Muchacho en llamas

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Esta experiencia elemental, metaliteraria, es algo nuevo para Sofocles: “Ni los círculos del infierno de Dante ni El viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, me servirían para describir ese lugar, que de pronto se convirtió en una metáfora de mi propia vida, toda oscuridad y pasos de ciego.... Y también sin Mazarika, ni Cecilia, ni Tatiana, ni mujer alguna...” (193). De esta oscuridad primordial, no entorpecida por la palabra hablada, volverá a nacer Sofocles, “un punto de conciencia en medio de un mundo a oscuras” (195). Sofocles se da cuenta de que su arte, como la conciencia de sí mismo, tiene que surgir de la oscuridad de su propio ser, de lo todavía no definido por otros, de que es un proceso orgánico. Cuando Sofocles dice que su “arte tiene tiene una tendencia hacia la apariencia y la máscara”, no está haciendo la apología de lo superficial sino de lo posible, donde la materialidad es improcedente (196). Sofocles no quiere seguir las avenidas claramente señaladas de los ismos literarios o filosóficos, sino la senda imprevisible de lo insondable (196). En una cita de Alejandra Pizarnik se recalca la posibilidad de la acción, no el sentido de los objetos que la integran. Tanto la beca que Sofocles recibe de Centro Mexicano de Escritores, como el triunfo sobre sí mismo en la montaña, representan una forma de nacimiento. Pero el nacimiento literario es su “verdadero nacimiento” (204).

Los consejos que su padre le da a Sofocles coinciden, elípticamente, con las opiniones de Carlos Fuentes: hay que leer a los narradores mexicanos del siglo XIX para saber cómo ha evolu­cionado la prosa literaria; hay que mantener una coherencia. El padre, como hace don Quijote con Sancho, le aconseja a Sofocles que simplifique. También le pide paciencia para “crecer y madurar”. Sofocles, cuya difidencia irónica es evidente en automatismos verbales, como “¿De veras?”, puntualiza, sin embargo, que la escritura moderna, a diferencia de la tradicional, es mucho más compleja, puesto que tiene que asimilar la diversificación de la expresión de los otros medios, tiene que rebelarse y violentarse para ponerse al día. “¿Por qué necesitaba que otro me confirmara como escritor?” (219), se pregunta Sofocles. ¿Por qué necesitaba que el padre y sus compañeros confirmaran su hombría? Porque, como dijo Kierkegaard, tenemos miedo de estar solos. El padre de Sofocles está compenetrado de su obligación: “No me voy a morir sin llevarte a verlo...” (118).

Empezar como lobo y terminar como perro es una realización penosa, una resignación tal vez inevitable. Escribe Sofocles de sí mismo en la tercera persona, como objeto del narrador: “Le arrancaron las patas al lobo y dijeron: —Ándale, a ver, camina... Me ­rompieron el hocico y dijeron: —Muérdenos, infeliz... Me sacaron los ojos y dijeron: —Ahora míranos si puedes... Me destrozaron las orejas y dijeron: —Ahora escúchanos, pendejo... Me enjaularon y dijeron: —Pinche lobo...” (221). Ya no es Sofocles. Es sólo Alejo Díaz. Acaba prefiriendo, como su padre, la prosa de Séneca a la literatura experimental. ¿Volverá alguna vez a ser Sofocles u otra encarnación de su imaginación? Sólo sabemos que quiere seguir escribiendo, no como antes, sino a la sombra benéfica del Iztaccíhuatl. Ruffinelli observó que Compadre Lobo, otro ejercicio autobiográfico de Sainz, es una novela sin concluir. También lo es Muchacho en llamas.

El éxito de Gustavo Sainz, entre otras cosas, se debe a la novedad, para México, de haber abandonado en gran parte la cultura libreril tradicional, consagrada, pero de actualidad problemática, y de haberse unido a una vasta literatura de consumo, irreverente e iconoclasta, pero impulsada por el desbordamiento vital, urgente, del protagonista adolescente (Gunia 152-153). Proporcionó así un eslabón que faltaba.

1

Publicado en Indiana Journal of Hispanic Literatures, núm. 10-1, 1996, pp. 248- 337.

Obras citadas

Bishop, Morris, Petrarch and his Work, Bloomington, Indiana University Press, 1963.

Gunia, Inke, ¿Cuál es la onda?, Madrid, Iberoamericana, 1994.

Ruffinelli, Jorge, “Compadre Lobo, de Gustavo Sainz: un ejercicio de autobiografía”, Hispamérica núm. 10, 1981, pp. 3-13.

Sainz, Gustavo, Muchacho en llamas, México, Grijalbo, 1987.

Todorov, Tzvetan, Introduction à la littérature fantastique, París, Seuil, 1970.

Este mi séptimo ensayo narrativo es para Alessandra

Luiselli, quien tenía siete años cuando Sofocles

(y no Sófocles) terminó su primera novela;

para Claudio Sainz, quien tenía siete años mientras yo escribía

las desventuras y las felicidades de Sofocles (no Sófocles),

y para el pequeño Marcio Sainz, quien cumplió siete meses

el día que la terminé.

En el fuego del deseo los dados están cargados

y las cartas marcadas.

Françoise Dolto

Tiempo soy entre dos eternidades

Antes de mí y luego de mí, la eternidad.

El fuego: sombra sola entre dos claridades.

Carlos Pellicer

Los ruiseñores cautivos

sólo cantaban en la noche.

Para crearles eterna oscuridad,

les quemaban los ojos.

El origen del mundo es de ceniza.

Cuando no puedo cantar,

recuerdo el fuego.

Eduardo Langagne

Así pasaron los meses. Cada día una chispa de fuego,

las semanas un zarzal ardiente. Lenguas líquidas me

salpicaban, me salivaban a lo largo de las venas. Saliendo

de casa, vacilaba como un borracho: ardía, atizado por

el sol, y me creía inmortal.

Gesualdo Bufalino

Me hubiera gustado decirles que mi cuaderno

era más útil que ellos, pero entonces habrían sabido

que escribo y ya no estaría a salvo.

Alessandra Luiselli

Invencible, extraordinario y poderoso Tlacaélel, ayúdame; Aquiauhtzin de Ayapanco-Amecameca, antiguo cantor de los dioses y el erotismo, atiéndeme y dame sin tardanza tu auxilio y favor; Chimalpopoca, ruega por mí; Escuela Nacional Preparatoria Uno, en el viejo edificio de San Ildefonso, abre mis labios y anunciaré tu alabanza; bella y encerrada Sor Juana Inés intercede por mí; Benito Juárez, desde tu carroza negra y austera ruega por mí; Francisco I. Madero, ruega por mí; Popocatépetl e Ixtlaccíhuatl, protéjanme con sus cumbres deslumbradoras; Castillo de Chapulte­pec, ten misericordia de mí; Emiliano Zapata, ruega por mí; José Clemente Orozco, despierta; Diego Rivera, dame tu fuerza e ironía; Octavio Paz, ayúdame; Lázaro Cárdenas, dame la mano; Tongolele, mueve tus caderas y vibra con violencia para que me aleje de especulaciones que todo lo complican; granizada de verano sobre el Palacio de Bellas Artes, arrástrame lejos; río atronador bajo las bóvedas del Chontacoatlán y el San Jerónimo, llévenme más lejos aún; noche de piedra en Cacahuamilpa, cúbreme…

¿ME OYES, PAPÁ? ¿Estás despierto? Acabo de llegar, fui a dejar a Tatiana. ¿Me oyes? Hubieras ido con nosotros, fuimos a Xochimilco y compré una orquídea. ¿Me estás escuchando? Los aztecas no concebían una fiesta sin flores. Fuimos con ese muchacho que vive en la calle Temístocles, el que tiene un ojo de vidrio, en su coche, y de regreso manejé yo, porque bebimos pulque y a él se le subió. No me gusta el pulque ¿sabes? Es pegajoso, dulce y pesado, por no decir que parece esperma. ¿Crees que exagero? Tú tampoco bebes pulque ¿verdad? En fin, estábamos sentados muy tiesos arriba de una chinampa, o creo que chinampas son nada más esas balsas de caña cubiertas de tierra, algas y flores cuyo olor no logra resaltar, bueno, pero estábamos en una trajinera, creo que les dicen trajineras, o chalupas, o como les digan, Tatiana y yo tomados de la mano, y una banda de mariachis acompañándonos durante buena parte del paseo, y a Temístocles se le salió el ojo. Hubieras oído el aullido que se aventó, hasta se encimó al falsete de los músicos. Siempre he querido poder gritar así, me gustaría realmente, un día lo voy a conseguir, ya verás. Pero Temístocles traía un ojo de reserva, y le dijo algo a Tatiana que la hizo reír, y yo escribí en el fondo de una cajita de cerillos que si ella quería ser mi novia, y cuando empezamos a fumar le extendí la cajita y ella leyó la pregunta y sonrió para mí, y me miró también con complicidad, y hasta con una muequita giocondesca, lo que interpreté como un Sí displicente, enorme y prometedor. Sí. ¿Me oyes? Aparte de esto lo único que me gustó fue la abundancia de flores. Las bugambilias se enredan en los postes del teléfono y corren por los cables. El agua era espesa y negra, casi lodo, y había muchos niños semidesnudos y panzones en el mercado, un perro muerto, y zopilotes sentados en las ramas más altas de los árboles. Temístocles siempre carga dos ojos de reserva en una bolsita de terciopelo. Y se podían ver los volcanes. ¿Hace cuánto tiempo que el Popocatépetl ya no echa humo? ¿Tú estabas en el volcán? ¿Fueron al Popocatépetl o al Ixtla? ¿Cuándo me vas a llevar al cráter? Y los limosneros se acercaban cada vez que parábamos el coche, tan desvalidos como amenazadores. O más bien conminatorios, pero ajenos a nosotros. Una viejita vendía orquídeas. Hubieras visto qué colores más extraordinarios, casi extraterrestres. No pude resistirlas y compré una para Tatiana. Los tres veníamos en el asiento delantero y de vez en cuando Temístocles le acariciaba las piernas a Tatiana sin importarle nada que yo estuviera manejando y, por evitarlo, la segunda o tercera vez, de regreso, atropellamos a una serpiente, es decir, la atropellé, pero fue sin querer, y todo el camino nos siguieron los zopilotes, pesados, negros, malévolos y como apáticos. Afuera deben todavía estar esperándome, estoy seguro, si es que no hay uno posado en la cabecera de mi cama. ¿Me oyes? Es como si tuvieran serpientes como señaladores de caminos. Y Temístocles dijo que eran animales que estaban del lado de Dios. Tatiana se molestó por eso. Y yo dije que me hubiera gustado más un Dios del lado de Adán y Eva. ¿Me entiendes? Dios del lado de las serpientes. ¿Tú qué crees? Y ¿fuiste al volcán? ¿Cómo te fue en tu excursión?

 

¿De veras no te habías dado cuenta de que Temístocles usa un ojo de vidrio?

En el periódico se lee que Fidel Castro prometió liberar a 1 197 sobrevivientes del asalto a Bahía de Cochinos a cambio de una indemni­zación consistente en 500 tractores. Las fuerzas del gobierno cubano derrotaron a los invasores en una batalla que duró 72 horas. Aparece la fotografía de tres jefes de la fallida invasión que lograron escapar y regresar a Miami.

Al final del primer capítulo de mi novela en proyecto, si es que la divido en capítulos o jornadas o partes, o quizás en una nota de pie de página, debo pasar lista en el salón de clases. Predominarán los nombres de doble sentido. Seleccionar entre:

Tulio Vergara

Hugo Vélez Ovando

Kommo Tehiede

José Boquitas de la Corona

Bartolomé Topene

Tanyecto Mokito

Guillermo Costecho

Tomás de la Veiga Fuerte

Lola Meráz

Michaira Sakkudas

Martín Cholano

Agapito Melórquez

Yotago Tuy Jito

Etcétera.

Tatiana rompe mis cartas de amor en pequeños pedazos. Los atraviesa con un cordón y se los cuelga como collar antes de bajar a la fiesta. Bailo con ella, respiro sobre los pedazos de papel. Los reconozco. Ni siquiera he tenido que mirarlos con atención. Me detengo.

¿Y si yo fuera un cabrón, un reverendo hijo de la chingada?

Liberalia: fiesta de la liberación. Nada se prohíbe.

De Puebla, mi padre me trae un volante que le dieron el domingo. Es una lista de 146 catedráticos liberales de la Universidad “que por apoyar a los que retienen ese centro de cultura, se han declarado comunistas o filocomunistas”. También se exhorta al público a no comprar el diario La Opinión, y a abstenerse de publicar anuncios en él “porque es un posible mercenario comunista que ha puesto sus columnas al servicio de los rojos”.

Fui como se puede ser en la juventud; hay un momento en la juventud en que todo es posible, en que todo es poco dada la inmensidad de nuestra vida.

Adolfo Bioy Casares: Clave para un amor.

Miro a Tatiana y le digo:

—Estoy desperdiciando los mejores años de tu vida…

Cito a Tatiana en la esquina de Herodoto y Ejército Nacional, junto a la tienda de mi madre. Se retrasa. Entro en la tienda y advierto:

—Si vienen a buscarme avisen que estoy en el departamento…

Voy al departamento y están los viejitos húngaros que hospeda mi madre. Hago diversas llamadas telefónicas, pero sobre todo espero a Tatiana, que no llega.

Regreso a la tienda, recorriendo las paradas de autobuses, mirando a un lado y otro de las calles. En la tienda la vendedora me dice que la vio, que la llamó por su nombre e incluso que se preparaba a describirle el camino al departamento cuando ella dijo:

—Ya sé por dónde ir, señora, muchas gracias…

—Y también conocía el número de teléfono, joven, deveras…

Corrí de nuevo al departamento. A mi madre le extrañó mucho.

—¿No la encontraste? Acaba de estar aquí…

Los viejitos me miraban con asombro.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó la anciana, refiriéndose a mi amiga.

—Trece —mentí…

—Ah… —rechinó—, si tuviera quince ya estaría buena…

Tengo miedo y vuelvo a correr hasta la tienda, pensando que los viejitos húngaros son unos asesinos y la han capturado. Quizás Tatiana estaba encerrada en el clóset y oyó nuestro diálogo. Pero no ha vuelto a la tienda, y la vendedora y un muchacho repiten cuidadosamente todo lo que supuestamente le dijeron y lo que ella respondió. Desesperado, vuelvo otra vez al departamento y la busco en el clóset, casi histérico y bañado en sudor, pero no está. Entonces tomo un taxi y le pido que me lleve a su casa y la encuentro mirando televisión muy quitada de la pena. Se pone contenta cuando le cuento que tenía miedo de los viejitos. Ay, esa sonrisa maravillosa de Tatiana…

Recordar: la pared en el cuarto de la tía de Tatiana cubierta con imágenes de los 365 santos del año.

Me cuenta Francisco Tario que la mordedura de los Niños (especie de grillos voladores con diminutas manos casi humanas) es tan atrozmente ponzoñosa que ningún medicamento conocido puede salvar de la muerte a su víctima. Y agregó:

—Solamente con la cura de los violines se obtienen buenos resultados…

Se trata de hacer sonar un violín dulce y generosamente, tantas horas como sean necesarias en la cabecera del moribundo. Al parecer, esta música debe ser tierna, insignificante y sin prisas.

Himeneo meo, dijo el gato Miau…

Piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras

de lo ilimitado y del porvenir,

piedad para nuestros errores y nuestros pecados.

Apollinaire

Durante el siglo XIX era muy popular la creencia de que las personas podían, súbitamente y sin razón, estallar en llamas y consumirse en ellas. Aunque los científicos por lo general consideran que ésta es una idea absurda, había y todavía hay interés en el tema de la combustión humana espontánea.

Varios autores han aludido o descrito el fenómeno en sus obras. En La vida en el Mississippi, Mark Twain escribió: “Jimmy Finn no se quemó en el calabozo, sino que murió de muerte natural en un recipiente para el cuero, a causa de una combinación de delirium tremens y combustión espontánea. Cuando digo muerte natural es porque ésta es una manera natural para que Jimmy Finn muriera”.

Herman Melville también eslabonó al borracho y la combustión espontánea en su novela Redburn. Melville describe a un marinero borracho que estalla en llamas. Mientras el resto de la tripulación observa “dos hilos de llamas verdes, como una lengua bifurcada que salta entre los labios, y en un instante el rostro cadavérico se cubrió de infinidad de llamas que parecían gusanos… El cuerpo descubierto se quemó ante nosotros, tal como un tiburón fosforescente en el mar de la media noche”.

El rey Salomón era un sabio y poseía 700 mujeres y 300 concubinas.

Yo sería sabio con menos.

Probable episodio para la novela:

En casa de Tatiana, Sofocles (no Sófocles) trata de componer el tocadiscos cuando llega el señor Medallas rebosante de hijos que corretean, gritan y tropiezan con los bulbos desperdigados por el suelo…

—¡Escuincles del demonio, get out! —grita Sofocles…

Pronto los llevan a la calle y el padre de Tatiana los acomoda en la amplia cajuela de la nueva camioneta. Sofocles ayuda a la tía polaca a caminar, casi la carga para subirla al interior del vehículo. Suben doña Esther, el señor Medallas, Sofocles, el padre de Tatiana y Tatiana, que con estremecimientos notables se sienta sobre las piernas de Sofocles. Nadie protesta e inician la marcha. Los niños gritan en la parte de atrás, riendo, y la tía polaca recita:

—Creo en Dios Padre, creador de todas las cosas, visibles e invisibles, y en Jesucristo, su único hijo, y en el Espíritu Santo, que del Hijo y del Padre procede, que con el Padre y el Hijo es glorificado…

Sofocles va adelante, junto a la ventanilla. Tatiana se reacomoda sobre sus piernas, pregunta si pesa y él dice que no, pero no tarda en mojársele el pantalón a la altura de la bragueta. Se lo dice a ella muy quedo y ella ríe con franqueza…

Cuando llegan al lugar de la fiesta, Sofocles se esfuma durante más de una hora para aparecer después, con ropa nueva y los ca­bellos revueltos. Tatiana corre hacia él, trastabillea con el lenguaje:

—¿Dónde estabas? Me dejas aquí, abandonada a mi suerte. Casi te aborrezco. Un escuincle se agarró de mi falda y me la ensució, fue odioso, mira nada más, qué sangrón. Me preocupaba horrores que no vinieras y luego hasta llegué a pensar que te había pasado algo…

—Déjame hablar ¿no?

—Sí, pero es que fíjate, chíngale y de repente no estabas…

—¿Me aborreces?

—No.

—Pero acabas de decir que me aborreces…

—Sí, pero no. Lo que te pregunto es que dónde estabas, qué te pasó…

Sofocles condescendiente se lo dice todo.

—Nada más se peinó y se vino —comenta alguien.

Sofocles pasa una mano por su cabeza alisando los cabellos hacia adelante.

El padre de Tatiana lo mira con malicia.

—Caray, ya ni la amuela, nomás se fue al salón de belleza y pegó la carrera pa'ca…

Sofocles se restriega los ojos sucios de polvo.

Explicó con cinismo que durante el viaje eyaculó porque llevaba a Tatiana sobre las piernas, que se ensució el pantalón y la trusa. No traía pañuelo y buscó el baño, pero estaba ocupado. Entonces se escabulló en busca de una cantina o una fonda, y ya en la calle (se atrevió a contar), cruzó frente a una casa grande y lujosa, recién construida, y vio a dos sirvientas y las oyó decir:

—En serio, no los espero sino hasta mañana por la noche…

Se encaminó resueltamente hacia ellas.

—¿No están mis tíos? —preguntó.

—¿Y usted quién es? —increpó una de las sirvientas.

—Eso iba a preguntarle a usted —respondió Sofocles—. ¿Desde cuándo trabaja aquí?

—Pos hará cosa como de dos meses. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Necesito entrar y pasar al baño. Soy sobrino de sus patrones.

—Entonces ya debería saber que no están. Se van los sábados y los domingos a Valle de Bravo. Regresan hasta bien tarde…

—Sí, ya sé. Pero eso no quita que sean mis tíos…

—Ya déjalo pasar, tú … —intervino la otra.

—Con su permiso…

—Pos ahi como usté quiera, joven —y la primera dejó pasar a Sofocles que no se intimidó ni durante un momento y subió automáticamente por las primeras escaleras que encontró.

—Pos ahi te lo haya… —alcanzó a oír.

Encontró bastante decorosas las recámaras y tuvo la suerte, además, de hallar ropa casi de su medida. Arrojó el pantalón y la trusa malolientes en un cesto de mimbre y se bañó. Terminaba de vestirse cuando el timbre, y después el sonido de la puerta al abrirse, lo sobresaltaron. Oyó cómo un hombre preguntaba por los dueños de la casa, y cómo una de las criadas, la que le había ­franqueado el paso, respondió que no estaban, como era su costumbre, pero que podía hablar con su sobrino…

—¿Felipín? —curioseó el hombre.

La otra sirvienta dijo que no sabía cómo se llamaba, porque era nueva, y que su amiga tampoco, estaba de visita, no trabajaba allí, etcétera.

Sofocles terminó de vestirse y con sigilo caricaturesco inició el descenso de la escalera. El hombre desconocido lo descubrió.

—¡Felipín! —dijo en un espasmo, ofreciendo sus brazos abiertos—. ¿No te acuerdas de mí? —Y en cuanto pudo lo apresó de los hombros…

—No —susurró Sofocles completamente a su merced.

—Claro, cómo te ibas a acordar, si estabas muy chiquito… Soy tu padrino don Jesús, Chuchito… ¡Ah, qué Felipín! Te conozco desde que tenías dos años… ¿Te acuerdas cómo nos íbamos de pinta a Zihuatanejo para pescar y jugar tenis? ¿Eh, maldito? ¡Acuérdate, acuérdate!

—¿A jugar tenis?

Y en el mismo tono entusiasta siguió diciendo cosas a las que Sofocles respondía siempre que sí, hasta que las sirvientas anunciaron que iban llegando los señores.

La que le abrió la puerta a Sofocles escapó calle abajo, y él, por su parte, aprovechó un descuido del hombre amable para soltarse, fingir caminar hacia el garage adonde estaba un Caravelle remolcando una lancha con motor fuera de borda, y en realidad correr desaforadamente, correr de prisa, ay, cada vez más aprisa, puf, hasta comprobar que nadie lo seguía.

—Nomás te peinaste y te veniste —le dijeron al llegar a la fiesta.

Sofocles sonrió con su mueca Terry Thomas y se llevó una mano a la cabeza para sobar y aplastar el cabello hacia adelante con vigorosa insistencia.

Entonces Tatiana notó la ropa diferente, la camisa nueva, el pantalón desconocido, la mirada significativa, el nuevo desodorante, y pidió saber todo, cuando a él ya le brotaban las palabras ensalivadas y de una manera automática…

 

Atrapo varios insectos y luego los suelto: esa libertad bullente es el tiempo.

El tiempo sirve para cambiar.

Los perros comprensivos

Los dos hijos tenían hambre.

Los padres también.

Así que se los comieron y dejaron de sufrir los cuatro.