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El momento definitivo en mi vida fue en una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el pasar de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que se pueda imaginar. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al lugar. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que este alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

Por un momento su entusiasmo pareció apartar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.

Finalmente cuando recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, más oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

—¡Ignorante! —decía a gritos—. ¿No puedes ni adivinar? ¿No tienes el entendimiento para ver la voluntad que por más de seis siglos ha mantenido la horrorosa maldición sobre tu familia? ¿Te he mencionado el elixir de la eterna juventud? ¿Sabes acaso quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡El mismo que vive desde hace seiscientos años para continuar con mi venganza, yo soy Charles Le Sorcier!

The Alchemist: escrito en 1908. Publicado en noviembre de 1916.

La dulce Ermengarde7

I. Una simple chica de campo

Ermengarde Stubbs era una joven rubia hermosísima, hija de Hiram Stubbs, granjero y contrabandista de licor, pobre pero honrado, oriundo de Hogton, Vermont. En principio, su nombre completo era Ethyl Ermengarde, pero su padre la convenció para que no usara su primer nombre a partir de la creación de la Decimoctava Enmienda, alegando que le causaría sed pues le recordaría el alcohol etílico (C2H3OH). El destilado propio de Stubbs era, sobre todo, de alcohol metílico o de madera (CH3OH).

Ermengarde decía tener dieciséis primaveras y calificaba de calumnias las afirmaciones que le atribuían treinta años. Poseía grandes ojos negros, una destacada nariz romana, pelo rubio que nunca oscurecía en las raíces —a no ser que la farmacia local estuviera corta de suministros— y una constitución hermosa pero vulgar. Medía alrededor de un metro setenta de alto, pesaba cerca de cincuenta y dos kilos en la báscula de su padre —y también en las demás— y era reconocida como la más hermosa por todos los galanes del pueblo que admiraban la granja de su padre y saboreaban su producción de licor. Dos vehementes amantes deseaban en matrimonio a Ermengarde. El caballero Hardman, que mantenía una hipoteca sobre la antigua casa de Stubbs, era muy rico y aún más viejo. De tez morena y apariencia cruel, montaba siempre a caballo y nunca soltaba la fusta. Durante mucho tiempo había cortejado a la dulce Ermengarde y ahora su deseo se había elevado hasta alturas febriles, ya que había descubierto que debajo de las humildes tierras del granjero Stubbs había una rica veta de ¡¡ORO!!

 

—¡Ajá! —se dijo—, tengo que seducir a esa joven, antes de que su padre se entere de esa sorprendente riqueza ¡y sumaré mi fortuna a otra aún mayor! —y comenzó a frecuentarlos dos veces por semana, en vez de una sola como había hecho hasta ese momento.

Pero, para mala suerte de los siniestros deseos de este infame, el caballero Hardman no era el único pretendiente de la bella joven. Muy cerca del pueblo vivía un segundo pretendiente… el apuesto Jack Manly, cuyos ondulados cabellos dorados habían atrapado el amor de la dulce Ermengarde cuando ambos eran solo un par de niños en la escuela del pueblo. Jack había tardado mucho tiempo para confesarle su pasión a la chica, pero un día, mientras paseaba junto a Ermengarde por un sendero sombreado cerca del viejo molino, había reunido el valor para exponer a la luz aquello que guardaba dentro de su corazón.

—¡Oh, luz de mi vida! —le dijo—. ¡Mi espíritu está agobiado de tal forma que me veo obligado a hablar! Ermengarde, mi ideal (aunque lo que en realidad dijo fue idea), la vida se ha tornado en un sin sentido sin tu presencia. Amada de mi corazón, observa cómo este interesado muerde el polvo por ti. ¡Ermengarde, oh, Ermengarde, levántame y déjame ver el séptimo cielo diciéndome que serás mía algún día! Es cierto que soy pobre, ¿pero es que no soy lo bastante joven y fuerte como para hacerme camino hacia el éxito? Es lo único que puedo prometerte, mi querida Ethyl… quiero decir, Ermengarde… mi única, mi más hermosa…

Aquí hizo una pausa para secarse los ojos y limpiarse la frente, cosa que la bella aprovechó para contestarle:

—Jack… mi ángel… al fin… quiero decir... ¡esto es tan inesperado y tan sorprendente! No hubiera imaginado que alguien como tú guardara tales sentimientos hacia un ser de tan poca importancia como la hija del granjero Stubbs… ¡pero, si no soy más que una niña! Tu nobleza natural es tanta que yo había temido… quiero decir… que no te hubieras fijado en mis discretos encantos y que fueras a buscar fortuna en la gran ciudad, y allí conocieras y te casaras con una de esas exquisitas damas a las que vemos brillar en las revistas de moda. Pero Jack, como yo te correspondo en sentimientos, dejemos a un lado todo este rodeo innecesario. Jack, querido mío, mi corazón quedó prendado del tuyo hace mucho tiempo por tus grandes virtudes. Siento un enorme afecto por ti, considérame tuya y asegúrate de comprar el anillo en la tienda de Perkins que tiene bellos diamantes de imitación en su escaparate.

—¡Ermengarde, amor mío!

—¡Jack, mi adorado!

—¡Querida mía!

—¡Amor mío!

—¡Mi bien!

II. Y el villano aún la persigue

Pero este tierno instante, sacralizado por su intensidad, no había pasado inadvertido a ciertos ojos depravados, ya que escondido entre los matorrales y rechinando sus dientes de rabia estaba el infame ¡caballero Hardman! Cuando finalmente, los amantes se alejaron paseando, salió al camino retorciendo frenéticamente sus bigotes y su fusta y le lanzó un puntapié a un gato que pasó justo en ese momento y que era totalmente inocente de todo aquel tema.

—¡Malditos! —gritó (Hardman, no el gato)—. ¡Estoy viendo cómo se alteran mis planes de apoderarme de esa granja y esa chica! ¡Pero Jack Manly no me ganará! ¡Yo soy un hombre con poder… ya veremos!

Así que fue a la humilde granja de Stubbs, donde halló al dulce padre en su destilería clandestina, aseando las botellas bajo la supervisión de la encantadora madre y esposa, Hannah Stubbs. El infame fue directamente al grano y dijo:

—Granjero Stubbs, desde hace mucho tiempo siento un tremendo amor por su tierno retoño, Ethyl Ermengarde, la pasión me consume y deseo pedir su mano. Siendo como soy una persona de pocas palabras, no voy a perder el tiempo con eufemismos. ¡Entrégueme a la chica o hago efectiva la hipoteca y me haré dueño de sus propiedades!

—Pero, señor —se defendió el desconcertado Stubbs, mientras su sorprendida esposa no hacía sino sofocarse.

—Estoy convencido de que el amor de la chica es para otra persona.

—¡Ella tiene que ser mía! —se rio con aspereza el indigno caballero.

—Ya haré yo que me ame… ¡nadie se opone a mi voluntad! ¡O se convierte en mi esposa o la granja cambiará de manos!

Y con una venenosa carcajada y un floreo de su fusta, el caballero Hardman se esfumó en la noche. Apenas se marchó, llegaron por la puerta de atrás los felices enamorados, deseosos de compartir con el matrimonio Stubbs su recién revelada felicidad, ¡Imaginen la absoluta consternación que se produjo cuando se supo lo ocurrido! Las lágrimas se derramaban como la cerveza, hasta que Jack se acordó que él es el héroe y levantando su cabeza expresó en tono debidamente viril:

—¡Nunca la bella Ermengarde será ofrecida en sacrificio a ese animal mientras yo viva! ¡Yo la cuidaré… es mía, mía, mía… y mía! ¡No tengan miedo, queridos padre y madre, que yo los cuidaré siempre! ¡Mantendrán intacto su viejo hogar (aunque, por cierto, Jack no sentía mucho agrado hacia la producción de Stubbs) y llevaré a la iglesia a la hermosa Ermengarde, la más encantadora de las mujeres! ¡Al infierno con ese maldito caballero y su podrido oro! ¡Iré a la gran ciudad y reuniré el dinero para ayudarlos y cancelar la hipoteca antes de que esta se venza! Adiós querida mía… te dejo con lágrimas en los ojos, ¡pero regresaré para pagar la hipoteca y reclamar tu mano!

—¡Jack, mi ángel!

—¡Ernie, mi dulce amor!

—¡Eres el más adorable!, ¡Querido!… y no te olvides del anillo de Perkins.

—¡Oh!

—¡Ah!

III. Un acto detestable

Pero el atrevido caballero Hardman no era un hombre fácil de vencer. Cerca del pueblo existía un poco respetable asentamiento de chozas sucias, poblado por una chusma perezosa que vivía del robo y otros virtuosos oficios por ese estilo. Allí, el desalmado caballero empleó dos secuaces… tipos de mal aspecto que, por supuesto, no eran caballeros. Y a media noche, los tres irrumpieron en la granja de Stubbs y raptaron a la dulce Ermengarde, confinándola en una destartalada choza, bajo la vigilancia de una horrenda y vieja arpía llamada Madre María. El granjero Stubbs estaba destrozado y hubiera publicado anuncios, de no haber tenido un precio de un centavo por palabra. Ermengarde tenía un carácter firme y nada lograba hacer variar su negativa de casarse con el villano.

—Ajá, mi arrogante belleza —le dijo él—. ¡Ahora estás en mi poder y más pronto que tarde someteré tu voluntad! ¡Mientras tanto, piensa en tus pobres y viejos padres, vagando sin techo por el campo con el corazón roto!

—¡Oh, déjelos en paz, déjelos en paz! —rogó la doncella.

—Jamaaaás… jajajajajaja —se reía el villano.

Así transcurrían los días sin esperanza alguna, mientras, sin saber nada de lo ocurrido, el joven Jack Manly buscaba fama y fortuna en la gran ciudad.

IV. Sutil villanía

Un día, mientras el caballero Hardman estaba descansando en el salón al frente de su costosa y palaciega mansión, entregado a sus juegos favoritos de hacer chirriar los dientes y blandir su fusta, se le ocurrió un pensamiento brillante y maldijo la figura de Satanás que tenía sobre su repisa de ónice.

—Me maldigo —gritó—. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con esa joven cuando puedo tener la granja mediante un sencillo embargo? ¡No lo había pensado! ¡Puedo olvidarme de la chica, obtener la granja y casarme con cualquier hermosa dama de la ciudad, como esa primera actriz de la compañía de variedades que se presentó la semana pasada en el teatro del pueblo!

Y, fue hasta la choza, le pidió disculpas a Ermengarde, la dejó ir a casa y regresó a la suya, a pensar en nuevos crímenes y a crear nuevas formas de maldad. Los días transcurrían y los Stubbs estaban cada vez más preocupados según se acercaba la pérdida de su casa sin que nadie fuera capaz de solucionarlo. Pero, un día, un grupo de cazadores de la ciudad llegó a los terrenos de la vieja granja y uno de ellos descubrió ¡¡el oro!! Escondiendo el hallazgo a sus compañeros, aparentó haber sido mordido por una serpiente y fue hasta la granja de los Stubbs a buscar el remedio habitual en esos casos. Ermengarde fue quien abrió la puerta y lo vio. Él también la vio a ella y en ese mismo instante, decidió obtener tanto el oro como a la chica.

—Por mi vieja madre que voy a lograrlo! —se dijo para sus adentros—. ¡Ningún sacrificio será excesivamente grande!

V. El tipo de ciudad

Algernon Reginald Jones era un cultivado hombre de mundo, oriundo de la gran ciudad y en sus delicadas manos, nuestra pobre y joven Ermengarde no era más que una niña. Uno casi podía creerse aquello de que tenía dieciséis años. Algy se movía con rapidez y sin torpezas. Él tendría que haberle enseñado a Hardman un par de cosas en lo tocante a seducción. Tan solo una semana después de haber ingresado al círculo familiar de los Stubbs, en el que se movía como la serpiente que era, ¡ya había convencido a la heroína para que se escapara con él! Ella se fue a media noche, dejando una nota a sus padres, oliendo el familiar puré de patatas por última vez y dando su último beso de despedida al gato… ¡mal proyecto! En el tren, Algernon se quedó dormido y recostado del asiento, y un papel se cayó por accidente de su bolsillo. Ermengarde se dejó llevar por sus derechos de prometida, agarró la hoja doblada y leyó su aromático contenido… y ¡Oh, fatalidad! Estuvo a punto de desmayarse ¡Era una carta de amor de otra mujer!

—¡Pérfido mentiroso! —susurró, hablándole al dormido Algernon

—¡Así que esto es lo que importa para ti tu tan jurada y prometida fidelidad! ¡Tú y yo hemos terminado para siempre!

Y, después de decir esto, lo lanzó por la ventana y se apoyó en busca de un reposo que necesitaba de verdad.

VI. Sola en la gran ciudad

Cuando el escandaloso tren llegó a la oscura estación de la ciudad, la pobre e indefensa Ermengarde se hallaba sola y sin dinero suficiente como para volver a Hogton.

—Oh, ¿Por qué? —suspiraba llena de inocentes remordimientos—. ¿Por qué no le quitaría la cartera, antes de lanzarlo por la ventana?, ¡Bueno, ya me las arreglaré! ¡Me han dicho tantas cosas de la ciudad que con facilidad ganaré lo suficiente como para regresar a casa e inclusive para pagar la hipoteca!

Pero ¡ay de nuestra heroína!… no era nada fácil para un inexperto hallar un trabajo, así que al transcurrir una semana, se veía obligada a dormir en las sillas de los parques y a buscar comida en la basura. Una vez, un tipo astuto y malintencionado, notando lo desamparada que estaba, le ofreció trabajo en un degenerado cabaret de moda, pero nuestra heroína era fiel a sus valores campesinos y se negó a trabajar en aquel dorado y resplandeciente palacio de frivolidad… sobre todo, porque solo le ofrecieron tres dólares a la semana, con comida, pero sin habitación. Trató de hallar a Jack Manly, su antiguo amante, pero fue incapaz. Además, quizá no la hubiera reconocido, ya que a causa de la pobreza se había tornado morena y Jack no la había visto de ese modo desde los días de la escuela. Una noche se encontró un monedero, vacío pero lujoso, y después de verificar que no guardaba gran cosa, se lo devolvió a la rica mujer al que pertenecía de acuerdo con un escrito que había adentro. Más sorprendida de lo que se puede narrar ante la honestidad de aquella pobre vagabunda, la aristocrática señora Van Itty apadrinó a Ermengarde, para reemplazar a su pequeña que le habían robado muchos años atrás.

—Se parece a mi hermosa Maude —suspiró, notando como el pelo oscurecido se tornaba casi rubio.

 

Así, las semanas fueron pasando, con los viejos llorando en la casa añorando sus cabellos y el malvado caballero Hardman sonriendo diabólicamente.

VII. Final feliz

Un día, la rica heredera Ermengarde S. Van Itty, empleó a un segundo chofer asistente. Le llamó la atención algo conocido en su cara, lo miró de nuevo y se quedó boquiabierta. ¡Ah! ¡Pero si era el desleal Algernon Reginald Jones, a quien había lanzado por la ventana aquel fatídico día! Había sobrevivido… lo cual era evidente. Se había casado con una mujer y esta se escapó con el lechero y todo el dinero de la casa. Ahora, absolutamente arruinado, le contó con arrepentimiento a nuestra heroína su historia y le reveló toda la verdad del oro de la granja de su padre. Emocionada más allá de lo que podría narrarse, le subió a un dólar su salario mensual y decidió terminar de una vez, con esa insatisfecha necesidad de acabar con las preocupaciones de sus ancianos padres. Así que, un día brillante, Ermengarde fue en coche a Hogton y llegó hasta la granja, justo en el momento que el caballero Hardman estaba ejecutando el embargo y ordenando el desalojo de los ancianos.

—¡Detente, despreciable! —gritó ella batiendo un inmenso rollo de billetes—. ¡Al fin eres detenido! Aquí está tu dinero… ¡lárgate ahora y no regreses nunca a deshonrar la humilde puerta de nuestra casa!

Se produjo una gran alboroto, mientras Hardman retorcía su mostacho y su látigo, lleno de molestia y frustración. ¡Pero alto! ¿Qué ocurre? Suenan unos pasos en el viejo camino de grava y ¿quién aparece? Nuestro héroe, Jack Manly… ruinoso y harapiento pero con su rostro radiante. Al ver al vencido villano le dijo:

—Caballero… ¿no podría prestarme algo? Acabo de regresar de la ciudad con mi hermosa prometida, la bella Bridget Goldstein y necesito algo para comenzar en la vieja granja. Luego, dirigiéndose hacia los Stubbs, pidió perdón por su incapacidad de pagar la hipoteca tal como lo había ofrecido.

—No tiene importancia —le dijo Ermengarde—, ahora somos gente próspera y sería pago suficiente que te olvidaras para siempre de nuestras locas fantasías de infancia.

Durante todo ese tiempo, la señora Van Itty estuvo sentada en el coche esperando a Ermengarde, pero, observando desinteresadamente el afilado rostro de Hannah Stubbs un recuerdo adormecido surgió de las profundidades de su cerebro. Luego, le llegó una imagen de golpe y le gritó a la matrona campesina acusadoramente:

—¡Tú… tú… Hannah Smith… yo te conozco! ¡Hace veintiocho años eras la niñera de mi hija Maude y me la robaste de su cuna! ¿Dónde, dónde está mi hija? —en ese momento, la respuesta brilló como un rayo en el cielo tenebroso.

—Ermengarde… tú dices que es tu hija… ¡pero ella es la mía!… El destino me devolvió a mi amada niña ¡mi pequeña Maude! Ermengarde… Maude… ¡¡¡Ven hacia los amorosos brazos de tu madre!!!...

Pero Ermengarde tenía otras cosas más importantes en qué pensar. ¿Cómo sostener aquella ficción de los dieciséis años si la habían robado hacía veintiocho? Y... si no era la verdadera hija de Stubbs, el oro nunca sería suyo. La señora Van Itty era rica, pero el caballero Hardman era aún más rico. Así que, acercándose al derrotado villano, lo condenó al último y más horrible castigo.

—Caballero, querido —murmuró—. He pensado en todo este asunto. Yo te amo a ti y a toda tu ingenuidad. Cásate conmigo o... te condenarán por el secuestro del año pasado. Ejecuta ya esa hipoteca y goza a mi lado del oro que tu talento descubrió. ¡Vamos, querido!

Y el pobre tipo le obedeció.

Sweet Ermengarde: escrito entre 1919 y 1921. Publicado en 1943 de manera póstuma.