Prosas para leer en la silla eléctrica

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Prosas para leer en la silla eléctrica

A Moira Noyores

EL STRIPTEASE DE LO PROHIBIDO

Penétrate de esta idea: el mundo es un montón de basuras. Sobre estas basuras los hombres representan sombras, sobras, cáscaras de huevo, andrajos, restos de zanahoria y col… Entonces nunca más te dejarás sorprender, nunca más llegarás a perder tus ilusiones.

Son frases del poeta Strindberg que parecen escritas en una alcantarilla por un nadaísta alemán. Es que la Belleza se aburría de muerte en los altares oficiales y vino a vivir en los subterráneos, huyendo de esa luz de la realidad donde todo está prostituido. Abajo comparte una fangosa oscuridad que al menos tiene de pura ser auténtica, y donde la salvación es lo de menos.

La Belleza no podía ser indiferente a estas rebeliones que hace ya medio siglo vienen desplazando las viejas verdades del arte por verdades nuevas; y en un sentido menos ambicioso, lo absoluto por lo provisional.

La querida Minerva, diosa de la Sabiduría, de la que fuimos devotos un tiempo, hoy apesta con su mal aliento. Nuestro ateísmo estético exige una deidad menos tiránica que sea capaz de comprender nuestros escepticismos sin condenarnos; una diosa humana, menos severa, en fin, que sea capaz de reírse de su propia divinidad, que tolere, sin hacernos reos de insurrección, el maravilloso crimen del arte libre.

La ciudad moderna ha devenido negación del hombre. Con el arte enfrento esa negatividad que se ha erigido en amenaza y aniquilamiento del espíritu. Hoy todo está hecho y pensado como para sentar al hombre en la Silla Eléctrica. De ahí la protesta de estas prosas.

Si para algunos mi literatura es maldita, yo la bendigo porque es mi vida, es parte de mí mismo en otra dimensión de mi ser, pues para mí es igualmente sagrado el canto que la blasfemia, como ser ateo equivale a creer en Dios con una fe sin esperanza.

Todo en mí es una aventura en busca de lo maravilloso. Yo no invento el arte. El arte sucede en mi carne como el deseo de una mujer. No soy idealista, por fortuna. Mi alma solo alcanza para el amor de este mundo. Me siento orgulloso de estar vivo, de tener alma, sexo, ombligo, lo que para mí es mejor que ser Inmortal.

Resulta que este cuerpo tan calumniado por cierto ascetismo moral es en mí el escenario del milagro. Mi carne es todo lo que soy, lo que tengo, y aunque un día será polvo, será un polvo ya gozado.

No solo el Cielo, también la Tierra tiene sus planetas, y mi cuerpo es un planeta que gira en la órbita de la vida consciente. Vivo con efusión, sin miedo, y solo soy estoico y avaro con la muerte. No me escudo tras una moral, pero no olvido que cierto sentido de la salvación radica en amar con bondad, en ser auténtico, en ser lúcido, en cerrar los ojos al racionalismo del topo para que brille la primavera del mundo: esa estación grata al espíritu que huye de los inviernos de la mente.

Mi literatura no puede prescindir del cuerpo que soy, pues este cuerpo me identifica como espíritu, es mi cédula para hacerme reconocer por el Milagro. ¿Cómo podría despreciarlo sin despreciar en él la esencia de mí mismo como alma?

Como primero fui animal antes de ser Homo sapiens, por eso no me avergüenzan mis pasiones, demos por caso el sexo donde mi ser tuvo origen, y que exalto a la dignidad de un valor, pues el erotismo testimonia en mí no solo mi conciencia de Ser, sino mi gloria de vivir. Lamento que este aprecio metafísico de mis emociones no coincida con la moral estoica de quienes identifican el sexo con el infierno. Por fortuna, carezco de una moral tan diabólica.

Todo en mí sucede naturalmente como proceso de una encarnación. No escribo para quienes tienen miedo de gozar las desnudeces excitantes de la belleza y de la vida, con las cuales el idealismo moral ha hecho mistificaciones estúpidamente sublimes.

Escribo para quienes no temen descubrir en la literatura los secretos fantásticos de la realidad, pues ellos tienen sed de ser y de vivir.

Estas prosas fueron escritas en las alcantarillas de la Era Atómica, y para aquellos que no temen el suplicio, para aquellos que como yo, no están exentos del terror de vivir, y sin ningún remordimiento, sin prejuicios, sin esperanzas, como condenados a muerte, quieran tranquilamente sentarse en la Silla Eléctrica, y leer estás páginas como si lloviera, con inocencia.

Si esta belleza es sombría, no pude evitarlo, porque a la luz del pragmatismo guerrero en que sucede nuestra historia, el arte es tan inútil como la ilusión. Hoy la fuerza está adentro, y afuera está la violencia. Porque esto es así, un poeta ha dicho: “Es preferible estar sobre la hierba que sobre la portada de la revista Time”. No se quién es, ni dónde vive, pero ese poeta es un santo. Como todo lo que es santo, piensa y vive con humildad. Dentro de mil años, cuando el polvo de sus huesos se haya convertido en gasolina, y de su olvido nazca la siempreviva, los turistas planetarios preguntarán por él, y le harán un altar.

Recuerdo que una vez fui pirómano e iconoclasta, y en una hoguera quemé a Zaratustra para ser fiel al profeta del nihilismo. Todavía hoy su última frase resuena en mí como una nostalgia y una promesa: “Debemos dejar de ser hombres que rezan, para ser hombres que bendicen”.

Por eso, mi literatura es para los fervientes, y para aquellos que no temen abrir su corazón al Sésamo de lo Maravilloso. Este libro está exento de impuestos a la Academia y la Moral. Nada hay en él que sea sedante al terror de una literatura sin esperanzas. Tomo mi vida como una droga heroica y la transformo en la más alucinante aventura del Espíritu, de donde no excluyo –porque también soy– ni al gorila ni al santo que se rebelan en mis palabras de hombre.

Aquí empieza el striptease de lo prohibido: ¡entren!

Este libro es mi vida, mi muerte, y también mi Inmortalidad. Nada lo limita, salvo mis propios límites y el Silencio. El Silencio es mi pasión de escritor, una pasión dolorosa, sin duda, pero las palabras de tanto gastarse en la lógica ya no sirven para inventar un sueño. Del sueño ha tomado su desorden y confusión.

Lo escribí acosado por la muerte, por una terrible necesidad de vivir, de apasionarme, para no perecer en el desierto. El pan mata el hambre, pero mi pasión no es el pan sino el paraíso. El agua que sacia apaga el fuego del espíritu, pero mi pasión no es el agua sino la sed.

Juntos mi mujer y yo vimos un jardín devorado por el sol. En su vano clamor de las lluvias, las flores exhiben una belleza trágica, encendida. Oponen a la muerte su único poder: la belleza. Cuando la muerte las vence, han agotado en el combate su energía, la delicada potencia de su ser. En ese instante de sed suprema, de ansia de inmortalidad, la flor se yergue solitaria proclamando su rebelión. En un esfuerzo definitivo, al caer la tarde, antes de marchitarse, luce su amarga belleza al sol, su belleza insumisa, y muere orgullosa con las primeras sombras, tumbas de su ser efímero, cuya vida proclamaba el milagro.

Pero una flor no es un hombre, ni siquiera un pez. Sin embargo, puede ser un símbolo: el de mi existencia como escritor, y el de mi muerte. De la muerte se dice que es tan natural como la vida, y que nada hay que hacer contra el Destino. Yo no veo las cosas con un rigor tan lógico. Siempre confesé un terror sublime por la muerte y por eso me hice escritor: para no morir como mueren las flores. Y me hice escritor no por vocación, sino un día horrible en que dejé la religión por el arte, contra mi voluntad, pero urgido por la salvación. Fue la muerte de Dios lo que me arrojó bruscamente en brazos de la literatura.

Y digo “horrible” porque Dios me había prometido la Inmortalidad, y ahora que moría en mí, o yo en él, me retiraba su promesa. En ese instante el arte me ofreció una conciencia de soledad semejante al exilio, y me acogí a su hospitalidad. El infierno se abría a mis pies, pero se me había dado una brújula para cruzarlo: la libertad. Ya Dios no era responsable de mí, sino yo mismo, y la libertad era una responsabilidad tan pesada como una culpa: con ella podía salvarme o condenarme.

En este punto de mi desilusión empecé a rendir un culto apasionado a la belleza como sustituto del valor divino en mi vida. Urgía de nuevos dioses así fueran mortales como yo, pero que colmaran mi vida de sentido, la irradiaran de una luz trascendente que me restituyera al reino de la conciencia. En esta mutación de mi alma inmortal en alma trágica se me reveló por primera vez mi devoción a la Tierra de la que había vivido separado, y di el salto desde mi soledad metafísica a la solidaridad prometida por el amor al mundo y a sus seres vivientes.

Hoy no me quejo de no ser Inmortal, pues he vivido casi siempre en la infelicidad y avaramente en la dicha. Solo, libre, cantando las glorias del mundo, cruzo el Desierto. Consiento mi vida como un milagro y sobre ella escribo, pues la vida es siempre lo único nuevo bajo el sol. Mi literatura es algo más que palabras: es mi errancia por el silencio. Poeta o eterno de algún modo, en lo alto y en lo profundo de mi muerte, existo, y eso me basta.

EL PEZ ATEO DE TUS SAGRADAS OLAS

Al Cid. A Rose Girasol

I

En mi ciudad de Leteo hubo un terremoto hoy, el más siniestro de toda su historia.

 

Miles murieron bajo las ruinas.

La terrible sacudida duró dos minutos eternos durante los cuales todo se vino abajo, y un arcoíris de polvo y furia oscureció el cielo.

Mi hermano y yo habíamos salido a pescar tortugas al mar, y por eso estamos vivos. Allá oímos que una desgracia había caído sobre la ciudad, hasta pensamos que era la Bomba Atómica, o algo terrible como eso, tal vez un castigo del cielo.

Entonces corrimos a ver qué era, y Leteo había desaparecido: nada quedaba en pie, ni las estatuas, salvo unos árboles que se sacudían sobre la tierra rota. Lo demás era una llanura dantesca de desolación.

Cuando llegamos a la ciudad, ahora en ruinas, los pocos sobrevivientes lloraban, o miraban al cielo sin decir nada. Era como si se hubieran muerto de pie.

De todas partes, como de agujeros, salían gritos desesperados. No era un dolor como es el dolor de siempre. Era algo tan espantoso que yo no puedo describirlo. Creo que no eran gritos salidos de la voz humana, sino de la carne. En todo caso eran aullidos.

Cuando el miedo permitió otra vez pensar, se organizaron brigadas de salvamento y se levantó una tienda bajo el árido y ardiente sol para atender a los heridos.

Uno que parecía alcalde organizó la cosa, aunque dudo que el alcalde estuviera vivo. Lo cierto fue que el señor dividió las ruinas en sectores, y nos asignó uno para cada dos sobrevivientes: tal había sido el desastre.

Mi hermano y yo formamos la Brigada K, del sector 7. Nuestra misión era rescatar heridos de las ruinas y ponerlos a salvo, lejos de los muertos que ya estaban abandonados a su suerte.

Mi hermano y yo, él adelante y yo atrás de la camilla que fabricamos con dos palos y una lona que resistía el peso del tamaño de un herido.

Empezó, pues, una lenta y callada procesión de nuestro sector 7 a la colina, donde se iban amontonando los mutilados, algunos de los cuales agonizaban en el intervalo de dos viajes, y luego morían.

Los otros se retorcían de dolor, se revolcaban espantosamente o llamaban a Dios. Pero nadie quedaba para socorrerlos, y nosotros nada podíamos hacer, o muy poco. ¡Era horrible! No podíamos consolarlos porque otros que también querían vivir nos llamaban en el sector. También para ellos éramos su última esperanza.

Nos pareció que el sol nunca había calentado más fuerte. Era un sol áspero, de hierro. En vista de un sol tan asesino resolvimos quitarnos la ropa y trabajar desnudos. En Leteo todo el mundo estaba desnudo, muerto o desamparado. Era desolador, y nada explicaba por qué no estábamos todos muertos.

Pero la vida es así, una cosa rara que nos eligió para un oficio doloroso.

Mi hermano Alción sí lloraba de vez en cuando al regreso de la colina, cuando su corazón podía darse el desahogo de un sentimiento, o el lujo de un recuerdo. Hasta llamaba a su novia que seguramente ya estaba muerta con su bello cuerpo. Él la amaba.

Yo no lloraba, ni llamaba a nadie. Todo era inútil. Hacía lo que tenía que hacer.

Si Leteo vuelve a existir alguna vez; si la ciudad vuelve a fundarse sobre la nada, nuestros nombres serán registrados en la historia del terremoto, como sobrevivientes y salvadores.

Tengo que confesar que a mí no me importa la tal inmundicia de la gratitud: ni compadezco a la humanidad, ni la odio, ni la amo. Hago lo que tiene que hacer un sobreviviente, sin alegría, sin lágrimas. Eso es todo.

Pienso que otros harían lo mismo que yo, aunque no sé. No espero nada de los hombres, y no soy un santo para que se esperen de mí esas grandes cosas morales como la nobleza y el valor.

Desgraciadamente al caer la tarde, el sol ya se dejaba sentir sobre los muertos descomponiéndolos un tris. Un gas venenoso ascendía al cielo desde las ruinas. Los gritos eran inmensamente desesperados, pero más reducidos, seguramente porque los muertos eran cada vez más, y los vivos menos: cosas de Dios que no mueve una ola, ni tumba una ciudad sin su poderoso consentimiento.

De noche, en plena oscuridad, el rescate fue más difícil, y aunque no se veía nada –la luna era del tamaño de una hoz rusa– nos guiábamos por las lamentaciones.

Remover los escombros que aplastaban los cuerpos era casi imposible. Muchos quedaban allá abandonados para siempre, esperando la muerte, pero enloquecían antes de morir. Era terrible escuchar sus plegarias o sus blasfemias a los dioses o al Destino, pues para todos, según su fe, había desesperación y consuelo.

Muertos en vida, o condenados a morir con los ojos abiertos, bajo la bóveda de aquel cielo estrellado, ya purificado de polvo, nítido y azul: un hermoso cielo de verano, pero de una cruel belleza para los que iban a morir y lo veían por última vez. Creo que la belleza de ese cielo los enloquecía.

Sería media noche cuando nos ofrecimos un merecido descanso restaurador, pues estábamos agotados. Yo me tiré boca arriba sobre la hierba, lejos de los heridos para no oír sus malditos quejidos.

A pesar de la desgracia que se extendía a mis pies, el cielo me pareció bello y turbador, y en las claras estrellas identifiqué mi loco amor por la vida, y me sentí feliz. Lo que había de pureza en el mundo estaba allá arriba, en el firmamento, goteando una luz espléndida sobre el afligido cementerio de la ciudad.

Alción estaba tan desesperado que no sentía cansancio y fue a buscar a su novia, o lo que quedaba de ella, adivinando el sector donde vivía, cosa imposible de saber porque nada había quedado en su sitio: los rascacielos estaban patas arriba; la ciudad había sido arrancada de raíz, y lo que antes estaba en un extremo, ahora podía estar en otro.

Por eso no me preocupé de buscar a mis padres, aunque sí pensaba en la posibilidad de que mi gato Ternura estuviera herido y me necesitara. Pero yo estaba muy cansado para buscarlo. Tal vez mañana él vendría a mí por su cuenta.

Cuando Alción regresó sin saber nada de su novia, ni un quejido siquiera, yo me había sumido en un éxtasis con el endito cielo estrellado, y qué furioso me puse cuando Alción llegó desilusionado y loco de pena, arrojando lágrimas como una dolorosa, o cosa semejante a lloronas, quebrando el sortilegio de mi contemplación nirvánica que era la antesala del cielo místico donde la Santa Nada ya abría sus puertas para ponerme en comunicación con el misterio.

No tuve más remedio que volver a mi ingrato oficio de sepulturero, yendo y viniendo entre gemidos, lágrimas y demencia, y un amotinado olor de tumba abierta.

Al fin se derramó un alba fresca como un loto, y salió el sol. Con los primeros rayos me sumergí en el sueño para no ver aquello macabro que el sol iba a calentar, y también porque estaba cansado hasta la muerte.

Así que decidí dormir, y ni siquiera me preocupé por buscar a Ternura. Ya que el diablo se había llevado a Leteo, que se llevara también a mi gato, aunque Dios sabe cuánto lo quiero, o quería, si por desgracia está muerto.

A mediodía recibí en pleno rostro una bofetada, que me despertó: una ola de calor intenso extendía por la ciudad un hosco olor de corrupción. Todo estaba podrido, hasta el cielo puro. En el aire caliente y pegajoso zumbaban enjambres de moscas, como nubes infectas que amenazaban caer sobre la ciudad y devorarla.

Miles de cuervos migratorios surcaban el cielo y se arrojaban con sus picos filudos consagrándose a una horrenda rapiña, sin que nadie los espantara.

Todos estábamos ocupados con los vivos, o con los medio vivos. Los muertos no importaban, y tal vez quedaban mejor digeridos en el vientre de los cuervos que olvidados a la furia del sol, pues este los pudría sin hacerlos desaparecer.

Y fue a causa del sol que el aire se hizo pestilente. Un vaho de putrefacción tapó el horizonte, y cayó la peste al tercer día sobre los intestinos desparramados de la ciudad.

La primera víctima de la epidemia fue abatida en la Brigada J, del sector 6. Era una mujer. Había caído en convulsiones, arrojó una baba morada, y luego se quedó quieta.

Su compañero nos dio la noticia. No parecía tener miedo de la peste. Su voz era triste, pero serena. Quizás no le importaba morir, pues el corazón humano se endurece en el contacto con un dolor tan bruto. Seguramente ya no creía que la muerte era una desgracia. Yo no pensaba lo mismo. Si era verdad que la peste había llegado, pronto estaríamos todos muertos, y esto me asustó como el demonio.

Desde ese momento algo cambió en mí, no sé qué, mi feroz instinto de vivir.

A partir de entonces nuestra misión era mortal, equivalente al suicidio. Porque nosotros teníamos que remover los muertos en busca de los que aún tenían fuerzas para el dolor, y así no podíamos escapar a la contaminación.

Mi hermano calculó en cien los que aún podíamos rescatar para la vida. De regreso de la colina me detuve y solté la camilla que hirió a mi hermano en el tobillo. Me senté en el pasto seco, mudo como una roca, y medité.

Mi hermano chilló por el dolor, y me insultó porque yo era un exacto y cochino bruto, pero luego me divisó allí muy abatido y sudando perlas como un condenado, y me preguntó con ternura si al fin me había conquistado la maldita peste bajo su protección.

No contesté.

Mi hermano miró al sector con sombría desesperación, pensando en las víctimas que pedían socorro con gritos miserables o aullidos.

Finalmente se enfureció con mi lejanía, y me instó a patadas a que marcháramos, pero no me moví. Entonces me definió como un bárbaro sin corazón que me dedicaba al ensueño mientras otros esperaban aplastados o muertos, y declaró que Nuestro Señor Jesucristo me castigaría por mi impiedad.

—Me voy, no quiero morir.

—¿No estás oyendo los gritos?

—Sí, los oigo, no es culpa mía, que los salve el cielo. Yo me largo.

—Piensa que cien vidas dependen de ti, piénsalo dos veces.

—Solo mi vida existe. No la quiero perder por nada.

—¿Es que cien te parecen nada, maldito degenerado?

Me precipité en la ruta que va a las montañas, allá donde el aire es puro y azul el horizonte. Escalé la colina en minutos huyendo de Alción que me perseguía con un garrote para matarme, pero yo trepaba como un rayo, veloz como el remordimiento tras la culpa.

Como era imposible alcanzarme, Alción desistió y se puso a maldecir con los puños, invocando la ira del cielo, calificándome de hijo de perra, desalmado y otras inmundicias que me traía el viento apestoso de Leteo.

Lo último que oí fue una maldición que me perseguiría hasta la muerte, y que se convertiría en el signo de mi predestinación:

—¡No vuelvas a Leteo, maldito bastardo, porque te convertirás en un pez!

Luego me alejé hasta perder el eco fraternal de un amargo llanto de dolor, ira o desamparo. En todo caso no me importó que llorara, ni que se lo tragara la tierra. Allá él. Mi deserción me llevaría lejos de la angustia y la cólera, hacia las regiones puras del sol, hacia la vida.

El sol estaba en su fina, muy agobiador, y el aire seguía saturado de corrupción. Coroné la colina y me hundí en una torrentera de montañas donde el mundo parecía terminar en un abismo. Pero el mundo empezaba por todas partes donde el sol nacía, y más allá del crepúsculo estaba la noche cósmica con sus vientos, el canto de los pájaros y la soledad eterna de las piedras.

Ya era de noche cuando escalé la cima más alta, de donde se divisaba un Leteo remoto que semejaba la camisa rota de un fusilado. Respiré sobre una roca un aire sin lamentaciones, sin hedor, y claro de luna.

Como ya podía estar contaminado me hundí en una laguna de aguas bucólicas donde la luna rielaba sobre unos lotos, y bañaba de oro el corazón de la noche misteriosa.

Unos pájaros modularon cantos enigmáticos, y estremecieron la oscuridad con aletazos que desplumaban al vuelo la dorada luz lunar. Mi corazón latía con una dicha cruel y violenta.

Me sentí solo y feliz como Dios.

Una nube errante tapó el disco de la luna. Unas aves apocalípticas aprovecharon la pausa de negrura para emitir extraños cantos desapacibles, que tal vez eran cantos felices en su corazón de pájaros nocturnos.

Escalé un árbol de madroños y calmé el hambre y la sed. Entre las ramas me sentí a salvo de todo lo misterioso y fugitivo que encierra la noche, no solo de las almas de Leteo vagando vengativas, sino del viento oscuro y de los formidables aleteos de los avestruces del cielo.

Ahora que estaba solo, exiliado de una humanidad en la que ya no había sitio para mí, el gran bastardo sin porvenir y sin Dios, ahora entonces empecé a sentirme hijo del sol, alma del viento, fruto del Árbol de la Vida, sueño y olvido…

 

El sol de la mañana doró mi cuerpo y mi sonrisa, desnudo y enlazado a las ramas como un mico. Entonces comprendí que mi reino era ese, el reino puro y verde de los seres sin pensamiento, un átomo de luz en la radiante energía del Cosmos.

Noté que mi sexo se puso tenso por la alegría de mi alma, y mi alma se estremeció con la dicha salvaje de mi cuerpo, cuyas ondas hacían crujir las ramas con la marea de la plenitud. Una colmena de angelitas suspendida en lo alto chorreó unas gotas de miel.

Ya sin conciencia y sin remordimientos, olvidé la triste historia de Leteo, apestada y vencida por la muerte, como una miserable ciudad de la Humanidad.

Más allá del horizonte me esperaban las ciudades del sol. Evidentemente no se trataba de números: uno contra cien. Se trataba, eso sí, de mi vida en el tiempo, y del tiempo en la misteriosa eternidad.

Descendí del árbol y eché una mirada al pasado. Luego me alejé sin nostalgias, sin esperanzas, ¡hacia la tierra que amaba!

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?