griega mamōnâ. Su forma hebrea mamôn significaba «riqueza», «dinero», «propiedad» o «valor», y no tenía ninguna connotación idolátrica o demoníaca 48. En la formulación de Jesús no sucede lo mismo. Plantea una marcada oposición entre servir a Mammón y servir a Dios. Jesús personifica a Mammón –al utilizar la expresión aramea como nombre propio y sin artículo– como si fuera el nombre de uno de los dioses falsos (Baal, Moloc...). De esta manera sitúa a sus oyentes ricos frente a la misma disyuntiva primordial ante la que los profetas pusieron a Israel: ¿a quién queréis adorar y obedecer: al Dios verdadero o a los falsos ídolos? Jesús advierte que el dinero y los bienes tienden a convertirse en un interés tan absorbente que las posesiones empiezan a poseer al poseedor en vez de ser a la inversa. Mammón es un falso dios celoso que no admite rivales. Fatalmente, termina por deshumanizar a su poseedor convirtiéndolo en poseído (en su servidor) mientras infrahumaniza las condiciones de vida de quienes no participan de la abundancia de los bienes. Mammón es un ídolo destructor de lo humano y generador de muerte. Un ídolo del antirreino enfrentado al Abbá, un Dios celoso que es fuente inagotable de vida y fraternidad en la lucha escatológica del Reino. Conscientemente, Jesús establece una antinomia irreconciliable entre Dios y el Dinero. No hay soluciones intermedias. Hay que optar. Por Dios o por el Dinero. Todo el que está aliado con Mammón está excluido de la familiaridad con el Abbá del Reino, porque «nadie puede servir a dos señores» 49.

La experiencia de la injusticia le ha enseñado a Jesús que la riqueza es siempre resultado de una acumulación excesiva de los bienes o de una posesión excluyente de la abundancia. Por eso no siente ningún empacho en calificar toda riqueza de injusta (cf. Lc 16,9) 50. Pero aún hay más. La riqueza posee una dinámica idolátrica, reflejo de la constitución idolátrica del ser humano 51, que imposibilita la entrada de los ricos en el Reino o su salvación. Este obstáculo insalvable aparece afirmado con toda claridad en el pasaje del joven rico (cf. Mt 19,16-22), que culmina de la siguiente manera: «Jesús dijo a sus discípulos: “Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos”. Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: “Entonces, ¿quién se podrá salvar?” Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible”» (Mt 19,16-23).

h) Imposibilidad humana y posibilitación de Dios

Ambas circunstancias son atestiguadas por Jesús. Pero necesitamos entender correctamente su significado. Según Jesús, la imposibilidad de la salvación del rico no es fruto de una nueva e impracticable ley moral o de una especie de rigorismo de la pobreza, que desprecia las cosas materiales. Nada sería más contrario a su mentalidad. El impedimento es obra de la seducción de la riqueza. Su dinámica idolátrica imposibilita al rico acoger la semilla del Reino (cf. Mt 13,22) e incluso escuchar a un muerto que resucitara para convencerle del peligro de la riqueza (cf. Lc 16,30-31). Dios no facilita la salvación de los ricos por medio de un milagro que les permitiera conservar su riqueza y sanar, al mismo tiempo, la inhumanidad de su corazón. ¡Qué más quisieran los ricos! Dios la regala gratis a través de un cambio del corazón –de la transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne– posibilitado por él mismo, que hace viable aquello que al rico le parece imposible: renunciar a las riquezas y repartirlas como única manera de administrarlas correctamente y de ser fiel al Dios del Reino. Solo así se abren espacios donde todos los hombres y las mujeres, sin exclusiones, puedan vivir como hermanos.

La antinomia Abbá/Mammón es la contrapartida y la actualización permanente de la alianza del Abbá del Reino con los pobres o de su parcialidad a favor de los oprimidos. Su irreductible incompatibilidad señala positivamente que el Dios del Reino asume como propia la lucha de los pobres contra Mammón, ídolo de muerte, de modo que se convierte en la lucha divina por la vida de los pobres, en la lucha emprendida por el Dios del Reino contra los orgullosos, los poderosos y los ricos (cf. Lc 1,51-53) 52.

La pobreza asumida y propuesta por Jesús desvela las condiciones en las que la (inevitable) relación con el dinero puede abrir caminos a la fraternidad del reino de Dios.

i) El camino hacia la fraternidad y la cultura de la «sobriedad compartida»

Los dos últimos papas han alertado sobre la vigencia de esta antinomia en pleno siglo XXI.

Benedicto XVI escribe sobre el peligro que encierra la riqueza:

Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón, que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos a una gran parte del mundo 53.

En palabras del papa Francisco, «hemos creado nuevos ídolos», y «la adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano» (EG 55).

Me temo que los católicos de los países ricos hacemos caso omiso de estas advertencias papales. En consecuencia, el mensaje sobre los peligros de la riqueza no lo hemos recibido como una llamada a cambiar nuestros modos de proceder. Soy consciente de que no aceptar la gradualidad de la «riqueza» sería una estupidez. Obviamente, solamente hay diez ciudadanos en nuestro mundo cuyo patrimonio es superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres del mundo. Son pocos los empleados, todos altos ejecutivos, que son despedidos de sus empresas con indemnizaciones de 161 millones de dólares o que tienen firmadas primas de salida de 38 millones de euros. No todos los deportistas firman un contrato, como Messi, de 16 millones de euros. Pero sería igualmente estúpido y demagógico no reconocer que, muchas veces, estas conductas las aplaudimos con las dos manos, las envidiamos con el corazón o, más sencillamente, las consentimos y pasamos de ellas, pues bastante tenemos con conservar lo nuestro tan amenazado. De ahí que las palabras de Jesús sobre los peligros de la riqueza nos conciernan especialmente, aunque en diferentes medidas, a todos los cristianos de los países ricos. ¿Qué puede justificar que el patrimonio de las diez primeras fortunas del mundo sea superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres? ¿Cuándo se pondrá fin a tantas lacras sociales (malnutrición, mortalidad infantil, enfermedades, explotación, crímenes, etc.) que podrían eliminarse si se pusiera fin a un orden social cuyo objetivo principal es aumentar la riqueza de los ricos? ¿Cuándo dejaremos de tolerar tanta ignominia, cuándo pondremos fin a tanta abominación? 54

Ocurre, sin embargo, que, como los oyentes ricos de Jesús, tampoco nosotros tenemos oídos para oír estas cosas (cf. Mt 13,9). Y así, frecuentemente, acudimos a justificaciones ideológicas de nuestra riqueza y de la pobreza de «los otros» que se asemejan mucho a aquellas otras que denunció Jesús como encubridoras de la injusticia. Jesús se opuso al uso torticero que se hacía de la ofrenda a Dios con el fin de no cumplir con lo que se debe con las personas necesitadas, que, en este caso, eran los propios padres (cf. Mc 7,9-13). Nada hay que pueda contrariar más su experiencia del Abbá del Reino. La sociedad en la que vive Jesús es teocrática y, lógicamente, religioso el argumento encubridor de la injusticia que los ricos utilizan. Generalmente, nosotros no solemos echar mano de excusas religiosas para un encubrimiento semejante, pero sí acudimos a otras «profanas» –sobre todo de racionalidad económica– tan «sagradas» como aquellas 55.

 

Algo de esto ha ocurrido con una utilización de la palabra «austeridad», lejana a su concepción como valor ético o como posición anticonsumista, «decrecentista» y respetuosa con el medio ambiente. La austeridad que los poderes económicos y políticos han invocado durante la crisis de 2008 con el fin de asegurar la sostenibilidad del sistema económico ha funcionado en la realidad social como una máquina de disminución del gasto público y de transformación de las expectativas de una vida buena en la condición de privilegios. El resultado ha sido un duro reajuste de los márgenes de la vida digna de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables, mientras crecía y crecía la brecha social entre pobres y ricos en España 56.

No solo los cristianos, sino también las organizaciones e instituciones cristianas y la misma institución eclesial, deberían sentir esta interpelación de la pobreza asumida de Jesús y de los peligros de la riqueza. Peter Brown, en su investigación sobre el enriquecimiento de la Iglesia a finales del siglo IV y en el siglo V, escribe con ironía que se ve tentado de llamar a ese período la Edad del Camello, en referencia a lo dicho por Jesús: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos» (Mt 19,24) 57. A veces tengo la impresión de que, en la mayoría de los países ricos, la Iglesia y los cristianos no acabamos de abandonar del todo esa época, a pesar de que han transcurrido mil quinientos años.

José Ignacio González Faus ha insistido en la necesidad de caminar decididamente hacia una cultura de la «sobriedad compartida» como respuesta ética a la interpelación de Jesús sobre el peligro de la riqueza 58. La asunción de esta propuesta nos sitúa en la «elección de ser pobres» en el siglo XXI y actualiza la condición humana que hizo posible la palabra de Jesús sobre la bienaventuranza de los pobres de espíritu (cf. Mt 5,1).

José Antonio Pagola glosa esta propuesta de la siguiente manera:

Hemos de desplazarnos poco a poco hacia una vida más sobria para compartir más lo que tenemos y sencillamente no necesitamos. Aprender a «empobrecernos» renunciando a nuestro nivel actual de bienestar para limitar de forma consciente y voluntaria el disfrute de nuestros recursos y poderlos así orientar hacia los necesitados.

Si nos dejamos interpelar por los que sufren más duramente la crisis, descubriremos que también nosotros, como al joven rico del evangelio, «nos falta una cosa» para seguir a Jesús: liberarnos del poder del Dinero para estar de verdad junto a los pobres. El dinero, inventado para hacer más fácil el intercambio de bienes, ha de ser empleado según Jesús para facilitar la redistribución, la solidaridad y la justicia fraterna [...] Hemos de revisar nuestra relación con el Dinero: ¿qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quién compartirlo? Hemos de dar pasos eficaces hacia un consumo responsable 59, menos compulsivo y superfluo: ¿qué compramos? ¿Dónde compramos? ¿Para qué compramos? Hemos de redefinir el bienestar que queremos disfrutar y defender: ¿qué bienestar? ¿Para quiénes? ¿Con qué costes humanos? ¿Con qué víctimas? Luis González-Carvajal puntualiza con palabras sencillas el criterio cristiano que ha de orientarnos: «Aspirar a tener todo lo necesario para la vida; algo, no todo, de lo que en nuestra cultura y condición se considera necesario para llevar una vida digna; y, desde luego, no desear tener ni una sola cosa superflua» 60.

Una civilización de la «sobriedad compartida» verifica una vez más lo afirmado por E. Bloch: «Cuando la salvación está cerca, crece también el peligro». La propuesta nos resulta inquietante: interrumpe la lógica de nuestra cultura del descarte; sacude nuestra indiferencia; invita a salir de nuestro individualismo hedonista; nos coloca bajo la autoridad de los descartados del bienestar, porque somos guardianes de sus vidas. Pero también es indispensable: nos urge a hacernos cargo, encargarnos y cargar con la seriedad, por acción u omisión, de nuestras injusticias. En una palabra, nos plantea una elección práctica decisiva para el futuro de la fraternidad. No hay alternativa: o caminamos en esa dirección e intervenimos en las injustas condiciones de vida de nuestro planeta finito, abriendo camino a la fraternidad, o los ricos y los beneficiarios del sistema defenderemos, si hiciera falta, nuestra «civilización de la sobreabundancia» para unos pocos con las armas, al precio de agrandar su actual insostenibilidad hasta los límites de la catástrofe.

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