Creación Y Evolución

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He dicho que Rūmī y Walad debían conocer a Aristóteles y haber sufrido su influencia. En general, el Islam juzgaba desde sus inicios que las improntas de la verdad divina también se encontraban en escritos sapienciales no mahometanos, tanto de filósofos orientales como en las obras científicas y filosóficas de la Grecia clásica y el posterior helenismo, que por tanto se traducían al árabe y el persa por eruditos musulmanes que posteriormente las comentaban. La traducción de los escritos griegos contribuyó a dirigir al Islam hacia el campo de la ciencia, siguiendo la tradición helénica, dentro de un área que abarcaba de la medicina a la astronomía y la geometría de base euclidea y pitagórica.

Por tanto, no es extraño que muchos musulmanes hoy vean con interés la teoría del origen de las especies. De cualquier manera, todo ha de compararse con la medida esencial del Corán, ya que no se encuentran científicos ateos en los países islámicos, los evolucionistas son creyentes y están convencidos de que no hay contradicción entre ciencia y fe. Ya que no solo los profesores universitarios, sino también los maestros de biología en las escuelas medias y superiores usan el Corán con el fin de explicar el origen de la vida y la evolución de las especies, se deduce que un porcentaje no pequeño de la población islámica de cultura media y superior es normalmente evolucionista, mientras que la mayoría, constituida por personas con poca o ninguna instrucción, es normalmente creacionista.

Discusiones sobre evolución en el Occidente cristiano (o antes cristiano)

Como apreciaremos mejor en otros capítulos y especialmente en el 5, es más bien el Occidente cristiano (o que lo era en su momento, considerando la conducta actual de buena parte de la población) el que asiste a discusiones e incluso a polémicas entre los no muchos fieles restantes y los darwinistas ateos que consideran casual no solo la evolución sino todo el universo desde el Big Bang. Pero no faltan polémicas y a veces peleas también entre creacionistas creyentes y esos evolucionistas que defienden una evolución física del cosmos y biológica de las especias ambas queridas y dirigidas por el Creador. El colmo resulta ser que, a menudo, el objeto de la contienda no es la investigación científica en sí, sino argumentos ontológicos, confundiéndose el campo de las investigaciones experimentales con el de los estudios metafísicos y bíblico-teológicos sobre el ser y eso cuando no se añade la ideología visceral para eliminar la controversia.

El resto del ensayo tratará esos entornos.

Ahora me parece oportuno referirme a las tres principales teorías evolutivas, añadiendo al tiempo y poco a poco algunas consideraciones.

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Nociones históricas de las teorías evolutivas

Al evolucionismo se la ha hecho coincidir muchas veces con el darwinismo, a pesar de que la teoría de Charles Darwin coincidió en el tiempo con la análoga de Alfred Russel Wallace y ambas se vieron precedidas por la teoría evolucionista de Jean-Baptiste Lamarck. Por otro lado, como veremos con detalle en el capítulo 7, en el neoevolucionismo se propone una nueva subteoría, la del equilibrio puntuado.

Presento un breve excurso histórico, al que añado algunas consideraciones:

Charles Darwin (1809-1882)

El científico agnóstico inglés Charles Darwin fue creyente en la primera parte de su vida y, en su juventud, incluso un fundamentalista cristiano, al nacer en un entorno protestante, de padre anglicano y madre unitaria14 y haber sido sometido a una muy rigurosa educación religiosa, que comprendía el estudio casi literal de la Biblia, y luego enviado a estudiar teología en el Christ's College de Cambridge. Como indica en su autobiografía, todo esto le había dejado durante mucho tiempo la idea de la verdad absoluta y literal de cada palabra de la Biblia. Se declararía agnóstico después de sus investigaciones, al tiempo que publicaba de su obra fundamental, El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, conocida generalmente como El origen de las especies.

Como es sabido, inició su carrera como naturalista emprendiendo en 1831, como huésped del comandante, un viaje de cinco años alrededor del mundo en el bergantín de la marina militar británica Beagle, que albergaba una expedición cartográfica y así visitó las islas de Cabo Verde y las Falkland (o Malvinas), las costas atlánticas y pacíficas y finalmente Australia. En el archipiélago de las Galápagos advirtió que cada isla tenía tipos distintos de tortugas y especies de aves que eran similares en ciertos aspectos y eran distintas en otros y también observó ciertas semejanzas entre ciertos fósiles que había descubierto y ciertas especies vivientes. Había leído entretanto el ensayo de 1798 sobre la población15 del pastor protestante Thomas Malthus (1766-1834), en el que este economista sostenía que el aumento de la población humana era superior al de los recursos alimentarios y se desarrollaba en progresión geométrica, mientras que el alimento disponible aumentaba solo en progresión aritmética, por lo que se veía empujado a cultivar tierras cada vez menos fértiles, sufriendo así una gran penuria de géneros alimenticios con una difusión cada vez mayor del hambre, con muertos por inanición en una especie de control natural a posteriori que seleccionaba a la población humana. Entre Malthus y los descubrimientos y observaciones naturales, nacieron en Darwin las ideas que llevaron a formular la teoría de la evolución por selección natural. En particular, había partido de la suposición de que las diversas tortugas habían tenido como origen una especie común y luego fueron mutando, adaptándose a los distintos ambientes de las diversas islas del archipiélago de las Galápagos. Volvió a Londres en 1836 con las muestras vegetales y animales recogidas y los fósiles recuperados. Presentó para su revisión sus hallazgos ornitológicos a expertos del British Museum y al año siguiente se le informó que esos pájaros, aunque de un aspecto muy diferente, pertenecían todos a la familia zoológica Fringillidae, y a la subfamilia Geospizinae, es decir, eran pinzones comunes. Había deducido que en todas las especies vivientes, a lo largo de generaciones, habían nacido individuos con características distintas con respecto a las de sus padres y entre esos individuos un principio de competencia, la selección natural, escoge a los mejor dotados para sobrevivir en el entorno. La generación siguiente tiene una mayor presencia de ejemplares que sobreviven y se reproducen mejor. En otras palabras, para este científico, en el proceso evolutivo intervienen algunos principios, el de la variación casual, tanto fisiológica como, a consecuencia de esta, de comportamiento, el principio de la herencia de las mutaciones y el de la selección natural en la competencia entre individuos. Darwin, teniendo en cuenta el entorno de las Galápagos, concibe además la idea de nichos protegidos que entiende que favorece el mecanismo, gracias a la ausencia, o al menos a la menor presencia, de depredadores y, en general, de daños ambientales. Sostiene además que el motor de todo es el ciego azar, aunque al principio había supuesto un posible finalismo en las variaciones.

Hablar de azar en el darwinismo, y hoy en el neodarwinismo y en general en la investigación biológica y naturalista, significa decir que una mutación en un ser viviente no depende de la necesidad de ese organismo y que la transformación del mismo no se impone por una exigencia originada en el entorno, sino que se trata de una transformación completamente fortuita: el viviente mutado que por accidente consiga una condición mejor que otros con respecto al entorno en que se aloja sobrevive originando una nueva especie que prospera, mientras que los no mutados y los mal mutados de su especie se extinguen.16 Como ya escribí en un ensayo anterior,17 para Darwin «no había ningún fin en la selección natural, que no estaba guiada por ninguna fuerza lógica de la naturaleza ni mucho menos por alguna Razón sobrenatural: para él las mutaciones eran mecánicas, no había ninguna idea de progreso en la evolución ni existía una jerarquía entre los seres vivientes, incluido el hombre. Era el azar el que producía las variaciones, por lo tanto estas no tenían una finalidad ni para un cambio en el entorno ni para satisfacer una necesidad particular de un individuo. Según Darwin, si la variación casual era negativa no se transmitía; por el contario, si era positiva, sí. Ese punto de vista se oponía obviamente al cristiano. El paradigma de Darwin era el mecanicismo de Newton, que durante dos siglos había contribuido enormemente a la investigación en el campo de la física y había sido un punto de referencia para los científicos: el siglo XIX estaba muy lejos de los posteriores descubrimientos desconcertantes del probabilismo, la mecánica cuántica y la relatividad y Darwin quería y pensaba poder crear un sistema sólido también para la biología como era, en su tiempo, el newtoniano, basado en las tres leyes de la mecánica. También había teorizado y presentado a su vez sus tres leyes: las mutaciones casuales que según él justificaban el surgimiento de las nuevas especies; la lucha por la supervivencia que premiaba las mutaciones mejor adaptadas; la selección natural causada por el aislamiento geográfico, que favorecía la extinción de las especies y el desarrollo otras. Al fin y al cabo, no era en sí la idea de la evolución la que perturbaría el cristianismo, sino el concepto de selección natural, que se enfrentaba con la idea del Plan divino para los seres humanos y era la idea de un proceso ciego y mecánico, mientras que para la fe cristiana, además, Dios se había encarnado en la segunda Persona intencionadamente en la Historia».

 

En sus últimos años de vida, Darwin acepta un concepto llamado pangénesis, tomado de Lamarck (ver más abajo), es decir, la teoría de que el uso o falta de uso de un órgano provocaría variaciones consiguientes en las generaciones posteriores.

Sobre las críticas a Darwin

Hoy en día el darwinismo está sometido a críticas y puntualizaciones, no solo por parte de creyentes, sino también en ciertos entornos neodarwinistas. En síntesis, son las siguientes:

El modelo darwinista no puede explicar fenómenos como las grandes mutaciones inesperadas y los eventos catastróficos de extinción, como el famoso de los dinosaurios, lo que contrasta con la teoría de la evolución gradual; los plazos necesarios para imponerse las nuevas especies serían demasiado largos si las mutaciones fueran lentas y naturales; el darwinismo clásico no explica el papel de las mutaciones neutrales, constituyendo estas por otro lado la mayoría de las propias mutaciones; no contempla las indudables distintas formas de cooperación entre seres vivientes, que contradicen la imagen de un mundo guiado solo por la lucha por la supervivencia; Darwin tampoco aclara el mecanismo de herencia de las características adquiridas.

Neodarwinismo y nuevas fronteras

Hace tiempo que las nuevas fronteras de la genética, en particular el descubrimiento del ADN18 y los estudios consiguientes, materia que desconocían Darwin y las primeras generaciones de sus seguidores, han llevado a los neodarwinistas, siempre bajo la hipótesis casualista, a estudios de microbiología dirigidos a corroborar la idea de la mutación y, por tanto, de la teoría evolucionista Se ha formulado la llamada teoría sintética que considera a las fuentes de la selección natural, en primer lugar, mutaciones casuales genéticas mínimas del ADN, llamadas microevoluciones, que a lo largo del tiempo, bajo la influencia única de la selección natural darwiniana, realizan macroevoluciones sumándose unas a otras.

Por otro lado, en el entorno creyente, evolucionista o no, se evidencia que los seres humanos no podemos ser reconducidos a ninguna otra especie considerando los ADN relativos, ni mucho menos a animales en los que este se aproxima mucho al nuestro. En particular se advierte que hay un abismo entre nosotros, los seres humanos, y el animal menos lejano, el bonobo, es decir, chimpancé enano, aunque la secuencia del ADN de ambas especies sea casi igual. Se ha realizado la llamada secuenciación19 del ADN del bonobo y se ha descubierto que las secuencias de su genoma, que comprende la información genética del organismo, es decir, todo su material genético, son como las humanas en un 98,4%, pero sin embargo ese 1,6% de diferencia se corresponde con unos 35 millones de nucleótidos de los cerca de 35.000 millones que comprende. Hay otras diferencias relativas a las llamadas duplicaciones, inversiones, inserciones, deleciones, que reducen la semejanza a cerca del 96%, y según los científicos que han realizado esta investigación, se trata de diferencias muy significativas.20 Dicen que además hay diversidad en las cadenas de aminoácidos de las proteínas, disconformidades estructurales en la hemoglobina y otras cosas que el profano no puede entender, pero son elocuentes para los especialistas. Todas estas diferencias hacen en resumen al humano su ser sustancialmente distinto de la Chita de Tarzán, de los chimpancés en definitiva. Por otro lado, los seres humanos no podemos ser reconducidos ni siquiera a los exponentes de especies Homo sapiens distintas de la nuestra del Homo sapiens sapiens, es decir, del hombre que no solo sabe, sino que sabe que sabe porque su mente es el resultado de un vertiginoso salto vertical cualitativo, siempre considerando los relativos ADN. El científico evolucionista Guido Barbujani, profesor de genética en la Universidad de Ferrara ha afirmado21 que «el estudio de los fósiles demuestra que es una historia que comienza en África, tal vez hace seis millones de años, cuando se separaron los destinos de dos grupos de simios, que con el tiempo evolucionarían hacia dos especies modernas, el chimpancé y el hombre. Desde entonces han aparecido diversas formas humanas diferentes, de las cuales solo ha sobrevivida una, la nuestra. (…) Hace cien mil años, las personas como nosotros solo existían en África Oriental. Pero también en Europa vivían seres humanos, ya que tenían un esqueleto y una cultura, aunque distinta de la nuestra: los neandertales. Y en Asia había otras dos formas humanas. (…) Hoy, al menos en lo que respecta a los neandertales, sabemos que su ADN era distinto del nuestro, tan distinto que no pueden haber sido nuestros antepasados: se extinguieron con nuestra llegada desde África».

Ceo que al hablar de otras dos formas humanas existentes en Asia, Guido Barbujani se refería al Homo sapiens heidelbergensis y al Homo floresiensis. El Homo sapiens heidelbergensis (hace entre 600.000 y 100.000 años), cuyos primeros restos se encontraron cerca de Heidelberg, en Baden-Württemberg, y posteriormente en Asia y África, tenía una capacidad craneal en torno a los 1.600 cm3 y, según los antropólogos, no es improbable que haya sido el progenitor en Europa del Homo sapiens neanderthalensis en el mismo momento que en África estaba evolucionando ese Homo sapiens que iba a convertirse, en un salto vertiginoso, en el Homo sapiens sapiens. El Homo floresiensis, llamado así porque fue descubierto en 2003 en la isla de Flores, al este de Bali, en Indonesia, vivió hace 18.000 años. Tenía una capacidad craneal de solo 380 cm3, pero proporcionada a su pequeña altura, inferior a la de un pigmeo. Se cree que convivió en la isla con nosotros, los sapiens sapiens. Se han encontrado utensilios de piedra junto a los yacimientos paleontológicos de esta especie, lo que ha permitido suponer que los floresiensis habían desarrollado una forma de cultura, a pesar de las pequeñas dimensiones de sus cerebros, por lo que la especie se calificaría como sapiens, y también porque sus dientes son pequeños como los del Homo sapiens, mientras que los dientes de los homínidos arcaicos son por el contrario relativamente más grandes.

Por tanto, según los evolucionistas contemporáneos, una especie ancestral de prosimios sería la antepasada de los primates y habría originado, hace seis millones de años, además otras especies de prosimios, de las cuales algunas descienden hasta nuestro tiempo (los lémures, los tarseros y los loris, clasificados como un suborden de la categoría de los primates llamado, como el antiquísimo antepasado, de los prosimios) unos protosimios por una parte, que evolucionarían hasta el chimpancé actual, y por otra hasta un primer homínido erecto, pero todavía animal, del que descendería, mutando poco a poco (para los cristianos evolucionistas, según la teoría de una evolución a saltos, de la que hablaré en otro lugar) en las diversas ramas de la especie Homo, entre las cuales está la del Homo sapiens sapiens. Y considerando que, como se ha demostrado científicamente, el ADN de los neandertales era diferente del nuestro, igual que lo era el del chimpancé, es decir, lo suficientemente distinto como para poder entender que no había relaciones de parentesco con el Homo sapiens neardenthalensis, es verosímil que, aunque quede por verificar, también el ADN de las demás especies de Homo sapiens sea igual de diferente al nuestro.

Un inciso: Prosimios significa antecesores de los simios y con respecto a esto no hay que confundirlos evidentemente con los protosimios, es decir, como indica la palabra, con los primeros simios propiamente dichos, de los cuales, según la teoría, luego se originaron, entre otros simios, los chimpancés. Como de los prosimios derivaron tanto los seres humanos como paralelamente los simios, decir que el hombre desciende de los simios es un error.

El creyente podría preguntarse si toda esa variedad, a pesar del nombre científico de Homo, serían especies humanas a los ojos de Dios, si tal vez serían… Adán.

Es un pregunta que podría interesar académicamente incluso a los no creyentes.

Advirtamos antes que nada que el nombre bíblico Adán, ’Ādam, significa «el Hombre», el Ser Humano con mayúscula, en el sentido de la humanidad de cualquier tiempo.

Podemos ver en primer lugar las cosas desde el punto de vista de la criatura. En lo que se refiere a la inteligencia, no solo los neandertales, organismos relativamente recientes que vivieron hace 130.000-30.000 años, sino también otras especies Homo más arcaicas ideaban y construían utensilios rudimentarios de piedra: el Homo ergaster, existente en África entre hace 1,8 millones y 300.000 años, fue el iniciador del trabajo lítico, haciendo al pedernal cortante y en forma de almendra, por eso llamada amigdaloide, del latín amigdala, por los paleontólogos, desarrollando posteriormente la especie Homo erectus la industria de la piedra en sus diversas variedades. ¿Haría por tanto esta primitiva inteligencia de estos seres los primeros adanes? Acerquémonos más de nuestra época: hace entre 400.000 y 300.000 años, individuos de la especie Homo sapiens arcaicus sabían encender el fuego y comían alimentos cocinados, coordinaban la caza, usaban ropas rudimentarias y, un hecho particularmente interesante, enterraban a los muertos como podría haber hecho el Homo sapiens neardenthalensis y posteriormente el Homo sapiens sapiens. Nos podemos preguntar: ¿aparte de la nuestra, todas esas especies tenían alguna intuición de lo divino, dado que, al menos, sepultaban a sus difuntos? ¿Lo hacían por una creencia en la supervivencia de los muertos en el más allá? No, salvo que se hallen pruebas de lo contrario: no se han encontrado testimonios históricos de ritos fúnebres en honor del fallecido, ritos que habrían podido hacer suponer la creencia en una dimensión ultraterrena. Todos sepultaban los restos, probablemente para evitar las miasmas cadavéricas. Los primeros testimonios de ritos religiosos (y también de formas artísticas) de la especie Homo se sitúan en edades recientes, en un periodo de hace 40.000-30.000 años y solo son del Homo sapiens sapiens. De hecho es indispensable un orden social complejo, un lenguaje y un sentido moral que, por lo que nos hacen pensar todos los hallazgos, son típicos solo de nosotros, los seres humanos y no de los homínidos más arcaicos ni tampoco del menos antiguo Homo sapiens neardenthalensis, que vivió contemporáneamente con nosotrosdurante un notable periodo de tiempo.

Con respecto al punto de vista de Dios (evidentemente aquí estamos en el ámbito creyente) no le es posible al hombre descubrir si también los ya extinguidos pertenecientes a los géneros Homo y, ante todo, los que nos son menos distantes, los neandertales, fueron criaturas a las que el Creador, aunque no les concediera una Revelación, les habría abierto la posibilidad de vivir en su Ser eterno después de la muerte: solo lo sabe Dios. Naturalmente, no le corresponde a la ciencia investigar al respecto, al no tratarse de algo experimental. El creyente sabe que nada se ha revelado en las Escrituras, como por otro lado tampoco se dice nada sobre la eventual supervivencia eterna de posibles extraterrestres, inteligentes o no, ni de las de los animales y la fe sugiere que por tanto esos posibles planes no deben concernir al devoto, ya que en los dos Testamentos Dios desveló solo lo que debía afectar a la especie Homo sapiens sapiens, de la que todo exponente, en el sentido en que se acepta la Palabra, es creado a imagen y semejanza del mismo Dios y, según el credo de los cristianos, a imagen de la segunda Persona trinitaria, el hombre-Dios Jesucristo.

De todas maneras, mi punto de vista personal es que el Creador no habría desarrollado designios solo para el Homo sapiens sapiens, sino que habría cuidado, al menos, también de otros seres vivientes del tipo sapiens y, más allá de la Tierra, de posibles extraterrestres más o menos inteligentes.

En cuanto a los animales, se puede señalar que el Papa Pablo VI creía, a título personal, en su supervivencia en Dios: como se reflejó en la prensa, al encontrar en público a un niño que estaba llorando por la muerte de su perro, ese pontífice le había segurado que lo volvería a ver en el Paraíso.

 

Con respecto a la pregunta de si los exponentes de las otras especies Homo fueron también los adanes, se puede ver más adelante la sección «Pío XII, monogenismo y poligenismo» en el capítulo 8, titulado «Pareceres de algunos de los últimos papas».

Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829)

De Darwin y el darwinismo pasamos al primer evolucionista, Lamarck. Luego volveremos a avanzar en el tiempo, a Russel Wallace, contemporáneo de Darwin.

Para ser precisos, acerca de la primacía de Lamarck, recuerdo que un poco antes que él, el naturalista George Buffon, más exactamente Georges-Louis Leclerc, conde Buffon (1707-1788), había tenido una cierta intuición evolucionista, aunque sin embargo sin haber desarrollado una teoría: era un experto en anatomía comparada y, como había escrito en su obra en 36 tomos L'Histoire naturelle, générale et particulière, publicada entre los años 1749 y 1789, en parte por tanto después de su muerte, había apreciado semejanzas entre el hombre y los simios y había supuesto una posible genealogía común.

Después de un periodo de carrera militar, el francés Jean-Baptiste Lamarck se había dedicado al estudio de las ciencias naturales, siguiendo una visión filosófica de la naturaleza inspirada por el materialismo ilustrado. Hasta él se pensaba que las especies fueron creadas así como se presentaban, sin ninguna mutación. El mismo gran clasificador sueco de los organismos botánicos y zoológicos Carl Nilsson Linnaeus, conocido sencillamente como Linneo (1707-1778), había sido fijista, aunque hacia el final de su vida había supuesto que podían surgir nuevas especies por hibridación entre similares, pero la idea de hibridación no puede considerarse evolucionista. Para Lamarck, la materia no estaba constituida por elementos estables y definitivos como se suponía, sino que era mutable. Partiendo de la observación de los invertebrados, había concebido la transformación de las especies vivientes a lo largo del tiempo, causada por los requerimiento del entorno y su capacidad de adaptación: había desarrollado la hipótesis de que en todos los organismos biológico habría un impulso interno hacia la mutación, tendente a la perfección, la cual, debido a los fenómenos que él llamaba «el uso y desuso de las partes» y «la hereditariedad de las características adquiridas», los hacía cada vez más complejos en el curso de las generaciones. Así que había llevado a la biología al evolucionismo, según una idea dinámica de la historia natural. Había expresado sus teorías en la obra Filosofía zoológica en 1809. Lamarck fue también quien inventó el término «biología», que había incluido en la gran Enciclopedia ilustrada francesa, en cuya redacción había sustituido a D'Alembert.22

Su teoría fue seguida con atención en el entorno de la biología hasta los años 20 del siglo XX. Posteriormente el lamarckismo fue criticado, primero por solo una parte de los científicos y luego de manera generalizada, tanto a causa de la afirmación de Lamarck de que la tendencia a la mutación estaba ínsita en los seres vivientes, algo que por entonces era algo presunto y nunca demostrado, como sobre todo por el hecho de que las características adquiridas durante la existencia no parecían ni parecen transmisibles a los descendientes, ya que dichas características se memorizan en las células somáticas y no en las germinales. Por ejemplo, una persona que se vuelva obesa no transmitiría naturalmente su adiposidad a los descendientes, salvo que los sobrealimentara en los primeros meses y años y los hiciera obesos para todo el resto de sus vidas, pero en ese caso no se trataría de un hecho congénito, sino cultural (evidentemente de mala cultura).

Alfred Russel Wallace (1823-1913)

Este naturalista galés autodidacta, un ecologista avant la lettre, dedicó toda su vida a la investigación pura, viviendo en condiciones económicas precarias, ganando dinero con la venta a museos de hallazgos zoológicos y la realización de conferencias y, en sus últimos años, con un modesto puesto público vitalicio concedido gracias a Darwin y otros, que sin embargo resultaba insuficiente para que viviera con holgura.

Russel Wallace había concebido su teoría evolucionista tras dos expediciones científicas, la primera a la Amazonia, la segunda a Malasia y Borneo, estudiando la flora y la fauna de esas regiones y comparando las características de las especies con su distribución geográfica. Para pagar sus propias investigaciones, recogía al mismo tiempo ejemplares de fauna exótica que enviaba a Londres a un intermediario que los revendía a coleccionistas privados y museos. Había leído independientemente de Darwin el ensayo de Malthus sobre la población. En 1855, mientras estaba todavía en Borneo, había escrito un primer ensayo: «On the law which has regulated the introduction of new species» («De la ley que ha regulado la introducción de nuevas especies»), donde ya desarrollaba su hipótesis evolucionista, sin teorizar sin embargo acerca de sobre qué mecanismo se fundaba la modificación de los organismos y la aparición de las nuevas especies. Tres años después, en Londres, había tenido finalmente la intuición de que ese mecanismo era la selección natural. Había expuesto sintéticamente por escrito su idea en un artículo que había enviado a Charles Darwin para que le diera su opinión, antes de hacer pública su hipótesis. La teoría de Russel Wallace se exponía de una forma concisa e inequívoca y, sin que lo quisiera el autor, había atribulado a Darwin porque, después de veinte años de investigación, corría el riesgo de ser considerado un epígono. Sin embargo, Russel Wallace, a partir de lo averiguados en sus estudios paralelos, había admitido sin contemplaciones la idea de la simultaneidad y había habido un acuerdo por el que ambas teorías se presentaría a la vez en público el 1 de julio de 1858 en la Sociedad Linneana. Solo después se publicaría el artículo de Russel Wallace, como también algunos fragmentos de los escritos inéditos de Darwin que, espoleado por la situación, había dejado de lado las incertidumbres y al año siguiente había publicado un largo resumen de su obra monumental, El origen de las especies. Era el positivista siglo XIX y al agnóstico Darwin le llegó su pleno éxito y la fama mundial, puesto que el otro científico, siempre en la sombra para el público más amplio, aunque no practicaba ninguna religión, no era ni ateo ni agnóstico, sino que tenía una concepción espiritualista y por tanto, a pesar de estar seguro de que era la selección natural la que producía la evolución de las especies, no había extendido esa concepción mecanicista al desarrollo de las facultades intelectuales y morales del ser humano. Había expresado primero solo indirectamente su parecer espiritual sobre el hombre en el ensayo «The origin of human races and the antiquity of man deduced from the theory of natural selection» («El origen de las razas humanas y la antigüedad del hombre deducidas de la teoría de selección natural»), publicado en 1864 en la revista Anthropological Review, donde había afirmado, pero sin presentar pruebas, como por otro lado pasaba con el caso de la evolución ciega de Darwin, que la selección natural había dejado de ejercerse en el cuerpo del hombre desde que este había alcanzado su condición humana plena y que, desde entonces, sus características físicas habían perdido cualquier valor para la supervivencia de la persona, asegurada por un nuevo factor, la mente, propia solo del ser humano. Esta le permitía ejercitar poder sobre la naturaleza, mientras que, también gracias a ella, se había desembarazado del poder de la naturaleza sobre él, mientras que todos los demás seres vivientes habían sufrido y continuaban sufriendo modificaciones evolutivas en todas las partes de su cuerpo. Según Russel Wallace, el antropoide se había modificado, sí, hasta cierto momento, en todo lo físico, pero luego nada más que en el mismo cerebro, lo que había influido en el proceso de selección hacia el muy inteligente ser humano. Y esto se había producido en primer lugar gracias a posición erecta y el consiguiente uso de las manos como instrumento de trabajo y de lucha, estado inicial de esa especialización cerebral que habría permitido que el encéfalo se convirtiera finalmente en el maravilloso cerebro del hombre, ya sin evolución, sino definitivamente formado. Al materialista y no finalista Darwin le sorprendieron esas hipótesis y cuando tiempo después Russel Wallace expresó claramente su concepción espiritualista afirmando además que la evolución del hombre estaba guiada por inteligencias trascendentes, quedó estupefacto y le escribió con preocupación: «Confío en que no haya matado del todo a su hijo y el mío». Advirtamos sin embargo que Russel Wallace había concebido, igual que Darwin, una evolución lenta y completamente gradual a lo largo de mutaciones imperceptibles, por lo que, de hecho, a pesar de su espiritualismo, no había excluido a los seres vivientes anteriores al Homo sapiens sapiens, en parte hombres y en parte bestias, al contrario de lo que se puede entender en la idea de dos investigadores contemporáneos, que contempla una evolución que procede a saltos: la llamada teoría del equilibrio puntuado. Me refiero a los investigadores Stephen Jay Gould y Niles Eldridge, sobre los que volveré más adelante.

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