Octavio Paz, México y la Modernidad

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El romanticismo se enlaza así con las vanguardias artísticas del siglo XX. Uno y otras se hallan animados por una tentativa en contra de la razón, sus construcciones, ordenamientos y valores; en uno y en otras se reivindica al cuerpo, a sus pasiones y visiones —sea en la forma del sueño o del erotismo—; uno y otras se encuentran envueltos con la política y la historia que los fascina y, al mismo tiempo, los desgarra: en el caso del romanticismo ello se expresa en su relación con la Revolución francesa, el Terror jacobino y el Imperio de Napoleón; en el caso de las vanguardias, ello puede ser observado en su actitud ante la revolución soviética y el terror estalinista (cfr., Paz, 1974: 423 y ss.).

Es en el horizonte de este desencuentro entre la revolución poética y la revolución política que Paz comprende el fracaso del marxismo,54 la última tentativa por reconciliar a la razón y a la historia. La pérdida de la imagen del mundo, el despliegue de la técnica, la crisis de los significados, la uniformización del espacio, del tiempo y de los individuos, la aceleración del tiempo, por su parte, parecen haber anulado totalmente aquélla experiencia básica de la otredad que era característico, como ya se ha señalado, de la religión y del mito al igual que de la poesía. Esta experiencia de crisis alcanza también, por supuesto, al propio arte y a la poesía modernos. “[Vi]vimos el fin de la idea de arte moderno”, anota Paz ya en Los hijos del limo (Paz, 1974: 463). Esta crisis es en realidad una crisis de la modernidad, de la concepción de la historia como un proceso lineal caracterizado por el progreso, la esperanza ante el futuro que se comprendía como el horizonte del despliegue de la libertad, el desarrollo de la ciencia y la dominación creciente de la naturaleza, ideas que, de acuerdo a Paz, aparecen tanto en las diversas formas de positivismo como en el pensamiento de Marx —especialmente en su comprensión de la historia, en su análisis del capitalismo y en su esperanza en la revolución proletaria (cfr., Paz, 1974: 463 y ss.).55

El fracaso final de esta tentativa por enlazar a la poesía con la sociedad y la historia, por superar la oposición entre el arte y la vida, será expresado en la “metaironía” (Paz) de Marcel Duchamp o de James Joyce. En el caso del primero —y aquí Paz se refiere particularmente a la última obra de Duchamp, un ensamblaje realizado entre 1946 y 1966 titulado Étant Donnés: 1º. La chute d’eau; 2º. Le gaz d’éclairage que se encuentra en el Museo de Filadelfia— la pintura lleva a una crítica doble: tanto a la del objeto representado como a la del ojo que lo mira;56 en el caso del segundo, la literatura despliega una crítica del lenguaje que conduce a éste a la crítica del orden de las cosas representadas por él, a su exaltación y, al mismo tiempo, a su anulación y, de ese modo, a los confines del silencio en modo similar al de Rimbaud después de Une saison en enfer. En uno y otro caso las cosas se liberan de sus connotaciones temporales y los signos de sus significados para poner en marcha un juego de relaciones móviles en donde cada signo remite en sus relaciones y, a la vez, en su diferencia de otros (cfr., Paz, 1974: 429 y ss.). En ambos casos, afirma Paz, “la crítica se vuelve creación, como quería Mallarmé, una creación que consiste en el renversement de la modernidad con sus propias armas: la crítica, la ironía” (Paz, 1974: 429-430). Se delinea así la respuesta del propio Mallarmé: “el instante del poema es la intersección entre lo absoluto y lo relativo. Respuesta instantánea y que sin cesar se deshace: la oposición reaparece continuamente, ya como negación de lo absoluto por la contingencia, ya como disolución de la contingencia en un absoluto que, a su turno, se dispersa. La no-solución que es una solución, por la misma lógica de la meta-ironía, no es una solución” (Paz, 1974: 431).

Por otra parte, es el contexto de su tentación ya no revolucionaria sino más bien religiosa que la poesía moderna se afana por penetrar —como en Le Christ aux oliviers [Cristo en el monte de los Olivos, 1854] de Nerval— el misterio de ese lugar —que acaso no sea sino un tiempo— de donde proviene quien “donne l’âme aux enfants du limon [da el alma a los hijos del limo]”, de ese Dios ausente que se delinea tras el sacrificio de Cristo y que acaso, recuerda Paz, no sea sino una pluralidad de dioses ligados a un tiempo circular como lo viera ya Pessoa en No túmulo de Christian Rosenkreutz [En la tumba de Cristian Rosencreutz] (cfr., Paz, 1974: 375). Sea en la forma de un “cristianismo sin Dios” o en la de un “paganismo cristiano”, la tentación religiosa remite a la poesía moderna a una relación indisoluble con lo sagrado donde la muerte de Dios es el anverso de la experiencia de la radical contingencia y pluralidad, del tiempo de la sensibilidad y la imaginación, del tiempo original del mito opuesto al tiempo profano de la historia. La religiosidad de la poesía moderna no es así, en último análisis, sino una transgresión de toda religión (cfr., Paz, 1974: 376).

Podríamos decir entonces que, para Paz, la experiencia de la modernidad —y, con ella, la de la poesía— en el siglo XX puede ser caracterizada por una suerte de fracaso tanto del mythos como del logos por incidir en la vida y actualizarse en la historia. Ello expresa a su vez una suerte de clausura y liquidación de la experiencia de la otredad y de lo sagrado. La poesía no parece disponer por ello de otra alternativa que volverse sobre sí misma —en la línea que especialmente en Francia se había delineado con Baudelaire, Mallarmé y Valéry— para poder restituir en ella y por ella la experiencia de lo sagrado, de la alteridad. Es en este sentido que Paz llamará la atención sobre el hecho de que todas las empresas del arte moderno se dirigen en último término a restablecer el diálogo con esa mitad perdida del hombre, con esa “otra orilla”, con esa alteridad constitutiva, sea ello a través de la poesía popular, o del sueño y del delirio, o de la vuelta al mito y del descenso a la noche, o de la fascinación por lo extraño y exótico, por lo primitivo, por lo simplemente otro:

Fantasma en una ciudad de piedra y dinero, desposeído de su existencia concreta e histórica, el poeta se cruza de brazos y vislumbra que todos hemos sido arrancados de algo y lanzados al vacío: a la historia, al tiempo (Paz, 1956: 244).

La poesía en particular acogerá ahora al grito y al silencio, se fundirá nuevamente con la música y la danza, con el juego y con la fiesta. Ya no apuntará tanto a la destrucción del sentido sino, más bien, a su interminable búsqueda (cfr., Paz, 1956: 281-282), a la recuperación de la otredad, a la tentativa por reunir lo separado. “Poesía, momentánea reconciliación: ayer, hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo, él, nosotros. Todo está presente: será presencia” (Paz, 1956: 284).

IV. La modernidad iberoamericana

Los libros, ensayos, artículos y reflexiones de Paz sobre arte y literatura y, en general, sobre la sociedad, la política y aun la historia, parecen conducir así a una pregunta clave, la de la modernidad. Esta pregunta se plantea inicialmente como una interrogación en torno a la modernidad de la literatura hispanoamericana y se localiza en último análisis en una reflexión de amplio alcance sobre la presencia de la modernidad y su significación en el ámbito de Hispanoamérica, problema al que ya nos habíamos referido al inicio de este trabajo:

¿Es moderna nuestra literatura? Esta pregunta —señala Paz— no me deja desde que comencé a escribir. En el curso de los años he intentado responderla: cada una de mis respuestas terminaba invariablemente por convertirse en otra interrogación. ¿Qué es la modernidad, cómo definirla, en qué consiste? ¿Cuáles son sus límites en el espacio, dónde está su centro de irradiación y hasta dónde llega su influencia? ¿Y sus límites cronológicos?... (Paz, 1991a: 19).

El análisis de Paz a este respecto no es quizá tan ambicioso, completo y sistemático como el ofrecido por pensadores como Max Weber, Martin Heidegger o Theodor W. Adorno.57 Sin embargo, no por ello deja de esclarecer una serie de fenómenos, procesos y acontecimientos fundadores que han caracterizado a la historia de Occidente en general y a la de Iberoamérica en particular en los últimos siglos. Así, en sus grandes obras posteriores a El laberinto de la soledad y El arco y la lira como Los hijos del limo (1974) o Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Paz parece considerar y analizar la modernidad especialmente a partir de una serie de rasgos que pertenecen ante todo a las esferas política, jurídica y, sobre todo, cultural o, más precisamente, estética: el primero de ellos es el surgimiento de un Estado centralizado en el que se debilitan las autonomías locales y las jurisdicciones especiales de diversos grupos particulares —es decir, la desaparición de los particularismos medievales y el surgimiento de un Estado-nación con una burocracia también nacional—; el segundo, es el de la igualdad de los hombres ante la ley (cfr., Paz, 1982a: 40). Un tercer rasgo parece estar dado por una cierta experiencia y comprensión del tiempo que concibe a éste como un tiempo sucesivo e irreversible, concepción que surge a partir de la crítica a la idea de la eternidad cristiana (cfr., Paz, 1974: 352). Esta nueva comprensión del tiempo que en opinión de Paz es propia de la modernidad occidental, supuso así una ruptura con la idea del tiempo circular propia del orden antiguo para inaugurar una concepción del tiempo sucesivo, lineal e irreversible que debía conducir a un orden social más justo y racional, a una nueva sociedad que podía ser alcanzada eventualmente a partir de una revolución. Ello implicaba una idea de progreso que privilegiaría ante todo una de las dimensiones temporales, a saber: la del futuro, la de un eje temporal de lo que aún-no-es ante el cual habría de sacrificarse el presente y movilizarse la energía proveniente del pasado (cfr., Paz, 1974: 356 y ss.).58 Un cuarto rasgo de la modernidad parece ser para Paz el de una comprensión de la razón vinculada al despliegue y dominio de las grandes unidades supraindividuales, totalizadoras y homogeneizantes: sea la sociedad, la clase o la nación, al igual que el progreso o “el fin de la historia”, todas ellas han sobrepuesto un manto ideal sobre la realidad real de los hombres concretos (cfr., Paz, 1974: 356). Finalmente, un quinto y último rasgo que destaca Paz como central de la modernidad occidental es el de la emergencia de la crítica. Como para Kant, la modernidad es para Paz, pues, la época de la crítica. Cabe subrayar a este respecto, sin embargo, que Paz no tiene en este punto como modelo tanto a la crítica filosófica o a la política tal y como ésta se practica en Francia o en Alemania —pienso, por ejemplo, a la que se encuentra a la base del proyecto de la Aufklärung y que aparece expresada en forma clara sea en la obra de les philosophes (de Destutt de Tracy y Rousseau a Diderot y Voltaire) en Francia o en la de filósofos como el ya mencionado Kant en Alemania— sino, por un lado, a una idea de crítica inspirada más bien por la tradición anglosajona, especialmente en la vertiente que remite a Hume y, por el otro, a la crítica literario-poética tal y como la practicara, por ejemplo, Baudelaire (cfr., Paz, 1974: 358). En efecto, por lo que se refiere a la primera de estas vertientes, Paz se remite en ocasiones —pienso especialmente en Los hijos del limo— a un autor cuyo influjo sobre la obra crítica del poeta mexicano quizá no haya sido estudiado hasta ahora suficientemente, a saber: David Hume. En efecto, en los Apéndices a Los hijos del limo, Paz se refiere en forma elogiosa al modo en que, en sus Dialogues concerning natural religion (publicados póstumamente en 1779), Hume criticaba a la filosofía por haber colocado sobre los altares vacíos del cristianismo a otras divinidades no menos quiméricas que aparecían incluso en las filosofías que se comprendían a sí mismas como materialistas o como radicalmente ateas. De esta forma se reintroducía —acompañada por un mito, una Iglesia e incluso hasta una Inquisición— la religión recién expulsada por una razón empeñada en encontrar un propósito o un designio detrás de la multiplicidad de las acciones y acontecimientos humanos: fuera el de la realización del bien, de la libertad o de la justicia:

 

No es difícil —sostiene Paz— deducir de la crítica de Hume esta consecuencia: el origen de la idea de la historia como progreso es religioso y la idea misma es pararreligiosa. Es el resultado de una doble y defectuosa inferencia: pensar que la naturaleza tiene un designio e identificar ese designio con la marcha de la sociedad y de la historia. Todas las religiones y pseudo religiones obedecen a este mismo razonamiento… Si la historia posee realmente un sentido, el transcurrir se vuelve providencial, aunque el nombre de esa providencia cambie con los cambios de la sociedad y la cultura: unas veces se llama Dios, otras evolución, otras dialéctica de la historia (Paz, 1984: 481).

La crítica moderna se dirigiría entonces en contra de las máscaras secularizadas con las que se empeña en reaparecer una y otra vez la religión en el mundo posterior a la muerte de Dios: las grandes ideologías políticas empeñadas en legitimarse sobre la base de una concepción científica de la historia capaz de determinar la marcha de los acontecimientos en dirección a la realización de ideales futuros a través de un acontecimiento regenerador: la Revolución:

Desde fines del siglo XVIII y señaladamente desde la Revolución francesa, la filosofía política revolucionaria confisca uno a uno los conceptos, valores e imágenes que tradicionalmente pertenecían a las religiones. Este proceso de apropiación se agudiza en el siglo XX, el siglo de las religiones políticas como los siglos XVI y XVII lo fueron de las guerras de religión. Desde hace doscientos años hemos vivido, primero los europeos y después todos los hombres, en espera de un acontecimiento que posee para nosotros la gravedad y la fascinación terrible que tenía la Segunda Vuelta de Cristo para los primeros cristianos: la Revolución. Este acontecimiento, visto con esperanza por unos y con horror por otros, posee un significado doble según ya he dicho: es la instauración de una sociedad nueva y es la restauración de la sociedad original, antes de la propiedad privada, el estado, la escritura, la idea de Dios, la esclavitud y la opresión de las mujeres. Expresión de la razón crítica la Revolución se sitúa en el tiempo histórico: es el cambio del presente inicio por el futuro justo y libre. Ese cambio es un regreso: la vuelta al tiempo del principio, a la inocencia original. Así, la Revolución es una idea y una imagen, un concepto que participa de las propiedades del mito y un mito que se funda en la autoridad de la razón (Paz, 1974: 482-483).

La crítica en esta vertiente que remite a Hume se comprende entonces, parece decir Paz, como una actividad orientada a disolver ese entrelazamiento entre mito y razón que se encuentra a la base de las grandes ideologías políticas contemporáneas, de las concepciones “científicas” de la sociedad y la historia que les sirven de base y de la idea de la Revolución y de la concepción lineal del tiempo a ella asociado que proyecta hacia un futuro indefinido, aunque necesario, la realización de los grandes ideales de la propia modernidad: la libertad y la igualdad como una promesa insatisfecha de retorno al estado de inocencia originario.

Esta comprensión de la crítica vinculada al proceder de Hume se enlaza en Paz, como ya lo mencionaba líneas arriba, con otra noción de crítica proveniente ahora del ámbito del arte y, más específicamente, de la poesía. En efecto, Paz subraya que la modernidad es la época de la crítica tal y como ello se advierte en la crítica del arte: crítica de la propia actividad artística que se delimita frente al resto de las esferas de la sociedad para constituirse como un ámbito autónomo; crítica del objeto y del propio sujeto del arte que se amplía a la religión y a la economía —que intenten someter al arte bajo su dictado— lo mismo que a la sociedad burguesa y sus valores, al lenguaje y a sus significados. Se trata de una actividad —Paz dirá incluso de una “pasión” por la crítica— que no vacila incluso en dirigirse una y otra vez y en forma inacabada sobre sí misma (cfr., Paz, 1974: 358-359), contra el lenguaje en el que ella misma se articula.59

***

La evolución hacia la modernidad tuvo lugar, de acuerdo a Paz, en dos vertientes: por un lado, la de aquellos países en los que la era moderna se inició con el triunfo del protestantismo —Paz piensa en este sentido en los Estados Unidos donde libertad y democracia como conceptos políticos surgieron de una base inicialmente religiosa y su fundamento se puede encontrar en la Reforma— y, por otro lado, la de aquéllos otros que adoptaron la modernidad sin protestantismo —el ejemplo paradigmático de este segundo tipo es Francia (Paz, 1982a: 50).60 Especialmente en estos últimos la modernidad se expresó no solamente en forma de una crítica a la monarquía absoluta, a la corte y al Ancien Régime, sino también a la Iglesia católica —así, recuerda Paz, la Ilustración francesa fue, a pesar del nebuloso deísmo de algunos de sus exponentes, un movimiento esencialmente laico.61

En la Nueva España y, en general, en Latinoamérica, sin embargo, ocurrió algo por entero distinto: aquí surgió un Estado centralizado y una burocracia que protegió más bien los intereses particulares y a ciertas jurisdicciones. Por lo que se refiere a la igualdad de todos ante la ley, en la Nueva España las comunidades indígenas estaban regidas por las leyes de Indias y había estatutos especiales para los diferentes grupos étnicos: negros, mulatos, mestizos, criollos y españoles. Leyes particulares regían a las órdenes religiosas y a la Iglesia secular, otras a los encomenderos, los comerciantes, los mineros, etc.62 Es por ello que en el libro sobre sor Juana Inés de la Cruz escrito años más tarde, Paz, al subrayar el carácter de las rupturas a lo largo de la historia de México, señala, como ya lo había hecho desde El laberinto..., que la Conquista “fue la gran ruptura, la línea divisoria que parte en dos nuestra historia: de un lado, el de allá, el mundo precolombino; del otro lado, el de acá, el virreinato católico de la Nueva España y la República laica e independiente de México” (Paz, 1982a: 32). En todas estas rupturas se advierte, sin embargo, una peculiar relación con la modernidad que permanece constante. En efecto, señala Paz, la Nueva España “fue una realidad histórica que nació y vivió en contra de la corriente general de Occidente, es decir en oposición a la modernidad naciente; la segunda, la República de México, fue y es una apresurada e irreflexiva adaptación de esa misma modernidad. Una imitación, diré de paso, que ha deformado a nuestra tradición sin convertirnos, por lo demás, en una nación realmente moderna” (Paz, 1982a: 32). Aún más, dirá Paz la Nueva España fue una sociedad “orientada no a alcanzar la modernidad sino a combatirla” tal y como se patentiza en los ejemplos de Sigüenza y Góngora y de sor Juana (Paz, 1982a: 310). Paz asigna en este sentido una gran relevancia al surgimiento de esta conciencia de interioridad moderna. En efecto, la modernidad, anota él, “fue una conciencia, una interioridad, antes de ser una política y una acción. En cambio, el racionalismo hispanoamericano no fue un examen de conciencia sino una ideología adquirida; por eso mismo nuestro anticlericalismo fue declamatorio” (Paz, 1982a: 51). Es ello lo que parece explicar para él el drama de Sigüenza y Góngora y la tragedia de sor Juana Inés de la Cruz. El primero realiza una recepción incompleta y dispersa de la filosofía y la ciencia modernas (Descartes y Gassendi, Galileo y Kepler). La segunda, “[la] primer[a] gran poeta american[a]” —como lo subrayara expresamente ya desde Los hijos del limo (Paz, 1974: 456)— ofrece en El Sueño (1692) “nuestro primer texto cosmopolita” en el que se funden diversas lenguas desde el latín hasta el náhuatl, pasando por el portugués y el castellano para ofrecer, como siglos más tarde lo hará nuevamente Borges, un americanismo que es, a la vez, un cosmopolitismo (cfr., Paz, 1974: 456). Uno y otra “estaban aislados y vivían en un mundo cerrado al porvenir” (Paz, 1982a: 308). Su vivacidad intelectual contrastaba con el mundo anquilosado de la Nueva España que los encerró en el español y el latín cuando éste último dejaba de ser una lengua universal, los dejó incomunicados con la literatura francesa e inglesa y al margen del movimiento científico y filosófico de su tiempo (Leibniz, Spinoza o Newton). En ellos se expresa el inmenso fracaso de la Contrarreforma en la esfera de las ideas. Surgida en el marco de una respuesta al protestantismo y como una tentativa de renovación moral e intelectual de la Iglesia católica, la Contrarreforma indudablemente ofreció frutos en el ámbito de la poesía, la pintura, la música, la escultura y la arquitectura lo mismo que en ciertos estudios de los jesuitas en el ámbito de los estudios humanísticos y las ciencias. Sin embargo, ese movimiento, anota Paz lacónicamente, estaba destinado a la petrificación.

Los principios que fundaron a las colonias hispanoamericanas fueron así más bien los de la Contrarreforma, la monarquía absoluta, el neotomismo y, a mediados del siglo XVIII, el llamado “despotismo ilustrado” de Carlos III. Paz expresa este problema en forma drástica cuando señala que en el mundo iberoamericano no tuvimos un siglo XVIII: Feijoo o Jovellanos no pueden ser comparados con Hume o Locke, ni con Diderot, Rousseau ni tampoco con Kant. No tuvimos Ilustración ni revolución burguesa. Ni crítica ni guillotina ni tampoco esa reacción pasional en contra de la crítica como la que aparece en el romanticismo (cfr., Paz, 1975a: 62). Las ideas republicanas y democráticas de los grupos que dirigieron la lucha por la Independencia no correspondían a la realidad histórica de América Latina. En esta región no existía ni una burguesía ni una intelectualidad que hubiera realizado la crítica de la monarquía absoluta y de la Iglesia —y por ello las élites que encabezaron la lucha por la Independencia no podían implantar el ideario democrático y liberal porque no existía un vínculo orgánico entre éste, las élites políticas y la realidad histórica del momento (cfr., Paz, 1982a: 36). El ideario al que acudieron fue el ofrecido por la Ilustración francesa y la Independencia norteamericana dejando de lado la tradición hispánica de luchas por la autonomía y la independencia: los comuneros, Cataluña, Aragón, los vascos, “una tradición enterrada y, aunque todavía viva, mal conocida; una tradición, además que era el embrión apenas de un verdadero pensamiento político” (Paz, 1982a: 36). En lugar de repensar y reelaborar esa tradición, de actualizarla y aplicarla a las nuevas circunstancias, se dio un proceso de apropiación mecánica de la filosofía política de los franceses, de los ingleses y de los norteamericanos, y se buscó implantarlo en Latinoamérica:

 

Las ideas de la modernidad —a diferencia del cristianismo en el siglo XVI— no han logrado aún arraigar y florecer en nuestras tierras... nuestra historia, desde el punto de vista de la historia moderna de Occidente, ha sido excéntrica. No hemos tenido ni edad crítica ni revolución burguesa ni democracia política: ni Kant ni Robespierre, ni Hume ni Jefferson (Paz, 1982a: 37).

Los movimientos de Independencia en Hispanoamérica no fueron por ello solamente de separación sino también de negación de España, del régimen monárquico español, absolutista y católico, por otro republicano, democrático y liberal (Paz, 1975a: 63). Así, desde fines del siglo XVIII, señala Paz, los países latinoamericanos han estado inmersos en procesos y conflictos políticos de diverso alcance orientados bajo el signo de una reforma social, política y cultural que podría resumirse en una sola palabra, a saber: “modernización” (cfr., Paz, 1983: 73). En virtud de este proceso, Latinoamérica se insertó en el mundo europeo occidental como uno de sus “extremo[s] americano[s]” —el otro se encuentra constituido por Canadá y los Estados Unidos de Norteamérica. Tres diferencias significativas distinguen, sin embargo, a Latinoamérica del mundo de Europa occidental, de acuerdo a Paz: en primer lugar, la presencia de un componente étnico y cultural no europeo expresado tanto en las culturas indígenas como en las africanas que fueron violentamente incorporadas en las sociedades latinoamericanas; en segundo lugar, la prolongada presencia de la cultura islámica en España y Portugal, los países que llevaron a cabo la colonización del mundo latinoamericano, y el modo en que en esos países se enlazaron en forma prácticamente indisoluble, la religión, por un lado, con la política, la sociedad y la cultura, por el otro. Finalmente, en tercer lugar, la que es para Paz la diferencia decisiva, el cierre sobre sí mismos y frente a la modernidad occidental que caracterizó a España y Portugal después de la conquista de los territorios ultramarinos. Bastiones de la Contrarreforma, España y Portugal se convirtieron más bien en una supervivencia medieval dentro de una Europa que se modernizaba:

El siglo XVII es el gran siglo español: Quevedo y Góngora, Lope de Vega y Calderón, Velázquez y Zurbarán, la arquitectura y la neoescolástica. Sin embargo, sería inútil buscar entre esos grandes nombres al de un Descartes, un Hobbes, un Spinoza o un Leibniz. Tampoco al de un Galileo o un Newton. La teología cerró las puertas de España al pensamiento moderno y el Siglo de Oro de su literatura y de sus artes fue también el de su decadencia intelectual y su ruina política (Paz, 1983: 76).

Esta situación se proyectó irremediablemente en las colonias ultramarinas. Las inglesas en Estados Unidos nacieron con la Reforma y la Ilustración, es decir, con el mundo moderno; las ibéricas, con la Contrarreforma y la neoescolástica: “No tuvimos”, afirma Paz lacónicamente, “ni revolución intelectual ni revolución democrática de la burguesía. El fundamento filosófico de la monarquía católica y absoluta fue el pensamiento de Suárez y sus discípulos de la Compañía de Jesús” (Paz, 1983: 76). Posteriormente, desde la segunda mitad del siglo XVIII comenzó a penetrar el ideario de la Ilustración en los territorios ultramarinos bajo la búsqueda de una Independencia que se proponía en realidad una modernización que, en ese caso, significaba europeización. Los modelos eran ofrecidos por dos acontecimientos fundacionales del mundo occidental moderno: por un lado la Revolución de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica; por el otro, la Revolución francesa. La primera produjo a una sociedad completamente moderna; la segunda, a pesar de los cambios producidos, reafirmó la tradición centralista precedente. Las revoluciones de Independencia en el mundo iberoamericano, en cambio, fueron incapaces de impulsar la modernización política, social y económica que originalmente las impulsara (cfr., Paz, 1983: 78). Una explicación de ello residía para Paz en el hecho de que en el mundo iberoamericano se habían adoptado mecánicamente ideas y programas ajenos a la realidad histórica de este continente: no había una tradición intelectual como la que en Francia y Norteamérica penetrara en las élites para impulsar determinados cambios políticos, sociales y culturales; tampoco existían las clases sociales que pudieran ser las portadoras efectivas de la ideología liberal y las ideas terminaron por convertirse en “máscaras… que interceptan y desfiguran la percepción de la realidad” (Paz, 1983: 79).63

La crisis del Estado español, los procesos de Independencia en las antiguas colonias produjeron un proceso de disgregación en la América hispanohablante en donde se multiplicaron nuevas naciones según los límites establecidos verticalmente por los ejércitos y caudillos que en cada caso resultaron victoriosos de estas guerras. La atomización hispánica tuvo así un contrapunto en la solidez luso-brasileña. No obstante, ni en uno ni otro caso pudo impulsarse un proceso de modernización como el que experimentaron los Estados Unidos de Norteamérica. La sociedad civil vivió siempre a la sombra del Estado en el marco de un sistema patrimonialista en el interior del cual surgieron las que posteriormente serían las oligarquías económica, social y políticamente dominantes (cfr., Paz, 1983: 78-79):

Ni España ni sus colonias experimentaron ese cambio fundamental que transformó al resto de Europa en el siglo XVIII. En realidad, no tuvimos siglo XVIII: Ni Kant ni Hume ni Rousseau ni Voltaire. Tampoco vivimos, salvo superficialmente, los cambios en el gusto, los sentimientos, la sexualidad y, en una palabra, la cultura de esa gran época. Lo que tuvimos fue la superposición de una ideología universal, la de la modernidad, impuesta sobre la cultura tradicional (Paz, 1991b: 141).

De este modo, afirma Paz, a lo largo del siglo XIX se mostró que, en lugar de la democracia, apareció el caudillismo y, en lugar del liberalismo, el autoritarismo: “Nuestra modernidad ha sido y es una mascarada. En la segunda mitad del siglo XIX la «inteligencia» hispanoamericana cambió el antifaz liberal por la careta positivista y en la segunda mitad del XX por la marxista-leninista” (Paz, 1975a: 64). En ello no se trata tanto de que los pueblos hispanoamericanos hayan fracasado. Lo que ha pasado más bien, de acuerdo a Paz, es que las ideas filosóficas y políticas constitutivas de la civilización moderna han fracasado entre nosotros. Iberoamérica no es, sin embargo, una excepción en este punto. El ideario de la Ilustración y la modernidad no penetró tampoco en Rusia ni en los pueblos eslavos (Paz, 1975a: 64-65).64 Aún más, anota Paz en Postdata, solamente una porción de Occidente posee la doble y complementaria tradición de democracia política y pensamiento crítico, los dos elementos centrales de la modernidad según Paz —y ello no comprende a España, Portugal, América Latina, la mayoría de los Balcanes y de los países eslavos e incluso tampoco a países como Alemania e Italia (Paz, 1970:301). Esta suerte de excentricidad de la cultura iberoamericana ha generado ciertamente obras excepcionales en la literatura. No obstante, su influjo en el campo del pensamiento y en los de la política, la moral pública y la convivencia social ha sido funesto (Paz, 1975a: 62-63).