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ESTA MUJER INOLVIDABLE

A Fanny le gustaría que la olvidaran, que la dejaran hacer sus cosas en silencio, sin bulla, sin ostentación. Pero desgraciadamente, ella es inolvidable. Por ejemplo, en su estatura, a la que hay que llegar en ascensor, o como llegó el inspirado aeda Camacho Ramírez, quien para poderla admirar tuvo que hacerle el poema más largo y más caro de la literatura colombiana (“La vida pública”). O como Nereo, que para retratarla de cuerpo entero se tuvo que subir en el trípode. O como yo, que para llegar al hombro de Fanny me encaramé sobre mi complejo de superioridad.

Esto en cuanto a cantidad, porque en cuanto a calidad… Hace años estaba por escribirle a Fanny algo que ella se merece como mujer, como artista, y como Festival. Cada año me lo proponía y cada año fracasaba. La razón de este fracaso me parece radica en que Fanny se volvió un mito, una institución, un fenómeno colectivo, una peste sagrada. Eso me desalentaba: que ya no era una persona sino un símbolo, una maravillosa abstracción, algo como don Quijote, don Juan o nuestro Señor Jesucristo. Por esa misma razón de símbolos de la humanidad nunca he podido escribir sobre estos tres señores.

Sin embargo, este año he perdido la inhibición por una causa: resulta que ella me ha hecho víctima de una hecatombe de amistosos afectos y homenajes, y yo me sentía muy idiota para agradecerle todo eso indecible con algo tan estúpido como un artículo. Cada año yo era el invitado infalible del Festival de Fanny en Cali, y me había acostumbrado a él como a una primavera después de agotarme un año en los atroces inviernos de la mente. Esperaba junio con la excitación de unas bodas, con un anhelo vehemente de resurrección. Cali y el Festival eran para mí como una medalla al guerrero y al mártir. Nada más ideal para mi hedonismo estético: las mujeres más bellas, el sol más luz, la cultura más viva, la amistad más devota, y la pandilla genial del nadaísmo caleño.

Ahora la pobre Fanny me escribe con lágrimas que este año suprimieron las “invitaciones de honor”, lo que significa que los intelectuales de honor caímos en desgracia. Pero como Fanny es invencible, amenaza que de todos modos se comprará un pasaje de honor con su sueldo de actriz para que yo vaya, y que mi dormida no es problema pues ella se piensa ir para el sofá para que yo ocupe su lugar en el rincón del señor director Pedro I. Martínez. Una idea muy cariñosa y surrealista que por supuesto debe tener a su desapacible marido tramitando el divorcio.

Este año, pues, el Festival de Fanny en Cali no me invitará, supongo que por estas tres razones:

a) Porque los azucareros se pusieron muy amargos con el hecho de que los nadaístas nos ganamos el año pasado todos los concursos de literatura: Fanny Buitrago, El Monje Loco y yo (J. Mario quedó fuera de concurso, pero se resignó con dos pecas y una trenza de Raquel Jodorowsky, lo otro no nos consta).

b) Porque algún mercenario de linotipo dijo que los nadaístas éramos “una caterva de piojosos y comuñangas” (y los caleños como que se están muriendo de miedo con la dictadura de la imbecilidad despatriada).

c) Porque yo declaré en un reportaje que en mi concepto lo mejor del Festival era la comida del Aristi (lo cual es cierto si se tiene en cuenta que mi salario de escritor nadaísta solo alcanza para dos píldoras de vitamina y un par de huevos fritos al día, hasta que aterrizo en “Cali Puerto” harto de literatura y más descarnado que una virtud).

Pero por Dios, ¿por qué los intelectuales caleños no tienen un poco de humor y toman las cosas a lo trágico, como si mi par de huevos fritos fueran los suyos? Por eso la noticia de Fanny me cayó como una patada en… En fin, en la cacerola. En vista de mi posible y trágica ausencia, J. Mario, Elmo, Alcántara, Norman Mejía y Melchor decidieron aprovechar el verano de junio y las muchedumbres del V Festival para facturar un modestico –pero a la medida de nuestro genio– Primer Festival de Arte de Vanguardia, con sede en la Galería La Nacional. Este festivalito será algo así como el hijo natural pero revoltoso del acaudalado y tradicional gran Festival de Cali, lo que equivale a los refranes populares de lo que abunda no sobra, y al que no quiere caldo se le dan dos tazas.

En vista de lo cual los nadaístas caleños me ofrecen una noche de gloria para que turbe el orden público poético de La Sultana con una conferencia que ya titulé “El striptease de lo prohibido”.

No vacilé en aceptar pensando en Cali, en sus masas burguesas y obreras ávidas de cultura, en las caleñas, en cambiar mis zapatos rotos por otros de cortesía donde Alonso, y en última instancia en mi modesto aporte al arte de vanguardia (o a la barbarie, según se mire).

Todo esto me parece magnífico y solo tendré nostalgia de los desayunos a domicilio a las tres de la tarde en el Hotel Aristi, con papaya, dos jugos de naranja (¡oh, Maiakovsky, tu hijo tiene incendio en el corazón, decid a los bomberos que suban al corazón ardiendo con un par de caricias, que yo arrancaré a mis ojos toneles de lágrimas!). Y, en fin, todo lo demás, sin olvidar las hostias sacramentales para devolver a mi alma su respectivo, ebrio y trasnochado cuerpo, quiero decir, los dos Alka-Seltzer de rigor. Allá me sentía poeta excéntrico y millonario cuando aparecía un carrito que rodaba hasta mi cabecera, lo que me hacía sentir muy embarazado, o mejor dicho como en dieta. El mesero me daba las “Buenas tardes, ilustre poeta” y me dejaba con el suculento desayuno. Pero yo lo llamaba y le decía: “Maître, voilà votre pouvoir, vous êtes très aimable, merci”. Esto me salía en un impecable francés de Marsellesa, pero en caleño era más o menos esto: “Oiga, vea, compañero, agarre este pesito de propina, y que Dios lo bendiga”.

Bueno, ya no habrá jugo de naranja a domicilio, ni chateaubriand, ni francés a la Marsellesa. Que todo sea por el festivalito de vanguardia, tan proletario él.

J. Mario, para animarme, me dice que puedo ir a dormir al barrio popular en la casa de Elmo Valencia, que no me preocupe, pues hay buses hasta las diez y media, pero que de todas maneras: “Profeta, vente como puedas, en bicicleta, como sea, las chicas preguntan por ti, preguntan por el beso anual de tu autógrafo desvalorizado, y, como si fuera poco, las chinches de La Casa del Viajero enviaron a la sede de este Festival (el de vanguardia) una comisión de alto nivel a preguntar si este año iban a tener el placer de hospedarte, de chuparte, y se volvieron locas, se alzaron la bata, se volvieron nadaístas con la noticia de tu venida. Pero, por favor, te mandan a decir que no escribas con sangre tu conferencia como predica Nietzsche porque entonces qué decepción. ¿No te parece maravilloso, Profeta maravilloso? Desde ya entrarnos en huelga de hambre para esperarte, para abrazarte, para devorarte” (Fdo. Las Pulgas).

¿Qué más podía decir sino que sí? Pues con tal de ir a Cali, voy como poeta o como boxeador, y sería hasta capaz de arriesgar mi integridad de escritor de peso pluma con Cassius Clay. Incluso, hacer cola en el paradero de buses del barrio popular para ir a dormir con Elmo Valencia (lo que por desgracia es lo que va a suceder).

LOS NADAÍSTAS SE DIVIERTEN EN JUANCHITO

La anécdota más pintoresca del pasado IV Festival nos sucedió en Juanchito, un bailadero sobre el río Cauca. Estábamos los nadaístas con la poeta peruana1 Raquel Jodorowsky, completamente peludos, felices y borrachos. Hacíamos un alboroto de mil demonios. Elmo se reía frenéticamente como un chachachá, trepidaba como una locomotora enseñando los primeros gateos del twist a J. Mario. En una mesa vecina dos parejas nos contemplaban con cara desafiante, haciéndonos sentir la adiposa sensación de que les caíamos “gordos”. Era una tensión insoportable. Al fin uno de los tipos me llamó, era muy fornido. Yo pensé que iba a hacer bronca, y aunque los nadaístas no presumimos de machos, me armé de valor, me encomendé a las ánimas, y me levanté.

—A la orden –dije con la voz más viril que pude.

—Oiga, amigazo –dijo el negrote sin esfuerzo, con una voz que sonaba a trompada–, perdone una pregunta.

—Diga –dije secamente para que no me adivinara el temblequeo.

—Perdone la indiscreta… ¿Ustedes son Los Chaparrines?

Quedé desconcertado. Yo no sabía qué diablos o qué cosas eran Los Chaparrines, ni si ser eso era bueno o malo. Me resbalé en el terror. De pronto recordé que algo semejante había oído en la radio, imaginé que serían cantantes. Mientras meditaba una respuesta adecuada, pensé que tal vez a los tipos les agradaría que nosotros fuéramos Los Chaparrines, con lo cual quedaría cancelado el lío. Hice un tanteo y pregunté:

—¿Por qué creen que somos Los Chaparrines?

—Bueno, vea, ustedes son raros, ese pelero, y cómo se ríen de sabroso.

Entonces se me ocurrió una idea genial:

—Desgraciadamente no somos Los Chaparrines, esos son otros, pero nosotros también somos artistas.

—¿Son cantantes?

—No, escritores.

—¿Escritores? Ah, qué “chévery”… Pero ustedes no son de este lado. ¿Son extranjeros?

—Bueno, sí, la señorita de trenzas es peruana; estamos aquí invitados por el Festival de Arte de Cali.

—Hombre, vea –explicó el negrazo a sus camaradas–, estos artistas “cheverengos” son invitados del Festival de Cali, vienen de las Europas.

—Oye, vea –dice el otro camarada–, ¿y cómo se sienten “vacilando” el ambiente, están contentos?

—Sí, felices, estamos locos, ya lo ven…

Mientras le explicaba que Raquel era un genio, una bruja, y que mañana íbamos a dictar conferencias en La Tertulia, me hicieron tomar dos tragos, di las gracias y me despedí. Enviaron conmigo saludos a los artistas del Festival, y que la próxima tanda era por su cuenta, “porque en Cali la movida es chévery”. Lo cual nadie lo discute, ni siquiera un nadaísta cuando los areneros del Cauca lo confunden con un Chaparrín.

 

LA PROCLAMA

¡Poetas…, artistas…, nadaístas…! ¡Busquen al agiotista…, empeñen el honor…, hipotequen la conciencia…, escriban un soneto, un cuento comprometido, una radionovela Palmolive, gánense el Premio Esso! ¡Todos los medios son lícitos para ir a Cali! ¡El Festival de Arte nos hará olvidar nuestra mala literatura pasada!

¡Compatriotas! Si se quieren sentir orgullosos de ser colombianos, si quieren tener idea de lo que es una patria con majestad, con cultura y con un gran pueblo, vayan a Cali y verán que Colombia puede ser, que Colombia es la mejor de las patrias posibles.

Y si se aburren, yo pago sus gastos con mi cabeza. De todos modos, yo siempre pierdo la cabeza en Cali, y hasta el corazón. ¡Felizmente!

Cromos, n.° 2.494, pp. 10-13. Bogotá, 28 de junio de 1965.

EL CHOCÓ

Fui al Chocó y me quedé como buscando dioses. Para un psicópata que no cree en el psicoanálisis, el Chocó es la tierra prometida. Luego de aterrizar en un potrero y pasar una noche de tormentas en la selva, llegué a Quibdó, capital de este paraíso tropical.

Desde mi cuarto, de día, veo un sol áspero mojado de lluvia. De noche, un jardín de estrellas, cantos salvajes, y el Atrato, río para soñar.

Allá lejos donde se pierde la mirada y empieza la otra orilla, el infinito es verde: ¡su majestad la selva! Al borde de esta selva se detuvo la civilización. Lo que sigue es leyenda, magia negra, restos de un paraíso perdido. Los indios detestan la carne humana, igual la blanca que la negra, y ni siquiera se comen a los misioneros. Ignoro si la ciencia conoce los peligros que oculta esta selva tenebrosa, pero una imaginación cobarde puede suponer sus terrores.

Olvidé cuántas horas duró el vuelo. Solo recuerdo un mar verde sin orillas, y un zancudo de aluminio que navega por un cielo de tormentas, entre nubes densas y electrizadas como hongos atómicos. La nave corcovea como un potro, el tiempo deja de contar, la carne se paraliza de miedo, uno está suspendido en la eternidad.

Si eres religioso, te aconsejo reces el “Yo Pecador”, pues sientes que la hora de tu muerte ha llegado. Si eres panteísta, abrázate al dios de las tormentas y espera un milagro del azar. Si estás enamorado, piensa en las dulzuras del amor, evoca su rostro, y una voz de tu carne se subleva, te recuerda que la vida es bella, y que es imposible morir. Pero si no crees en nada, lo más seguro es que te lleve el diablo. Para no perecer en este pánico irracional, hay que tener fe en algo, en lo que sea. La gloria en aquel cielo de temblores se resume en un deseo humilde: volver a ser un peatón.

Si he de creer a los brujos viviré una larga vida. Pero si creo en mi “estrella”, mi destino se confunde con la tragedia. Soy supersticioso. Sobre la selva nos abatió la tempestad. En El Dorado había jugado a mi muerte despidiéndome de Sandra, autorizándola para que reclamara mi calavera y se fabricara un cenicero de recuerdo. Ya en el aire, en aquel cielo electrizado, me arrepentí. Esa nota era un presagio, y las leyes ciegas del cielo nos iban a precipitar en la nada. El frágil zancudo de aluminio giraba como un pájaro loco sacudido por el viento. Pasaron horas. Al fin, mareados y aterrados, descendimos en picada a ras de árboles corpulentos y aterrizamos en un potrero: era el fin del mundo. Pero me alegré de que el fin del mundo fuera de barro. Con el puño borré el vapor que empañaba la ventanilla, y miré al exterior: selva, lluvia, un rancho de paja. Mi cuerpo se sacudía de escalofrío y esperanza. Los pasajeros negros evacuaron el avión. Sequé frías gotas de sudor que rodaban por la nuca. Luego salió de la cabina un capitán con cara de entierro. ¿Capitán eso? A lo sumo un sargento. Juro que no tenía aires de capitán, quiero decir, esa dignidad limpia y orgullosa que exhiben los que comandan grandes naves continentales. Este parecía irritado y sucio como un chofer de bus. Pero yo estaba tan feliz de llegar a tierra con vida que sentí el impulso incontenible de arrodillarme y besarle la mano. Solo dije: “Espantoso vuelo, señor capitán”. Él dijo: “Maldita lluvia, cerró los aeropuertos del litoral, no quedaba sino este potrero infeliz”.

—Entonces, ¿esto no es Quibdó?

—Es Condoto, la selva, aquí se muere un payaso.

Se me escapó una maldición, me recosté en la silla desamparado; eran las cuatro de la tarde. Como nada había qué hacer, salvo esperar, me dormí. A las cinco desperté sofocado. La chatarra ardía con un calor sucio, pegajoso: me sentí asado como un pez. Quería fumar. Salí a buscar un cigarrillo. La lluvia chapoteaba en los charcos del potrero, salté sobre el barro hacia la choza.

Los pasajeros apretados en un banco miraban caer la lluvia con ojos vacíos, melancólicos. Ya no protestaban ni esperaban nada. Todo era inútil. Daban la impresión de haberse reunido para un entierro. Pero ¿protestar contra quién? El Chocó era así, una fatalidad cósmica. Ellos habían nacido en la fatalidad y aceptaban su destino. Pero yo, desintegrado por el miedo y la cólera, era arrojado en los brazos de una aventura andrajosa, arrastrado por aquel viento de negritud.

En la oficinita, un mecánico con cara de gorila aporreaba mensajes en clave sobre máquinas mohosas. Creo que pedía socorro. El capitán, sentado a su lado en un cajón, lo contemplaba con angustia resignada. Eran mensajes para Quibdó, Buenaventura, Bahía de Solano, pidiendo pista para nuestra nave. Nadie contestó. Por último, el potrero se cubrió con una niebla de ceniza y el avión desapareció bajo un sudario. Era el fin.

Caía la noche. Nadie hablaba. Lo terrible era la mirada. En todas partes la selva, y sobre la selva la lluvia. Cuando la mirada intentaba volverse humana, fracasaba. Los rostros eran mudos como piedras, prisioneros. Pero no prisioneros vivos que esperan la libertad, el día, el cuerpo de la amada. Perdidos entre la lluvia y la selva, estábamos muertos.

Para no enloquecer escapé entre los árboles. Un guayabo ofrecía sus frutos verdes. Salté para tomar uno, pero fracasé. Por fortuna bajé la mirada a la raíz antes de trepar, y allí esperaba enroscada una fatídica cascabel con su venenosa bienvenida. La aplasté con un palo y volví a la “prisión”.

Más tarde frenó con gran estrépito de latas un trasto de carro y se llevó al capitán por un camino fangoso que se internaba en la selva rumbo a Andagoya, a un campamento extranjero que explota las minas de platino. Esto significaba noche de whisky, jazz, carne de diablo, revista Playboy, y colchón de plumas.

Pregunté al cara de gorila si podía poner un mensaje postal. Dijo que sí, pero advirtió que se iría en el mismo avión en que viajaba. Me era igual que se demorara la eternidad, lo que importaba era que alguien en alguna parte pensara en mí. Toda mi nostalgia era para el cuerpo de Sandra. Fui al guayabo y recuperé la cascabel. Sobre una envoltura de cigarrillos escribí: “Te mando un ‘cascabel’ de besos”. Metí la nota y el bicho en un sobre y lo dirigí a Sandra.

“Magnífico –pensé con alegre venganza–, mañana amanecerá podrida”.

Media hora después regresó la chatarra y nos ordenaron meternos dentro como en una tumba. Arrancó estrepitosamente, rodando por una trocha sinuosa rumbo a la noche por entre el diluvio, ladeándose, saltando, estrujándonos como queriendo vomitarnos de aquel vientre pestilente, hediondo a gasolina y a tripas que reventaban de hambre.

Para consolarnos, el chofer de la maniobra dijo que íbamos a dormir en Condoto. Diez minutos después el cacharro se atascó, patinó en el barro, y allí se quedó. Por lo cual saltamos, hundimos los pies en el arroyo, nos arrastramos en la oscuridad rumbo a lo que fuera, pues si lo que habría más allá del barro y el diluvio se llamaba Condoto, eso tenía que ser el infierno.

Una calleja enfangada por entre tinieblas y ranchos de paja nos condujo al infierno. Los negros se habían despojado de zapatos y pantalones para no embarrarlos. A la luz de los faroles aquello parecía una macabra procesión de fantasmas resucitados de la esclavitud. Escampamos en una tienda donde oscilaban mechas de petróleo. Con un aguardiente y un tabaco me volvió el gusto de vivir. Un negrito vino y me ofreció negritas para pasar la noche, pero yo no era impaciente y además estaba embarrado como un cerdo.

Los negros habían hecho mesas redondas y hablaban de política. Con la lengua desatada por el aguardiente empezaron a alborotar, me invitaron a participar en su cháchara, pero esto me parecía un sacrilegio en plena selva. Uno de ellos, lector de Platón, el que más eructaba imbecilidades, citó una frase de La República en tono oratorio, con la cual se postuló de candidato a redentor de aquella mísera negritud.

Sentí horror de estos intelectuales de la selva, pagué mis copas y furtivamente me deslicé en la oscuridad. En alguna parte del caserío ardía una llama, y entré. Con un vaso de aguardiente en la mano contemplé el paisaje: selva, lluvia, el rugiente río Condoto. Tenía la sensación de que el mundo no existía, que solo existían las tinieblas, que yo mismo era una molécula de oscuridad perdida en la noche. Me hundí en ese éxtasis feliz de no-ser, y bebí…, bebí…, be… bí…

Una luz tísica desnudó el rostro anegado de Condoto y amaneció. El alba liberaba el caserío de las frías tinieblas: ranchos miserables, calles enfangadas, rostros silentes, harapientos. Una raza oprimida que sigue fiel a la esclavitud por la miseria y esa naturaleza hosca e insumisa que parece no tener más sentido que tiranizar a los hombres por toda la eternidad.

La iglesia era una tumba helada, desapacible: muros leprosos corroídos por la feroz humedad. Pobre Dios, con denado a morir entre aquellos muros. No templo sino caverna o prisión. Cautivo en aquel desierto de soledad inhumana, testigo de una raza oprimida, envilecida por el sufrimiento. Para aquella raza no vi salvación posible, pues allí, a causa de un dolor tan bruto, no hay conciencia de vida y los hombres sin esperanzas en este inframundo hacen su propia extinción.

Busqué a Dios entre esos muros tétricos, mas no lo encontré. Es posible que, loco de piedad, desesperado de sí mismo y de la Redención, haya decidido abandonar a Condoto en manos del demonio. Y si fue así, pienso que el diablo, arrepentido y sin ambiciones sobre aquellas almas piadosas, se convirtió en el más devoto feligrés para rogar a Dios que lo mandara de nuevo a los infiernos.

Luego de un frugal desayuno callejero, el jefe de la maniobra pregonó la partida. Había madrugado a rescatar la chatarra del barro. Subimos a la jaula como reses y, rumiando los recuerdos de la noche, volvimos al potrero.

Sol avaro y neblinoso, aún caía sobre la selva una llovizna inclemente. El capitán calentó los motores, bramaron las hélices, las llantas chapotearon en el barro, se arrastraron penosamente, y la nave remontó un cielo melancólico entre nubes diseminadas rumbo a Quibdó.

Allá nos esperaba un sol de resurrección.

En Condoto quedaba toda la tristeza del mundo. Juré volver algún día, si algún día yo fuera Dios para redimirlos, pero como ser Dios no está en mis planes, por eso nunca volveré. Por desgracia, a diez kilómetros de su miseria hay una mina que podría redimirlos: ¡su mina! Pero las dragas de La Chocó Pacífico escarban día y noche en busca de las esquivas chispas del infierno: el platino. Y mientras los negros tosen tuberculosis y se entierran vivos en los socavones, el amo se despereza, desayuna con un vaso de whisky, y arroja tres maldiciones en inglés: una contra la lluvia, otra contra los zancudos, y la otra contra el negro maldito de su destino.

Poco antes de que Dios hiciera el sol y la luna, era ya de noche y llovía sobre el Atrato. Río caudaloso que cruza la selva, uno de los más hondos del mundo. Arrastra en su cauce la belleza más fabulosa y la miseria más horripilante: paisajes paradisíacos, leyendas de dioses muertos, razas sumergidas en la noche inmemorial.

El Atrato se hace caudaloso en Lloró, donde se le derrama un río de lágrimas: el Andágueda. De allí hacia el norte, el río antropófago se devora con una sed insaciable la vida de medio país, mil afluentes que multiplican sus aguas, para desembocar exhausto y torrentoso en el Caribe, preñando de agua dulce la bahía de Colombia en el golfo del Darién, esa violación profunda y azul del Atlántico que, muerto de sed de tierra, se traga un vasto territorio de selva virgen con el insaciable lamido de sus olas.

 

Sentado en un balcón que da sobre el río, a media noche, oigo su silencio. El Espíritu de Dios baja sobre las aguas, o tal vez canta. Cuando el Espíritu de Dios duerme, sobre el río se desliza furtivamente el silencio. Sobre este silencio, aumentado por la quietud aterradora de la selva, como un ferrocarril de agua, susurra el remo solitario de una piragua piloteada por un pescador negro, o por un cholo ebrio de chicha perdido en la noche, sin saber si la corriente baja o sube, o se estancó. Tal es la quietud. Pero el cholo se orientará por el latido de su sangre, por la memoria casi borrosa del lejano y milenario imperio de donde vino, aguas oscuras, aguas al fondo de la prehistoria, hacia el origen remoto y olvidado de sí mismo.

La vida del Chocó está formada de oscuridad y tormentas como en el Génesis. El soplo luminoso de Dios no ha maldecido aún el barro del que engendró el espíritu. Por eso, este terrón tenebroso de selva es un vestigio del paraíso que sobrevive a la maldición divina, y conserva su primitiva inocencia.

Fieros rayos acuchillan el cielo y cae la lluvia. El aguacero puede durar días y noches o no terminar nunca. Da la sensación de que el cielo aplastará la tierra, y uno se pregunta: “Dios mío, ¿de qué misterio vengo, será acaso del misterio de tu olvido? Y ¿hacia qué región del misterio va mi ser?, ¿será también hacia la nada de tu olvido cósmico?”.

Me incliné sobre la baranda podrida que da al río, y miré al fondo. Tal vez allá encontraría la respuesta, o tal vez no. Nada era verdad: el río y yo éramos parte del misterio de Dios.

La lluvia silencia el dolor de los hombres y ahoga su sueño. En la orilla lejana, como un fuego fantasma, titila la luz de un pescador. O ¿será un pez estrella que salta hacia su origen divino? Súbitamente la luz desaparece en las aguas.

Llega la mañana, mezcla de perfume de selva y avara luz de sol. Entonces la orilla se convierte en un alegre festival sobre el barro: piraguas de cholos que se embarcaron en la selva hace días y noches navegando aguas abajo, bajo un torrente de lluvias o un torrente de estrellas, y ahora atracan en la orilla pestilente con sus racimos de frutas, jaulas de pájaros, micos salvajes, collares de finas almendras, amuletos de dioses, arcos y flechas envenenadas, calabazas de chicha, y fuera de venta, hermosas cholas semidesnudas que cubren sus senos con collares, y se maquillan con tinturas vegetales. Por su parte, la negramenta aporta al mercado enormes racimos de plátanos, plateados manojos de peces que chapotean agonizantes en las canoas.

A medida que el sol se despliega en el cielo y brilla nítido entre las nubes, en el mercado acuático los negros despliegan sus sonrisas blancas en un alegre alboroto de ofertas y demandas, con un pie en las canoas y otro en el barro. Y tres razas que viven del río se mezclan en la orilla en busca de alimento, como animales anfibios.

En el malecón alquilo una canoa y subo por el río rumbo a la selva. Avanzo algunos kilómetros bajo un sol de candela y atraco en “Pueblo Mugre”. Paso el día charlando con bellas nativas y soy feliz. El sol se pone en la curva de la selva, cae la noche. Como hemos bebido dos calabazas de chicha que compramos a los cholos, me siento un poco borracho y sin ganas de regresar. Uno de los nativos me ofrece una estera para dormir, y en la cocina huele a pescado. Me quedo. Asoman las primeras estrellas. Purifico mi alma de racionalismos amargos, mis últimos gusanos de ciudad. Morirán en mí, poco a poco, mientras yo resucito. Ya mueren, los oigo morir, pues no soportan esta dicha. Mi cuerpo será un templo y en él preparo los altares de los nuevos dioses. La noche será un dios. Libre de la servidumbre mental, me desnudo como una fruta y reclamo un sitio bajo las estrellas, entre los árboles. Florezco de amor al mundo, a los reinos eternos de la naturaleza. Soy súbdito de esos reinos. Me tiendo sobre la tierra y la oigo germinar como un vientre. Es el amor de Dios quien la fecunda. Soy hijo natural de ese amor. De cara al cielo celebro mi vida como un milagro. Los últimos pájaros emigran a sus nidos en la selva. También ellos celebran con sus cantos la gloria de Dios. Mi corazón, como un petardo, estalla de dicha. Rezo en silencio a los dioses que ignoro. Dios debe ser este himno de adoración que sale del corazón de todo lo viviente.

Dios, tú existes en esta selva. Te pido perdón si en las ciudades te niego. No sé quién eres, ni qué eres. Yo soy mortal y razonable. Pero creo en el misterio de este universo que amo sin comprender. ¡Oh, Dios mío! Tú eres también un misterio, pero ¡existes!

Cromos, n.° 2.495, pp. 12-16. Bogotá, 5 de julio de 1965.