Octavio Paz, México y la Modernidad

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a. En primer lugar la reunificación operada en el interior de las diversas culturas precolombinas. En las sociedades precolombinas la religión desempeñaba, como se sabe, un papel decisivo. La sociedad azteca, por ejemplo, recuerda Paz, era un Estado teocrático y militar. En este caso la unificación religiosa precedía y, a la vez, complementaba a la unificación política y militar. “Con diversos nombres, en lenguas distintas, pero con ceremonias, ritos y significaciones muy parecidos, cada ciudad precortesiana adoraba a dioses cada vez más semejantes entre sí” (Paz, 1950: 101).

b. La conquista española se hallaría a su vez caracterizada por una voluntad de unificación impuesta por la fuerza. En virtud de ella, y a pesar de las contradicciones que le fueron propias, se crearía una unidad en la pluralidad cultural y política precolombina:

Frente a la variedad de razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles (Paz, 1950: 110).

En este proceso de unificación, Paz otorgará una especial importancia a la religión católica. En efecto, gracias a la fe católica, dirá él

...los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo... La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo (Paz, 1950: 112).34

c. El siglo XIX es el siglo de la ruptura con el orden colonial y, a la vez, el de las tentativas por crear lazos con otra tradición quizá más lejana pero no menos universal que la que ofreciera la Iglesia católica: la del racionalismo y la Ilustración europeos (Paz, 1950: 127). Los movimientos de independencia aparecen atravesados por dos tendencias opuestas: una de origen liberal, europea y utópica que concibe a la América española como una gran unidad, una asamblea de naciones libres y la otra, tradicional, que rompe lazos con la metrópoli solamente para acelerar el proceso de dispersión del imperio (cfr., Paz, 1950: 131). Lo que importa subrayar aquí en todo caso es que, una vez consumada la Independencia, las clases dirigentes se consolidan como herederas del viejo orden español:

Rompen con España pero se muestran incapaces de crear una sociedad moderna. No podía ser de otro modo, ya que los grupos que encabezaron el movimiento de Independencia no constituían nuevas fuerzas sociales, sino la prolongación del sistema feudal (Paz, 1950: 132).

La imagen del dictador hispanoamericano se encuentra así ya en forma embrionaria en la del “libertador”. Las nuevas Repúblicas y los nacientes Estados fueron en parte inventados por necesidades políticas y militares del momento. Los “rasgos nacionales” se formarían más tarde (Paz, 1950: 133). Es entonces que se busca la creación de un orden político y jurídico de carácter liberal y democrático. Estas instituciones que en Europa y Estados Unidos respondían a necesidades y problemas planteados por una dinámica histórica determinada —ascenso de la burguesía, desarrollo de la Revolución industrial, revoluciones sociales y políticas, etc.— sirvieron en Hispanoamérica solamente “para vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial. La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba” (Paz, 1950: 133-134).35

d. Finalmente, la Revolución mexicana se presentaría como un intento de restablecer la unidad con el pasado y la tradición mexicanos. Se trataba de un movimiento tendiente a reconquistar el pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente. Ella no poseía un sistema ideológico previo sino solamente una demanda de devolución de tierras o, mejor dicho, de recuperación de las tierras que habían sido arrebatadas a los campesinos en el transcurso de la Colonia y del siglo XIX. Se trata en particular de la propiedad comunal que se remontaba al calpulli precolombino (cfr., Paz, 1950: 153 y ss.). Es en este sentido que debe ser destacado el zapatismo. Este movimiento se propone no otra cosa que el regreso a los orígenes, es una tentativa de regreso al pasado que se confunde con los orígenes de la sociedad. La Revolución mexicana expresaba en realidad una voluntad de regreso.36 Se trata de “una de las fases de esa dialéctica de soledad y comunión, de reunión y separación que parece presidir toda nuestra vida histórica. Gracias a la Revolución el mexicano quiere reconciliarse con su historia y con su origen” (Paz, 1950: 160). Se trata de una revuelta y, a la vez, de una comunión. “¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano... conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano” (Paz, 1950: 162).

Varias conclusiones se desprenden de lo anterior. La primera de ellas es que, de acuerdo a Paz, la existencia humana, al igual que la historia de las sociedades y las naciones —en el caso que él analiza ahora, la historia de México— no puede ser comprendida en absoluto como un proceso lineal, sino más bien como una sucesión de rupturas en la que se yuxtaponen y coexisten diversos estratos, diversos espacios y tiempos, diversas sociedades.37 En estas rupturas se expresa el modo en que la existencia de hombres y sociedades está constituida por una experiencia de la otredad que irrumpe en la experiencia religiosa o mística, en la experiencia poética, lo mismo que en fenómenos sociales como las fiestas y aún las revueltas sociales.38 Podría decirse así que los esfuerzos de Paz se dirigen, en segundo lugar, a aprehender esa otredad de México, una otredad que, según él, escapa a las nociones de pobreza y de riqueza, de desarrollo o de atraso con las que, las ciencias sociales por ejemplo, se afanan por comprender a una sociedad como la mexicana. “El otro México, el sumergido y reprimido, reaparece en el México moderno; cuando hablamos a solas, hablamos con él; cuando hablamos con él, hablamos con nosotros mismos” (Paz, 1970: 304). Este otro México, insiste, no es, sin embargo, una entelequia ahistórica ni atemporal; no es un arquetipo en el sentido de Jung o Eliade. Con esta expresión, señala Paz, se pretende

…designar a esa realidad gaseosa que forman las creencias, fragmentos de creencias, imágenes y conceptos que la historia deposita en el subsuelo de la psiquis social, esa cueva o sótano en continua somnolencia y, asimismo, en perpetua fermentación. Es una noción que viene tanto del subconsciente (individual) de Freud como de la ideología (social) de Marx.... Sin embargo, las concepciones de Marx y Freud... no explican la totalidad del fenómeno: la existencia en cada civilización de ciertos complejos, presuposiciones y estructuras mentales generalmente inconscientes y que resisten a la erosión de la historia y a sus cambios. Dumézil llamó a esas estructuras “ideologías”... En suma, para mí la expresión el otro México evoca una realidad compuesta de diferentes estratos y que alternativamente se pliega y se despliega, se oculta y se revela (Paz, 1970: 303).

La otredad así comprendida no es entonces algo contingente o simplemente accidental. Más bien es un elemento constitutivo tanto de la historia como de la sociedad y los individuos. Aún más, es solamente desde el trasfondo de una otredad que puede hablarse de algo así como una identidad tanto en el plano individual como en el social. Es por ello que, señala Paz, ese otro México no está afuera sino dentro de nosotros, no podríamos extirparlo sin mutilarnos a nosotros mismos (Paz, 1970: 306). En virtud de ello la identidad, nuestra identidad, aparece más bien como una ilusión, como una máscara que es, al mismo tiempo, un rostro real (cfr., Paz, 1970: 306).

III. El arco y la lira: poesía, mito, historia y modernidad

Poesía, momentánea reconciliación: ayer,

hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo, él, nosotros.

Todo está presente: será presencia.

Los signos en rotación

Octavio Paz

Hay, sin embargo, algo que me interesa subrayar en esta reflexión de Paz. Me refiero al hecho de que la dialéctica ruptura/reconciliación, soledad/comunión, identidad/otredad desarrollada por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, se basa en una consideración no tanto de carácter científico sino, más bien, poético y mítico que podría ser remitida a una doble vertiente: por un lado, la fenomenología (especialmente en la vertiente que de ella ofrece Martin Heidegger a quien Paz se había aproximado indirectamente a través del magisterio de José Gaos) y, por el otro, el surrealismo (particularmente en la forma que éste asume en pensadores heterodoxos de ese movimiento y vinculados al Collège de Sociologie como Georges Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois con sus reflexiones en torno al dispendio y a la “parte maldita”, a la alteridad y a lo sagrado, a la fiesta, a la comunión con la otredad y a la heterología).39 El propio Paz ha señalado en este sentido lo siguiente: “Ya en esa época”, dice al momento en que concibió El laberinto de la soledad, “pensaba lo que pienso ahora: la historia es conocimiento que se sitúa entre la ciencia propiamente dicha y la poesía... El historiador describe como el hombre de ciencia y tiene visiones como el poeta” (Paz, 1975b: 422). Esta consideración de carácter “mítico-poético” se desarrollará en una obra escrita por Paz seis años después de El laberinto de la soledad. Me refiero a El arco y la lira (1956) en la que se ha insistido en localizar algo así como la poética de Paz.40 La composición y publicación de esta obra se localiza en la que algunos estudiosos han caracterizado como la “segunda etapa creativa” de la obra de Paz que se inició hacia 1943, momento en el que deja México para ir a San Francisco y, posteriormente, a New York, y concluye en 1960, después de un largo periplo que lo lleva también a Francia, la India y Japón.41 Es en este período que Paz se acerca con mayor detalle tanto a la vanguardia anglosajona —esto es a lo que en inglés se denomina el modernism, especialmente a T.S. Eliot— como a la francesa —especialmente al simbolismo y, sobre todo, al surrealismo (cfr., Ulacia, 1999: 97).42

 

Es de esta obra que pasaré a ocuparme ahora centrándome especialmente en la manera en que se plantean en ella a) las relaciones entre la poesía, el mito y la religión a partir de la experiencia de la otredad, b) la comprensión de la poesía, la historia y la política en la modernidad y, finalmente, c) la derrota de la revolución, el fracaso de la reconciliación entre la razón y la historia y el retorno de la palabra poética.

a. Poesía, mito y religión: la experiencia de la otredad

De acuerdo a Paz la experiencia religiosa, la mítica y la poética tienen un origen común. Sus expresiones históricas —poemas, mitos, oraciones, exorcismos, himnos, representaciones teatrales, ritos, etc.— son a veces indistinguibles. Se trata de experiencias que remiten al orden de lo sagrado (cfr., Paz, 1956: 117). En la escultura azteca lo mismo que en la poesía de Baudelaire, lo sagrado se expresa con una mezcla de horror y fascinación (cfr., Paz, 1956: 130 y ss.): “Ante los dioses y sus imágenes sentimos simultáneamente asco y apetito, terror y amor, repulsión y fascinación” (Paz, 1956: 125). Este horror sagrado brota de la extrañeza radical, de la experiencia de soledad, de desarraigo, de estar arrojado a un mundo extraño, del sentimiento de orfandad:

El hombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién nacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y ajeno nos rodea por todas partes (Paz, 1956: 144).

Esta es la situación humana original, “el estar ahí”, dirá Paz recordando a Heidegger, “el sabernos arrojados en ese ahí que es el mundo -hostil e indiferente- y … el hecho que la hace precaria entre todos: su temporalidad, su finitud” (Paz, 1956: 147). Gracias a la experiencia de lo sagrado el hombre logra entenderse como contingencia y finitud (cfr., Paz, 1956: 144). Así considerado, lo sagrado no puede ser reducido ni a razones ni a conceptos. “Cuando queremos expresarlo no tenemos más remedio que acudir a imágenes y a paradojas. El Nirvana del Budismo y la Nada del místico cristiano son nociones negativas y positivas al mismo tiempo, verdaderos 'ideogramas numinosos de lo Otro' ” (Paz, 1956: 140). La experiencia de lo sagrado es, pues, a la vez, la experiencia de la otredad. La experiencia de lo sagrado implica un salto, un tránsito por el que aquél que la realiza deviene otro (cfr., Paz, 1956: 122). La experiencia de lo sagrado es así una experiencia de anulación del orden establecido de identidades, sea del mundo objetivo, sea del sujeto:

Esto que está frente a nosotros —árbol, montaña, imagen de piedra o de madera, yo mismo que me contemplo— no es una presencia natural. Es otro. Está habitado por lo Otro. La experiencia de lo sobrenatural es experiencia de lo Otro (Paz, 1956: 129).

Este precipitarse hacia lo Otro es a la vez, dirá Paz, una tentativa por restablecer la unidad original de la que fuimos arrancados: “Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla. Hemos dado el salto mortal. Nos hemos reconciliado con nosotros mismos” (Paz, 1956: 133). Los estados de extrañeza y reconocimiento, de repulsión y fascinación, de separación y reunión con lo Otro son también estados de soledad y comunión con nosotros mismos (cfr., Paz, 1956: 134). Lo sagrado, al igual que el amor y la poesía remiten así a una y la misma fuente: a estas tres experiencias subyace la nostalgia por un estado anterior de unidad originaria de que hemos sido arrancados. Nostalgia de vida anterior y presentimiento de vida futura que, sin embargo, son aquí y ahora, en el instante (Paz, 1956: 136). Esa nostalgia es a la vez presentimiento, continuo proyectarse hacia algo que no se es, hacia lo Otro, sea en la forma del deseo (Freud), de la temporalidad (Heidegger) o de la otredad (Machado) (cfr., Paz, 1956: 136). Es esto lo que se expresa, de acuerdo a Paz, en la palabra poética. Solamente ella revela la condición paradójica del hombre, su otredad:

En suma, la experiencia religiosa y la poética tienen un origen común; sus expresiones históricas —poemas, mitos, oraciones, exorcismos, himnos, representaciones teatrales, ritos, etc.— son a veces indistinguibles; las dos, en fin, son experiencias de nuestra "otredad" constitutiva. Pero la religión interpreta, canaliza y sistematiza la inspiración dentro de una teología, al mismo tiempo que las iglesias confiscan sus productos. La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida y muerte en un solo instante de incandescencia (Paz, 1956:156).

Es por medio de la poesía que se revela y a la vez se suprime la otredad constitutiva de la existencia humana, se reconcilian la vida y la muerte o, como dice Paz citando a Breton, es gracias a la palabra poética que “la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente”, todo ello en el instante del aquí y ahora (cfr., Paz, 1956: 155).

La experiencia constitutiva de la otredad aparece así, una y otra vez, en la historia, en la sociedad y en la experiencia humana. Es a través del arte —especialmente, de acuerdo a Paz, de la poesía— o de la religión que se hace frente a esa otredad y se le supera. Otras formas de esta confrontación con —y eventual superación de— la otredad serían, además de la ya mencionada de la poesía, la experiencia mítica o la del erotismo. Es a partir de estas reflexiones que se delinea una suerte de poética que se encuentra a la base de la creación literaria del propio Paz. Vale señalar a este respecto el caso de Piedra de sol (1957) donde estas ideas aparecen desplegadas temática y formalmente en el cuerpo mismo de un poema. El título del poema alude, como se sabe, al calendario azteca y en él se describe un ciclo cerrado de 584 versos endecasílabos cuyos primeros seis versos aparecen nuevamente al final cerrando con ello un círculo.43 El número de estos 584 versos corresponde a la duración de 584 días de la revolución sinódica del planeta Venus que se conoce tanto como estrella de la mañana (Phosphorus), al igual que como estrella de la tarde (Hésperus). Asociado a la luna, la humedad, a la muerte y a la resurrección de la naturaleza, el planeta Venus se enlaza a una serie de imágenes y fuerzas ambivalentes. En él —y en el poema de Paz— se expresa así la dualidad del universo en el agua y el fuego, en la vida y la muerte, en el tiempo y la eternidad. A esta simbología se aúna otra de proveniencia azteca que ve en este planeta el símbolo no sólo de la dualidad del universo sino también la encarnación del dios Quetzalcóatl en cuya figura se multiplican las dualidades: el cielo y la tierra, el mundo subterráneo y el mundo celeste, etc., en quien se concentran las dos vertientes de la vida.44 El tema, como lo han señalado entre otros Guillermo Sucre, es así el del movimiento que se despliega en una constante oposición en el horizonte de un tiempo circular que retorna sobre sí mismo y se expresa como instante pleno, entre “la fijeza y el vértigo”.45 En el poema aparece, en el propio despliegue del acto de su escritura, un otro, un tú —en este caso, una presencia femenina a quien se dirige la voz que habla en Piedra de sol. Es en ese momento de revelación del otro que se rescata el instante de la sucesión temporal y, con él, el redescubrimiento de y el asombro ante la propia existencia:

nuestra unidad perdida, el desamparo

que es ser hombres, la gloria que es ser hombres

y compartir el pan, el sol, la muerte,

el olvidado asombro de estar vivos

Y, más adelante:

-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,

¿cuándo somos de veras lo que somos?,

bien mirado no somos, nunca somos

a solas sino vértigo y vacío,

muecas en el espejo, horror y vómito,

nunca la vida es nuestra, es de los otros,

la vida no es de nadie, todos somos

la vida –pan de sol para los otros,

los otros dos que nosotros somos-,

soy otro cuando soy, los actos míos

son más míos si son también de todos,

para que pueda ser he de ser otro,

salir de mí, buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no existo,

los otros que me dan plena existencia

La poesía, la experiencia mística y el erotismo, al igual que la sociedad y la propia historia aparecen así en el marco de una oposición entre identidad y otredad, entre soledad y comunión, en cuyo origen se encuentra la radical experiencia de alteridad que jamás podrá ser salvada por completo.46

b. Poesía, historia y política en el horizonte de la modernidad

La comprensión de la poesía esbozada en el apartado anterior se inscribe en un diagnóstico de la modernidad, específicamente de la modernidad en el ámbito de la estética, sin el cual el pensamiento de Paz no puede ser cabalmente comprendido. Esta comprensión y diagnóstico de la modernidad aparecen expuestos en forma clara por lo menos ya desde El arco y la lira. Una idea central que recorre esta reflexión es la de que en el mundo, tras el ocaso del mito, el declive de la experiencia de lo sagrado y, en general, tras el despliegue del proceso de secularización, la experiencia de la otredad parece haber sido confinada al ámbito del arte y, más específicamente, al de la poesía. En efecto, la modernidad se inició, según Paz, con el Renacimiento y se consumó con la Revolución francesa.47 En el curso de ella se consagraron al espíritu laico y a la razón crítica como figuras fundamentales. Se trata, para decirlo con Balzac según lo señala Paz, de la época de las ilusiones perdidas en la que la razón y el aire de la historia han acabado por disolver todo fundamento sólido, erigiendo acaso nuevos fantasmas —la nación, la técnica, la conversión de la naturaleza en un complejo de relaciones causales susceptibles de ser expresadas cuantitativamente, etc.— que se han revelado finalmente tan o incluso más opresivos que los poderes mítico-religiosos que ellos buscaran exorcizar (cfr., Paz, 1956: 221-222).48 Es aquí que puede localizarse, de acuerdo a Paz, la tensión entre poesía y modernidad: “La poesía se proclama como un principio rival del espíritu crítico y como el único que puede sustituir los antiguos principios sagrados” (Paz, 1956: 235). Muertas las antiguas deidades, la poesía no tiene más nada que cantar excepto su propio ser.49 Ahora, sin embargo, “la poesía no encarnará ya en la palabra sino en la vida. La palabra poética no consagrará a la historia, sino que será historia, vida” (Paz, 1956: 231). Esta tentativa ya había sido avanzada, como Paz mismo lo recuerda, por el romanticismo — o, cabría señalar con mayor precisión, el Frühromantik— alemán (Hölderlin, Novalis y Schlegel),50 por los poetas visionarios del romanticismo inglés (Blake, Shelley), por la poesía francesa en la línea que va de Baudelaire a Claudel y Valéry pasando por Verlaine, Rimbaud, Laforgue y Mallarmé, y, finalmente, por el surrealismo francés. En todos ellos se trata de propiciar la fusión de la poesía con la historia, la conversión de la sociedad “en comunidad poética y, más precisamente, en poema viviente” (Paz, 1956: 240) donde el poeta sea la voz de una sociedad sin monarca (Shelley) y la poesía la religión natural de la humanidad (Novalis). En estas tentativas se expresa entonces no solamente una revitalización del mythos frente al logos, sino la intervención directa de aquél en la vida y su fusión con la historia.51 En sus variantes extremas Paz advierte un esfuerzo de reconciliación del poema y el acto en el horizonte de una suerte de alianza entre la poesía y la revolución en la manera en que ésta se delineara ya en el romanticismo alemán o en el surrealismo francés. Este último en particular constituye para Paz la tentativa más radical, “más lúcida y ambiciosa” por reunir a la poesía con la historia, por transformar la vida en poesía y operar así una revolución decisiva en los espíritus, las costumbres y la vida social, por hacer poética la vida y la sociedad, como lo había demandado ya Schlegel quien se proponía alcanzar la “fusión entre poesía y vida” (cfr., Paz, 1956: 244 y Paz, 1974: 385). La revolución en el plano del arte y la revolución en el nivel de la política se enlazan así en forma indisoluble por lo menos desde el romanticismo alemán e inglés.52 El modelo para la segunda es ofrecido por la Revolución francesa que se interpreta inicialmente a la luz de la posibilidad de una revolución de mayor alcance que debía alcanzar al hombre en todos sus planos: político, económico, moral y estético, según se lee ya en Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus cuya autoría se atribuye por igual a Hegel, Schelling y Hölderlin:

 

Zuletzt die Idee, die alle vereinigt, die Idee der Schönheit, das Wort in höherem platonischen Sinne genommen. Ich bin nun überzeugt, daß der höchste Akt der Vernunft, der, indem sie alle Ideen umfaßt, ein ästhetischer Akt ist und daß Wahrheit und Güte nur in der Schönheit verschwistert sind. Der Philosoph muß ebensoviel ästhetische Kraft besitzen als der Dichter. Die Menschen ohne ästhetischen Sinn sind unsere Buchstabenphilosophen. Die Philosophie des Geistes ist eine ästhetische Philosophie. Man kann in nichts geistreich sein, selbst über Geschichte kann man nicht geistreich raisonnieren – ohne ästhetischen Sinn … Die Poesie bekommt dadurch eine höhere Würde, sie wird am Ende wieder, was sie am Anfang war –Lehrerin der Menschheit.

[Al final la idea que todo lo unifica, la idea de la belleza, tomada la palabra en el más alto sentido platónico. Estoy convencido de que el acto supremo de la razón, el cual, abarcando todas las ideas, es un acto estético y que la verdad y lo bueno están hermanados solamente en la belleza. El filósofo tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido estético son nuestros filósofos de letra. La filosofía del espíritu es una filosofía estética… la poesía obtiene mediante ello una dignidad más alta, se convierte finalmente otra vez en lo que ella era al inicio –maestra de la humanidad] (Hegel, 1796-1797: 234-237).

Esa misma pretensión por enlazar la revolución estético-poética con una revolución tanto política, como sobre todo humana, reaparece en Samuel Taylor Coleridge y su idea de una pantisocracia en la forma de una sociedad comunista, libre e igualitaria en la que se reuniera la inocencia de la edad patriarcal con el avance logrado por las sociedades modernas. En la poesía moderna se expresa así tanto el legado como, al mismo tiempo, la crítica de la modernidad:

Crítica de la crítica y sus construcciones, la poesía moderna, desde los prerrománticos, busca fundarse en un principio anterior a la modernidad y antagónico a ella. Ese principio, impermeable al cambio y a la sucesión, es el comienzo del comienzo de Rousseau, pero también es el Adán de William Blake, el sueño de Jean Paul, la analogía de Novalis, la infancia de Wordsworth, la imaginación de Coleridge. Cualquiera que sea su nombre ese principio es la negación de la modernidad. La poesía moderna afirma que es la voz de un principio anterior a la historia; la revelación de una palabra original de fundación. La poesía es el lenguaje original de la sociedad —pasión y sensibilidad— y por eso mismo es el verdadero lenguaje de todas las revelaciones y revoluciones. Ese principio es social, revolucionario: regreso al pacto del comienzo, antes de la desigualdad; ese principio es individual y atañe a cada hombre y a cada mujer: reconquista de la inocencia original. Doble oposición, a la modernidad y al cristianismo, que es una confirmación tanto del tiempo histórico de la modernidad (revolución) como del tiempo mítico del cristianismo (inocencia original). En un extremo, el tema de la instauración de otra sociedad es un tema revolucionario que inserta el tiempo del principio en el futuro; en el otro extremo, el tema de la instauración de la inocencia original es un tema religioso que inserta al futuro cristiano en un pasado anterior a la Caída. La historia de la poesía moderna es la historia de las oscilaciones entre estos dos extremos: la tentación revolucionaria y la tentación religiosa (Paz, 1974: 362).53

Es en el contexto de esta tentación revolucionaria que conduce a la poesía moderna en dirección de la política, la sociedad y la historia que puede explicarse el fervor inicial tanto de Hegel, Schelling, Hölderlin, Novalis y Schlegel, como de William Wordsworth por la Revolución francesa, interpretada acaso como el inicio de una revolución total de la humanidad que colocara de nuevo al arte y a la poesía en su papel de conductores de la sociedad (cfr., Paz, 1974: 369 y ss.). Una tentativa análoga vuelve a aparecer en el siglo XX ahora con el surrealismo. En efecto, el surrealismo pretendía entre otras cosas convertir a la poesía en bien común y, de esa forma, disolver las fronteras entre poesía y vida, pues “ahí donde la poesía está al alcance de todos, son superfluos los poemas y los cuadros. Todos los podemos hacer. Y más: todos podemos ser poemas. Vivir en poesía es ser poemas, ser imágenes. La socialización de la inspiración conduce a la desaparición de las obras poéticas, disueltas en la vida” (Paz, 1956: 246). Se trata, pues, no tanto de la creación de poemas como de la transformación de los hombres y de la sociedad en su conjunto en poemas vivientes (Paz, 1956: 246). Después de la Segunda Guerra Mundial se advirtió sin embargo, según Paz, el fracaso de la tentativa surrealista:

La poesía no ha encarnado en la historia, la experiencia poética es un estado de excepción y el único camino que le queda al poeta es el antiguo de la creación de poemas, cuadros y novelas (Paz, 1956: 250).

c. El fracaso de la reconciliación entre razón e historia: poesía, política, revolución… poesía

Este fracaso puede ser comprendido cabalmente sólo si se considera a la revolución poética del surrealismo en su relación con la que sería el correspondiente de la Revolución francesa ya en el siglo XX: la revolución soviética. Una y otra —y ésta parece ser una experiencia común tanto a las vertientes del arte del siglo XIX como a las de la vanguardia ya del XX que interesan a Paz— han conducido al terror y a regímenes autoritarios que han aplastado con sangre las expectativas libertarias que habían logrado inicialmente convocar:

Ver el conflicto entre los primeros románticos y la Revolución francesa como un episodio de la lucha entre autoritarismo y libertad no es del todo falso, pero tampoco es enteramente cierto. No, la explicación es otra. En circunstancias históricas distintas, el fenómeno se manifiesta una y otra vez, primero a lo largo del siglo XIX y después, con mayor intensidad, en lo que va del que corre. Apenas si vale la pena recordar los casos de Esenin, Madelstam, Pasternak y tantos otros poetas, artistas y escritores rusos; las polémicas de los surrealistas con la Tercera Internacional; la amargura de César Vallejo, dividido entre su fidelidad a la poesía y su fidelidad al Partido Comunista, las querellas en torno al “realismo socialista” y todo lo que ha seguido después. La poesía moderna ha sido y es una pasión revolucionaria, pero esa pasión ha sido desdichada. Afinidad y ruptura: no han sido los filósofos, sino los revolucionarios, los que han expulsado a los poetas de su república. La razón de su ruptura ha sido la misma que la de la afinidad: revolución y poesía son tentativas por destruir este tiempo de ahora, el tiempo de la historia que es el de la historia de la desigualdad, para instaurar otro tiempo. Pero el tiempo de la poesía no es el de la revolución, el tiempo fechado de la razón crítica, el futuro de las utopías: es el tiempo de antes del tiempo, el de la “vida anterior” que reaparece en la morada del niño, el tiempo sin fechas (Paz, 1974: 370-371).