Teoría y análisis de la cultura

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Bibliografía

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*- Michel Bassand, Cultura y regiones de Europa, vol. I, Oikos–Tau/Diputació de Barcelona, Barcelona, 1992, pp. 213–223.

1- Este capítulo se deriva, entre otros, de los trabajos del Coloquio de Interlaken, cf. Rossel; Bassand.

2- V.A., Le complexe de Léonard, J.C. Lattés, París, 1984, p. 226.

3- J.M. Benoît y Ph. Benoît, Décentralisation á l’affiche, Nathan, París, 1989.

4- E. Goffmann, Stigmate, Les Éditions de Minuit, París, 1975.

5- P. Centlivres, Identité régionale. Approche ethnologique, Suisse Romande et Tessine, informe de síntesis. Documentación ciclostilada, Instituto de Etnología, Neuchâtel, 1981, p. 52.

6- M. Halbwachs, La mémoire collective, Presses Universitaires de France, París, 1950, pp. 78–79.

7- Halbwachs, op. cit., p. 132.

8- P. Amphoux, G. Daghini, A. Ducret, D. Joye, M. Bassand, Mémoire collective et urbanisation, IREC–CREPU, Lausana, 1988.

9- Benoît y Benoît, op. cit.,

10- Ibid., p. 29.

11- Idem, p. 137.

12- Id., p. 140.

13- Citas extraídas de una entrevista a un MFM en la revista Zomar, en 1976 (cf. Gonseth y Schulthess). A veces estas palabras están superadas o son exageradas, pero fueron muy significativas de las luchas desarrolladas en los años setenta.

14- Idem.

LA IDENTIDAD NACIONAL COMO IDENTIDAD MÍTICO–REAL (*)

El gran ser de tercer tipo: el Estado–Nación (1)

El Estado de los grandes imperios podía estar a la cabeza de un cuerpo enorme, pero frágil. Los imperios heterogéneos estaban desgarrados por los conflictos internos y dislocados por las agresiones externas. Estos dinosaurios mueren, después de haber aplastado las grandes civilizaciones de las pequeñas ciudades. Pero los estados sabrán tejer pacientemente una sociedad fuertemente integrada y cohesiva: la nación. Han sido necesarias largas gestaciones históricas para llevar a cabo, no sólo mediante procedimientos coactivos y administrativos, sino también mediante intercambios y simbiosis, la integración de particularismos locales e identidades provinciales en un pueblo unificado por la lengua y la cultura, que se reconoce en solidaridad orgánica y se identifica en un Estado nacional.

La nación, a pesar de las servidumbres, divisiones y conflictos de clase que le son intrínsecos, termina por constituir una comunidad mítico–real. De hecho, es considerable la diversidad genética, no sólo entre individuos, sino entre etnias constitutivas de la nación. Pero es la nación misma la que se concretiza en genos mítico, al aparecer como un ser de sustancia a la vez maternal (nutricia, amante, a quien hay que amar) y paternal (encarnando la justa autoridad a respetar) ante sus súbditos que se sienten “hijos” de su “madre–patria”, fraternalmente consagrados a su defensa y gloria.

Así, la entidad de tercer tipo, bajo el rostro de la nación, se convierte en ser, individuo y sujeto que se autotrasciende ante los ojos de sus miembros. Éstos no dejan de ser individuos–sujetos, pero llevan profundamente en su identidad subjetiva su identidad nacional. Nutren con su sabia subjetiva al sujeto que los sujeta y a su vez les devuelve su savia nutricia.

Ciertamente, como veremos, la integración en estos nuevos grandes seres de tercer tipo es muy imperfecta. Se está todavía muy lejos tanto del organismo como del hormiguero. Los conflictos políticos y sociales son endémicos y pueden llegar a la guerra civil e incluso a llamar a una potencia extranjera. Causa estragos la lucha entre individuos, facciones y grupos por apropiarse del gobierno y el control del Estado; la autoridad del Estado siempre parasitada por ambiciones e intereses particulares, no es reconocida por todos como la autoridad del todo. Un formidable hervidero de contiendas, competencias, explotaciones y desórdenes constituye el tejido mismo de la vida social, análoga en esto a la vida ecológica. Las naciones más acabadas están inacabadas, mal acabadas, sometidas a fuerzas eruptivas y dislocadoras. Sin embargo, como lo hemos visto a propósito de los soles, el ser y la organización pueden existir en medio del furor del fuego, de las erupciones y explosiones. Lo hemos visto en los ecosistemas: una entidad viviente puede constituir su unidad en, por y a pesar de una ebullición de desórdenes, conflictos y antagonismos. Y vamos a ver que el componente eco–organizativo es fundamental en nuestras sociedades históricas. Por lo tanto, el desorden social, las luchas y divisiones sociales, la ecología social, no deben ocultarnos lo que se manifestó en su fascinante evidencia a los filósofos e historiadores del siglo XIX: la entidad Estado–Nación se considere bajo el aspecto de Estado o bajo el aspecto de Nación, es un ser viviente.

Michelet había concebido a Francia, muy concreta y profundamente, como una persona: ciertamente, se trata de una metáfora si nos referimos al modelo de la persona humana; pero el término persona cobra sentido si quiere expresar que la nación constituye un individuo–sujeto, no del tipo animal o humano, sino de un tipo original y específico: el tipo societario o tercer tipo.

Renán decía “Una nación es un alma y un principio espiritual”. Esta es una visión mítica si concebimos el alma y el espíritu como entidades autónomas y superiores. Pero expresa una verdad si concebimos a la nación como un ser–máquina–cerebro, cuyo tejido está constituido por las interacciones entre individuos dotados de espíritu–cerebro, y de este modo constituye una gigantesca entidad dotada de la dimensión psíquica. De hecho, una nación se manifiesta a nosotros, sus ciudadanos, bajo la forma de símbolos, representaciones y mitos, es decir, de modo espiritual. Pero este espíritu tiene realidad porque, precisamente, la nación es una realidad hecha de espíritu.

El mito de la nación expresa su ser. Se trata de un mito sincretista pan–tribal y pan–familiar en donde las ideas concretas del territorio, de la tribu y de la fraternidad consanguínea se han extendido a un amplio espacio y a millones de desconocidos, mientras que el arcaico antepasado–tótem es sustituido por la imago de la madre–patria, en donde se funden consustancialmente la autoridad paterna y el amor materno. Observamos de qué modo los constituyentes fundamentales de la identidad egoaltruista, de la inclusión comunitaria y de la afectividad infantil son movilizados para cimentar, concretar y dar cuerpo y vida trascendente a la nación en el espíritu del individuo. Así, ciertamente, y por el hecho de estar formada por nuestras propias sustancias psíquicas, la madre–patria, como todo mito profundo, es más real que la realidad.

 

El mito de la madre–patria puede desembocar lógicamente, pero no necesariamente, en la idea de la “sangre común”, en el horror ante la mezcla con la “sangre extranjera”, y así la nación se constituye en seudoidentidad genética.

La nación es un ser al mismo tiempo antropomorfo, teomorfo y cosmomorfo

La nación es un ser antropomorfo no por la fisiología, sino por el hecho de expresarse en lenguaje humano; resiente las ofensas, conoce el honor y anhela el poder y la gloria. Al mismo tiempo es teomorfa por el culto y la religión que se le dedican. Inmanente en cada uno, posee todas las cualidades humanas. Experimentada como trascendente en cada uno, posee todas las cualidades divinas. Además, tiene en sí algo de cosmomorfa, ya que la nación contiene en sí misma su territorio, sus ciudades, campos, montañas y mares.

Por último, no hay nada sobre la tierra que disponga de una soberanía superior a la nación. Los dioses salvíficos del individuo humano se le han sometido, y sus sacerdotes bendicen los ejércitos nacionales. Las naciones no son solamente seres–sujetos. Se han constituido en sujetos de la historia humana y, como los titanes de los tiempos uránicos, las naciones dominan, con sus terribles enfrentamientos, la escena del mundo.

La nación aparece no sólo como la culminación de un proceso histórico– social, sino también como la culminación metabiológica de un proceso biológico de cientos de millones de años por el que la entidad de tercer grado, en gestación en el universo de los vertebrados, alcanza un fulgurante desarrollo a partir de las sociedades homínidas (nacimiento de la cultura) para llegar a su plenitud en las sociedades históricas. La nación constituye una auto–(geno–feno)–organización que dispone de su propio genos (la cultura, las leyes de Estado) y un ser auto–socio–céntrico dotado de un aparato central que ocupa el lugar del “cómputo”. El Estado–Nación está dotado soberanamente de la individualidad y la calidad de sujeto.

El Ser–Nación es un sujeto amasado con nuestra propia sustancia subjetiva. Es inmanente a cada uno de nosotros, ya que, como los dioses, existe solamente por y en nuestras interacciones comunitarias. Al mismo tiempo, parece dotado, como los dioses, de una existencia trascendente. Hemos proyectado en él nuestros sentimientos filiales de amor y respeto por el padre y la madre, y estamos en una condición de obediencia infantil respecto de la “madre–patria”. En el peligro, se nos conmina a entregarle nuestra vida.

Pero al mismo tiempo algo en nosotros escapa (y resiste), de manera más o menos radical según los individuos y las épocas, a la subordinación. Oscilamos entre la condición del vasallo totalmente devoto y la del rebelde. En medio de ambos, la condición de ciudadano establece un modus vivendi entre el ser societal de tercer tipo y el ciudadano reconocido en sus derechos, pero que supera su egocentrismo en el ejercicio de sus deberes cívicos.

[…]

*- Edgar Morin. Fragmento tomado de La méthode, 2, La vie de la vie, Éditions du Seuil, París, 1980, pp. 248–250. Traducción de Gilberto Giménez.

1- Pido se me disculpe por esbozar tan sumariamente en las líneas siguientes el problema de la nación, cuando se trata, en realidad, de la mayor mancha y ceguera del pensamiento sociológico (que habla siempre de sociedad pero nunca de nación); del pensamiento histórico (que constata la nación pero no inquiere su principio), del pensamiento político (que reconoce la nación sin conocerla) y del pensamiento marxista (que primero desconoce pero luego reconoce la nación sin conocerla). Volveré necesariamente a este problema en el momento de tratar directamente el problema antroposocial, y no en el movimiento en espiral de esta reflexión sobre el tercer tipo de ser viviente.

COMUNIDADES IMAGINADAS (*)

[...]

Desde la Segunda Guerra Mundial, toda revolución exitosa se ha definido a sí misma en términos nacionales —la República Popular de China, la República Socialista de Vietnam, etcétera— y de esta manera se ha cimentado firmemente en un espacio territorial y social heredado del pasado prerrevolucionario. A la inversa, el hecho de que la Unión Soviética comparta con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte la rara distinción de eludir la nacionalidad en su propia denominación, sugiere que esto puede ser tanto el legado del Estado dinástico prenacional del siglo XIX como el signo precursor del orden internacional del siglo XXI. (1)

Eric Hobsbawm está en lo cierto cuando declara: “Los movimientos y estados marxistas han tendido a convertirse en nacionales, no sólo en cuanto a la forma sino también en cuanto a la sustancia, es decir, en nacionalistas. No hay nada que indique que esta tendencia no vaya a continuar”. (2)

Esta tendencia tampoco se limita al mundo socialista. Casi cada año las Naciones Unidas admiten nuevos miembros. Y muchas “viejas naciones”, ya totalmente consolidadas, se encuentran amenazadas dentro de sus propias fronteras por subnacionalismos que, naturalmente, sueñan con desprenderse algún día feliz de ese “sub”. La realidad es bastante simple: el “fin de la era del nacionalismo” por tanto tiempo profetizado, no está ni remotamente a la vista. En efecto, la nacionalidad (nation–ness) es el valor más universalmente legitimado en la vida política de nuestros días.

Pero si bien los hechos están claros, su explicación todavía sigue siendo objeto de una larga disputa. Nación, nacionalidad, nacionalismo: todos se han mostrado como conceptos difíciles de definir y, más aún, de analizar. En contraste con la inmensa influencia ejercida por el nacionalismo en el mundo moderno, es evidente que no existe una teoría suficientemente plausible acerca del mismo. Hugh Seton–Watson, autor del mejor y más completo texto escrito en inglés sobre el nacionalismo, y heredero de una vasta tradición de historiografía y ciencia social liberal, observa tristemente: “De esta manera he llegado a la conclusión de que no se puede divisar ninguna “definición científica” de nación; sin embargo, el fenómeno ha existido y existe”. (3)

Tom Nairn, autor de The Breakup of Britain (La desintegración de Gran Bretaña), y heredero de la seguramente menos vasta tradición de la historiografía y ciencia social marxista, observa cándidamente: “La teoría del nacionalismo representa el gran fracaso histórico del marxismo”. (4)

Pero incluso esta confesión es de alguna manera engañosa, en la medida en que puede interpretarse como si diera a entender el lamentable resultado de una larga y concienzuda búsqueda de claridad teórica. Sería más exacto afirmar que el nacionalismo ha resultado ser una incómoda anomalía para la teoría marxista y, precisamente por eso, ha sido generalmente eludido más que confrontado. ¿Se puede explicar de otra manera el fracaso del propio Marx en explicar el crucial pronombre posesivo en su memorable formulación de 1848: “Por supuesto, el proletariado de cada país debe ajustar cuentas ante todo con su propia burguesía nacional”? (5)

¿Se puede explicar de otro modo el uso por más de un siglo del concepto “burguesía nacional” sin serios intentos de justificar teóricamente la importancia del adjetivo “nacional”? ¿Por qué es teóricamente significativa esta calificación de la burguesía, siendo así que constituye una clase mundial en cuanto definida en términos de relaciones de producción?

El objetivo de este libro es ofrecer algunas sugerencias tentativas para una interpretación más satisfactoria de la “anomalía” del nacionalismo. Mi idea es que en lo concerniente a este tópico, tanto la teoría marxista como la liberal se han degastado en un tardío esfuerzo ptolemaico por “salvar las apariencias”, y se requiere urgentemente una reorientación de la perspectiva en un sentido, por así decirlo, copernicano. Mi punto de partida es que la nacionalidad o, si se prefiere, en vista de los múltiples significados de esta palabra, la nacion–alidad (nation–ness), lo mismo que el nacionalismo, son artefactos culturales de un tipo particular. Para entender esto adecuadamente, necesitamos considerar cuidadosamente cómo han llegado a la existencia histórica, en qué formas han cambiado sus significados a lo largo del tiempo y por qué provocan en nuestros días tan profunda legitimidad emocional.

Intentaré argumentar que la creación de estos artefactos hacia fines del siglo XVIII (6) fue resultado de la destilación espontánea de un complejo entrecruzamiento de fuerzas históricas discretas, pero que, una vez creados, se tornaron “modulares”, es decir, capaces de ser trasplantados, con diversos grados de autoconciencia, en una variedad de terrenos sociales para combinarse y ser combinados con una igualmente amplia variedad de constelaciones políticas e ideológicas. También intentaré demostrar por qué estos peculiares artefactos culturales han despertado adhesiones tan profundas.

Conceptos y definiciones

Antes de abordar las preguntas planteadas anteriormente, parece aconsejable considerar brevemente el concepto de “nación” y ofrecer una definición operativa. Los teóricos del nacionalismo se han sentido perplejos, por no decir irritados, frente a estas tres paradojas: 1) la modernidad objetiva de las naciones desde el punto de vista de los historiadores, versus su antigüedad subjetiva a los ojos de los nacionalistas; 2) la universalidad formal de la nacionalidad como concepto sociocultural —en el mundo moderno todos pueden, deben o habrán de “tener” una nacionalidad, del mismo modo que todos tienen un sexo—, versus la irremediable particularidad de sus manifestaciones concretas, de tal modo que la nacionalidad “griega”, por ejemplo, es sui generis por definición; 3) el poder “político” del nacionalismo versus su pobreza filosófica, e incluso su incoherencia. En otras palabras, a diferencia de otros “ismos”, el nacionalismo nunca ha generado sus propios grandes pensadores: ningún Hobbes, Tocqueville, Marx o Weber. Este “vacío” da lugar fácilmente a cierta condescendencia entre los intelectuales cosmopolitas y multilingües. Como Gertrude Stein frente a Oakland, se puede concluir rápidamente que no hay “ningún allá, allá”. Resulta característico que incluso un estudioso tan simpatizante del nacionalismo como Tom Nairn no pueda menos que escribir lo que sigue: “El ‘nacionalismo’ es la patología del desarrollo moderno de la historia, tan inevitable como la ‘neurosis’ en el individuo, que lleva anexa la misma ambigüedad esencial, con una capacidad incorporada similar de convertirse en demencia, arraigada en los dilemas que produce la incapacidad de enfrentarse al mundo (el equivalente del infantilismo para las sociedades) y en gran parte incurable”. (7)

Una parte de la dificultad radica en la tendencia a hipostasiar inconscientemente la existencia del Nacionalismo con N mayúscula —como se puede hipostasiar, por ejemplo, Edad con E mayúscula en algunas expresiones— para clasificarlo luego como una ideología. (Nótese que si bien todos tienen una edad, Edad es una expresión meramente analítica). Creo que se facilitarían las cosas si se le tratara como un concepto afín al de “clan” y al de “religión”, pero no al de “liberalismo” o “fascismo”.

En sentido antropológico, propongo entonces la siguiente definición de nación: es una comunidad política imaginada, e imaginada como intrínsecamente limitada y soberana.

Es imaginada porque incluso los miembros de la nación más pequeña nunca sabrán mayor cosa de la mayoría de sus conciudadanos, no los conocerán y ni siquiera oirán hablar de ellos; sin embargo, en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión. (8) Renán se refirió a esta imaginación con su habitual sutileza cuando escribió: “Ahora bien, pertenece a la esencia de la nación el que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también el que todos hayan olvidado muchas cosas”. (9) Con cierta ferocidad, Gellner apunta a algo similar cuando afirma: “El nacionalismo no es el despertar de las naciones a la autoconciencia: más bien inventa naciones allí donde no existen”. (10)

 

El trasfondo de esta formulación, no obstante, es que Gellner está tan ansioso por mostrar que el nacionalismo se disfraza bajo falsas pretensiones, que asimila “invención” a “fabricación” y a “falsedad”, en lugar de asimilarla a “imaginación” y “creación”. De este modo, supone la existencia de comunidades “verdaderas” contrapuestas ventajosamente a las naciones. De hecho, todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales donde se da el contacto cara a cara (y quizás también éstas) son imaginadas. Las comunidades deben distinguirse no según el criterio de su falsedad o de su autenticidad, sino según el estilo en que son imaginadas. Los aldeanos javaneses supieron desde siempre que estaban conectados con gente a la que nunca habían visto, pero alguna vez estos vínculos fueron imaginados en términos particularistas, como redes clánicas y clientelísticas que pueden ensancharse indefinidamente. Hasta hace poco la lengua javanesa no disponía de una palabra para significar la abstracción “sociedad”. Hoy en día podemos pensar en la aristocracia francesa del ancien régime como una clase, pero seguramente fue imaginada de esta manera muy tardíamente. (11) A la pregunta “¿quién es el conde de x?”, la respuesta normal no hubiera sido “es un miembro de la aristocracia”, sino “el lord de x”, “el tío del barón de y” o “un cliente del duque de z”.

La nación es imaginada como limitada porque la mayor de ellas, la que cuenta tal vez con mil millones de habitantes, tiene límites finitos aunque elásticos, más allá de los cuales hay otras naciones. Ninguna nación se imagina a sí misma como coextensiva con la humanidad. Ni siquiera los nacionalistas más mesiánicos sueñan con el día en que todos los miembros de la raza humana vengan a unirse a sus naciones del modo en que era posible en algunas épocas, por ejemplo, que los cristianos soñaran en un planeta totalmente cristiano.

La nación se imagina como soberana porque el concepto surgió en una época donde la Ilustración y la Revolución estaban socavando la legitimidad de los reinos dinásticos jerárquicos divinamente regulados. Llegadas a la madurez en una etapa de la historia humana en donde aún los más devotos adherentes de cualquier religión universal tuvieron que confrontarse inevitablemente con el pluralismo viviente de tales religiones y con el alomorfismo entre los reclamos ontológicos de cada fe y su extensión territorial, las naciones sueñan con ser libres y, cuando es bajo la autoridad de Dios, directamente así, sin mediaciones. La garantía y el emblema de esta libertad es el Estado soberano.

Finalmente, es imaginada como una comunidad porque, pese a la actual desigualdad y explotación que pueden prevalecer en cada una de ellas, la nación se concibe siempre, a lo sumo, como una profunda camaradería horizontal. En última instancia es esta fraternidad lo que ha hecho posible en los dos últimos siglos que millones de personas no tanto mataran, sino murieran voluntariamente por estas limitadas imaginaciones.

Tales muertes nos enfrentan abruptamente con el problema central planteado por el nacionalismo: ¿qué es lo que hace que las reducidas imaginaciones de la historia reciente (no más de dos siglos) hayan generado tan colosales sacrificios? Creo que un principio de respuesta se encuentra en las raíces culturales del nacionalismo.

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