Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950

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Introducción

Santiago de Chile, octubre de 2019

El 20 de mayo de 1900, en la edición octava del primer año de circulación del semanario cultural “Instantáneas”, hay un artículo a página completa referente al compositor Domenico Brescia. Nacido en 1866 en Italia, alumno destacado de compositores como Mercadante, Martucci y Ponchielli, había llegado a nuestro país en 1892, radicándose primero en Concepción y finalmente Santiago en 1898, como prestigioso docente y subdirector del Conservatorio Nacional de Música. El artículo habla de su particular fisonomía, del flamante cargo en el Conservatorio, de su aclimatación a nuestro mundo cultural, sobre todo en aquella faceta de amistades y enemistades, zalamerías y envidias que caracterizaría nuestro mundo musical docto. Enfrentado a todo esto, Brescia, como uno de los grandes en verdad, parecería transitar aquella enrarecida atmósfera sin siquiera ensuciarse los zapatos. El encomioso artículo está firmado por las siglas D.D.U., en las que me atrevería a descubrir a nuestro célebre Diego Dublé Urrutia, colaborador literario de “Instantáneas” desde su primer número y a quien Brescia pusiera en música algunos poemas, como por ejemplo la canción “Cuánto tarda!” Op. 5, N° 2. Este artículo señala que el compositor es el autor de la ópera La Salinara (comenzada en Italia, con libretto de J. Gasparini, y terminada en Concepción) y va acompañado de una caricatura que lo muestra enjuto, en un gesto de exagerado pero buen humorado ademán de director, con varias partituras regadas por el suelo. Conjuntamente con el artículo, la caricatura vendría a complementar la visión de un Brescia humano, algo extravagante, pero diverso, quizá con algún toque de aquella genialidad bien atesorada por el romanticismo1.

El 24 de junio, en la edición Nº 13 de “Instantáneas”, en un artículo de actualidad artística capitalina, se cuenta que el Teatro Municipal finalmente ha dado fecha para el estreno de La Salinara, noticia recibida “…con universal simpatía por todos los que conocen el talento del maestro Brescia y han oído hablar de las bellezas de su obra”2. Y sigue:

La Salinara es un poema lleno de sentimiento y ternura. La música es apasionada, poética, de una factura elegante y correcta á lo Puccini, no decae un instante en toda la obra, y tiene, por el contrario, partes arrebatadoras en que el arranque musical llega al más alto y conmovedor lirismo. Todos los que han oído partes de La Salinara ó han tenido ocasión de estudiar sus méritos, no dudan que la ópera de Brescia tendrá un éxito colosal3.

Días antes del estreno será el mismo Diego Dublé Urrutia quien preparará la traducción al castellano de la ópera, trabajo que será publicado en un diario local con el fin de hacer comprensible los detalles del argumento.

El 14 de octubre, en el Nº 30 de la misma revista (que ahora se llama “Instantáneas de Luz y Sombra”) una reseña firmada por Augusto G. Thomson sobre la actividad teatral de Santiago hace la crítica del esperado estreno de La Salinara. Allí dice:

El primer acto pasa y en buena hora, pesado y algo fúnebre, no obstante celebrarse una boda […] el acto último, por fin, deja en el ánimo del público el convencimiento que la obra no es mala, aunque puede considerarse justicieramente buena. Una ópera escrita en nuestro tristísimo ambiente artístico; tiene bellezas, genialidades, rarezas de mérito ó de defectos que en una primera audición no puede estimarse. Pero en verdad su libreto es desgraciadamente pobrísimo, su argumento ingrato y hasta antipático, deficiencias que gravitan sobre el mérito mismo de la música4.

Ilusiones ópticas: el comentario crítico es nuevamente acompañado de aquella caricatura de Brescia que, ante el talante del texto, parece algo más ridícula, si antes extravagante, ahora definitivamente estrambótica.

Para terminar, en la edición Nº 31 de “Instantáneas de Luz y Sombra” hay una página con seis caricaturas acerca de las óperas que se presentaron en la presente temporada. En cada una está dibujado el mismo espectador y su reacción frente a cada título: Se asombra con la aparición de Mefistófeles en Fausto, aguza el oído para disfrutar de una melodía de Fedora, se refocila con las piernas de las bailarinas en Gioconda, se aterroriza con el asesinato de Desdémona en Otello y, finalmente, se queda dormido con La Salinara sobre la siguiente frase: “Dicen que es sublime”5.

¿Dónde habrán quedado los convencidos augurios de “éxito colosal”, aquel argumento poético “lleno de sentimiento y ternura”? ¿Cómo es que ese entusiasta recibimiento del público se metamorfoseó en un cariz de subestimación y burla? La respuesta se puede intentar a la luz de otros ejemplos que dentro de poco le seguirán: el italiano Domenico Brescia, de una manera más rápida que un trámite burocrático en el registro civil, sin notificaciones gubernamentales, se había transformado en el lapso de cinco meses en un compositor chileno intentando su primera ópera. Luego de unos pocos años Domingo Brescia presentará la renuncia a sus cargos nacionales, y en 1904 se radicará en Ecuador, continuando con su labor docente6.

América para los americanos

El ejemplo del Brasil con las óperas de Carlos Gomes era demasiado cercano: una nación americana podía tener no solo un operista de exportación a la mismísima Europa, sino que aquellos títulos tenían vida en las principales temporadas teatrales, incluso fuera del ámbito de influencias del Brasil. La emoción recaía especialmente en un título, Il Guarany (1870), que a una década de su estreno ya había sido representada en diez países7, probando ser un éxito incluso en nuestro escenario del Teatro Municipal de Santiago en 1881 en donde, a gritos de “¡Viva Brasil, viva Chile!”8, supo hacer nacer un fervor americanista y nacionalista que fue fundamental para detonar la idea de que si existía un compositor de ópera brasileño bien podía haber uno chileno. Sumado a esto, aunque siempre en italiano, Il Guarany traía la novedad de la temática indigenista planteada con un protagonista héroe-tenor simbolizando aspectos positivos, y que permitía el antagonismo colonos-colonizados con una inclinación en la balanza (al menos en lo emotivo) hacia los segundos. Carlos Gomes, además, era el primer compositor de nuestro continente que lograba hacer propia una temática americana, paisaje que no era en absoluto nuevo para los operistas europeos desde hacía más de cien años y plantarla con éxito en el mismísimo Milán. Pero Il Guarany de Gomes era una punta de iceberg ilusoria; detrás de ella existía un apoyo intencionado, amplio e imperial del Brasil, único incluso en su país y la lírica de las naciones americanas pronto se darían cuenta de su desalentadora diferencia.

Pero en resumen, toda esta novedad era posible y poco a poco se fue demostrando, si consideramos las fechas de la primeras óperas y las temáticas nacionalistas abordadas, siempre en idioma italiano, que tuvieron estreno en nuestro continente de repúblicas: Argentina con La Gatta Bianca (1877) de Francisco Hargreaves y Pampa (1895) de Arturo Berutti como la primera de temática nacionalista; Perú inmediatamente basándose en la temática nacional con Atahualpa (1877) del italiano Carlos Enrique Pasta (o Pesta) y Ollanta (1900), primera ópera de un compositor nacional, José María Valle Riestra; Venezuela en estilo europeo con su primera ópera Virginia (1873) de José Ángel Montero; México con la figura basal de Melesio Morales (Romeo (1863), Ildegonda (1866)) y su primera ópera de temática nacionalista Guatemotzin (1871) de Aniceto Ortega de Vilar; Uruguay con la europeizante Parisina (1878) de Tomás Giribaldi y una primera de temática nacionalista en Liropeya (compuesta en 1881 y estrenada en 1912) de León Ribeiro. Caso especial el del compositor Pablo Claudio, de República Dominicana, quien luego de tomar contacto con Gomes en Brasil comenzó la composición de María del Cuellar, la primera ópera en ese país, además de temática americana, pero que nunca terminó9. Caso especial es un pionero José María Ponce de León en Colombia, que en 1874 estrena su ópera bíblica Ester, con libretto tanto en italiano como en castellano (como será posteriormente nuestro Caupolicán). Ecuador también es un caso especial pero por su exigua producción: Cumandá de Sixto María Durán será la primera ópera compuesta recién en 1916; tendrá temática indígena y nunca se estrenará. No será sino hasta 2006 que Ecuador oirá una ópera completa propia: Manuela y Bolívar de Diego Luzuriaga.

La creación de obras líricas en nuestro país, comparando las fechas anteriormente citadas de países americanos, tuvo un inicio más temprano y radical debido a la presencia del músico, poeta y doctor Aquinas Ried, alemán avecindado en Chile. En 1847 había completado y buscaba estrenar su ópera La Telesfora, cuya música y texto eran de su autoría10. Esta “ópera heroica en tres actos”, es fascinante en su concepción misma pues no solo versaba sobre una temática chilena, incluso con personajes protagónicos de etnia mapuche, sino que estaba escrita (y Ried así la pensaba estrenar) en castellano, sin traducción al italiano, lo que era —a luces del panorama hispano en general— una idea revolucionaria. El proyecto, luego de meses de esperanzas y frustraciones, no logró concretarse11. De una siguiente ópera, Diana (1868), también fueron infructuosas las gestiones para su estreno; y así quedaron dormidas varias otras partituras del autor, hoy perdidas. Consideremos que aún no existía en Chile un contingente de cantantes líricos locales con los que se hubiera podido afrontar una ópera completa12; además, de manera abrumadoramente mayoritaria, eran las compañías italianas las responsables de los títulos líricos e indefectiblemente ofrecían el repertorio (italiano, francés o alemán) en aquel propio idioma, por lo que es de imaginar lo difícil que debe haber sido convencer a un elenco de afrontar el trabajo extra que significaba no solo un título nuevo, sino que en un idioma ajeno13. De hecho, nuestra primera ópera en castellano, Caupolicán, fue estrenada en 1902 por cantantes nacionales o hispano parlantes, recurriendo al ámbito de las relaciones musicales de amistad y cercano al favor personal, fuera de una compañía y temporada oficial. Al pasar de los años la situación no cambiaría sutancialmente: revisando la “Reseña histórica 1849-1911” del Conservatorio Nacional, podremos darnos cuenta que en la descripción año a año de la carrera de cantante no habrá ningún ramo de expresión actoral o corporal, mas sí se hará hincapié en el estudio del italiano, el trabajo coral y en el aprendizaje de vocalizos y métodos de enseñanza por sobre un repertorio solístico; con esto se deja entrever el futuro laboral de los egresados: profesoras y coreutas de teatro en las damas (y un porcentaje muy amplio de egresadas que no ejercerán nunca el canto), profesores, coreutas y cantantes de iglesia los varones. Excepciones notables e internacionales serán los solistas Pedro Navia, Sofía del Campo y Manuel (Emmanuel) Núñez.

 

Edith Warton describe en su novela “La edad de la inocencia” una función del Fausto de Gounod a comienzos de la década de 1870 en la Academy of Music de Nueva York cantada en italiano por la soprano Christine Nilsson como una norma social esperada; y anota con cierta ironía pero no menos convicción que “una inalterable e incuestionable ley del mundo musical exige que el texto alemán de las óperas francesas cantadas por artistas suecos debieran ser traducidas al italiano para el más claro entendimiento de las audiencias anglo parlantes”14.

Y es que en los Estados Unidos el tono irónico aunque resignado del texto citado era posible ya que la ópera italiana y en italiano tuvo que luchar allí contra una rica tradición local de óperas ballada y semi óperas en inglés, batalla que tuvo un punto de victoria decisiva a partir de la llegada de la compañía operística de Manuel García a nueva York en 1825; lo que llevó a exclamar, de manera bastante profética que “si la ópera en inglés debiera arrancarse de nuestras costas [cisatlantic shores], una cosa es cierta: su recuperación no podrá ser racionalmente revivida antes de 1930, es decir, dentro de un siglo”15.

Por otra parte, y debido a no haber sido una tradición colonial española, en Latinoamérica no había una costumbre local de óperas o semi óperas a las cuales destronar idiomáticamente. Es así que para mediados de siglo XIX ya el criterio en todo el “nuevo mundo” se había aunado. El asunto del idioma, este italiano como lingua franca que permitía el acceso a la oficialidad y solvencia de las compañías italianas, era oído sin ser oído tal como el condimento que durante siglos da sabor a un plato pero que solo se percibe cuando se ausenta. Me explico: para un asistente a las temporadas líricas de gran parte del mundo occidental, cebado en décadas de compañías italianas itinerantes, el estrellato y solicitud de cantantes italianos, diligentes y efectivos compositores italianos en la cresta de las modas y estilos, además por la creencia de que aquellos títulos eran el grado de mayor evolución posible del género y habían sido compuestos en el idioma más apto para ello16, el italiano era tan internacional, necesario y consustancial al género que incluso no generaba mayor debate ni se incluía dentro de las grandes ofensas nacionalistas, así en España o Argentina, así en Uruguay (cuyas óperas de Giribaldi desataron fervores localistas y americanistas sin que esto fuera lastrado por el idioma)17, y así también en Chile.

Ried y Acevedo Gajardo, incluso Leng en su inconclusa María, tuvieron una visión de avanzada sorpresiva que no tuvo inmediato eco, más aún si se dependía de cantantes extranjeros. Entrado el siglo XX los tiempos sí se pondrán más críticos respecto a la pertinencia del idioma, pero no aún como tema unánime. Compárese: a comienzos de la década de los 40 el compositor y director orquestal argentino Héctor Panizza nos decía: “Hablé con Guido Valcarenghi, presidente de Ricordi Americana, de mi intención de rehacer Aurora y juntos pensamos inmediatamente en la traducción al español del libreto italiano, porque si en 1908 se podía presenciar una ópera de argumento argentino cantada en italiano, no hubiera sido posible hacerlo en la época actual”18; pero, por otra parte, en un Brasil de connotada tradición operística propia, en 1941 la ópera Malazarte de Oscar Lorenzo Fernández tuvo que traducir su libreto del original portugués al italiano —ad portas de su estreno— para contar con los cantantes de la compañía oficial y así poder ser parte de la temporada en Río de Janeiro19.

Entrado el siglo XX los tiempos serían más críticos respecto del idioma, pero décadas antes, la necesidad de una ópera era saciada tal como debíamos consumirla, tal como naciones modernas que nos sentíamos.

Ópera nacional, que así la llamaron

Para fines del siglo XIX ya hemos visto que corrían nuevos impulsos en América. Chile comenzaba a sentir su joven adultez: la economía se mostraba optimista, se ejercía soberanía y sus fronteras se fijaban (hacia el sur con la Araucanía, al oriente con Argentina —si bien de manera irregular—, pero sobre todo el nuevo norte tras el triunfo de la Guerra del Pacífico), el sentido nacional se nutría del conocimiento geográfico y del natural, de la descripción de paisajes, flora y fauna. Lo más trascendente para nuestro estudio: la República recuperaba un definitivo escenario cívico, el remozado Teatro Municipal, reconstruido a partir del incendio de 1870, ahora en pleno estilo francés, un paso fundamental para acercar nuestra ciudad al imaginario europeo y a las necesarias actividades cívico políticas que lo habitarían.

En 1884 un concurso realizado en nuestro país, a la manera de aquellos célebres de la casa Sanzogno que había dado a conocer Cavalleria Rusticana, premiaba a Adolfo Jentzen, un alemán natural de Hamburgo avecindado en Chile, por su ópera Arturo di Norton y a Manuel Antonio Orrego, un chileno discípulo de Deichert del que se conservan algunas piezas de salón, por su ópera Belisario. Esta última la habría comenzado a bosquejar en ١٨٦٩ a partir del libretto tomado de la partitura canto y piano homónima de Donizetti y habría pedido en ese entonces, infructuosamente, una ayuda gubernamental para poderla terminar. De ambas piezas no se tiene mayor noticia, aunque por los títulos, de impronta italiana y corte histórico de capa y espada, quizá semejarían a las creaciones de un temprano Verdi, Mercadante o del mencionado Donizetti. Sería la primera ópera compuesta por compositor nacional de la que se tiene noticia20.

Luego, quizá anteriormente o de forma paralela se citan otros intentos que no dejan de ser meros bosquejos y que sirven para llenar el anecdotario nacional21.

Pero para que estas óperas dejaran de ser papel pautado y conocieran la puesta en escena faltaba algo de tiempo: recién el 2 de noviembre de 1895 se estrena en el Teatro Municipal de Santiago La Florista de Lugano (o La Fioraia di Lugano, como a veces también fue mencionada debido a su Libretto en italiano), primera ópera compuesta en nuestro país a manos de un connacional en ver la luz pública. Su autor era Eliodoro Ortiz de Zárate, quien también había creado la idea de su argumento, luego versificado en italiano por Tito Mammoli (ver capítulo dedicado al Lautaro).

En 1885, a los veinte años y previo ganar un concurso del Consejo Universitario, Ortiz de Zárate había viajado a perfeccionarse en el Conservatorio de Milán, institución que lo acogerá entre 1887 y 1889. Terminados sus estudios recorrió Suiza, en donde tomó la inspiración para componer aquella Florista. De regreso a nuestro país, luego de muchas gestiones, logrará el mencionado estreno. Cánepa nos cuenta que “los ensayos fueron breves, mal dirigidos […] el elenco no hizo ningún esfuerzo por estudiarse bien la obra”. Sin embargo, La Florista de Lugano tuvo un promisorio éxito de público y comentarios auspiciosos de algunos críticos, “lo que —sigue Cánepa— dio pábulo al autor para desatar una campaña de chilenización de las temporadas, o sea, que cada año debería estrenarse una ópera de autor chileno para que estos tomaran confianza en su labor. Pero fue un grito en el desierto; las altas esferas y las empresas rechazaron de plano sus sueños”22. Hoy la partitura de esta primera ópera está perdida.

Pero era un inicio. Llegado el cambio de siglo los músicos nacionales, incluido el pionero Ortiz de Zárate, empezarán a componer nuevos títulos, estrenándose algunos, aunque distando enormemente de una corriente musical nacional o un plan político-cultural que propendiera a aquella “chilenización de temporadas” con las que alguna vez se soñó. Un paréntesis auspicioso serán, décadas más adelante, los años 1939 a 1942, empapados de un fervor nacionalista producto de la Segunda Guerra Mundial, lo que sumado a la dificultad de contar con compañías europeas que arriesgaran viajes interoceánicos —específicamente a través del Atlántico— propendió a la utilización de solistas nacionales, fomentando además el estreno, reestreno o repetición de algunos títulos chilenos23.

Aun considerando esos años mencionados, al compararlos con el éxito de la nacionalización lírica sucedida en el Brasil, habrá tres puntos que distanciarían aquel resultado del nuestro: Carlos Gomes recibe, al igual que Ortiz de Zárate y Acevedo, una beca de estudio y perfeccionamiento en Italia, pero a diferencia de ellos, optará por un domicilio definitivo en Milán sustentado por una evidente política cultural brasileña. Segundo, el fenómeno lírico en Italia era tanto de arte como de parte, es decir una industria propiamente tal y había que saber entrar en ella en lo que refiere a las determinantes casas editoriales, empresarios, contratos y cantantes que se aventuraran en la novedad, y no solo dejar la representación de una ópera a la solitaria y desesperada gestión del compositor. Gomes —como ningún otro compositor de América en el siglo XIX— logra entrar en la industria lírica: sus óperas tendrán estreno inmediatamente en los grandes teatros italianos de Milán y Génova, accediendo a la difusión de la célebre casa editora Ricordi —de las más importantes de Europa—, serán interpretadas por importantes figuras del canto, tanto en los escenarios como, consecuentemente, en la incipiente industria fonográfica24. Lo esencial es que el Brasil, o mejor dicho, el entonces Imperio del Brasil (no hacía mucho independizado de Portugal) más que decretar un fomento a la creación nacional veía con muy buenos ojos e interés el formar y fundar específicamente una lírica nacional (quizá a través de un único compositor nacional en la figura de Gomes) que, mediante el acercamiento al público de élite que presenciaba ópera, acrecentara su valía cultural y política; una suerte de “avanzada” brasileña en el mundo. De hecho, la primera ópera de Gomes A Noite do Castello (1861), al igual que el citado Guarany, serán dedicadas al Emperador Pedro II, y la segunda ópera más destacada de Gomes, Lo Schiavo (1889), a la princesa Isabel. La relación de Carlos Gomes con el trono brasileño será siempre fluida y de apoyo25. Gomes tuvo, además, la fortuna de que su talento lírico diera frutos en un pleno siglo XIX que aún veía la ópera como un género sumo, indiscutido, a un par de décadas nada más en diferenciación con Chile u otros países de América Latina con un ambiente de revisión de políticas musicales o, al menos, de cuestionamiento de la ópera como el principal género para la visibilidad de un compositor y su aporte al desarrollo de una nación. En resumen, Gomes es un caso único en su tiempo en toda América, inclusive en Argentina, Chile y Estados Unidos, tres naciones en las que el género operístico suscitaba interés y era parte fundamental de la vida social pero que estaban lejos de establecer una industria de creación, recepción y difusión lírica nacional al par de Italia, Francia o Alemania26.

La historia de la lírica compuesta por chilenos, desde aquella Florista, es distinta a Gomes y a Europa, pero consecuente en sus propias características. Aquí los sucesos se repiten como si hubiésemos entrado en un día que se cita insistente a sí mismo y del que es difícil salir.

Primero, muchas veces la composición de la primera o única ópera se produce ad portas de un viaje de perfeccionamiento a Europa, ya sea a través de instancias personales (Hügel) o debida al apoyo estatal (Ortiz, Acevedo Gajardo, Bisquertt), en donde se continúa con la labor de compositor. Es sintomático que este viaje de perfeccionamiento se destine a Milán o Italia, no solo para los compositores chilenos como Ortiz de Zárate y Acevedo, sino en general para los latinoamericanos: piénsese en Gomes (Brasil), Giribaldi (Uruguay), Héctor Panizza (Argentina) o Melesio Morales (México), por ejemplo, situación que se explica puesto que dentro del ámbito docto la ópera era el género musical más institucionalizado y, por lo mismo, más ligado a la autoridad civil —moderno mecenas— y porque Milán tenía el fantasioso, mas no del todo inexacto título de “capital mundial de la ópera”27, al poseer más que cualquier otra urbe italiana toda la maquinaria industrial necesaria al género (partiendo por las casas editoriales musicales, que podían manejar y decidir sobre el destino del resto: compositores, empresarios, libretistas, cantantes, escenógrafos y vestuaristas hasta claque y público). Posteriormente, al regreso, podrá haber un estreno de alguna ópera (Hügel, Ortiz) pero la vida pública de aquellas creaciones cesa y, aunque el autor siga componiendo otras óperas, no habrá nuevos estrenos; como si la inversión estatal se hubiera dado por pagada con el viaje mismo y el solo hecho de haber compuesto. También hay quien no logrará o no querrá estrenar sus creaciones escénicas (Acevedo Raposo, Rengifo) y aquellos que compondrán una y no intentarán repetir el hecho (Bisquertt, Melo Cruz, Casanova Vicuña, incluso Leng). Herederos del ejemplo wagneriano, tal vez por reales inclinaciones literarias, quizá debido a lo oneroso de la gestión o a que en Chile no existía el oficio de libretista, casi todos los compositores tratados aquí concentrarán en una mano el texto y la música, es decir serán tanto compositores como sus propios literatos (Hügel, Bisquertt, Melo Cruz, Acevedo Raposo, Cotapos); y aunque otros no serán sus propios libretistas, sí son los autores de la idea literaria y buscan a quien las pueda transformar en libretto (Ortiz de Zárate, Casanova Vicuña). Esto dará interesantes luces sobre su “plan” composicional, responsables del devenir dramático y teatral-musical de sus óperas.

 

Luego, en cuanto a la representación, se busca el Teatro Municipal como (quizá único) escenario ideal para ópera en Chile y así acceder a las compañías líricas (extranjeras, prácticamente todas italianas) que año a año se hacían responsables de la temporada correspondiente y, por lo tanto, no solo solistas de cierto nivel sino además a un presupuesto que incluía decorados, vestuario, coro, orquesta, cuerpo de baile, un director de escena y, en el caso de que el compositor no lo hiciera, un maestro conocedor del género que dirigiera musicalmente la producción28. En general, los elencos de nuestros estrenos contaron con algunos solistas de gran renombre que ya tenían o estaban por iniciar una interesante carrera escénica y discográfica: Boninsegna, Magini-Coletti, Pacini, Pacetti, Damiani, Merli, Spani; sin embargo ninguno incluirá algún solo de aquella ópera para registrar fonográficamente. Es más, hasta donde he podido pesquisar, no existe registro fonográfico de ninguna de las óperas nacionales fundacionales.

Para arriesgar un estreno nacional hay que convencer, con varios meses de anticipación, a todos estos responsables de la temporada: desconfiados nacionales, además de extranjeros que no tenían ni ligazón afectiva o beneficio económico o publicitario por el repertorio de un novel compositor americano. La correspondencia oficial entre artistas y la Municipalidad de Santiago preservada en los archivos del Teatro Municipal es elocuente29:

En mayo de 1894, macerando lo que será el estreno de La Fioraria di Lugano, Eliodoro Ortiz de Zárate escribe a la Municipalidad expresando que en Chile “el artista carece por completo de elementos artísticos y cuadros comerciales con los que dar vida a sus obras” (la industria lírica, en suma), y pide:

La representación de una ópera nueva exige gastos de trajes, decoraciones y copias musicales que yo no podría costear [y por lo tanto suplico] que entre las cláusulas impuestas al nuevo empresario […] lo obligue a representar mi trabajo. […] Que se me autorice para contratar o buscar un pintor escenógrafo […] Que se me acuerde la suma de dos mil pesos que estimo costarán las copias necesarias para cantantes, coro y orquesta…30.

Días después don Eliodoro —con el telón de fondo ya encargado a Europa— volverá con sus cuitas ad portas de la llegada a Santiago de la Compañía Lírica, ya que le han expresado claramente que la obligación de esta “es la de dar la Ópera y no contribuir a la preparación de ella fabricando trajes ni pintar decoraciones”31. Y termina con un punto no menor: aclarar el número de veces que deberán dar su Fioraia pues tampoco había claridad en esta cláusula. La ópera de Ortiz de Zárate deberá esperar un año más.

Don Remijio Acevedo Gajardo no tendrá mayor tranquilidad epistolar. El 28 de marzo de 1910, con su Caupolicán terminado, a vistas del centenario patrio y tratando de resolver el impase con Claudio Carlini, pide la representación de su ópera, incluso obviando la enojosa presencia de Padovani que era visto por el compositor como una figura muy poco propensa a lo chileno. La respuesta de Arturo Alessandri —el responsable de la Compañía Lírica— es clara:

Poner en escena la obra Caupolican del Maestro Acevedo importaría quince a veinte mil pesos, suma que la Empresa no está en Estado de gastar i, si ese gasto fuera hecho por la Ilustre Municipalidad o por el autor, la Empresa procuraría poner en escena la obra si, después de estudiada por las personas competentes que sean de la confianza de la Ilustre Municipalidad, juzgase esta Ilustre Corporación que la obra es de un mérito artístico bastante que la haga digna de nuestro Teatro Municipal32.

Caupolicán no se representará sino treinta años después.

Y así Raoul Hügel en 1899, escribiéndoles que su Velleda no consideraba gastos para el Teatro pues podía ocupar trajes y decorados de óperas “que ya han caído en el olvido”; o Gregorio Cuadra y su Arturo Prat, pidiendo a la Comisión de Teatros la subvención de 490 pesos para copias y gastos pero ofreciendo una de las tres representaciones a beneficio. Ambas óperas nunca pisarán el Teatro Municipal.

Una vez iniciados los ensayos, viene la reticencia, pero también campañas de exaltación nacionalista, un estreno que cuenta con la presencia del Presidente de la República, un desempeño correcto de los solistas y director musical, finalizando con una recepción cálida o incluso entusiasta (nunca reprobatoria en todo caso) de parte del público, pero más reticente en la crítica especializada de diarios y revistas, con un espectro desde lo alentador hasta lo demoledor. Esto no es menor, pues la opinión de público es algo pasajero y tiende a no quedar anotada. Quiero detenerme en esto: en todas las óperas estrenadas entre 1902 y 1942, de Velleda al Caupolicán completo, la reacción del público fue descrita como positiva por parte de la prensa, e incluso este veredicto a jurado abierto fue esgrimido como pasaporte de calidad de la obra por parte de algunos compositores como Ortiz de Zárate y Melo Cruz; sin embargo, poco a poco la opinión o recibimiento público de la creación docta (desapareciendo tal como se desvanece la opinión oral), va a ir adquiriendo valor meramente anecdótico, especialmente en la visión de las vanguardias, independizando el fenómeno musical, el valor musical, de su recepción. Me permito destacar este fenómeno porque da indicios claros de la llegada del siglo XX a la música de nuestro país y sus búsquedas creadoras independientes33.