Fuerte como la muerte

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Arrastrada hacia él por su corazón, que había permanecido virgen, y por su alma, llena de afectos, dejó dominar su carne por la lenta conquista de las caricias y se fundió en él poco a poco, como todas las mujeres cariñosas que aman por primera vez. El hecho fue en Oliverio como una aguda crisis de amor sensual y poético. Muchas veces creía que en su esperar con los brazos abiertos, había conseguido aprisionar el ideal que espolea constantemente nuestro deseo.

Había concluido el retrato de la condesa, su mejor retrato, ciertamente, puesto que en él había fijado ese algo inexpresable, ese reflejo misterioso, esa fisonomía del espíritu que rara vez descubre el pintor y que pasa impalpable sobre todos los rostros.

Pasaron meses y años sin que apenas aflojasen el lazo que ataba a la condesa y a Oliverio. No sentía éste los ardores primeros, pero sí un afecto sosegado como una amistad llena de amor que había llegado a ser una costumbre en él. Crecía en ella, por el contrario, aquella adhesión apasionada, la adhesión de ciertas mujeres cuando se entregan por entero y para siempre a un hombre. Fieles y rectas en el adulterio como lo hubiesen sido en el matrimonio, hacen fe de un amor único del que nada las separa, sólo desean el amor de un hombre, sólo en él se miran, y en tal medida llenan con él su corazón y su pensamiento, que nada cabe en ella fuera de este defecto. Siguen con él su existencia con la resolución del que sabiendo nadar y queriendo morir, se liga las manos antes de saltar el parapeto de un puente.

A partir del momento en que la condesa se entregó de este modo a Bertin, empezó a sentir dudas sobre la constancia de Oliverio. A ella no lo unía más que su voluntad de hombre, su capricho pasajero por una mujer encontrada por azar, como tantas otras. Se veía libre y fácil para la tentación, porque vivía, como todos los hombres, sin deberes y sin escrúpulos. Era célebre, buena figura, solicitado; tenía al alcance de sus deseos fáciles todas las mujeres del gran mundo, cuyo pudor es tan frágil, y todas las mujeres del teatro y alquiler pródigas de sus favores para con hombres como él. Cualquiera de ellas podía, después de una cena, seguirlo, gustarle y guardarlo para sí.

Vivió con el temor de perderlo, espiando sus actitudes y maneras, alarmándose por una palabra, angustiándose cuando admiraba a otra mujer o cuando alababa el encanto de un rostro o la gracia de un talle. Todo lo que ella ignoraba de su vida la hacía temblar, y lo que sabía la aterraba. Cada vez que se veían, gastaba el ingenio en interrogarlo sin que él lo notase, para que diese su opinión sobre la gente que había visto, las casas en que había comido, o las impresiones que habían pasado por su espíritu; y cuando creía presenciar en él la influencia de alguien, la combatía con prodigiosa astucia e innumerables recursos. No dejaba nunca de sospechar esas intriguillas sin raíz profunda, que de tanto en tanto, ocupan quince días en la vida de todo artista conocido. Entonces sufría y dormía con sueño turbado por el torcedor de la duda. Iba a su casa sin prevenirlo para sorprenderlo, le hacía preguntas que parecían sencillas, y tanteaba en su corazón y su pensamiento, como se ausculta en un organismo para conocer la enfermedad desconocida.

Cuando se veía sola lloraba, segura de que aquella vez se lo arrebataban y le robaban aquel amor a que tan firme se adhería ella, por lo mismo que en él había puesto toda su voluntad y su fuerza afectiva, sus esperanzas y sus sueños todos. De este modo, cada vez que lo veía volver hacia ella después de aquellos rápidos apartamientos, experimentaba el recobrarlo, como cosa perdida y hallaba luego, una felicidad profunda y muda que la hacía entrar en cualquier iglesia al paso para dar gracias al cielo.

Su preocupación de seguir gustándole más que ninguna otra y de guardarle contra las demás, había hecho de su existencia una lucha no interrumpida de coquetería para él sólo con su belleza, su gracia y su elegancia por armas. Quería que donde quiera que Oliverio oyese hablar de ella alabasen su gusto, su ingenio y sus trajes, y se empeñaba en gustar a los demás por él, para que se sintiese orgulloso de ella. Y siempre que notaba en él celos hallaba medio de proporcionarle el placer de una victoria después de hacerlo sufrir un poco, para que se reavivase su amor excitando su vanidad. Comprendiendo que un hombre puede encontrar otra mujer, de encanto físico más poderoso por ser más nuevo, recurrió a un nuevo medio: lo aduló y lo mimó.

Por modo discreto y continuo lo rodeó de elogios, lo meció con su admiración, con el fin de que lejos de ella, aquellos homenajes le resultasen fríos e incompletos junto a los suyos. De esta manera, si otras podrían amarlo ninguna lo comprendería como ella. Hizo de manera que los salones de su casa, que él frecuentaba, fuesen un cebo para su orgullo de artista, tanto como para su amor de hombre, y el único sitio de París que Oliverio prefiriese porque en él satisfacía todas sus ambiciones. No solamente se dedicó a halagar todos sus gustos en aquella casa, haciéndole experimentar un bienestar irremplazable, sino que supo crearle otros nuevos en apetitos de todo género, morales y materiales, en pequeños cuidados, en afección, en adoración y halagos.

Se esforzó en conquistar sus ojos por el espectáculo de la elegancia, su olfato por los perfumes, su oído por los elogios y su paladar por los manjares. Pero cuando la condesa hubo acostumbrado el cuerpo y es espíritu del soltero egoísta y mimado en fuerza de cuidados tiránicos; cuando estuvo segura de que ninguna amante tendría como ella el cuidado de mantenerlos para retenerlo con todos los goces de la vida, tuvo de pronto miedo al verlo aburrido de su propio hogar y quejándose sin cesar de vivir solo y de no poder ir a casa de ella sino guardando todas las reservas impuestas por la sociedad. Y cuando lo vio buscar en su círculo y en todas partes el medio de endulzar su soledad, tuvo miedo de que llegase a pensar en el matrimonio. Sufría en ciertos momentos tanto con este temor, que deseaba hacerse vieja para acabar con aquella angustia y descansar en un afecto que entonces sería sosegado y tranquilo.

Pasaron, no obstante, los años sin desunirlos. La cadena que Any había forjado era sólida, y cuidaba de reponer los eslabones gastados. Siempre cuidadosa, vigilaba el corazón del pintor como se cuida de un niño que cruza una calle llena de carruajes, sin dejar de temer el acontecimiento imprevisto que parece amenazarnos siempre. Sin sospechas ni celos, hallaba el conde natural aquella intimidad entre su mujer y un artista célebre, recibido en todas partes con grandes miramientos, y a fuerza de verse aquellos dos hombres, habían acabado por habituarse primero uno a otro, y por estimarse al fin.

III

Llegado el viernes fue Oliverio a casa de su amiga para comer y celebrar el regreso de Anita de Guilleroy. No encontró en el salón pequeño estilo Luix XV más que al señor de Musadieu, que acababa de llegar también.

Era éste un anciano de agudo ingenio, que hubiese podido ser hombre de valer, y que no se consolaba de no haberlo sido.

Antiguo ex conservador de los museos imperiales era cuando logró ser nombrado inspector de Bellas Artes de la República, lo cual no le impedía ser, ante todo, amigo de los príncipes, de todos los príncipes y princesas, de las duquesas de la aristocracia europea, y protector jurado de los artistas de todo género. Dotado de viva inteligencia, capaz de entenderlo todo, con facilidad de palabra que le permitía decir con elegancia las cosas más vulgares, y de una ductibilidad en el pensar que lo hacía estar a su gusto en todos los ambientes, gozaba de un olfato de diplomático que le facilitaba el juzgar a los hombres a primera vista, y paseaba por los salones un día y otro día su actividad despierta, inútil y charlatana.

Apto para todo, al parecer, hablaba de todo con aires de competencia simpática y claridad de vulgarizador, lo cual le hacía ser apreciado de las mujeres a quienes prestaba los servicios de un bazar de erudición ambulante. Sabía, efectivamente, muchas cosas, sin haber leído más libros que los indispensables, y hacía buenas migas con las cinco Academias, y con todos los sabios escritores y eruditos especialistas a quienes sabía escuchar. Olvidaba pronto las explicaciones sobrando técnicas o inútiles para sus relaciones, retenía bien las demás, y revestía estos conocimientos así espigados de aspecto propio y bonachón, que los hacía comprensibles como la ciencia recreativa. Después de oído se lo juzgaba como un depósito de ideas, como un vasto almacén en el que no hallase nunca los objetos raros pero si los corrientes, y éstos de todo género, de universal origen y baratos, desde los utensilios caseros hasta los vulgares instrumentos de física recreativa o de cirugía doméstica.

Los pintores con quienes por sus funciones tenía que rozarse, hablaban mal de él y lo temían, poro él les prestaba ciertos servicios, hacía que vendiesen sus cuadros, les buscaba relaciones en sociedad y gustaba de presentarlos y protegerlos empujándolos. Parecía consagrado a una empresa misteriosa, consistente en fundir a la gente del arte con las del mundo, y se alababa de conocer íntimamente a éstas, de entrar familiarmente en su casa, y de cenar la misma noche con Pablo Adelmans, Oliverio Bertin y Amaluray Maldant. Bertin lo apreciaba mucho, y le parecía simpático.

—Es la enciclopedia de Julio Verne encuadernada en piel de asno —decía él.

Al entrar Oliverio estrechó la mano del señor Musadieu y se pusieron a hablar de la situación política y de los rumores de guerra que Musadieu creía alarmantes. Para ello exponía sus razones que juzgaba incontrastables, pues Alemania tenía interés en aplastarnos y en apresurar el momento esperado durante dieciocho años por Bismark. Oliverio probaba también con argumentos irrebatibles que aquellos temores eran quiméricos, que Alemania no podía comprometer su conquista por una aventura dudosa, y que no podía ser que el canciller fuera tan imprudente, que arriesgase en los últimos años de su vida, su obra y su gloria de un golpe.

 

El señor de Musadieu se daba aire de saber cosas que se podían revelar. Aquel día había hablado con un ministro y encontrado al gran duque Wladimir, que había regresado de Cannes la noche anterior. El artista resistía y ponía en duda con tranquila ironía la competencia de los bien informados porque además de aquellos rumores estaban los manejos de Bolsa. Únicamente Bismark podía saber la verdad en todo aquello.

Entró el señor de Guilleroy y se excusó con frases suaves de haberlos dejado solos.

—¿Y qué piensas tú de los rumores de guerra, mi querido diputado? —preguntó el pintor.

El señor de Guilleroy se enredó en un discurso al oír la pregunta. Dijo que como miembro de la Cámara sabía de aquello más que nadie, y no estaba conforme con la mayoría de sus compañeros. No, no creía en la probabilidad de un conflicto próximo a menos que fuese provocado por el turbulento carácter francés o las quijotadas de los que se llamaban patriotas de la Liga.

Hizo de Bismark un retrato a grandes rasgos, a lo Saint-Simon. Dijo de él que era un hombre a quién no quería entenderse por el afán de colgar a otros el propio modo de pensar o de ver que haría lo que uno mismo, a estar en su lugar. Bismark no era un diplomático falso y embustero, sino un cantaclaro, una verdad brutal que decía lisamente lo que intentaba. Si decía que quería la paz es que quería la paz y nada más que la paz, como lo probaba de modo claro hacía dieciocho años, incluso por sus armamentos, sus alianzas y el haz de pueblos unidos contra nuestra impetuosidad. El señor de Guilleroy acabó diciendo con tono profundo y convencido.

Es un gran hombre, pero muy grande, que desea la paz, creyendo que las amenazas y los medios violentos son el mejor camino para lograrla. Es, en suma, un ilustre bárbaro de la Edad moderna.

—El que quiere el fin, quiere los medios —replicó Musadieu—. Concedo que desee la paz si me concede usted que siempre ha querido la guerra para obtener aquella. Esta es una verdad indiscutible y aplastante: en el mundo sólo se hace la guerra por la paz.

—¡La señora duquesa de Mortemain! —anunció el criado.

En la puerta apareció una mujer alta y robusta, que entró con solemnidad.

—¿Qué tal duquesa? —preguntó Guilleroy saliendo a su encuentro y besándole el extremo de los dedos.

Los otros dos hombres la saludaron con cierta familiaridad reservada. La duquesa tenía maneras cordiales y bruscas. Era viuda del general de Mortemain, y madre de una hija casada con el príncipe de Salia. Hija del marqués de Frandal, de alta prosapia y riquísimo, recibía en su palacete de la calle de Varennes a todas las personalidades del mundo que allí se daban cita.

Ninguna Alteza pasaba por París sin comer en su mesa; ningún hombre hacía hablar de sí sin que ella sintiese deseo de conocerlo. Necesitaba verlo, hacerlo hablar y juzgarle, y esto la divertía extraordinariamente, ocupaba su vida y alimentaba la llama de curiosidad altanera y protectora que ardía en ella.

Apenas se hubo sentado la duquesa cuando el criado anunció a los barones de Corbelle. Eran jóvenes ambos, él grueso y ya calvo, y ella delgada, elegante y muy morena. Esta pareja ocupaba un lugar especial en la aristocracia francesa, debido a la escrupulosa elección de sus relaciones. Procedían de no muy egregia cepa, y valían, por sí, muy poco. Pero regulaban sus actos por un cariño inmoderado por todo lo que era escogido, distinguido y correcto.

A fuerza de pisar solamente las casas más tituladas, de mostrar sus sentimientos realistas, piadosos y correctos en grado sumo, de respetar lo respetable y despreciar lo despreciable, no engañándose nunca en punto a dogmas sociales ni dudando nunca en puntos de etiqueta, habían llegado a pasar a los ojos de muchos por la flor de la high-life. Su opinión era como un decreto de la corrección misma, y su presencia en una casa daba ejecutoría de respetabilidad.

Los Corbelle eran parientes del conde de Guilleroy.

—¿Y su mujer? —preguntó admirada la duquesa.

—Un momento, nada más que un momento —dijo el conde—. Ahora vendrá. Hay una sorpresa.

Cuando la señora de Guilleroy al mes de casada hizo su entrada en el mundo, fue presentada a la duquesa de Mortemain, quién la adoptó y protegió acto seguido.

Esta amistad no se había enfriado en veinte años, y cuando la duquesa decía “mi niña”, se notaba aún en su voz la emoción de aquella afección súbita y persistente. En casa de la duquesa ocurrió el encuentro del pintor y la condesa.

—¿Ha visto la duquesa la exposición de los Intemperantes —preguntó Musadieu acercándose a la duquesa.

—No, ¿qué es eso?

—Un grupo de artistas nuevos, impresionistas en estado de embriaguez. Dos de entre ellos son notables.

—No me gustan las bromas de esos caballeros —repuso desdeñosamente la duquesa.

Autoritaria y brusca, no admitía otra opinión que la suya, fundada únicamente en la conciencia de su posición social, y tenía a los artistas y a los sabios, sin darse buena cuenta, por mercenarios inteligentes encargados por Dios de distraer a la gente del gran mundo o servirla.

Sus juicios no tenían otra base que el grado de admiración o de placer, sin razonar que procuraba la vista de un objeto, la lectura de un libro o el relato de un descubrimiento.

Alta, robusta, pesada y con buena voz, pasaba por tener grandes modales, opinión que debía a que nada la turbaba, a que decía todo sin ambages, y a la protección que a todos dispensaba: a los príncipes destronados con sus recepciones en honor suyo, y hasta al Todopoderoso por sus mercedes al clero y sus donativos a los templos.

—¿Sabe la duquesa que se cree haber dado con el asesino de Maria Lambourg? —preguntó Musadieu.

—¡No! Cuénteme eso —dijo sintiéndose bruscamente interesada.

Y contó con detalles el caso. El viejo Musadieu, alto, chupado, con su chaleco blanco, sujeta la pechera con botones de diamantes, hablaba sin gesticular, con su ademán correcto, que le permitía exponer sin alarma los conceptos más escabrosos, arte en que era especialista. Era un miope y a pesar de sus lentes nunca parecía ver a nadie. Cuando se sentaba se hubiese creído que su armazón óseo seguía y se amoldaba en las líneas de la butaca; su torso doblado se achicaba, como si la columna vertebral hubiera sido de caucho; sus piernas cruzadas una sobre otra, parecían dos madejas retorcidas, y los brazos posados en los del sillón dejaban caer las manos pulidas terminadas por largos dedos. Su pelo y su bigote, artísticamente teñidos, pero dejando ver algún hilo blanco hábilmente olvidado, eran motivo de crítica con frecuencia.

Estaba contando Musadieu a la duquesa que las joyas de la cortesana asesinada habían sido regaladas por el presunto asesino a otra mujer de la misma especie cuando se abrió la puerta del salón y aparecieron dos mujeres con los brazos en los talles y sonriendo. Iban vestidas de encajes blancos y blondas sobre fondo de Malinas crema, y se parecían como dos hermanas de edades diferentes que fuesen una más dura, más hecha, y la otra más fresca y espigada.

Se acogió su entrada con exclamaciones y aplausos. Nadie, fuera de Oliverio, sabía nada del regreso de Anita de Guilleroy. La aparición de la hija junto a la madre, hizo que se hallase encantadoras las dos, porque de lejos parecía la condesa tan fresca y hasta más bella que su hija, como flor y abierta y en todo su esplendor, mientras que Anita era como el capullo entreabierto y empezaba solamente por ser bonita.

La duquesa aplaudía encantada y exclamando:

—¡Pero que bien están juntas, Dios mío! Mire, señor de Musadieu, mire cómo se parecen.

Se comparó a la madre con la hija y hubo dos opiniones. Según parecer de Musadieu, de los Corbelle y del conde, Any y su hija sólo se parecían en el color, en los cabellos, y sobre todo, en los ojos, que eran los mismos, que estaban igualmente salpicados de puntitos negros como gotitas de tinta caídas en el iris azul. Pero añadían que en breve plazo y cuando la joven fuese una mujer, ya no se parecerían.

Según la duquesa y Oliverio, las dos se parecían y sólo había diferencia en la edad.

—¡Cómo ha cambiado en tres años! —decía el pintor—. No la conozco y no quiero tutearla ya.

—¡Cómo! —replicó riendo la condesa—, ¡tendría gracia que hable de “usted” a Anita!

—Yo seré quien no se atreverá a usar del “tú” con el señor Bertin —repuso la joven, que dejaba ya asomar en sus modales tímidamente resueltos la desenvoltura que había de tener.

—Puedes seguir esa mala costumbre, te lo permito —dijo su madre sonriendo—. Ya reanudará las amistades.

Anita movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—, eso me molestaría.

La duquesa la besó y la examinó como perita interesada.

—A ver, nena, mírame a la cara... Sí, tienes la misma mirada de tu madre, ya serás algo en cuanto brilles un poco. Hay que engordar algo, no mucho; estás delgada.

—No le diga eso —dijo la condesa.

—¿Por qué no?

—Porque es muy bonito estar delgada; yo voy a procurar adelgazarme.

La duquesa se enfadó, olvidando, con sus raptos de viveza la presencia de una joven.

—¡Siempre así! —exclamó—. Está por el hueso porque se viste mejor que la carne. Yo soy de la generación de las mujeres gruesas. Lo que dice me recuerda las vacas de Egipto, y no comprendo cómo los hombres se contentan con sus armazones. En mis tiempos tenían otro gusto; pero ahora lo dejan todo para la modista y nada para la intimidad...

Se calló al ver las sonrisas de todos, y añadió:

—Mira a tú mamá, nena; ponte como ella, ni más ni menos.

Pasaron todos al comedor, y cuando estuvieron sentados, Musadieu prosiguió la discusión:

—Yo sostengo que los hombres deben ser delgados —dijo —porque han nacido para ejercicios que reclaman destreza y agilidad incompatibles con la obesidad. En las mujeres es distinto. ¿No opina como yo, Corbelle?

Corbelle se quedó perplejo, porque la duquesa era gruesa y su mujer más que delgada. Pero la baronesa acudió en auxilio de su marido, pronunciándose por la esbeltez. Precisamente el año anterior hubo de luchar ella contra el principio de la obesidad, que logró dominar en seguida.

—¿Y qué hizo? —preguntó la señora de Guilleroy.

La baronesa explicó el método seguido por las mujeres elegantes del día, que consistía en no beber en las comidas y tomar solamente una hora después una taza de té hirviendo. Era de éxito seguro, y citó casos de mujeres gruesas que en tres meses se habían quedado como cuchillos.

—¡Pues es tonto mortificarse de ese modo! —dijo con enfado la duquesa—. Con esa dieta acaba porque no le guste ni el champagne. Vamos a ver, señor Bertin, usted que es artista, ¿qué opina?

—Yo soy pintor, señor, y visto con el pincel. Si fuese escultor, tal vez me quejase.

—¿Yo? Pues... una elegancia... bien mantenida, la que llama mi cocinera un pollo cebado, que no está gordo, pero si lleno y fino.

El símil hizo reír, pero la condesa seguía en sus trece y miraba a su hija diciendo:

—Es muy agradable estar delgada; las mujeres delgadas no envejecen.

Este punto se discutió también y dividió a la reunión, pero todos convinieron en una cosa: que no era conveniente que una persona demasiado gruesa adelgazase rápidamente. Esta observación dio ocasión para pasar revista a algunas mujeres conocidas y a nueves dimes y diretes sobre su gracia, su elegancia o su belleza.

Musadieu opinaba que la rubia marquesa de Lochrits era incomparablemente guapa, mientras que Bertin creía que no tenía rival la señora de Mandelière, que era morena, de frente bien asentada y de boca un poco grande, en la que blanqueaba la dentadura.

 

Estaba Oliverio sentado junto a la joven, y de pronto se volvió a ella y le dijo:

—Oye bien, Anita: al menos una vez por semana y hasta que seas vieja oirás repetir lo que hemos dicho. En ocho días aprenderás de memoria cuanto piensa la gente sobre la política, las mujeres, las obras dramáticas, etc. Te bastará cambiar los nombres o los títulos de tanto en tanto, y una vez oídos todos los pareceres tú formarás el tuyo sosegadamente, como cumplimiento del deber de tener uno. Y después no necesitarás volver a pensar porque podrás descansar con la opinión hecha.

La joven no contestó y lo miró maliciosamente con sus ojos en que destellaba una inteligencia nueva, despierta, viva, y como sujeta hasta entonces y dispuesta a volar.

Pero la duquesa y Musadieu, que jugaban con las ideas como a la pelota, sin ver que siempre se cambiaban las mismas, protestaron en nombre del pensamiento y de la actividad humana.

Bertin se esforzó entonces por demostrar que la inteligencia de la gente elevada, aun la más instruida, carece de valor, o fundamento y de empuje, que sus creencias están pobremente basadas, que su gusto por los placeres del espíritu es débil e indiferente, que sus aficiones son tornadizas y dudosas.

Tocado por uno de esos accesos de indignación, mitad verdaderos y mitad ficticios que provoca el deseo de ser elocuente, y que refuerza un criterio claro de ordinario oscurecido por la benevolencia, demostró que la gente que tiene por únicas ocupaciones de la vida hacer visitas y comer fuera, acaban de modo fatal e irresistible por ser figurillas ligeras y bonitas, pero huecas, vagamente agitadas por cuidados, creencias y ambiciones superficiales.

Hizo ver que en ellas nada hay profundo, ardiente ni sincero, que su cultura intelectual es nula, y su erudición un barniz, y que son, en suma, maniquíes que remedan los gestos de gente de calidad sin tenerla.

Probó que nada quieren porque las débiles raíces de sus instintos agarran en las convenciones y no en las realidades, y que el lujo de su existencia es una satisfacción a su vanidad y no el culto de una pasión refinada del cuerpo, puesto que en casa de esta gente se come mal y se bebe peor, pero pagado muy caro.

—Viven —añadió— aparte de todo, sin ver ni penetrar en nada, junto a la ciencia, que desconocen, junto a la naturaleza a la que no saben ver; aparte de la felicidad, porque son impotentes para gozar ardientemente de algo; aparte de las bellezas del mundo o del arte de que hablan sin haberlas visto y hasta sin creer en ellas, pues ignoran que cosa es la embriaguez que dan los goces de la vida y la inteligencia, y son incapaces de adherirse a una cosa para adorar sólo en ella y de interesarse en nada hasta el punto de saturarse en la felicidad de comprenderla.

El barón de Corbelle creyó su deber tomar la defensa de los ausentes. Y lo hizo con argumentos inconsistentes e irrefutables de esos que se funden ante la razón como la nieve al calórico; razonamientos impalpables, absurdos y contundentes como los que emplearía un cura de misa y olla para demostrar la existencia de Dios. Acabó comparando a la gente del gran mundo con los caballos de carrera, que no sirven, ciertamente, para nada, pero que son gloria de la raza caballar.

Amoscado Bertin ante aquel adversario, guardó silencio desdeñoso y cortés, pero la imbecilidad del barón lo irritó, y cortándole bruscamente el discurso refirió la vida de un hombre bien educado desde que se levanta hasta que se acuesta.

Se veía primeramente al caballero, vestido por su ayuda de cámara, desarrollando unas cuantas ideas generales ante el peluquero que iba a afeitarlo, y después, al dar el paseo matinal, preguntando a los mozos de cuadra por la salud de los caballos. Después de trotar por las avenidas del bosque, cuidando únicamente de saludar y ser saludado; luego el almuerzo con su mujer (quién por su parte ha salido en su cupé), y enumerándole las personas vistas por la mañana; más tarde, por la noche, de salón en salón, para fortificar la inteligencia con el trato de sus semejantes, o comiendo en casa de un príncipe donde se discuta la actitud de Europa. Y concluía la noche en el “foyer” del cuerpo de baile de la ópera, en el que su afán de vividor y corrido se satisface con aquello, con el inocente placer de pisar un sitio mal afamado. Sin que hubiera alusión mortificante para nadie, era tan exacto el retrato que todos rieron.

Movida la duquesa por su alegría contenida de obesa, reía discretamente y acabó por decir:

—Es demasiado; va a hacerme morir de risa.

—Señora —replicó Bertin muy excitado—, nadie se muere de risa en el gran mundo; apenas se ríe ya, porque lo que se hace es aparentar que nos reímos. Se imita bien la mueca, no más. Vaya a los teatros populares y vea reír también. Visite los camastros del soldado, y lo verá reír hasta llorar, ante las gracias de uno de ellos. Pero en nuestros salones no se ríe, porque en ellos se hace simulacro de todo, hasta de eso.

—Permítame... es muy severo —dijo interrumpiendo Musadieu—. Me parece que usted mismo no desprecia ese gran mundo del que tan bien se burla.

—¿Yo? Al contrario: me gusta —contestó Bertin sonriendo.

—¿Entonces...?

—Entonces... le diré que también me desprecio un poco como mestizo de raza dudosa.

—Eso es sólo por hablar —dijo la duquesa.

Oliverio se defendió de la acusación, y la duquesa cerró la discusión declarando que a todos los artistas les gustaba hacer tomar gato por liebre. Se generalizó luego la conversación amistosa y discreta.

La comida tocaba al fin, y de pronto dijo la condesa señalando sus copas llenas:

—No he bebido nada, ni una gota; veremos si adelgazo.

Enfadada la duquesa quiso que bebiera uno o dos sorbos de agua mineral, pero fue en vano.

—¡Tonta! —exclamó —, ¿a qué la vuelve loca su hija? Le ruego, Guilleroy, que impida a su mujer hacer semejante tontería.

El conde estaba explicando en aquel momento a Musadieu un sistema de desgranadora mecánica inventada en América, y no había oído.

—¿Qué locura, duquesa?

—La de hacer adelgazar.

El conde miró a su mujer benévolo e indiferente.

—El caso es que no he adoptado la costumbre de contrariarla —dijo.

La condesa se había levantado tomando el brazo de su vecino de mesa, el conde ofreció el suyo a la duquesa, y todos pasaron al salón grande. El saloncito tocador se reservaba para las recepciones de día.

Era el salón una pieza amplia y clara.

Las paredes, cubiertas de hermoso revestimiento en seda azul pálido de dibujo antiguo, tomaban tono lunar con la luz de las lámparas y la araña.

En el centro del entrepaño mayor, el retrato de la condesa, hecho por Oliverio, parecía vivir y animarlo todo. Estaba allí como en casa propia, derramando en el salón su sonrisa de mujer joven, la gracia de su mirada y el encanto de sus cabellos rubios.

Era ya casi costumbre, como el hacer la señal de la cruz al entrar en la iglesia, detenerse ante el retrato y cumplimentar a la modela por la obra del pintor.

Musadieu no faltaba jamás a la costumbre. Su opinión de experto pagado por el Estado tenía gran valor, y creía deber suyo alabar convencido el valor de aquella pintura.

—Verdaderamente —dijo— es éste el mejor retrato moderno que conozco; tiene una vida prodigiosa.

El conde, que creía poseer una obra maestra en fuerza de oírla alabar, se acercó. Durante un par de minutos, ambos acumularon sobre la tela todas las fórmulas usadas y técnicas sobre las cualidades aparentes o intencionadas del lienzo.

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