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8

Era una escena clásica de película porno. Mejor dicho, pensó Martín, era La Escena, la ineludible culminación de las pobrezas imaginativas de esa artesanía menor: un titánico pene profesional llenaba toda la pantalla y era masajeado con maes­tría por dos muchachitas rubias puestas de rodillas y destinadas sin remedio al inminente estertor pringoso del momento del aleluya. Una vez más observó él que para Fernanda sus ojos y el estímulo sexual tenían un pacto de no agresión, pues ella no le concedió a la fálica techumbre ni siquiera una ojeada de lástima. Así que de nuevo lo asaltó la pregunta: ¿de quién habría sido la idea de poner esa pantalla ahí?

Nuevamente se esforzó por borrar esa inquietud recordando la receta preferida de ese inmenso bohemio que fue su padre: si quieres ser feliz, como me dices, no analices, no analices. Y recordó, como le ocurría con frecuencia en esos casos su­brepticios, el señero ejemplo de George Washington: primero en la guerra, primero en la paz, primero en el corazón de sus compatriotas y segundo en la cama de su mujer, que era viuda.


En general, las mujeres que conocía en el sentido bíblico, seres esencialmente táctiles, no encontraban mayor excitación en contemplar imágenes, ya fueran fijas o en movimiento. Para él, voyeurista militante, eso era un perpetuo manantial de frustración. Pero Fernanda era el caso más grave de insensibi­lidad visual que había conocido. Para todo efecto práctico, la industria de la pornografía podía contabilizarla como ciega.

En el cine cómico, se dijo, los gags eran esencialmente unos cuantos y se conocían todos desde la época muda. En el cine porno ocurría algo parecido. Las imágenes estimulantes eran unas pocas y se usaban completas, una y otra vez, en cada “nueva” producción. Ahí sí que se aplicaba la cretina frase: cuando has visto una, las has visto todas. Si hasta los penes eran los mismos; muy probablemente el colosal ariete que en el techo estaba a punto de estallar en una efusión de dólares por onza fuera el de John Holmes, estrella de la especialidad y, por supuesto, víctima del sida.

Georges Simenon también acababa de morir, recordó Mar­tín, de puro viejo, en su cama. Según sus propias cuentas, el caudaloso novelista se pasó por las armas, a lo largo de su vida, a unas diez mil doncellas, casi todas ellas prostitutas, salvo su propia hija. Holmes presumía de tres mil de las mismas y murió antes de cumplir los cuarenta, de esa deplorable manera. Destinos distantes o la diferencia entre un garañón genial y un garañón nomás genital. Ahora ambos estarían quizá cumpliendo el resto de su tarea pendiente con las ochenta mil huríes que según la promesa islámica le tocaban a cada uno.

Regresando a lo otro, pensó Martín que eso era lo único la­mentable del cine pornográfico: su reducido catálogo, su po­brísimo lenguaje, su tartamudez narrativa. Todo lo cual, con franqueza, a él le tenía perfectamente sin cuidado, pero sólo porque era un caso extremo de pornoconsumismo indiscrimi­nado, un fanático de la feminidad al natural como fuera y donde fuera. Reconociéndose como devoto voyeurista, aprecia­ba con igual fervor cualquier estampa obscena, exactamente de la manera en que una beata desconocedora de Mishima venera con idéntica unción catorce muy diferentes versiones de San Sebastián y las flechas.

9

No tuvo que preguntar por la ubicación del cuarto de baño. Todo en esa casa estaba donde naturalmente tenía que estar. Era una de las perversiones propias de la arquitectura de los antiguos, se dijo, obedecer al sentido común.

En el camino, entre la penumbra y la gruesa alfombra que le hacía caminar como pelícano, estrelló un pie contra un objeto que casi derriba. Se quejó, doblado sobre sí mismo y sobándose el pie lastimado.

Fernanda lo contemplaba sonriendo mientras arriba el olvi­dado superfalo profesional, como estaba previsto desde el principio de los tiempos, rociaba en technicolor el rostro de las dos candorosas muchachitas con su abundoso manantial de promesas despilfarradas. Es correcto, diría tal vez un cosmetó­logo: es un buen nutrimiento para el cutis.

El objeto causante del tropiezo de Martín, recitó ella de corridito, emulando el tono de los guías de turistas, era un aguamanil o lavamanos o más propiamente jofaina, voz árabe desde luego, cuyo uso era evidentemente la higiene corporal en las épocas sin agua corriente; montada en un mueble tripié de ébano, que es una madera dura oriunda de África, la palangana es de cerámica poblana y los percheros colocados en su parte superior servían para sostener los retazos de tela basta empleada entonces como toalla, invento éste, por supuesto, muy posterior; de elevado precio, había pertenecido al virrey Mel­chor Portocarrero y formaba parte del patrimonio familiar desde hacía poco más de dos siglos.

Martín miró un momento el trebejo con evidente admiración y en seguida con gran formalidad, descansó cuidadosamente en el piso el pie lastimado y orinó sin miramientos en el tesoro familiar.

Desde ese instante, declaró al terminar su desahogo en la palangana de cerámica invaluable, el trasto quedaba elevado a la categoría de bacinica real.

Ella frunció divertida los labios en un mohín despreocupado y comentó que, conociendo la estirpe de locos dueña de esa antigüedad, podía asegurarle que no era el primero en hacer eso, o algo peor.

Martín no le contestó porque estaba levantando la ropa del suelo. Era una de sus manías. No podía soportar ver ropa fuera de lugar, en el cuerpo o fuera del cuerpo. La suya, menos que ninguna otra. Así que tomó varios ganchos del clóset de Fernanda y fue colgando en ellos las prendas que había botado antes por la alfombra, en el arrebato de la pasión.

De su ropa, sólo valían la pena tres cosas: la chaqueta, el calzoncillo y los calcetines. La chaqueta, por gusto, porque eran su debilidad; el calzoncillo y los calcetines, por precau­ción. Era otra sabia lección de su padre. “Totalmente vestido o totalmente desnudo —le había dicho muchos años atrás—, uno no tiene problemas. Ya está uno en lo que está y tiene o no tiene con qué responder. El riesgo está entre ambos estados, en lo que pasas de uno al otro.” Analizando el asunto, Martín había llegado a la conclusión de que el momento cru­cial en esos casos, el momento más vulnerable, era al quedarse uno en calzoncillos y calcetines. Un hilo suelto, el más mi­núsculo agujero en la tela, un estilo demodé, un color estrafa­lario, cualquier cosa podía ahogar en el ridículo o en la vulga­ridad la más prometedora aventura. Y como uno nunca sabe al despertar qué le depara el destino, él toleraba camisas, panta­lones, zapatos, cinturones y corbatas de discutible calidad, pero en materia de calzoncillos y calcetines era intransigente: sólo lo mejor de lo mejor. Y hasta entonces nunca había tenido razones para arrepentirse de tan básica precaución.

Al levantar de la alfombra la túnica de ella, Martín vio que le cabía en un puño. Un puño de seda de levísimas crepitacio­nes que guardaba, reconcentrado, el aroma penetrante de la promesa cumplida. Y pensó que estaba ya viejo para volverse fetichista a esas alturas, pero con tales señuelos cualquier cosa era posible.

10

Luego, porque Fernanda naturalmente había licenciado a la servidumbre, se ocuparon de los detalles prácticos. Bajaron desnudos a cerrar la puerta principal y las ventanas de las salas, encendieron las luces exteriores y las lámparas fluores­centes para achicharrar insectos voladores, activaron el sistema de riego del jardín y soltaron a los perros. Luego ajustaron al alza el termostato que regulaba la temperatura de toda la casa, pues no pensaban ponerse un trapo encima durante muchas horas. Finalmente asaltaron el refrigerador y comieron angulas con totopos en la mesa de la cocina.

A manera de postre, Martín le vació a Fernanda en el pecho una lata de caviar negro que lamió en seguida con inhumana lentitud y puntillosa avaricia. Ella replicó dándole un enérgico masaje en el cuello con paté de ganso que le dejó puesto a manera de collar africano. El contestó armando en el minucio­so vellón de Fernanda una naturaleza muerta de calamares y ostiones ahumados, que con un generoso esfuerzo de la imagi­nación podían representar una familia de cuervos en su nido. Ella contraatacó cubriendo la heráldica de Martín con una capa de mayonesa que sorbió luego hasta la última gota. El realizó una maniobra envolvente atándole con una ristra de chorizos los tobillos a una pata de la mesa. Ella inició una ofensiva por los flancos, arrancándole vellitos de las axilas con los dientes, de uno en uno. Entonces él comprendió que era necesaria una acción táctica definitiva y tomó con la mano una buena porción de margarina blanda sin sal que untó de un manotazo certero en la retaguardia de Fernanda, quien ensayó, al ser curvada sin contemplaciones sobre el horno de microondas, una tímida e infructuosa protesta de inmediato ahogada por el sordo gritito de congoja que le produjo la desalmada penetración contrana­tura de un Martín de nuevo en posesión de todas sus facultades.

Pero interrumpió su breve incursión punitiva cuando ella le anunció sin alzar la voz que ese día era su cumpleaños, y que esa su celebración elegida.

Fue en ese preciso instante cuando Martín se explicó algunas cosas e intuyó muchas otras, y una intensa corriente de emo­ción le aceleró el pulso. Era una sensación incómoda, comprometedora. No tenía caso engañarse: se llamaba ternura, y era la emoción que más alarma le causaba a Martín en la vida. De manera que levantándose rápidamente, atropellando las palabras y escondiendo el rostro para no ver a Fernanda, dijo que la ocasión ameritaba un pastel.

 

Pero en ningún rincón de la vasta despensa, en ninguno de los refrigeradores y en ninguno de los congeladores, había algo semejante a un pastel. Así que Martín improvisó una pasta de tierra, catsup, puré de papa, pasto y frijoles refritos. Escupió repetidas veces sobre la mezcla para infundirle aliento vital, y moldeó una pelota sobre la cual hizo sentarse a Fernanda para darle el toque maestro. Luego tomó el gran cirio que desde antes del génesis presidía el comedor, y lo clavó en la masa informe. Tras encenderlo, ella lo apagó de un suave soplo y él aplaudió y ambos bailaron un poco alrededor del pastel tomados de las manos y entonando los fragmentos que recorda­ban de canciones infantiles. Y fue al terminar esa danza cuando ella le confesó que le gustaba “estar batida”. Batida de todo, pero sobre todo de las tres eses: sudor, saliva, semen.

Así recorrieron la planta baja en su viaje de regreso a la recámara, profanando todo a su paso bajo bóvedas indiferen­tes, artesonados de inconcebible paciencia y cuadrifolias como ojos severos.

Otra vez en absoluto control de su potencia, como estaba acostumbrado, Martín la cabalgó innumerables veces sobre las alfombras de la Nao de China, junto a los bargueños toleda­nos, contra las consolas espejadas, sobre las credencias de marquetería, de pie en el escabel del bufón de Fernando VII, sentados en el taburete del piano, reclinados contra el atril del piano, arqueados en el teclado del piano, trepados encima del piano y encuevados debajo del piano (un Erard, la firma prefe­rida de Liszt, traído por barco de Francia en 1832, le informó ella a sobresaltos entre arremetida y arremetida).

Poseídos por el enfebrecido deseo de desear, visitaron luego la sala de juegos, una especie de hangar ostentoso que nadie visitaba nunca. Sobre la anchurosa mesa de carambola ensayaron figuras clásicas y combinaciones insospechadas. En un alarde selvático en que estuvo a punto de desnucarse, él saltó sobre la mesa como gorila embravecido, se golpeó el pecho con ambos puños y se columpió de mala manera de la emplo­mada lámpara Liberty-Tiffany’s que pendía de una cadena milagrosamente resistente. Después ella le dibujó con tiza azul símbolos zulú en rostro y pecho, usando sus tetillas como ojos de espíritus benéficos.

De ahí pasaron al salón del ajedrez, dibujando en el piso grandes losas alternas de mármol blanco y negro. Las soberbias figuras de madera y latón dorado de un metro de alto reconstruían la posición decisiva de la partida que Carlos Torre ganó a Emmanuel Lasker, tras pulverizar el esquema defensivo del campeón mundial con su sagaz maniobra “La lanzadera”, en el mismo año de gracia de 1925 en que empató con los otros monstruos Capablanca y Alekhine (todo lo cual ignoraba Martín, pero constaba en una placa puesta en lugar destacado del salón para honrar “el momento supremo del ajedrez mexicano de todos los tiempos”).

Quizá por eso el ambiente de ese lugar le pareció a Martín decididamente esquizoide. Tanto, que decidió dar por lanza un taco de billar a Fernanda, se la montó en la espalda y la paseó como jinete vengador por todo el tablero, derribando impunemente y con una extraña seriedad las piezas del momento culminante del ajedrez nacional.

Una vez limpio de combatientes el campo de honor, Martín efectuó un sorpresivo enroque de bandos y comenzó a perse­guir despiadadamente a la Reina con su alfil en ristre, cerrán­dole las salidas, ofreciendo gambitos y rehusando sacrificios, hasta propinarle en la casilla 8TD tal mate de bulto que a su juicio podía en justicia aspirar al premio de brillantez de la noche, aunque no alcanzara las alturas teóricas de la Lanzadera.

Milagrosamente, en su peregrinaje de estropicios sólo rom­pieron un jarrón chino de la dinastía manchú, de cierto valor, pero que Fernanda, según le confesó, siempre había considerado repulsivo.

De regreso a la recámara, Martín tarareó:

Luego en la intimidad,

sin complejos del bien

ni del mal…

11

Al término de esa excursión de recreo, y como fin de fiesta francamente teatra, iluminado por una luna llena que entraba a raudales a través de la ventanería provocando sombras góti­cas en la escalera, Martín subió de nuevo la majestuosa espiral con Fernanda en los brazos. Pero esta vez ella iba prendida de su cuello, ondulando grácilmente el cuerpo como delfín y emitiendo quejiditos de gratitud, acaballada a horcajadas sobre el eufórico, inexorable, indoblegable blasón. A lo largo de la ascensión triunfal, contemplado por la galería en pleno de los Ilustres Antepasados, Martín pensó que había muchas hazañas, aparte de las guerreras, merecedoras de investidura aristocráti­ca. De hecho recordó un honor de caballería que él se estaba ganando con creces. Junto a hidalgos de privilegio, de ejecuto­ria y de solar conocido, existía un curioso rango en la nobleza española que parecía pensado específicamente para él: Hidalgo de Bragueta. Seguramente honraba méritos distintos, pero acaso pudiera reclamarlo por hazañas logradas en el campo de batalla.

De vuelta en la recámara, el nuevo aristócrata de la entrepierna pensó para su infinito contento que ese affaire inespera­damente iba para largo y que más le valía desactivar toda posible reacción de Gabriela Cro-Magnon. Así que la llamó (desde el teléfono del pasillo, para guardar cierta elemental delicadeza delante de Fernanda) y le explicó sin un titubeo en la voz que el asunto —mañana le explicaría qué asunto— se estaba complicando y que prefería no arriesgarse a salir a la calle tan noche. Ella no debía preocuparse: él se quedaría a dormir en casa de Robelo.

(Martín sabía que en su casa no había identificador de llamadas y que, aun en caso de haberlo, Gabriela tampoco se habría de molestar en consultarlo.)

Gabriela aceptó el cuento con su tranquilidad de costumbre y a su vez le platicó que Schopenhauer había destripado al gato del vecino, pero no al fino, sino al corriente menos mal porque además de bonito era carísimo de todos modos pobre qué asco había regado los intestinos por todo el patio y ella tuvo que levantar el cochinero claro que luego había barrido bien con la manguera aunque de todas maneras se veía la mancha de san­gre pero ya se secaría con el sol y para colmo la sirvienta mandó decir con su tía la que trabaja a dos cuadras de aquí que no iría a trabajar al otro día ya sabes cómo son parece que esperan el día en que más las necesitas para dejarte tirada pero bueno ni modo eso era mejor que no tener nada y su hermana la que se estaba separando del marido le había pedido recoger las sábanas y el televisor y el compact-disc y algunas otras cosas de la casa de su ex pero ella no iba a poder hacerlo temprano porque se le andaba zafando el pedal del acelerador a Chomski y tendría que llevarlo primero al taller no fuera a ser que se le terminara de descomponer a media calle ¿te imaginas? lleno de cachivaches ajenos qué problemón mejor tomaba sus precauciones además debía de ser un desperfecto sin importancia barato de componer y de un ratito total el tipo no se iba a robar las cosas porque podía tener otros defectos pero no era ladrón .y tampoco le iba a pasar nada a su hermana si le llevaba sus cosas por la tarde en vez de al mediodía…

Etcétera, mientras Martín jugaba con el cordón del aparato, examinaba la casa desde esa perspectiva en picada y soltaba de vez en cuando por la bocina, estrictamente al azar, esporádicos ajás, mmms y aaahs.

Imaginó a Fernanda desnuda detrás de esa pared. Evocó la primera vez que vio una mujer en cueros, de cerca, de bulto, de cuerpo entero, de tiempo completo, desde una estratégica perforación hecha en el muro del cuarto de servicio de una casa vecina. Martín tenía doce años, había fantaseado mucho sobre eso, y el Playboy no mostraba entonces el vello púbico: aún regía la prohibición Keep off the grass. Así que fue aquella la sensación más fuerte y ambigua de su vida hasta ese momento. Durante los eternos minutos que tardó la núbil mulata tropical en salir de la ducha, secarse y vestirse —todo ello con una inmensamente provocativa dignidad natural—, un rudo turbión de emociones lo recorrió, desde el pasmo y la fiebre hasta la decepción y el ahogo. De ahí salió corriendo a mastur­barse con ferocidad en la paz de su baño privado, preguntán­dose confusamente cómo era posible que eso fuese todo. Tardó meses en digerir la experiencia, y años en aprender que en efecto eso era todo, pero que también era suficiente.

Al regresar a la recámara luego de colgar el teléfono —un extraño aparatejo de muy trasnochada factura y seguramente genuino— Martín le preguntó a Fernanda si también esa reli­quia tenía un pasado de aristocracia. Ella le contestó que sí, desde luego, y muy ilustre: su propietario original había sido el conde de Revillagigedo.

12

Fue una noche indómita, y en ella pudo Martín demostrar hasta el límite sus legendarios poderes. Después de aquel primer clímax decepcionantemente breve, su natural temperan­cia de cavernícola fue reforzada por la determinación absoluta de probarle a Fernanda que también él era algo especial.

Porque tuvo que reconocerlo: había en sus impulsos hacia ella algunas impurezas que ahumaban la nitidez de la experien­cia. La principal era una rebuscada sensación de desafío. Ella era para él en buena medida un reto, y los retos, reconoció, son para el esfuerzo y la conquista, no para el deleite y la entrega.

Otra mancha en la experiencia era una cierta percepción irritante que no era exactamente rencor y no eran exactamente celos, sino más bien una especie de envidia, una opaca envidia hacia Rogelio por poseer no sólo a Fernanda sino al único mundo donde ella podía caber.

Las mujeres como ella podían crecer en muchos huertos, se dijo, pero sólo se servían en restaurantes exclusivos. De ese modo, Rogelio no era simplemente un rival oficial más —de los cuales Martín ostentaba colecciones sin que ninguno le quitara un segundo de sueño—, sino el “indicado” para ella, el único titular posible en su tiempo legal.

Ése era el origen de una envidia incongruente porque, a la vez, a Martín se le congelaba de horror la médula espinal ante la mera idea de cargar para siempre con alguien como Fernan­da o de ser alguien como Rogelio. De hecho, se le erizaba la piel ante la posibilidad de ser como cualquier otra persona que él conociera o pudiera imaginar, incluyéndose a sí mismo en tal recuento; pero en vista de que cada quien tiene que ser de alguna manera concreta, le parecía que lo menos repugnante en esta vida, para él, era ser como él, aunque tal manera de ser le pareciera casi tan detestable coma cualquier otra.

Y aún había otras sombras entre él y Fernanda, pero eran menores y él no estaba en esos momentos para mucho autoaná­lisis. En todo caso lo haría, pero después, después, después, se dijo al extender la mano de náufrago hacia el vientre de terciopelo de Fernanda. Con la vista atornillada en la mortífera visión del cuerpo de Fernanda, en pose de mosquetero comenzó a deslizar lentamente su mano rumbo al pubis angelical y toda reflexión murió de muerte natural en esa prematura etapa y él no dijo una palabra más y olvidó su franca curiosidad y su incoherente envidia y su vago enojo y ella tampoco hizo más preguntas y aceptó la caricia y el fervor y fue resbalándose sobre sus codos y su rostro se concentró y levantó otra vez poco a poco la vista al techo y su piel volvió a llenarse de color y terminó por cerrar los ojos y balancear la cabeza y ondular el cuerpo y gemir y quejarse y jadear y gritar y clavar las uñas en las sábanas y en la espalda de él y en los giros de las columnas y él multiplicó su presencia y su vehemencia en las comarcas de ella y se abandonó a sus convulsiones y ambos casi fueron uno por instantes y él supo que podría posponer indefinidamente su segunda andanada sin perder un átomo de placer y por otro largo rato los únicos sonidos de la recámara fueron los rumores elementales de la única verdadera lucha por la vida: “De ti, por ti y en ti nos gozaremos”.


Fue un momento típico de aquella noche gloriosa. Pleno, gozoso, redondo. Y como obsequio absolutamente inesperado del destino, por vez primera en muchos años Martín experi­mentó la casi olvidada sensación de habérselas no con un mero cuerpo ajeno, sino con una persona total. Era ésa una emoción inquietante y prodigiosa que sólo había conocido dos o tres veces antes, en un pasado inocente e irrescatable. En parte por lo inesperado, en parte por la falta de costumbre, y en parte por la ilusoria sensación de creerse ya inmune a los efectos telúricos del amor, la tremebunda fuerza expansiva de esa sensación inusitada le abrió a Martín un hueco de desamparo en el estómago.

 

Pero nada es totalmente desafortunado en esta vida: ese apenas asomarse a las verdaderas profundidades del amor le ayudó a concluir ese nuevo encontronazo con varios orgasmos más en la cuenta de Fernanda, y el segundo suyo una vez más pospuesto. Era otra de las lecciones de su experiencia amato­ria: los sacudimientos del espíritu y los espasmos genitales se anulan mutuamente.

Por la ubicua imagen en los espejos le vino de pronto a la mente la perfecta expresión “bestia de dos traseros”. Doblado por la cintura, con las piernas sobre la cama y la cara en el suelo, satisfecho de haber sobrevivido a otro asalto con la batería intacta, pensó que Shakespeare siempre había encontra­do la mejor forma de decirlo todo, sin dejar ya nada para nadie después de él.

O en palabras de José Alfredo:


Ya lo ves

como un cariño

nos arrastra y nos humilla.