Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950

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Esta recepción positiva del público deviene estéril sin el respaldo de crítica y la asiduidad de las repeticiones en temporadas sucesivas, o permitiendo repeticiones que no tienen el esmero de una afectuosa preparación, sumado al poco interés de los intérpretes, que no invierten tiempo y energía en una música que no volverán a cantar o que no les reditúa beneficios económicos o de prestigio, además de la falencia de un financiamiento o política cultural más clara y supervisada. Como se dijo, en Chile (y en América en general) no existía la industria de creación lírica, mas sí de consumo; específicamente no había editoriales y editores musicales como Sonzogno y Ricordi en Italia, que fueron los responsables del nacimiento y mantenimiento de la “Giovane Scuola” (Puccini, Mascagni, Leoncavallo, Cilèa, Giordano), que servían de nexo contractual con teatros y cantantes, las cuales podían permitirse un razonable número de fracasos en búsqueda del éxito que los resarciera económicamente y que muchas veces sustentaban con sueldos a los compositores para una tranquila composición siguiente.

El resultado: no hay una producción que cree escuela, que habitúe al público y que logre arraigar emocionalmente, no acceden ni permanecen a largo plazo en el “repertorio” de los teatros, que, en sus directivas a lo largo del siglo XX y en este consecuente círculo vicioso, no muestran interés por crear un repertorio nacional lírico34.

Luigi Stefano Giarda es un destacado compositor italiano avecindado en Chile desde 1905. Su labor como compositor, pedagogo, intérprete y conferencista es aplaudida con entusiasmo en nuestro país. En 1910, en la temporada del centenario patrio de nuestro Teatro Municipal, estrena Lord Byron, compuesta en Italia en 1901. No es chileno, tiene méritos musicales y sociales reconocidos, sin embargo sus palabras al momento de aquel estreno resumen y complementan este capítulo de manera radical:

¡Un éxito que no tiene precedentes en el máximo teatro de Chile! Infinitos aplausos sobre todo a mí y a los intérpretes compensan las fatigas que tuve que sufrir para la preparación de esta obra, ya que ni el empresario ni el Director de Orquesta, amigos míos, me ayudaron en nada. Tuve que enseñar las partes respectivas a los artistas, a los integrantes del coro, incluso al cuerpo de baile. Además, tuve que dirigir yo mismo la ópera35.

Si bien la temporada de 1910, de celebración patria, no tuvo un chileno entre sus compositores escénicos, todo indicaba (como finalmente ocurrirá) que estaba adoptando a Giarda como un connacional. Hay catalogadas poco más de mil obras compuestas por él, de diversos géneros y pretensiones, sin embargo no escribirá nunca una ópera en nuestro país.

Alrededor de 1915 la Ilustre Municipalidad de Santiago y su Consejo Superior de Letras y Música establecerá una suerte de concurso para cualquier drama, comedia u ópera nacional que deseara ser presentada en el Teatro y con los cuerpos artísticos de la compañía oficial. Era un paso entre adquirir conciencia de la modernidad como nación y la consiguiente necesidad de producir y suplir la ausencia de casas editoriales de música, que eran las que en Europa promovían tales estrenos. Las cláusulas específicas de postulación en ópera pedían que fuera obra de un autor chileno titulado en un Conservatorio europeo y cuya música hubiere obtenido éxito en Europa, lo que motivó más de un descontento en quienes veían, no sin motivo, que ello “cierra el camino a más de alguna obra de mérito […] Ha estrechado tanto su camino la Ilustre Municipalidad al parecer con el objeto de dejar pasar a un solo autor nacional. […] Más valen obras sin título [galardones profesionales] que títulos sin obras”. Quien escribía era don Remigio Acevedo Raposo, pero al autor a quien se refería no queda claro. ¿Quizá Ortiz de Zárate? Este último también se aferrará al respiro de esta cláusula para defender y proponer nuevamente su Lautaro, pero vanamente36.

Escenario de una sociedad vigilante

La ópera fue un género fundamental en la edificación nacional en el siglo XIX; piénsese en los casos de Alemania, Italia, Polonia, Rusia, Hungría o República Checa, donde los títulos líricos de un Weber, joven Wagner o Verdi, Smetana, Glinka o Moniuszko fueron avalados por un fervor intelectual y popular que además conllevaron planteamientos musicales, argumentales, gremiales incluso. De allí que para entender cabalmente la sociedad latinoamericana y el nacimiento de las respectivas Repúblicas durante el primer tercio del siglo XIX, nuevamente sea fundamental estudiar el fenómeno de la ópera, ahora en su aspecto sociocultural y político como arquitectónico: durante la época colonial española la ópera, invención italiana —salvo algunos pocos títulos en el siglo XVII— no fue un fenómeno local como ocurrió en Francia o Inglaterra, por ejemplo y, por consiguiente, tampoco tuvo presencia destacada o marcante; la ópera es un producto “exótico” que cobra protagonismo en el siglo XIX americano, justamente con el nacimiento de las nuevas repúblicas independientes; para continuar, la construcción de un teatro de ópera, máxime cuando sigue patrones arquitectónicos y estéticos europeos, es más que la edificación de un pasatiempo, o el producto de una sociedad financieramente establecida que busca espacios de esparcimiento a la manera de naciones como Francia, Inglaterra, incluso Italia: es un espectáculo inclu/excluyente, jerárquico, visual y sonoro de lo que aspira el pensamiento liberal, el ansia cultural, la afirmación social, la autoestima nacional y la dirección política del nuevo siglo. Ya no será la catedral colonial respectiva el escenario de celebraciones cívicas, sino este nuevo templo erigido por la razón y para el hombre. Los antiguos salones aristócratas como punto de reunión y afirmación se han trasladado a un escenario mayor que los cobija y nutre37. Las instituciones humanas y financieras que permitan su desarrollo serán sinónimo de prosperidad y modernidad; de hecho es sintomático que los teatros de ópera erigidos y financiados por los nobles en la Europa del siglo XVIII den paso en el siglo XIX a teatros urbanos construidos según la bonanza económica de una nación y, más específicamente, de una ciudad. La semejanza de los himnos nacionales con aspectos rítmicos, melódicos y armónicos del tardío bel canto italiano no se explican solo por la moda musical del momento, es un matrimonio real, hay orgullo en ello y este pensamiento se mantendrá en muchos aspectos hasta hoy. Pensemos en “Chile”, por ejemplo, un libro en inglés de 1915, nacido desde el mismo gobierno que busca hacer descripción, recuento y propaganda de nuestra nación; al momento de llegar al apartado “Fine Arts”, específicamente en lo que refiere a música, los primeros compositores en ser mencionados —“distinguidos entre varios de real mérito”— son Teodoro [sic] Ortiz de Zárate —autor de tres óperas que tratan de diversos orígenes de la vida del país— y Raoul Heugel [sic] —del que una de sus óperas fue representada en Santiago [sic]38. Obviemos las erratas y veamos la necesidad de este párrafo: la ópera era un distintivo de civilidad, paridad y orgullo ante el mundo.

Por lo mismo, nuestro Teatro Municipal, francés en su arquitectura (es decir, civilizado y elitista) es una construcción emblemática. Es un espacio público pero con derecho de admisión, intencionalmente diseñado para ver y ser visto, con palcos construidos específicamente para el presidente de la república y el alcalde de Santiago (se da por hecho la presencia de sus más altas autoridades) dispuestos de manera frontal, cerrando la herradura, casi sobre el escenario, para que todos los demás espectadores puedan participar de la función y mirar a sus gobernantes al mismo tiempo, aunque estos tengan la visión más incómoda, función secundaria por tanto. Es un escenario de 360 grados que logra unir dos realidades líricas: el centralismo del modelo francés a partir del teatro de L’Opéra de París (un nuevo Versalles para la renaciente aristocracia y la pudiente burguesía) pero que, fuera de todo fervor e inclusión nacionalista, será llenado con repertorio italiano masivo y de llegada directa, interpretado por artistas extranjeros, es decir internacional, que aporta la sensación de conexión con la moda y corriente europea.

Pero en este Teatro Municipal, tal como ocurre con algunos salones en las casas aristócratas, orgullo de modales civiles y educados, aquellos que se abrían y lucían solo para fiestas y visitas, así como estos no son habitados por gente cualquiera, así ocurre en este teatro nuestro, que pareciera tolerar nacionales pero en grupos anónimos (orquesta, coro, público en galerías superiores). Lo visible: las compañías, los solistas, los directores, el repertorio, todos serán extranjeros; nos comunicarán y reflejarán directamente con Europa. ¿Acaso un cantante nacional, si lo hubiese, hubiera podido viajar y contar en Italia o Francia cómo es nuestro teatro (léase nación) y cómo no teme a comparaciones con teatros europeos? Como se va intuyendo, que un chileno componga una ópera no sólo concierne a lo musical. Pero, así como hay una familia que no permite que un niño se crea con atribuciones de adulto y entre a la sala de visitas, también hay otra que piensa que sería bueno, bajo muchas condiciones, que de a poco se vaya acostumbrando a las normas adultas y logre habitarlo.

El asunto de los asistentes es un punto a tratar. El Teatro Municipal de Santiago tenía un público habitual, cautivo, debido al sistema de remate y compra de asientos y palcos por toda la temporada, conocido como remate “de llaves”, por citar a aquellas de la cerradura del palco. Era un público proveniente de los sectores más acomodados o influyentes de la sociedad nacional al punto de ostentar localidades en el Teatro como una muestra de nivel y termómetro de sus inversiones y finanzas39. Mención aparte constituían las representaciones líricas destinadas a coincidir con la fecha patria del 18 de septiembre: si la relación de las cúpulas nacionales con el Teatro Municipal y la ópera eran un celoso noviazgo, aquella de gran gala con la presencia del presidente de la república, autoridades diversas nacionales e internacionales, era la mismísima fiesta de matrimonio, con renovación de votos año a año. Esta práctica se mantuvo inquestionable hasta 2013.

 

La Temporada (en rigor, un par de meses de presentaciones casi diarias a partir de agosto) se sustentaba económicamente por un subsidio municipal estatal, además de la venta antes mencionada de asientos importantes y 46 palcos (los 30 restantes se los reservaba la Municipalidad), además de la recaudación de venta de las entradas que quedaban disponibles para algunas funciones en particular; un sistema que se mantuvo casi sin variaciones hasta 1927. Es por esto que los asistentes abonados fijos, debido a la inversión monetaria (percibida como doblemente responsable, en el caso de algunos que tenían relación directa con el Estado), sentían que eran ellos quienes financiaban toda la temporada y, consecuentemente, podían comportarse como exigentes patrones-consumidores, solicitando el cambio o la repetición de un título, opinando sobre el desempeño de los solistas y evaluando la gestión de los empresarios.

Como ejemplo cito una noticia aparecida en El Mercurio:

“TEATRO MUNICIPAL. La mayoría de los abonados desean que la Empresa del Municipal, en vez de poner en escena Don Carlos, una de las óperas menos bellas de Verdi, se cantara Gioconda, que hace tres años no se da en dicho teatro.

En la compañía actual hay elementos artísticos muy buenos para cantar una Gioconda.

La Empresa haría bien en acceder a lo que desean las personas de buen gusto, y la Ilustre Municipalidad no será seguramente un obstáculo para ello”40.

En este caso los abonados tienen criterio, poder y juicio por sobre la temporada, títulos y cantantes; su veredicto y proceder era una manera de ejercer oligarquía, como plantea Miguel Farías41. Dentro de una sociedad pequeña y vigilante, suspicaz con lo que le pareciera fuera de norma, había nacido este público, donde el ver y verse incluía estrictas normas de vestimenta y protocolos a seguir, por lo mismo reacio a innovar con su pecunia, reticente a las creaciones nacionales, aunque luego les prodigara cálidos aplausos42.

Finalmente quedaban las restantes localidades, menos visibles y generales, que se podían comprar para la ocasión y que contaban con un público menos “aristócrata” y, por lo mismo, más efusivo. Esto clarifica las descripciones que los comentaristas harán sobre asistentes a los estrenos: podemos deducir, por ello, que Velleda, al tener un estreno en Valparaíso en un teatro de espectáculos populares, contó con un público de gente extrovertida, inmediata, habitué de presentaciones de diversión, y de hecho hubo burlas y manifestaciones propias de ello para un solista de bajo rendimiento; que Caupolicán, aunque fue estrenada fuera de la Temporada, sí consiguió el escenario principal del Teatro Municipal y la presencia del presidente Riesco, lo que geográficamente permitía el acceso de las familias pudientes, las que con su “asisto o no asisto” demostraban apoyo o rechazo a la iniciativa de una creación nacional. De hecho, cuando se comenta que la concurrencia a Caupolicán fue regular en platea y escasa en palcos, pero que hubo entusiastas aplausos, se está haciendo un comentario social amén de recepción musical; Lautaro, por otra parte, fue obra de temporada oficial y puesta al juicio de los “dueños” de sus localidades. El revuelo crítico-literario que circunscribió su estreno cobró tal intensidad en sus opiniones que solo se logra comprender teniendo claro esto: que público, críticos y comentaristas sentían como facultad propia no solo el emitir un veredicto musical, sino el derecho a hablar del mal uso de los dineros estatales y privados, incluso del Teatro mismo. A la “aristocracia” criolla de entonces la ópera como fenómeno le es propia, así como sus bienes, por lo que opiniones vertidas en diarios más conservadores y ligados a ellos, como El Mercurio se podrían tomar (parafraseando y variando la célebre frase) como “la voz de los con voz”. La aparición del factor económico hará de la ópera un “producto” y propiciará cambios en su recepción, en el apropio, en el consumo y, trascendente en nuestro estudio, su destrucción. Bástenos ver la recepción de óperas como Velleda o Caupolicán (producciones autogestionadas) y compararlas con aquella destructiva de Lautaro (financiada), por hablar de tres obras contemporáneas.

Bajo este clima, una reiterada acusación que deberán recibir los primeros operistas nacionales es la del plagio, como tendremos ocasión de ver más adelante en los respectivos capítulos: números completos, un acompañamiento, el diseño melódico, un detalle de instrumentación, los números coreográficos. Y si la copia puede ser tomada como un paso importente en la etapa formativa para la adquisición de técnicas y estéticas, esta es confesa, circunscrita a tal función y no propone sino que recibe. El plagio es premeditado en su engaño y va en contra del genio, que no solo nos maravilla porque es creador, sino porque debido a ello es propositivo. Wagner es ejemplarizador de esto. Y si por ello el plagiador no sirve de sendero al progreso, el que lo denuncia sí y al mismo tiempo se engrandece, puesto que simultáneamente advierte, desenmascara y limpia, demuestra su formación, su probidad, su nutrida biblioteca, su acceso a las fuentes. Como público o crítico denunciamos el plagio porque no es el producto original por el cual pagamos y del cual íbamos a tener el privilegio del protagonismo en la historia, o quizá para sí tenerlo de un modo u otro. El plagio, en este mundo de patrones y Estados financiantes, será visto como una apropiación deshonesta de la riqueza y de aquello que la genera, muestra malas costumbres, flojera, ignorancia y el no haber podido apropiarse de la técnica o del estilo (el “saber cómo”) sino solo de los resultados, como un mero consumidor. Ortiz de Zárate, Acevedo Gajardo y Melo Cruz serán acusados de plagio, mientras que de Hügel y de Bisquertt se dirá que manejan el estilo (o que están atentos a positivas “influencias”), aún cuando en lo referente a Hügel la realidad de la presente investigación se torne compleja y dolorosa, como veremos en su capítulo.

Paralelamente a las gestiones de estreno, la idea ha suscitado el interés de la prensa: expectativas, algunos artículos; finalmente lo coronan críticas enfrentadas en bandos diversos, a veces argumentando con bastante cordura que un compositor de ópera, por más talentoso que sea, necesita del ensayo-error para forjar su oficio y que, lamentablemente, es un riesgo que un empresario o un teatro está poco dispuesto a correr, a veces castigando el presente fallo con una condena perpetua43. En algunos casos se suceden cartas de descargo por parte de los compositores, iniciando guerrilla literario-operística. Es interesante evidenciar que en esta balanza de opiniones a favor o en contra —debido a la permanencia de la información citable— el entusiasmo del público en aquellos estrenos es un dato perecible, una opinión de tradición oral; sin embargo permanecerán a posteridad los comentarios que se hayan escrito en medios de difusión o textos de historia o análisis musical; una batalla ganada entre lo escrito por sobre lo oral, como si de un triunfo de la civilización por sobre la barbarie se tratara.

Ópera versus arte, oligarquía versus profesión

¡Lo que es el criterio de esta nueva aristocracia! —decía Olga defendiendo a Arué—. Cuando el Señor Peralta compra una partida de trigo o cebada, lo primero que hace, indudablemente, es probar la calidad, rechazando la oferta si no resulta buena. Esto es evidente. ¿Por qué no acepta entonces la crítica en un ramo de alto lujo y selección como es la música? Si el Sr. Peralta no fuese ducho en cereales llamaría á un perito. ¿Por qué no procede tan cuerdamente tratándose de un artículo que es ajeno en absoluto á sus faenas diarias…?44.

El costo monetario que significa el montaje de una ópera de características tradicionales (lejos de las experimentaciones camerísticas) y la falta de una variada oferta de escenarios idóneos y cuerpos estables especializados (es decir, la falta de industria lírica), es una de las razones que primero se piensa ante la reticencia de componer óperas por parte de los músicos doctos chilenos. En este escrito hemos agregado también la dificultad de proponer un título fuera de la rutina de las compañías líricas que visitaban o se armaban en nuestro país. Sin embargo, un poderoso argumento se viene gestando ya desde fines del siglo XIX en Europa y ha arribado a Chile con singular fuerza y desenlace. Dice que la ópera tradicional de corte italiano ha sido un verdadero lastre, un alimento demasiado azucarado y bajo en nutrientes, un pasatiempo adormecedor, sin alternativa, obligado, que ha mal acostumbrado el paladar auditivo de nuestro público y que con su omnipresencia en el teatro, en la enseñanza y el salón ha frenado el progreso musical y ha asfixiado otras manifestaciones y alternativas musicales; por lo tanto no debiera ser del aprecio de un músico “serio”45.

Esta discusión ya venía presentándose hacía décadas en Europa. Mencionaré a España, que la protagonizaba desde mediados del siglo XIX, y para ello cito un colorido texto de Peña y Goñi: “España no ha sido capaz de sacudirse el yugo de la música italiana. El arte italiano la asaltó, fue creciendo y rodeándola como una inmensa serpiente, y hoy yace todavía bajo la presión fatal del monstruo, aplastada, jadeante, víctima de la asfixia”46. También es muy ilustrativo el leer las memorias musicales de José Borrell Vidal que retratan y analizan el paso musical español del siglo XIX al XX en términos similares47. Mencionaré a la misma Italia, cuyo musicólogo Fausto Torrefranca enarbolaba la vuelta al protagonismo instrumental que había tenido la Italia del siglo XVIII y de paso escribía el influyente libro “Giacomo Puccini e l’opera internazionale” (Torino, Ed. Fratelli Bocca, 1912) altamente crítico de los nuevos compositores italianos operísticos y sus directrices estéticas; lo mismo “Giacomo Puccini” del compositor Ildebrando Pizzetti (Ed. La voce, 1910). Juan Carlos Paz, a mediados de siglo XX, hace una tesis acusatoria a Latinoamérica entera: “Con su música solitaria e individualista […] sin una tradición musical culta y con una escasa o nula educación musical en los grandes centros urbanos, cundió y arraigó lo que era más accesible en su simplicidad melódico en su efectismo exótico: en el siglo XIX la ópera italiana romántica o verista; en el siglo XX el impresionismo francés y resabios de música indocriolla sobre la base de las producciones de Verdi, Puccini o Mascagni, colaborando de esa manera en la congelación del más curioso pastiche que pueda concebirse. Semejante mezcolanza, bárbara y arbitraria, ha sido y continúa siendo nefasta, ya que encarna el triunfo del más estéril y anacrónico sentimentalismo”48.

Así expuesto, poco a poco el juicio del público frente a una ópera nacional (recordemos el cordial y a veces entusiasta recibimiento de la Fioraia en sus dos versiones, de Velleda, Lautaro, Caupolicán o Mauricio, por ejemplo) va a ser desestimado y se le adjudicará un mero valor anecdótico, sin incidir en el veredicto crítico ni la posteridad de los escritos.

Un definitivo punto de ventaja en esta visión ocurrirá en 1927. En reacción a esta rutina lírica sin riesgo del Teatro Municipal y su menú italiano, cual manifiesto de corrientes culturales radicales, un joven compositor de nombre Domingo Santa Cruz se suma a estas reflexiones y publica un enérgico artículo en la revista cultural Marsyas49. Entre otras frases, se explaya diciendo que “para toda persona medianamente culta, la ópera constituye hoy día un espectáculo falso, anacrónico y de mal gusto, que no resiste una crítica ilustrada y veraz”; la ópera era una “fatalidad ineludible” y Santa Cruz estaba seguro de que “el mundo entero, cuando haya rechazado para siempre este género como una cosa absurda, se irán a desenterrar de algún museo histórico los Mefistófeles, Duques de Mantua, Lucia y demás títeres indispensables para que no se suprima la consuetudinaria temporada lírica en el Municipal”. Este artículo no hubiera sido tan trascendente si Domingo Santa Cruz no se erigiera unos años más tarde en una de las personalidades más influyentes en cuanto a las reformas musicales e institucionales de nuestro país, una actividad iniciada en 1917 con la creación de la Sociedad Bach y que en su asamblea general de 1924 estableciera con mayor claridad sus objetivos, centrándolos en la enseñanza, la difusión y la creación de publicaciones periódicas, entidades corales, sinfónicas y camerísticas, dejando claramente fuera las manifestaciones escénicas. Luego, en 1928, un año después de aquel artículo, Santa Cruz será la principal figura en la reformación del Conservatorio Nacional de Música, aquel creado en 1850 y que fuera descrito como una antesala a la ópera y a las temporadas del Teatro Municipal. Será director de este principal centro de formación musical docta de Chile desde 1932 hasta 1953. Su figura, su pensamiento y su ideario, que veía el futuro musical chileno docto en el campo sinfónico y camerístico antes que teatral, dejó fuertemente marcada una impronta en las futuras generaciones de compositores50. En palabras del mismo Santa Cruz: “El centro de gravedad de nuestra vida musical está en el concierto antes que en el teatro […] Este es el rumbo que nos había de salvar, y en esa dirección hemos caminado todos desde hace treinta años”51.

 

En nuestro país la escisión que se estaba produciendo entre gusto popular y validación de una obra, estaba desarrollándose paralelamente al cambio de centro gravitacional de quienes sentían que con justicia debían detentar y dictaminar el arte y su planificación. Si el público de las clases altas era el principal asistente a las temporadas del Teatro Municipal y, por lo tanto, eran los principales consumidores de ópera, su melomanía de connoisseur debía tener ahora atribuciones limitadas. La música debía ser materia de músicos profesionales, la mayor parte originarios de clases medias y trabajadoras. El siglo XX ya no se comprendía y apreciaba por la cuna sino por la instrucción, la aprobación de un Santa Cruz tenía más peso que la crítica de una señora de apellidos ligados a las clases dirigentes (aunque ambos pudieran estar de acuerdo en reprobar una ópera compuesta por un connacional).

Hoy en día llama la atención, si bien no la obstinación del juicio de Santa Cruz (que se entiende a la luz de movimientos culturales y reformistas que, sobre el problema de la ópera y la “nueva música, se gestaban y debatían incluso Italia hacía varios años52), sí que esta obstinación no tuviera los matices que otros comentaristas, con más mesura, ya proponían: no un juicio al género en sí sino a lo monopólicamente mal representado que estaba en Chile53. Para ellos (como imagino que para aquel Santa Cruz admirador de Wagner) la ópera, como género, aunque se sabía que era parte activa y reiterada de las avanzadas musicales europeas54, en su distribución en Chile estaba seleccionada por razones de popularidad y comercio. Y si esta era la única ópera que teníamos a disposición y consumíamos en Chile, así se opinó la parte por el todo. Se establecía, obligadamente, una característica nacional única en la recepción estética ligada a creación musical: las búsquedas musicales europeas eran sinónimo de modernidad, las inquietudes musicales de los compositores podían ser genuinamente anticonformistas, antisentimentales y alejadas del inmediato comercio musical, pero además esto debía pasar por un tamiz obligatorio, idiosincrático chileno y ahora reconocible: no incluía ópera. Si bien podamos deducir que Domingo Santa Cruz se refería a aquella de estilo italiano (y quizá francés) de comienzos de siglo XIX y comienzos del XX, especialmente las nuevas corrientes realistas y más viscerales, el uso de generalizaciones no hace sino hablar de un artículo escrito emocionalmente más que informadamente, una determinación que opera más como una reacción-respuesta que como una reflexión académica inicial. Roberto Escobar en Músicos sin pasado refuerza la teoría de la emoción por sobre el raciocinio cuando plantea que la “revolución anti-operística” fue llevada a cabo por músicos autodidactas o sin estudios institucionales sistemáticos y por lo tanto, operaba como “un eco del fenómeno social más que como un desarrollo del saber” […] “se mueven motivados por un enorme impulso creador, alimentado, sin duda, por la presión musical social”55. Es sintomático y oficial el hecho que los siguientes compositores que saldrán de Chile en busca de perfeccionamiento o conocimiento de nuevos métodos pedagógicos no tengan a Milán en su bitácora: Pedro Humberto Allende viaja a París (1910, 1922, 1932), Carlos Lavín a España (1934 a 1942), Bisquertt a Francia (1929) al igual de Jorge Urrutia tanto a Francia como Alemania (1929 a 1931).

Volviendo a Domingo Santa Cruz, en 1939, como editor de la “Revista de Arte” de la Facultad de Bellas Artes, aprovechará una crítica al Mauricio para retomar el tema, describiendo al Teatro Municipal, su temporada lírica y sus asistentes como “ese islote fuera del tiempo y ese público del Limbo […] en cuyo campo cerrado pueden ocurrir cosas inconcebibles en otro lugar”. Que en ese escrito diga que los buenos compositores nacionales “no han abordado el teatro lírico porque no los atrae como no atrae en general a los músicos de habla castellana y luego porque el Teatro Municipal, con su extranjerismo tradicional, su desorganización artística y el nulo apoyo que presta a la música es terreno vedado para cualquier artista que se respete” es atendible solo en su segundo estamento, ya que el ambiente estaba lo suficientemente cargado desde hacía décadas como para creer en la libertad para decidir componer una ópera, conseguir el Municipal y pretender, luego de ello, seguir habitando el “barrio docto”, como más adelante explicaré56.

Al pasar de los años, el pensamiento de Santa Cruz no variará sustancialmente, aunque adquirirá otros matices algo más conciliadores, diciendo que el defecto de nuestro público y, consecuentemente de nuestros compositores líricos de cambio de siglo, fue que en la ópera se dejaron seducir por la forma y no por el fondo, por los intérpretes por sobre la obra misma57. Como complemento, la connotada Revista Musical Chilena, dirigida por Domingo Santa Cruz, será desde sus inicios (1946) el principal medio de información y difusión de las vanguardias musicales nacionales. Con una asiduidad mensual que con el pasar de los años se fue espaciando, sus secciones críticas calificaban la actividad musical nacional; sin embargo desde aquel inicio se mostrará no solo reacia a comentar la Temporada Lírica del Municipal, —vista más afín a páginas sociales que a una revista musical— sino que desde la trinchera de la página editorial misma calificará a la ópera en Chile como conservadora y anticuada, trillada, con un costo monetario excesivo para el país, con nulo aporte educativo, una mera pasarela de lucimiento político y social58. Esta postura se mantendrá por mucho tiempo.

Así, el género lírico a manos de creadores nacionales sufrirá una doble observación, una doble vigilancia en nuestro país:

Desde sus primeros ejemplos hasta 1930 es un centro de cultura musical nacional, por lo que el juicio caerá sobre la factibilidad de que un chileno pueda componer o tener el conocimiento y apropiarse de este género complejo, culto, eminentemente europeo. Sin duda que el estrepitoso fracaso del Lautaro a nivel de la intelectualidad local, con la magna e intensa batalla de escritos y crítica que tiñó la casi totalidad de las publicaciones periódicas de 1902 en una situación sin parangón ni antes ni después en el medio musical nacional, sirvió de antídoto y veredicto frente al nacimiento de una incipiente lirica chilena (Florista, Velleda, Caupolicán, Lautaro, todas en el lapso de siete años), opinión que no hacía más que reforzar una postura previa. E insisto, el juicio levantado sobre Lautaro tendrá los visos de un homicidio ritual, que libera tensiones de la comunidad y cimenta un pensamiento, aquí aunados la opinión de las clases altas y (como veremos en el próximo párrafo) la de la institucionalidad musical de vanguardias, por lo que al momento de enfrentarnos a la crítica de la segunda versión de la Florista de Lugano podríamos hablar ya de un homicidio ritual en serie. Así entenderemos y tendremos provisiones para los veintisiete años que seguirán sin una nueva ópera chilena estrenada, así complementaremos las críticas y opiniones durante el estreno de Sayeda, centradas en admirar la técnica y las bellezas armónicas y orquestales de Bisquertt, así como su modernidad, por sobre su efectiva adecuación al género lírico.