Octavio Paz, México y la Modernidad

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Reyes era de la opinión, además, de que la nota esencial de la inteligencia americana era su menor grado de especialización considerada en relación con la inteligencia europea. Este fenómeno no tenía que ver en absoluto con un pretendido atraso cultural, sino que, de acuerdo a Reyes, respondía más bien a la estructura social de las sociedades latinoamericanas que, por un lado, impedían al intelectual dedicarse de tiempo completo a una sola actividad y, por el otro, lo confrontaban con problemas sociales que en los países europeos habían sido en parte resueltos, cuando menos en sus formas más extremas (aunque Reyes no los menciona creo que podría pensarse en problemas como las profundas desigualdades sociales, el patrimonialismo político, la corrupción endémica, etc.). Es por lo anterior que la inteligencia americana, dirá Reyes, “está más avezada al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil” (Reyes, 1936: 86). El ocio literario de la inteligencia europea no puede ser encontrado en la inteligencia americana. El intelectual asumía en Latinoamérica por ello no sólo el papel de escritor o intelectual en el sentido estricto de la palabra, sino también, además, un papel civilizador, educador, en el sentido de la Bildung. La peculiar confluencia de la que surge la inteligencia americana, a saber, la confluencia entre América y Europa, le permite a ella poseer así una perspectiva que incorpora a la europea y que al mismo tiempo la supera: “En tanto que el europeo no ha necesitado de asomarse a América para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa desde la escuela primaria” (Reyes, 1936: 86). Reyes concluye de este modo señalando que la inteligencia americana ha alcanzado ya la mayoría de edad y que por ello tendrá que empezar a desempeñar un papel central en el drama en el que se halla la inteligencia mundial en su conjunto.7

Fue en esa misma década que estos mismos problemas aparecieron tratados en El perfil del hombre y la cultura en México (1934) de Samuel Ramos. En este ensayo Ramos busca ofrecer una productiva aplicación de la idea orteguiana resumida en la frase “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo” al caso especial de México, “cuya realidad —dirá Ramos en una obra publicada con posterioridad a El perfil del hombre y la cultura en México— y cuyos problemas eran completamente desconocidos para la filosofía”.8 El espectro analítico ofrecido por Ramos parece reducirse, sin embargo, especialmente al plano psicológico. En efecto, él mismo se refiere a este ensayo como a uno en el que intentó

...por primera vez explotar filosóficamente el pasado histórico de México a fin de explicar y aclarar los rasgos específicos de su vida presente que pudieran constituir una especie de caracteriología del mexicano y su cultura [énfasis mío] (ibid.).

Se trata en particular de un análisis del sentimiento de fracaso y del pesimismo que resultan de la enorme desproporción entre lo que se quiere y lo que se puede hacer y, más específicamente, de los mecanismos psicológicos que determinan el complejo de inferioridad y los modos de compensación de un sentimiento semejante en el marco de una reflexión orientada por las ideas de Alfred Adler (cfr., Ramos, 1934: 90-92).9 Así, Ramos se refiere ocasionalmente a su reflexión en forma directa como a una “interpretación sicológica” o, en forma indirecta, como a una exploración del alma mexicana (Ramos, 1934: 92), donde la relación que mantiene México desde la conquista de su independencia frente al mundo europeo se analiza en forma similar a la relación que mantiene el niño frente a sus mayores (Ramos, 1934: 118).10

La reflexión de Ramos parte así de la interrogación filosófica avanzada por Ortega en torno a la identidad11 y se desarrolla como un análisis predominantemente psicológico aunque, es cierto, con apuntes extraordinariamente agudos sobre la cultura y la historia. En efecto, de acuerdo a él, y es en este punto que su reflexión abandona el terreno de la psicología y se desplaza al de la historia, el sentimiento de inferioridad posee “un origen histórico que debe buscarse en la conquista y colonización” (Ramos, 1934: 92). Sus manifestaciones más claras tienen lugar, sin embargo, a partir de la independencia “cuando el país tiene que buscar por sí mismo una fisonomía nacional propia” (Ramos, 1934: 92-93):

Siendo todavía un país muy joven, quiso, de un salto, ponerse a la altura de la vieja civilización europea, y entonces estalló el conflicto entre lo que se quiere y lo que se puede. La solución consistió en imitar a Europa, sus ideas, sus instituciones, creando así ciertas ficciones colectivas... (Ramos, 1934: 93).

En virtud de los procesos de colonización y conquista de América, la cultura mexicana, y en general la latinoamericana, se constituyó, de acuerdo a Ramos, como una cultura derivada de la europea. Es en este sentido que, ya desde la colonia y, posteriormente, aún con mayor intensidad, en el México independiente, empezará a configurarse una actitud ambigua que va desde la imitación ciega de lo extranjero que impide el reconocimiento de lo propio hasta la exaltación histérica de lo propio reacio a toda suerte de penetración extranjera. Entre estas dos tendencias parece predominar, sin embargo, de acuerdo a Ramos, el impulso mimético, de imitación (cfr., Ramos, 1934: 94). El agente que lleva a cabo esta imitación es el mestizo y el modelo o país al que se imita por considerarlo como arquetipo de la civilización moderna es, sobre todo, Francia, en particular las ideas políticas francesas partiendo de las cuales el interés se generaliza a toda la cultura francesa (Ramos, 1934: 111).12 Así Ramos se referirá a esa minoría ilustrada del México independiente que “en su empeño de hacerse culta a la europea se aproxima al descastamiento” en un movimiento de “fuga espiritual de su propia tierra” (Ramos, 1934: 97). Este mimetismo ha sido un rasgo peculiar de “la sicología mestiza” (Ramos, 1934: 98). La explicación de esta actitud mimética aparece suministrada inicialmente en el horizonte de la psicología al modo de un mecanismo psicológico de defensa que permite crear una apariencia de cultura que libera a aquél que no la posee del sentimiento deprimente de carecer de toda cultura (Ramos, 1934: 98). Este mimetismo se expresará, no obstante, en todos los órdenes: en el jurídico —y a este respecto Ramos recuerda que el modelo de las constituciones que se sucedieron en el país a lo largo del siglo XIX fue tomado del de los Estados Unidos— en el político, etc. Así se produce un desdoblamiento de nuestra vida en dos planos separados: por un lado, el de la realidad y, por el otro, el de las instituciones y formas que, al ser completamente ajenas a esta realidad, terminan por convertirse en ficción (Ramos, 1934: 100). En virtud de estos procedimientos miméticos la historia de México termina por mostrarse como “un simulacro de la historia europea” (Ramos, 1934: 102).

A pesar de lo anterior, sin embargo, Ramos afirmará la pertenencia de México y, en general, de América Latina, al mundo europeo:

…la vida mexicana, a partir de la época colonial, tiende a encauzarse dentro de formas cultas traídas de Europa. Los vehículos más poderosos de esta trasplantación fueron dos: el idioma y la religión (Ramos, 1934: 103). 13

Y, más adelante:

Tenemos sangre europea, nuestra habla es europea, son también europeas nuestras costumbres, nuestra moral y la totalidad de nuestros vicios y virtudes nos fueron legados por la raza española [“raza”, sic]. Todas estas cosas forman inexorablemente nuestro destino y nos trazan inexorablemente la ruta... Tenemos el sentido europeo de la vida, pero estamos en América, y esto último significa que un mismo sentido vital en atmósferas diferentes tiene que realizarse de diferente manera (Ramos, 1934: 128-129).14

Los portadores de esta cultura latinoamericana en el sentido arriba señalado de pertenencia europea han sido, sobre todo, las clases medias de las ciudades. Esta clase media cuya forma de vida se ha desarrollado y continúa desarrollándose conforme a los modelos europeos y en donde los valores europeos se han anclado socialmente a la vez que se han modificado, ha sido el “eje de la historia nacional”, el motor de las transformaciones sociales y políticas (Ramos, 1934: 129). Es allí que ha surgido una cultura, denominada por Ramos la “cultura criolla,” resultado en parte de la imitación pero también de la asimilación. Es en esta distinción entre imitación y asimilación en donde se encuentra la alternativa que propone Ramos para escapar a los dilemas impuestos por la imitación y el complejo de inferioridad que han sido constitutivos del “perfil del hombre y la cultura en México”. El carácter derivado de la cultura mexicana no debe articularse más a partir de la lógica de la imitación —derivación de carácter mecánico que ha predominado hasta ahora— sino que tiene que asumir ahora la forma de la asimilación, es decir, ya no de una imitación mecánica sino, mejor, de una “derivación orgánica” (cfr. Ramos, 1934: 102).15

En una vertiente temática emparentada a la de Ramos, unos años más tarde José Gaos buscará ofrecer algunas claves para comprender a Hispanoamérica y, en general, al mundo iberoamericano inspiradas con certeza en las Meditaciones sobre el Quijote de José Ortega y Gasset (1914).16 En efecto, en su ensayo Pensamiento de lengua española (1942-1943)17 Gaos señala en primer lugar la necesidad de comprender a “Hispanoamérica” como una entidad no tanto geográfica, sino más bien social, cultural e histórica situada por principio en el interior del Occidente europeo y no como algo fuera de éste u opuesto a él. Es por ello que Occidente tiene que ser la primera entidad histórica que debe ocupar al filósofo interesado en precisar la peculiaridad de la filosofía hispanoamericana. Una vez que esta especificidad haya sido expuesta, se puede ampliar la caracterización lograda incorporando al correlato de Occidente —y por tanto también de Hispanoamérica— esto es a Oriente (cfr., Gaos, 1942-1943: 34): “nuestra vida”, dice Gaos, “se nos presenta como la actual de Occidente o como comprensible sólo por edades anteriores de esta entidad histórica y las correspondientes entidades parciales” (Gaos, 1942-1943: 34).

 

Es con Grecia, recuerda Gaos, que puede comenzar a hablarse de Occidente en el sentido estricto de esta palabra. El mundo helenístico y romano, la cristiandad medieval europea, forman otras tantas estaciones en la vida de esa entidad denominada “Occidente”. Es a partir de los comienzos de la Edad Moderna —y esta denominación es una denominación acuñada en y referida a Occidente— que se empezará a formar una Iberoamérica compuesta de una Hispanoamérica y de una Lusoamérica. A partir de los comienzos de la Edad Contemporánea, se agregará a las dos anteriores una Angloamérica (cfr., Gaos, 1942-1943: 34). En el siglo XVIII se inician en las colonias americanas los movimientos de Independencia política y cultural con respecto a España y Portugal. Estos movimientos fueron, de acuerdo a Gaos, movimientos por la identidad. En España se inició también en aquel momento un movimiento de renovación cultural, de revisión y crítica del pasado que había conducido a la decadencia; se trata, en síntesis, de un movimiento de independencia con respecto al pasado imperial. Ambos movimientos —tanto en las colonias como en la metrópoli— son movimientos, dirá Gaos, de liberación del pasado propio, que es en ambos casos el mismo.18 En el origen de ambos movimientos de liberación del pasado —que es también un movimiento por la definición y/o redefinición de la identidad, parece querer decir Gaos— se hallan las ideas de la Ilustración europea que Gaos comprende en el interior de una tensión entre dos polos expuestos, a saber: o bien racionalizar el sentido y la idea de la vida y del mundo heredados del cristianismo, o bien emanciparse totalmente de éste último (cfr., Gaos, 1942-1943: 34 y 45).19 La historia no solamente de la filosofía occidental, sino de la cultura occidental en su conjunto es interpretada por Gaos así como

…la historia de una gigantomaquia entre religiosidad o religación religiosa... y religiosa liberación —y desarraigo—, entre “trascendentismo” e “inmanentismo”... Los organismos metafísicos de la christiana philosophia que son, no sólo la escolástica medieval, sino también los grandes sistemas del cartesianismo y del idealismo alemán, han sido desarticulados, ya desde la misma escolástica “de la decadencia”, por las grandes novedades de los tiempos modernos y por las “luces”... (Gaos, 1942-1943: 93).20

Para precisar un poco más el sentido de estas afirmaciones, Gaos distinguirá, siguiendo en este punto a Wilhelm Dilthey, dos formas del filosofar a lo largo de la historia de la filosofía occidental: por un lado, las formas de filosofar sistemáticas, “no sólo en la integridad, orden y rigor del pensamiento, sino también en la forma de exponerlo; filosofías que se acercan a la ciencia y llegan a confundirse con ella: son principalmente las grandes filosofías metafísicas —Aristóteles, la Escolástica, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel” (Gaos, 1942-1943: 48); por otro lado, las formas de filosofar ametafísicas o antimetafísicas, asistemáticas y ametódicas o antisistemáticas y antimetódicas. Se trata de filosofías no empeñadas en el saber de los primeros principios ni de todas las cosas; se trata de filosofías que no se entienden como trascendentes ni totalizadoras y más próximas por ello a la literatura porque ponen en el primer orden de sus preocupaciones “las cosas humanas”, deslizándose hacia, entrecruzándose con y convirtiéndose en “literatura de ideas”, llegando a confundirse con la literatura de imaginación o ficción. Ejemplos de estas formas de filosofar serían Platón, los post-aristotélicos, los renacentistas, los pensadores-escritores de la Ilustración y de los siglos XIX y XX (cfr., Gaos, 1942-1943: 48 y 92-93). Gaos se interesará sobre todo por las formas de filosofar del segundo tipo. De acuerdo a él, ellas aparecen caracterizadas por su inmanentismo. Se trata de filosofías “que se ocupan con “este mundo”, con “esta vida” hasta desentenderse absolutamente y por principio de toda “otra vida”, de todo “otro mundo”. Filosofías que se ocupan con este mundo, con esta vida, en la detallada concreción de sus “cosas del mundo”, “cosas de la vida”” (Gaos, 1942-1943: 49). Ellas se expresan en formas más libres: el ensayo, la carta, el artículo de revista y de periódico, pero no de periódicos ni de revistas técnicos, sino más bien literarios (id.).

Entre esas “cosas humanas” con las que se ocupa esta filosofía inmanentista, dirá Gaos más adelante, hay una que empezará a tomar cuerpo con singular fuerza, a saber: la realidad nacional con su cultura. Es así que la Ilustración lleva a España a plantearse a “España” como problema, al tema de su grandeza y decadencia, de su historia y de su identidad, en una reflexión enmarcada por una mirada crítica y autocrítica sobre su propio pasado. Análogamente, será en los jesuitas mexicanos expulsados de Hispanoamérica y asentados posteriormente en Italia, de acuerdo a Gaos, que empezará a plantearse el tema de la mexicanidad, es decir, de la nacionalidad americana como distinta de la española:

Estos temas, “España” y “América”, iban a ser los principales del pensamiento hispano-americano y a dar a éste originalidad y otros valores de alcance universal. En España, de Costa, de Ganivet, hasta Unamuno, la generación del 98, Ortega. En la América española, con Bolívar, Sarmiento, Montalvo, Martí, Rodó, Vasconcelos (Gaos, 1942-1943: 54).

Es aquí que se plantea para Gaos el problema de las filosofías nacionales. De acuerdo a él, el surgimiento de filosofías nacionales supone como su condición de posibilidad tanto la conformación de los Estados-nación modernos como, íntimamente ligado a la configuración de los Estados nacionales, la formación y desarrollo de las respectivas lenguas nacionales. Es por ello que Séneca, san Isidoro, los filósofos árabes y judíos nacidos en lo que hoy se denomina España no constituyen una filosofía española en el sentido de una filosofía nacional. La filosofía española en un primer momento, hispanoamericana en un segundo momento, en el sentido propio del término surge, se proyecta y conforma un aporte a la filosofía occidental moderna en cuatro variantes distintas según Gaos:21 a) la mística; b) la escolástica que se extiende desde Vitoria hasta Suárez; c) la humanística-renacentista representada por los erasmistas, Servet, Sánchez hasta Quevedo y Gracián y, finalmente, d) la hispanoamericana, que es la relevante para nosotros en el marco del presente trabajo. De acuerdo a Gaos, esta última se caracterizaría ante todo por tres rasgos:

1. Un carácter profundamente político, entendido este término, se apresura a decir Gaos, en su acepción más genuina y generosa, esto es, aquella en que la política es la organización de la vida y cultura de toda la polis (cfr., Gaos, 1942-1943: 54). Ejemplos a este respecto serían reflexiones como las de Bolívar a Martí. Hasta ahora, dirá Gaos “no hemos tenido los españoles ni un Bolívar ni un Martí” (id.).

2. Un carácter estético tanto en el sentido temático —es decir, temas estéticos22— como en el sentido formal —es decir, una forma estética en el tratamiento de los temas al igual que en sus formas de expresión y comunicación— al igual que en la actitud hacia los problemas. Sarmiento, Montalvo, Unamuno, Ortega son, de acuerdo a Gaos, de los más grandes prosistas en lengua española desde el Siglo de Oro (cfr., Gaos, 1942-1943: 59). Es así que se explica el que para la exposición y publicación de sus ideas, el pensamiento hispanoamericano haya elegido géneros más literarios: el ensayo y el artículo de revista general y de periódico, el libro de características similares a las del ensayo e incluso la correspondencia epistolar. La ocupación con la literatura y con temas literarios ha sido esencial al pensamiento hispanoamericano. En España se puede pensar en los filósofos literarios: Feijoó, Ortega, Unamuno, o bien en dirección de la literatura de ficción (las Cartas americanas y la Crítica literaria de Juan Valera), o bien en dirección de la ciencia de la literatura (por ejemplo, en Menéndez Pidal y en Américo Castro). En América Latina, en ensayistas como Sarmiento, Rodó, Martí, críticos literarios y hombres de letras como Alfonso Reyes y Henríquez Ureña o un filósofo literario y periodista como Romero (cfr., Gaos, 1942-1943: 60-61). Algunos pensadores hispanoamericanos se localizarían, además, en la zona intermedia entre la literatura de ideas y la literatura de ficción: Ignacio Manuel Altamirano, Macedonio Fernández, las novelas de Unamuno, etc. como ejemplos de esto (cfr., Gaos, 1942-1943: 61). Otra vertiente de exposición que habría que seguir en el pensamiento hispanoamericano sería, para Gaos, la oral: la oratoria política y académica y la conversación en su sentido de diálogo (cfr., Gaos, 1942-1943: 62-63). “Una manifestación suma del verbalismo hispánico”, dirá Gaos. “Sea este caso particular de un más amplio verbalismo, latino, mediterráneo, meridional, o no lo sea” (Gaos, 1942-1943: 64).

3. Un carácter pedagógico en el sentido de formador, conformador al modo de la Bildung. A este respecto señala Gaos el hecho de que la gran mayoría de los filósofos hispanoamericanos han sido y son profesores y, en un sentido especial de esta palabra, educadores: se trata de hombres empeñados en una tarea de regeneración nacional, de pedagogía política, en una empresa formativa a nivel nacional (cfr., Gaos, 1942-1943: 84 y ss.).

El pensamiento hispanoamericano se coloca así, para Gaos, en el interior de ese inmanentismo anteriormente señalado que, según él, caracteriza a una de las dos grandes vertientes de la filosofía occidental. Es por este inmanentismo orientado sobre todo a la circunstancia nacional que se explica el que “el pensador hispanoamericano no se haya contentado con ser pensador político: ha querido, además, hacer política, ser político. De sus temas y más aún de sus formas mentales y verbales, sociales, a la acción política no hay ni siquiera un paso: en su pensamiento está entrañada y en su palabra iniciada la acción misma” (Gaos, 1942-1943: 88).

Para Gaos fueron justamente los movimientos de independencia política y cultural con respecto a España y Portugal ocurridos a lo largo del siglo XVIII los que ejercieron un papel notable en la configuración del pensamiento filosófico y político latinoamericano. Estos movimientos fueron para Gaos, entre otras cosas, movimientos animados por la búsqueda y definición de la identidad en el interior de la civilización moderna y de la Aufklärung europea. En el interior de este proceso surgió una línea de reflexión en la filosofía y el pensamiento latinoamericanos que se articularía no tanto en la forma sistemática que caracterizara a las grandes construcciones intelectuales de la tradición filosófica occidental sino, más bien, de manera asistemática y/o antisistemática, al margen de toda suerte de pretensiones trascendentes y de fundamentaciones últimas, en una estrecha relación con la literatura y ocupada con los problemas planteados en ese momento por la historia, en particular con aquéllos relativos a la identidad, a Latinoamérica como problema en su pertenencia y, a la vez, en su especificidad con respecto a la cultura e historia de Europa occidental, a la historia, a la crítica y a la autocrítica que Latinoamérica ha realizado sobre sí misma. Desde entonces esta interrogación en torno a la identidad no ha cesado de plantearse una y otra vez en la filosofía y el pensamiento latinoamericanos. Podría decirse que esta reflexión latinoamericana sobre la identidad ha cristalizado en obras ensayísticas de relevancia que se sitúan en el interior de un vasto espectro que abarca desde Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (José Carlos Mariátegui, 1928) hasta La expresión americana (José Lezama Lima, 1957) pasando por la Radiografía de la Pampa (Ezequiel Martínez Estrada, 1933), Casa Grande e senzala (Gilberto Freyre, 1933), El perfil del hombre y la cultura en México (Samuel Ramos, 1934) lo mismo que en las reflexiones de Leopoldo Zea y el grupo Hiperión.23

Es claro que esta indagación sobre la identidad varía y se desplaza con ritmos distintos en cada una de las reflexiones arriba mencionadas. Algunas veces se trata de enfatizar la escisión, el desgarramiento constitutivo, que caracteriza a la identidad cultural latinoamericana desde sus orígenes en una meditación que se mueve libremente en diversos registros temáticos desde la geografía hasta la historia pasando por la cultura, la psicología y la política. Otras veces se trata de una suerte de “caracteriología” de lo latinoamericano y de su cultura centrada sobre todo en los mecanismos psicosociales que subyacen a ciertos fenómenos sociales y culturales en el interior de un marco predominantemente psicológico aunque con apuntes extraordinariamente agudos sobre la cultura y la historia —y creo que en esta dirección se mueve el análisis de Samuel Ramos, como ya lo hemos visto. Esta reflexión sobre la identidad asume también en ocasiones la forma de una indagación histórica, sociológica y antropológica que busca comprenderla en el marco de una entidad geográfica, ecológica, demográfica, económica, social, cultural y aun psicológica determinada con ayuda de instrumentos conceptuales provenientes de las ciencias sociales. Es posible asimismo ofrecer una respuesta a la pregunta por la identidad en el marco de un ensayo literario en el que se entrelacen la reflexión moral y política, la literatura y la filosofía de la historia en el interior de un plexo en el que se crucen la antropología de la cultura en la dirección avanzada por la Völkerpsychologie alemana con su énfasis en el tratamiento del lenguaje, los mitos y las costumbres de los pueblos, la tradición moralista francesa que va desde Montaigne y La Bruyère hasta Valéry pasando por Montesquieu, Rousseau y Voltaire con su tratamiento de la pregunta “¿Qué es el hombre?” en el interior de un marco psicológico, social, moral, político y, finalmente, aquella línea abierta en la península ibérica por figuras como Larra y Ganivet —bajo el conocido conflicto entre “las dos Españas” y en torno al motivo de la decadencia de España24—, continuada por los escritores de la llamada Generación del 98 (Ortega y Gasset, Unamuno y Azorín) y que alcanzaría sus expresiones más decantadas en las Meditaciones sobre el Quijote de José Ortega y Gasset25 —y en este punto pienso sobre todo en Octavio Paz.26

 

II. Octavio Paz: El laberinto de la soledad y la doble dialéctica identidad/alteridad y ruptura/reconciliación

El laberinto de la soledad es la obra que constituye sin duda el punto de partida en la reflexión de Paz. Este libro fue escrito en París entre 1948 y 1949 y publicado en México en 1950.27 En él se continúa, resume y a la vez se cierra una reflexión sobre la identidad nacional en el marco de un ensayo literario donde se cruzan la reflexión moral y política, la literatura, la filosofía de la historia, la antropología de la cultura, etc. A este respecto el propio Paz ha señalado lo siguiente:

En cuanto a mí: yo no quise hacer ni ontología ni filosofía del mexicano. Mi libro es un libro de crítica social, política y psicológica. Es un libro dentro de la tradición francesa del “moralismo”. Es una descripción de ciertas actitudes, por una parte y, por la otra, un ensayo de interpretación histórica. Por eso no tiene que ver, a mi juicio, con el examen de Ramos. Él se detiene en la psicología; en mi caso la psicología no es sino un camino para llegar a la crítica moral e histórica (Paz, 1975b: 421).

Paz se ocupa así de distinguir su reflexión de aquélla otra orientada a esclarecer en qué consistiría una “filosofía de lo mexicano” o una búsqueda de nuestro ser latinoamericano, en la forma en que ésta se insinuaba en reflexiones como las de Alfonso Reyes, Samuel Ramos o, sobre todo, el grupo denominado Hiperión en torno a las figuras de José Gaos y Leopoldo Zea, ya mencionadas en el apartado anterior. “El mexicano”, dirá Paz años después de la publicación de El laberinto... “no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología. A mí me intrigaba (me intriga) no tanto el “carácter nacional” como lo que oculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara... Estamos condenados a inventarnos una máscara y, después, a descubrir que esa máscara es nuestro verdadero rostro” (Paz, 1970: 269). El propósito que anima a una reflexión de esta clase no era así solamente el de ofrecer una descripción más o menos adecuada sino ante todo, el de la crítica, “esa actividad que consiste, tanto o más que en conocernos, en liberarnos” (Paz, 1970: 270). Esta interrogación y crítica de México era en realidad, como lo señalara el propio Paz, una reflexión y crítica sobre América Latina y, en general, sobre la cultura iberoamericana de la que México constituye un fragmento (Paz, 1970: 270).28

La idea fundamental que inspira a El laberinto de la soledad es la de “el ritmo doble de la soledad y la comunión, el sentirse solo, escindido, y el desear reunirse con los otros y con nosotros mismos”, idea que, en opinión de Paz, es aplicable a todos los hombres y todas las sociedades (cfr., Paz, 1993: 30). De acuerdo a ello, la historia se presenta siguiendo un ritmo, una dialéctica de lo cerrado y lo abierto, de la soledad y la comunión (cfr., Paz, 1993: 31). Los orígenes de esta consideración que coloca a la alteridad, a la discontinuidad y a la ruptura en el centro de la experiencia no sólo poética, sino también histórica e incluso ontológica de nuestro ser-en-el-mundo son, desde luego, Heidegger y su remisión a la temporalidad como horizonte último de nuestro ser-en-el-mundo,29 Freud con su descentramiento del sujeto en dirección al inconsciente y al deseo30 y la literatura y poetología vinculada a las vanguardias, especialmente a figuras como Georges Bataille y su heterología con su énfasis en la soberanía,31 Roger Caillois con sus reflexiones sobre la sagrado32 y Antonio Machado y su tratamiento de la alteridad.33

Esta experiencia de separación, de discontinuidad y ruptura es para Paz una experiencia básica que reaparece a lo largo de la historia en todas las sociedades y en todos los hombres y que se despliega en varios niveles. Paz se concentra sobre todo en dos de ellos. En primer lugar, en un plano universal que es común a todos los hombres y que constituye una suerte de drama metafísico, de carácter incluso religioso, que expresa nuestra propia finitud:

Somos hijos de Adán el primer desterrado, dirá Paz. La experiencia nos enfrenta a la indiferencia universal, la del cosmos y la de nuestros semejantes; al mismo tiempo es el origen de la sed de totalidad y participación que todos padecemos desde nuestro nacimiento (Paz, 1993: 18).

En un segundo momento, esta experiencia de separación y ruptura, de discontinuidad, se muestra en el plano histórico y social como consecuencia “de esa realidad que es la materia prima de la organización política: el grupo humano, la comunidad” (Paz, 1993:18). En este caso se trata, por ejemplo, de la experiencia que hace el extranjero en un país que no es el suyo, del marginado en un grupo social al que no pertenece o de quien ha sido excluido.

En el interior de esta tensión entre soledad y comunión, ruptura y reconciliación, la historia, en el caso que le preocupa a Paz en El laberinto de la soledad, la historia de México, se presenta como una sucesión de rupturas y reunificaciones de diverso orden. La primera ruptura, decisiva para la historia posterior del país, es la ruptura operada por la Conquista, un choque entre civilizaciones: por un lado, las indígenas que habitaban en Mesoamérica antes de la llegada de los españoles y, por otro lado, la de los conquistadores. La primera reunión o reconciliación consistiría en la conversión de los vencidos a una fe universal, el cristianismo. Desde entonces las rupturas y reuniones se han sucedido, en opinión de Paz, sin cesar. La última gran ruptura fue, según Paz, la Revolución mexicana que posibilitaría, posteriormente, la reconciliación de México con su pasado (cfr., Paz, 1993: 30 y ss.). Me referiré brevemente a cuatro momentos clave en la historia de México en los que puede observarse esta dialéctica ruptura/reconciliación a la que Paz se refiere: