Londres

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Cuando un producto social es de tal vastedad y de tal variedad, cabe abordarlo por un millar de flancos distintos, y cabe tomarle aprecio o despreciarlo por otro millar de razones diversas. Las razones de Piccadilly no son las de Camden Town, como tampoco son las curiosidades y los contratiempos de Kilburn los mismos que los de Westminster y Lambeth. Las razones de Picadilly —a las cordiales me refiero— son aquellas de las que por término general el visitante con raíces tiene conciencia en mayor grado, si bien preciso es confesar que ni siquiera éstas, en su mayor parte, se hallan en la misma superficie de las cosas. La ausencia de estilo, o más bien de intención de estilo, es ciertamente una de las características más generales que presenta Londres a cara descubierta. Quien atraviese París bajo esta misma impresión se verá rodeado por muchos otros criterios diversos. Allí, todo nos recuerda que la idea de lo bello y de las disposiciones suntuosas nunca ha dejado de estar de moda, y que el arte de la composición siempre ha estado en funcionamiento o en juego. Las avenidas y las plazas, los parques y los muelles a la orilla del río, se han distribuido para lograr el efecto que se pretende, y hoy en día la ciudad recoge los beneficios que genera la acumulación de tanto ingenio. El resultado no es interesante en todos los barrios, y existe una cierta monotonía en la «finura» y en la simetría que se respeta ante todo, en la pasión moral por lograr que las cosas «consuenen» y estén a juego. Por otra parte, todo el aire de la ciudad es arquitectónico. En las orillas del Támesis se da un tremendo capítulo de accidentes; el amante de Londres debe confesar la existencia de millas y más millas de terreno corriente, aburrido, tediosísimo. Son millares las hectáreas cubiertas por las casas negras y bajas de construcción muy abaratada, sin ornamentos y sin gracia, sin carácter, sin identidad siquiera. En realidad, son muchas, incluso en los mejores barrios residenciales, como May­fair o Belgravia, de tal penuria y tal inconveniencia, en especial las más diminutas (las que tienen habitaciones de alquiler; esos alojamientos paupérrimos bien pueden servir de ejemplo), que uno por fuerza se pregunta qué pe­culiar y muy limitada necesidad doméstica hubo que sol­ventar por medio de su construcción. El gran infortunio que tiene Londres en lo visual (aunque es verdad que este comentario no se puede predicar en igual medida de la City) es su carencia de elevaciones. No puede darse una impresión arquitectónica sin cierta altura, y las panorámicas de las calles londinenses no tienen nunca ese motivo de orgullo.

Con todo y con eso, aun cuando no exista intención, hay al menos accidentes de estilo que, si uno los considera con ojos amigos, parece que procedan de tres fuentes. Una es simplemente la grandeza en general, y el modo en que se diferencia para mejor en cualquier punto determinado, de modo que, aun cuando pueda uno apercibirse a menudo en un rincón carente de toda ventaja, nunca se le pasa por la cabeza que sea ése el final de la historia. Otra es el ambiente mismo, con sus magníficas mistificaciones, que todo lo adula y en todo infunde exuberancia, riqueza cromática, tonalidades castañas, vaguedad, y amplifica las distancias y minimiza los detalles, y confirma la inferencia de la vastedad sugiriendo que, tal como hace con todo la gran ciudad, confecciona su propio sistema climatológico y sus propias leyes ópticas. La última de éstas es la congregación de los parques, que constituye un ornamento sin igual en el mundo entero, lo cual otorga al lugar una superioridad que ninguna de sus múltiples fealdades bastaría para teñir. Se extienden los parques en tal lujo espacial, en el centro mismo de la ciudad, que forman parte consustancial de la impresión que se obtiene en cualquier paseo, en casi cualquier panorámica, y, con una audacia que les es privativa, confeccionan un paisaje pastoril bajo el cielo humeante. No hay estado anímico en el abundoso clima de Londres que no les convenga; yo los he visto deliciosos y románticos, como los parques que aparecen en las novelas, incluso en lo más húmedo del invierno, y apenas puede haber estado anímico por parte del residente que lo sepa apreciar al cual no tengan mucho que decir. Las mejores cosas de Londres, que aquí y allá asoman por encima de los parques, sólo dan mayor vastedad a los espacios al recordarnos que no estamos, al fin y al cabo, en Kent, ni en Yorkshire. Esas cosas, sean cuales quieran ser —hileras de edificios apetecibles como domicilio propio, torres de iglesias, cúpulas de instituciones—, adquieren un eficaz tinte entre grisáceo y azulado que un acuarelista avezado parecerá haber añadido por razones puramente pictóricas.

La vista desde el puente que cruza el Serpentine posee una nobleza extraordinaria, y a menudo me ha dado la impresión de que el londinense que parlotea sin demasiada exigencia de criterio bien podría señalarlo con plena confianza en lo que hace. En todo el paisaje urbano de Europa pocas cosas puede haber tan espléndidas; el único reproche al que se expone es que parece quedar en entredicho al no parecer —a pesar de ser el orgullo de cinco millones de personas— que pertenezca a ciudad alguna. Las torres de Notre-Dame, irguiéndose en París sobre la isla que divide el Sena, no resultan más impresionantes que las de Westminster según se las mira duplicadas mucho más allá de la extensión del lago que se dibuja en pleno Hyde Park. Igualmente deleitosa es la forma de río anchuroso que perfila las orillas del Serpentine cuando se abre entre las zonas boscosas del parque. Nada más salvar el puente (por cuyas balaustradas mismas, antiguas, ornamentales, de piedra entre amarillenta y marrón, siento una predilección especial), según se disfruta de una vista encantadora a la izquierda, por la puerta de Kensington Gardens cuando uno camina en dirección a Bayswater, una senda en la hierba se pierde bajo los robles y los olmos esparcidos exactamente igual que si el lugar fuera escenario idóneo para una «cacería». No podía haber nada menos londinense en todo Londres que este trecho en particular, si bien es preciso que sea en Londres, nada menos, donde uno admire una impresión tan campestre.

IV

Hace falta Londres para que uno tenga el ánimo de hacer una caminata puramente rústica desde Notting Hill hasta Whitehall. Es posible atravesar esta distancia inmensa, una diagonal casi completa de la ciudad, pisando solamente un césped suave y mullido, entre el trino de las aves, el balar de la ovejas, el ondularse de los estanques, el susurro de los árboles admirables. Con frecuencia he deseado, con el fin de disfrutar de un lujo diario como ése, de un ejercicio con tintes románticos, ser un funcionario a cargo del gobierno y vivir con toda comodidad doméstica en una casa de Pembridge, un suponer, teniendo que incorporarme a mi despacho en Westminster. Enfilaría Kensington Gardens por la linde noroeste, y vería cómo se abriría ante mí la elección de un centenar de plácidas sendas hacia las puertas de Hyde Park. Ya en Hyde Park podría seguir por la orilla del lago, o tomar por Rotten Row, o guiarme por cualquier otro capricho del momento; es probable que tal vez me dejara llevar por el agrado que me produce Rotten Row con su ambiente matutino, la neblina suspendida sobre la senda de un rojo oscuro, los jinetes más madrugadores esparcidos aquí y allá, adquiriendo cada cual su identidad a medida que el galope insonoro de sus monturas los acercase. Con toda libertad reconozco que en plena temporada, a las horas más convencionales, Rotten Row se torna un paseo fatigoso (salvo quizás una vez al año, en un atisbo, cuando uno recuerda cuánto se parece al ambiente que describe Du Maurier); el ciudadano que atiende a sus quehaceres propende a evitarlo y lo deja si acaso al antojo del bárbaro que todo lo mira boquiabierto. Ahora hablo desde el punto de vista del peatón, pero para el jinete también se encuentra en su mejor momento cuando lo cruza a una hora demasiado temprana o ya más bien tardía. En esas ocasiones, si no se siente inclinado a compararlo en franca desventaja con las avenidas más azules y más frondosas del Bois de Boulogne, no se lo echará a perder el hecho de que, con una superficie que parece alquitrán, con unas barreras que parecen las del estrado en el que se encuentra el payaso que sostiene el aro para que por él pase la damisela de turno, sus bancos y sus sillas vacíos, las mondas de naranja que de vez en cuando se ven allí olvidadas, los policías montados que patrullan a intervalos, como si fueran figurantes a la expectativa, ofrece un verdadero punto de contacto con un círculo cuyas lámparas estuvieran en esos momentos apagadas. El cielo que se comba sobre el parque no es a menudo una imitación del todo mala de la lona sórdida que cubre tales establecimientos ambulantes. Los espectros de las pasadas cabalgatas parecen asediar el escenario brumoso, y de algún modo resultan compañía mejor que los petimetres y las esbeltas bellezas de la temporada en curso. No carece de interés recordar que la mayoría de las figuras más sobresalientes de la sociedad inglesa en el presente siglo —y al decir sociedad inglesa hago referencia, o más bien se hacía referencia hasta hace poco, a la historia inglesa en gran medida— se han paseado a caballo entre Apsley House y Queen’s Gate. Quien no tenga nada mejor que hacer puede pasar lista. Se espesará el aire con las voces sordas y los nombres de los muertos, como en un anfiteatro romano.

Es prueba indudable y señera de ser amante de Londres quand même el que uno quiera embarcarse en una apología por un intento tan cacareado de crear un espacio público como es Hyde Park Corner. Es innegable que las mejoras y los embellecimientos que recientemente se han introducido sólo han servido para llamar aún más la atención sobre la penuria de los elementos empleados, y sobre el hecho de que esa pobreza es terriblemente ilustrativa de las condiciones generales. Este lugar es el corazón en que palpita el gran West End, si bien sus rasgos más destacados son un hospital desaseado, de fea fachada de estuco, así como las cancelas bajas del parque en sus marcos rectos, nada impresionantes, además de las ventanas de los salones de Apsley House y el frente absolutamente trivial de la pequeña terraza que se encuentra detrás, a todo lo cual hay que añadir, como es lógico, el único elemento de toda la perspectiva que resulta mínimamente monumental, el arco que salva el camino particular que pasa junto a los jardines del palacio de Buckhingham. Esta estructura se halla en la actualidad despojada de la atribulaba efigie que antaño le servía de remate —el Duque de Hierro disfrazado de soldadito de plomo— y no se ha enriquecido con la transacción tanto como habría sido de suponer.3 Hay una vista espléndida de Piccadilly y de Knightsbridge, así como de las mansiones nobles, como las llaman los agentes de la propiedad inmobiliaria, que hay en Grosvenor Place; asimismo, se tiene una acertada idea del generoso espacio que se abre más allá de la vulgar verja de Green Park; sin embargo, exceptuada la impresión de que habría sitio de sobra para algo mejor, no hay en todo esto nada que apele a la imaginación: es en esto semejante al huraño desierto de Trafalgar Square, donde se tiene una idea clara de una gran oportunidad echada a perder.

 

No obstante, en un plácido día de primavera se percibe una expresividad cuya fuente no voy a explicar sino diciendo que la marea del lujo y de la vida alcanza aquí cotas más que considerables. Los edificios son mezquinos, pero el flujo de lo social es por sí mismo monumental, y para cualquier observador que no peque de pura estolidez son más abundantes las sugerencias y las insinuaciones de lo que podría razonar aquí, en cada una de las alargadas y bien distribuidas oleadas del tráfico, que los policías incansables escanden con un ritmo propio tras unirse y separarse al batir durante tantas horas seguidas. Es entonces cuando la gran ciudad en penumbra adquiere brillantez y bondad, cuando la masa del humo se torna un velo de neblina echado por encima de cualquier manera, el aire mismo adquiere la coloración y casi también el aroma que le presta la presencia de la mayor sociedad del mundo, y la mayoría de las cosas que saltan a la vista —o tal vez debiera decir muchas de ellas, ya que es mucho sin duda lo que en Londres resulta morada de la sordidez— se presenta «bien equipado, completo». Todo tiene más o menos lustre, desde los cristales de las ventanas hasta los collares de los perros. Así ha de parecer al menos, con sus mil y una variaciones y calificaciones, a quien se tome la molestia de escrutarlo desde el pescante de un coche de punto, mientras ese vehículo que brinda un punto de vista excepcional, mejor que cualquier palco de la ópera, aviva el paso o se frena con la corriente.

No es sin embargo en el coche de punto donde nos conviene imaginar a nuestro joven puntual, al cual no debemos olvidar ahora que camina con rumbo al sureste, pues le basta con atravesar sólo Hyde Park Corner para encontrar de nuevo su camino entre la hierba. Tengo debilidad por la extensión acogedora y tan familiar, sin árboles apenas, de Green Park, y me agrada el papel amistoso que desempeña cual si fuera una especie de acicate para Piccadilly. Tengo tan gran aprecio por Piccadilly que me siento agradecido a todo el que le preste algún servicio, y nada hay tan digno de agradecimiento como esa panorámica hacia el sur que se nos permite disfrutar nada más dejar a un lado Devonshire House, un trecho de horizonte al que sería difícil hallarle un parangón entre tantos otros lugares predilectos de los hombres, y gracias al cual, en un día de verano, es posible espiar sin que nadie nos vea, entre los fatigados pastos que aparecen en primer plano, y en la media distancia, más allá de las frías chimeneas del palacio de Buckingham y las torres de Westminster y el enjambre bullicioso en la orilla del río y todas las parroquias del sur, el brillo moderno y endurecido que despide el techo de Crystal Palace.

Si Green Park es familiar, aún se percibe algo menos exclusivo en su pendiente, como bien se le podría llamar —ya que literalmente pende por el otro lado—, en los restos del extraño, antiguo, afeado palacio cuya fachada renegrida y en modo alguno elegante mira de plano a St. James’s Street. Este lugar tan popular tiene un gran carácter, pero gozo de entera libertad para confesar que buena parte de su carácter se debe a su proximidad con los alrededores de Westminster. Es un parque amigo de la intimidad, y tal vez sea el rincón más democrático de todo Londres pese a estar en la zona de la realeza, en la zona militar, cerca de toda clase de suntuosas mansiones. Son pocas las horas del día en que un millar de mocosos no anden retozando por él; los desempleados y los ociosos se apiñan en la hierba y se agrupan en los bancos como una hermandad uniformada por la pana grasienta de su atuendo. Si los parques londinenses son los salones y los clubes de los pobres —es decir, de aquellos pobres (reconozco que así se reduce el número) que viven tan cerca que pueden disfrutarlos—, estas praderas en particular, estas callejuelas, seguramente constituyen, por así decir, el salon mismo de los arrabales.

No sé por qué razón, hallándose en una zona de tanta grandeza —grandes torres, grandes nombres, grandes recuerdos; al pie de la abadía, del parlamento, del espléndido fragmento de Whitehall, con las residencias de la soberanía a derecha e izquierda—, los alrededores de Westminster evocan tantas asociaciones de la miseria como del imperio. El vecindario se ha purificado mucho de un tiempo a esta parte, pero aún contiene una variopinta colección de especímenes —aunque en este sentido dista mucho de ser único— propios del elemento más bajo, más negro. El aire siempre me parece que se encuentra más espeso, que sea más denso, y es aquí, más que en cualquier otro rincón, donde se oye a la vieja Inglaterra —el titán jadeante y tiznado de humo en el magnífico poema de Matthew Arnold— respirar hondo y con esfuerzo. De hecho, uno se acerca más a sus heroicos pulmones, si es que tales órganos tienen figuración en la gran edificación de pináculos y contrafuertes en la que parlamenta la nación, a la orilla del río. Pero ese mismo aire denso y consciente juega perpetuamente malas pasadas al ojo de quien mira, tanto que el Foreign Office, tal como se ve desde el puente, muchas veces parece romántico, y la lámina de agua que domina parece poética, lo cual hace pensar más bien en un palacio de la India que se bañe los pies en el Ganges. Si nuestro peatón es capaz de una comparación como ésta, ya no le quedará más que acudir a su trabajo, cuyo lugar ya tiene muy a mano. Habrá llegado desde la esquina más alejada por el noroeste sin pisar otro suelo que la hierba, que era lo que se pretendía demostrar.

V

Tengo la sensación de que empleo un tono rayano casi en la jactancia, y no cabe duda de que la mejor manera de considerar la cuestión consiste en decir sencillamente, sin entrar en la traición de las razones, que en lo que a uno respecta tanto le gusta tal parte como cualquier otra. Éste es un rumbo que no se dejará desatendido sin incurrir en peligros, al menos en la misma medida en que al término de tales profesiones de fe nos hallemos comprometidos a una tolerancia notable de muchas cosas que son deplorables. Londres es desmañado y es brutal, y ha concitado tal cantidad de facetas siniestras de la vida que es casi ridículo hablar de ella como podría hablar un amante de su amada; es casi frívolo dárselas de desconocer sus desfiguraciones y sus crueldades. Es como un ogro poderoso y voraz que devora carne humana, aunque para mí es circunstancia mitigadora —aun cuando quizá no a todo el mundo se lo parezca— el hecho de que sea un ogro de naturaleza también humana. No es con gratuidad ni con indecencia como se llena la andorga, sino sólo por seguir vivo y hacer un trabajo portentoso. No dispone de tiempo para la finura de las discriminaciones, pero a fin de cuentas es de buen natural, tanto como enorme es su cuerpo, y cuando más se planta uno ante él, como se suele decir, mejor se toma la broma que esa actitud reviste. Es sobre todo cuando uno cae de bruces ante el ogro cuando éste lo engulle en un santiamén. Apenas repara en lo que traga, al menos mientras sea lo que le toque, y el menor movimiento a derecha o a izquierda bastará para desviar su masa de una presa a otra. No hay por qué negar que el corazón tiende a endurecerse si uno abunda en su compañía, si bien es un antídoto capital para las tendencias mórbidas del espíritu, y convivir con él y salir con bien es una verdadera educación del temple, una consagración de la filosofía particular de cada cual. Entrega una superficie por la cual en un mundo tan áspero nunca podrá estar uno suficientemente agradecido. Es capaz de arrebatar reputaciones, pero es de los que forman el carácter. A sus víctimas les enseña a que no se anden con miramientos. Y el mayor peligro que corren es que posiblemente aprendan demasiado bien la lección.

A veces resulta pasmoso calibrar qué es lo que miran con cuidado los más curtidos de sus hijos. Son muchos los que presencian sin parpadear los dramas más insonda­bles, y el habla corriente de otros denota una familiaridad espeluznante con el horror. Londres sostiene la teoría de que produce al tiempo que aprecia lo exquisito, pero si uno lo sorprende en flagrante acto de repudiar ambas responsabilidades y lo afronta echándole en cara el defecto concomitante, se limitará a mirarnos con un mero encogimiento de sus hombros colosales, gesto con el cual ya establece con uno una relación privada para siempre jamás. Es como si nos dijera: «¿Piensa de veras tomarme usted tan en serio? Es usted un mentecato sin remedio si no se da cuenta de que yo en el fondo soy un camelo fenomenal.» Responde uno que en el futuro lo tendrá muy presente, pero lo dice con un tono de buen humor, con un punto de ese cinismo que el monstruo nos ha conculcado, pues uno se da cuenta de que, si el monstruo se hace pasar por algo mejor de lo que es, en realidad también logra que uno pase por algo bastante peor de lo que es. Es inmensamente democrático, y eso, no cabe duda, forma parte del modo en que resulta beneficioso para el individuo: le enseña cuál es su «lugar» y se lo enseña mediante una disciplina incomparable, pero al mismo tiempo le priva de toda posible queja al hacerle ver que guarda esa misma respuesta avasalladora para cada vez que vuelva a la carga. Cuando haya aprendido por las duras la lección, podrá disfrutar de la justicia cruel pero infalible mediante la cual, bajo sus ojos, reputaciones y posiciones en otros lugares tenidas en gran estima se reducen a una situación más bien relativa. Son muchas las reputaciones, muchas las posiciones que una eminencia superior pone en su justo punto, y es difícil llegar a ser tan excepcional que no encuentre uno en Londres su justo parangón. Este trato igualitario forma parte de su buen natural, y una de sus zafias coqueterías consiste en fingir que no tiene dentro al equivalente de uno, como cuando se le mete en la cabeza emprender la cacería del león o bien formar un estrecho círculo en torno a un famoso. Sin embargo, este artificio es tan transparente que muy cándido ha de ser el león o muy desconocido el famoso si se han de llevar a engaño. La cuestión es de todo punto subjetiva, como suelen decir los filósofos, y la gran ciudad ante todo cuida de sí misma. Los famosos le resultan convenientes —son una de esas cosas que las personas desean «conocer»—, y las costillas de león, puestas sobre un lecho de hielo, valdrán para alimentar a una familia en tiempo de carestía.

A esto me refiero cuando digo que Londres es democrático. Se puede estar en Londres, cómo no, sin formar parte de él, pero desde el momento en que forma parte de él —y sobre este punto bastará con el propio juicio para formarse una opinión esclarecida—, uno pasa a pertenecer a un cuerpo en el que prevalece por encima de todo una igualdad generalizada. Por exaltado que uno sea, por capaz que llegue a ser, por mucha riqueza que haya amasado, por grande que sea su renombre, son demasiadas las personas que lo son al menos en idéntica medida, tantas que la propia idiosincrasia no las llegará a contar todas. Creo que sólo cuando uno posee belleza es susceptible de destacar por encima del resto, pues por la belleza de una mujer, es notorio desde hace mucho tiempo, Londres se desvivirá hasta el extremo que le parezca preciso. Es cuando sale a la caza de ese león en particular cuando más peligrosa resulta; por otra parte, hay verdaderos momentos en los que uno daría en creer, por lo más querido, que está pensando en lo que pueda dar, no en lo que le sea posible obtener. Las damas más bellas han tenido ya que pagar por creerlo, y seguirán pagando por ello en los tiempos venideros. En conjunto, las personas que menos se llevan a engaño son aquellas que se han permitido creer, por su propio interés, que la pobreza no es ni desgracia ni deshonra. En Londres desde luego no se considera que lo sea, y uno difícilmente podría precisar dónde —en virtud de su difusión— quedaría de un modo más natural exenta de serlo. La posesión de dinero, cómo no, es una ventaja inmensa, pero se trata de algo muy diferente a que la falta de dinero pueda ser un impedimento.

 

De buen talante en tantas cosas a pesar del cinismo de su lengua, y fácil de contentar a pesar del paso endemoniado que lleva, no hay nada en lo que la indulgente generosidad de la ciudad se muestre mejor que en su liberalidad a la hora de considerar las obligaciones de la hospitalidad y en el margen que concede en estas y en otras cuestiones afines. Desea sobre todo entretenerse; no lleva las cuentas con demasiado rigor; no se para en barras en los detalles del tanto por tanto, y si existe alguna posibilidad de que alguien encuentre entretenimiento, o no sabe dónde o no se acuerda o le da lo mismo adónde hayan acudido. Olvida incluso que ella misma haya acudido a tal o cual lugar. En asuntos de ceremonia cede mucho y se toma todas las confianzas, sin perder el tiempo en frases hechas y en rodeos. No cabe duda de que es incontestable que uno de los resultados de su manifiesta incapacidad de pararse a mirar despacio cualquier bagatela y a considerar los detalles es que se ha visto en más de un sentido obligada a rebajar las exigencias harto portentosas de sus modales. Cultiva lo brusco, lo abrupto, pues incluso cuando a uno le propone una cita para cenar con un mes de antelación, la invitación salta como el restallar de una pistola, y aborda sus finalidades no precisamente par quatre chemins. No se las da de atribuir la menor importancia a la lección que se contiene en el poema de Matthew Arnold titulado «El rey enfermo en Bujara»:

Aunque nos llevemos lo que deseamos,

tal vez no nos lo llevemos con ansia.

Londres se lleva lo que quiera con algo más que ansia, y lo arrebata incluso cuando ésa es la única forma que tiene de apropiárselo. Los buenos modales no son sino una sucesión de detalles, y no quiero decir con esto que no los cumpla escrupulosamente cuando tiene tiempo para hacerlo. Muy rara vez, ciertamente, tiene el detalle del… que voulez vous? Tal vez el detalle de escribir billetes es un ejemplo tan bueno como el que más de en qué han ido a parar ciertas de las antiguas tradiciones en sus manos. Vive de los billetes que se escriben, son sus propios latidos, pero aquellos que llevan su propia firma son tan descoyuntados como los balbuceos del delirio, y no tienen en común con el arte epistolar nada más que un timbre en el sobre.

VI

Si no entra Londres en particulares, puede parecer acto de gran presunción haber hecho eso mismo en su nombre, y el lector sin duda dará en pensar que he sido debidamente castigado por haber fallado de un modo mayúsculo en mi enumeración. Desde luego, nada sería más difícil que ponerse a sumar los elementos: la columna sería exageradamente larga. Puede uno haber soñado con la posibilidad de alumbrar con el resplandor del farol —si es que resplandece— cada una de las facetas sucesivas de la gema, pero a fin de cuentas quizá sea éxito más que suficiente que una confusión de brillanteces diversas sea el resultado. No posee uno la alternativa de hablar de Londres en cuanto totalidad, por la sencilla razón de que no existe esa totalidad. Es inconmensurable; los brazos con que se pretenda circundarla nunca llegarán a encontrarse. Es más bien una colección de muchos todos, ¿y de cuál de ellos, me pregunto, no sería importante hablar? Inevitablemente ha de darse una elección, en cuyo caso no sé de ninguna que sea más científica que la que consiste, lisa y llanamente, en dejar al margen aquello por lo que habrá que pedir disculpas. La fealdad, las colonias de grajos, que es como llaman a esas viviendas apiñadas e insalubres, las brutalidades, el aspecto nocturno de muchas de las calles, las tabernas y la hora a la que se despejan antes de que sea preciso cerrar, son tan sólo algunos de los elementos de esta especie, que será preciso contar antes de confeccionar un sumario cordial.

Y no debería sin embargo ir hasta el extremo de decir que es condición de tal cordialidad cerrar los ojos ante la inmensidad de la miseria; al contrario, creo que se debe en parte a que, por ser irremediablemente conscientes de ese oscuro abismo, el aspecto más general del atractivo que la ciudad posee sigue siendo exactamente el que es, el capítulo más extenso de accidentes humanos que existe. No tengo ni idea de cuál podrá ser la evolución futura de un monstruo tan extrañamente cohesionado; desconozco si los pobres prosperarán hasta echar a los ricos o si los ricos echarán a los pobres a golpe de expropiación, o bien si seguirán conviviendo en los términos presentes, imperfectos, en que cohabitan. Lo cierto es que, en cualquier caso, la impresión de sufrimiento forma parte de la vibración general de la ciudad; es una más de las cosas que se entremezclan con otras para conformar ese sonido que es sumamente querido a quien ama consistentemente Londres: el rumor sordo del tremendo molino por el que pasan los seres humanos. Ésta es la nota que, con todas sus modulaciones, le obsesiona y le fascina y le inspira. Y tanto si consigue mantener a raya la desdicha y eliminarla de la imagen que se forma como si falla en el intento, libremente habrá de confesar que la segunda posibilidad no la estropean algunos de sus tintes más crepusculares. Lejos estamos de tener por Londres tan gran aprecio que nos gusten incluso sus defectos: la densa turbiedad de gran parte del invierno, el hollín que escupen las chimeneas y se respira por doquiera, las farolas prendidas a hora temprana, el fosco desdibujarse de las casas, las salpicaduras de los coches a su paso por Oxford Street, o el Strand, en las tardes de diciembre.

Todavía hay algo que me recuerda el embrujo de los niños —la anticipación con que se vive la Navidad, la delicia de un paseo en vacaciones— en el modo en que relucen los escaparates en la niebla. Es como si cada uno de ellos pareciera un pequeño mundo de luz y de calor, y todavía puedo malgastar el tiempo mirándolos con la suciedad de Bloomsbury a un lado y la suciedad aún mayor del Soho al otro. Hay efectos invernales no intrínsecamente dulces, diríase, que de algún modo, en su ausencia, tocan los acordes del recuerdo e incluso la fontana de las lágrimas; por ejemplo, la entrada del British Museum en una tarde de negrura, o el pórtico, cuando hace un tiempo de perros, de uno de los grandes clubes que jalonan Pall Mall. No sabría dar adecuadamente cuenta de la sutil poesía de tales reminiscencias; depende de asociaciones de las que a menudo hemos perdido el hilo. La amplia columnata del Museo, sus alas simétricas, la alta verja de hierro con su basamento de granito, la sensación de las salas brumosas en el interior, en donde se hallan todos los tesoros, son cosas que descuellan con paciencia en medio de sucesivas capas climatológicas que, en vez de darles un aspecto adusto, les infunden una especie de calor de luces rojas en plena tempestad. Creo que el romance de una tarde de invierno en Londres surge en parte del hecho de que, cuando no queda del todo engullida por la negrura, la luz difusa de las farolas adquiere ese matiz de hospitalidad. Tal es la coloración del resplandor interior de los clubes de Pall Mall, que sin lugar a dudas me gustan más cuando la niebla se rezaga en sus monumentales escaleras de entrada.

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