El retorno de lo real

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[43] Véase Žižek, The Sublime Object of Ideology, cit., p. 55. No necesitamos muchas más claves mágicas en relación con Duchamp, pero es extraordinario cómo fue incorporando a su arte la recurrencia y la retroactividad, como si no sólo consintiera la acción diferida, sino que la tomara por tema. El lenguaje de los aplazamientos suspendidos, de los encuentros fallidos, de las causalidades infra-mince, de la repetición, de la resistencia y de la repetición está por todas partes en su obra, la cual es, como el trauma, como la vanguardia, definitivamente inacabada pero siempre inscrita. Considérense las especificaciones para los readymades en «La caja verde»: «Planeando un momento por venir (tal día, tal fecha en tal minuto), “inscribir un readymade” –El readymade puede buscarse luego– (con toda clase de aplazamientos). Lo importante entonces es simplemente esta cuestión de la temporización, este efecto de foto instantánea, como un discurso pronunciado en cualquier ocasión pero a tal o cual hora. Es una especie de rendez-vous» (Essential Writings, cit., p. 32).

[44] En cierto sentido, el mismo descubrimiento de la Nachträglichkeit es diferido. Aunque operativo en textos como el historial del hombre de los lobos, se dejó que lectores como Lacan y Laplanche desarrollaran sus implicaciones teóricas. Es más, Freud no era consciente de que su propio pensamiento se desarrollaba de un modo nachträglich: por ejemplo, no sólo el retorno del trauma en su obra, sino también la doble temporalidad por mediación de la cual se concibe ahí el trauma: los difásticos inicios en la sexualidad, el miedo a la castración (que requiere una observación traumática y un interdicto paterno), etcétera.

[45] En el ensayo dedicado a esta noción, quizá la crucial en el paso de una problemática estructuralista a una postestructuralista, Derrida escribe: «La différance no es ni una palabra ni un concepto. En ella, sin embargo, vemos la unión –más que la suma– de lo que ha sido más decisivamente inscrito en el pensamiento de lo que es convenientemente llamado nuestra “época”: la diferencia de fuerzas en Nietzsche, el principio de la diferencia semiológica de Saussure, la diferencia como la posibilidad de la facilitación neuronal, la impresión y el efecto diferido en Freud, la diferencia como la irreductibilidad de la huella del otro en Lévinas y la diferencia óntico-ontológica en Heidegger» (Speech and Phenomena, trad. ingl. David B. Allison, Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 130 [ed. cast.: La voz y el fenómeno, Valencia, Pre-Textos, 1993]).

[46] Derrida, Writing and Difference, trad. ingl. Allan Bass, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 202, 203 [ed. cast.: La escritura y la diferencia, Madrid, Alianza Editorial, 1989, pp. 279, 280].

2

EL QUID DEL MINIMALISMO

Arte de ABC, estructuras primarias, arte literalista, minimalismo: la mayoría de los términos empleados para referirse a la obra relevante de Carl Andre, Larry Bell, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt, Robert Morris, Richard Serra y otros sugieren que este arte no es sólo inexpresivo, sino casi infantil. A menudo despreciado en los años sesenta como reductor, el minimalismo fue con frecuencia considerado en los ochenta como irrelevante, y ambas condenas son demasiado vehementes para tratarse únicamente de una cuestión polémica dentro del mundo del arte. Más allá de los intereses personales de los artistas y críticos comprometidos con los ideales humanistas y/o las imágenes iconográficas en el arte, estas condenas del minimalismo estaban condicionadas por dos acontecimientos relacionados: en los sesenta por una sensación específica de que el minimalismo consumaba un modelo formalista de la modernidad, lo completaba y rompía con él a la vez; y en los ochenta por una reacción general que empleaba una condena de los años sesenta para justificar un retorno a la tradición en el arte y en lo que no es el arte. Pues así como los derechistas de los años cincuenta trataron de enterrar el radicalismo de los treinta, los derechistas de los ochenta trataron de cancelar las reivindicaciones culturales e invertir los avances políticos de los sesenta, que para estos neoconservadores resultaban sumamente traumáticos. Para los radicales gingrichianos de los años noventa nada cambió mucho y la pasión política contra los sesenta es tan ardorosa hoy como siempre[1].

De manera que lo que está en juego en esta condena es la historia, en la cual el minimalismo dista de estar muerto, y menos para aquellos que desearían que lo estuviera. Nos hallamos, sin embargo, ante un caso de perjurio, pues en los ochenta el minimalismo era representado como reductor y retardataire a fin de hacer que el neoexpresionismo pareciera expansivo y vanguardista, y por eso se tergiversaron las diferentes políticas culturales de los minimalistas sesenta y los neoexpresionistas noventa. Pese a todas sus aparentes libertades, el neoexpresionismo participó en las regresiones culturales de la era Reagan-Bush, mientras que pese a todas sus aparentes restricciones el minimalismo abrió un nuevo campo del arte, cuya exploración continúa la obra avanzada del presente, o al menos eso será lo que este capítulo tratará de demostrar. Para ello, lo primero es poner en su lugar la recepción del minimalismo, y luego plantearse una contramemoria mediante la lectura de sus textos fundamentales. Esta contramemoria será a continuación usada para definir las implicaciones dialécticas del miniminalismo con el arte moderno tardío y neovanguardista, lo cual a su vez sugerirá una genealogía del arte desde los años sesenta a la actualidad. En esta genealogía el minimalismo figurará no como un distante final muerto, sino como una culminación contemporánea, un deslizamiento de paradigma hacia las prácticas posmodernas que siguen elaborándose hoy en día. Por último, esta genealogía llevará de vuelta a los años sesenta, es decir, al lugar del minimalismo en esta conjunción crítica de la cultura, la política y la economía de posguerra[2].

Recepción: «Me opongo a la idea de reducción total»

A primera vista todo parece muy simple, aunque en cada serie de obras una ambigüedad perceptiva complica las cosas. Reñida con los objetos específicos de Judd está su composición no específica («una cosa detrás de otra»)[3]. Y así como las gestalts dadas de Morris son más contingentes que ideales, así las toscas planchas de Serra son redefinidas por nuestra percepción de ellas en el tiempo. Mientras tanto, la lógica de enrejados de LeWitt puede ser obsesiva, casi demente[4]; e incluso los cubos perfectos de Bell, que parecen herméticamente cerrados, reflejan el mundo exterior. De modo que lo que se ve es lo que se ve, según la famosa sentencia de Frank Stella[5], pero las cosas nunca son tan sencillas como parecen: no obstante el positivismo del minimalismo, en estas obras la percepción se hace reflexiva y compleja.


Sol LeWitt, A 9 (de «Proyecto serial #»), 1966.

Aunque la sorpresa experiencial del minimalismo es difícil de recuperar, su provocación conceptual perdura, pues el minimalismo rompe con el espacio trascendental del arte más moderno (si no con el espacio inmanente del readymade dadaísta o el relieve constructivista). El minimalismo no sólo rechaza la base antropomórfica de la mayoría de la escultura tradicional (aún residual en los gestos de la obra abstracto-expresionista), sino también la desubicación de la mayoría de la escultura abstracta. En una palabra, con el minimalismo la escultura deja de estar apartada, sobre un pedestal o como arte puro, sino que se recoloca entre los objetos y se redefine en términos de lugar. En esta transformación el espectador, negado el seguro espacio soberano del arte formal, es devuelto al aquí y ahora; y en vez de a escudriñar la superficie a fin de establecer un mapa topográfico de las propiedades de su medio, a lo que se ve impelido es a explorar las consecuencias perceptuales de una intervención particular en un lugar dado. Ésta es la reorientación fundamental que el minimalismo inaugura.

Explicitada por artistas posteriores, esta reorientación fue sentida por críticos tempranos, la mayoría de los cuales la lamentaron como una pérdida para el arte. Sin embargo, en la acusación moralista de que el minimalismo era reductor subyacía la percepción crítica de que empujaba al arte hacia lo cotidiano, lo utilitario, lo no artístico. Para Clement Greenberg los minimalistas confundieron lo innovador con lo estrafalario y, por lo tanto, buscaron efectos extraños antes que las cualidades esenciales del arte. Por eso era por lo que trabajaban en tres dimensiones (nótese que no llama «esculturas» a estas obras), una zona en la que lo que para Judd es específico para Greenberg es arbitrario: «Las obras minimalistas son legibles como arte, como casi todo hoy en día, incluidas una puerta, una mesa o una hoja de papel en blanco»[6]. Greenberg entendía esta observación como una invectiva, pero para los émulos de John Cage era un desafío vanguardista: «Tenemos que producir una música que sea como los muebles»[7]. Y este desafío fue ciertamente aceptado, a través de Robert Rauschenberg, Jasper Johns, Cage y Merce Cunningham, en el arte (por ejemplo, Judd y Morris), la música (por ejemplo, Philip Glass), la danza (por ejemplo, Yvonne Rainer) y el teatro (por ejemplo, Robert Wilson) minimalistas, aunque rara vez por interés en un restaurado valor de uso para la cultura[8]. En esta reorientación Greenberg veía gato encerrado: lo arbitrario, lo vanguardista, en una palabra, Marcel Duchamp. Como vimos en el capítulo 1, esta intuición del retorno del paradigma del readymade en particular y el ataque vanguardista contra la institución del arte en general era común entre los abogados y los detractores del minimalismo, un asunto que aquí quiero desarrollar.

 

Richard Serra, Dispositivo de una tonelada (Castillo de naipes), 1969.

También para Richard Wollheim el contenido artístico del minimalismo era mínimo; de hecho, fue él quien introdujo el término, con el que significaba que la obra de arte había de considerarse en términos no tanto de ejecución o construcción como «de decisión o desmantelamiento»[9]. En el gremio de las bellas artes esta posibilidad estética sigue estando considerada como una amenaza; aquí Greenberg defiende contra ella: «El arte minimal sigue siendo en excesiva medida una proeza de la ideación». Si el primer gran equívoco es que el minimalismo es reductor, el segundo es que es idealista. Este otro equívoco, en el que también incurrieron algunos artistas conceptuales, no era menos grave cuando se entendía positivamente: que el minimalismo capta las formas puras, alza el mapa de las estructuras lógicas o describe el pensamiento abstracto. Pues son precisamente tales dualismos metafísicos de sujeto y objeto lo que el minimalismo trata de superar en la experiencia fenomenológica. Así, lejos del idealismo, la obra minimalista complica la pureza de la concepción con la contingencia de la percepción, del cuerpo en un espacio y un tiempo particulares. (Considérese cómo Serra exprime la idea platónica del cubo en Castillo de naipes [1969], un apuntalamiento enormemente frágil de planchas de plomo.) Y lejos de lo conceptual, el minimalismo no «se basa en sistemas construidos de antemano, sistemas a priori», o al menos eso sostenía Judd en 1966[10]. Sin embargo, más importante para el minimalismo que este positivismo perceptual es su comprensión vanguardista del arte en términos de su convencionalidad[11]. En una palabra, el minimalismo es tan autocrítico como cualquier arte tardomoderno, pero su análisis tiende a lo epistemológico más que a lo ontológico, pues se centra en las condiciones perceptuales y los límites convencionales del arte más que en su esencia formal y ser categórico. Es esta orientación lo que tan a menudo es mal entendido como «conceptual».


Eva Hesse, Hang-Up, 1965-1966.

De modo que la apuesta del minimalismo es la naturaleza del significado y el status del sujeto, cosas ambas que se sostiene que son públicas, no privadas, producidas en conexión física con el mundo real, no en un espacio mental de la concepción idealista[12]. Así, el minimalismo contradice los dos modelos dominantes del expresionista abstracto, el artista como creador existencial (propuesto por Harold Rosenberg) y el artista como crítico formal (propuesto por Greenberg). Con ello desafía asimismo las dos posiciones centrales en la estética moderna que estos dos modelos de artista representan: la primera, expresionista; la segunda, formalista. Y lo que es más importante, al poner el acento en la temporalidad de la percepción, el minimalismo amenaza el orden disciplinario de la estética moderna en el que se considera que el arte visual es estrictamente espacial. Es debido a esta confusión en la categorización por lo que Michael Fried condenó el minimalismo, y de modo correcto desde su posición, pues el minimalismo sí provocaba una preocupación por el tiempo así como un interés por la recepción en el arte procesual, el arte corporal, la performance, la obra para un sitio específico, etc. De hecho, es difícil ver las obras que siguen al minimalismo como enteramente presentes, para ser captadas de un solo vistazo, un momento trascendental de gracia, como Fried exige del arte moderno al final de su famoso ataque al minimalismo, «Arte y objetualidad» (1967)[13].

Al mismo tiempo que desafía este orden de la estética moderna, el minimalismo también contradice su modelo idealista de consciencia. Para Rosalind Krauss esto es lo más importante del ataque minimalista al antropomorfismo y el ilusionismo, pues en su opinión estas categorías constituyen no sólo un paradigma de arte pasado de moda, sino un modelo ideológico de significado. En «Objetos específicos» (1973), Krauss propone una analogía ulterior entre el ilusionismo y la intencionalidad. Para que una intención se convierta en una idea, sostiene, debe postularse un espacio ilusionista de la conciencia, y este espacio es idealista. De modo que evitar lo relacional y lo ilusionista, como trataba de hacer el minimalismo mediante su insistencia en ordenamientos no jerárquicos y lecturas literales, es en principio evitar también los correlatos estéticos de este idealismo ideológico.

Esta lectura del minimalismo justifica una digresión. En su explicación fenomenológica del minimalismo, del minimalismo como una fenomenología, Krauss insiste en la inseparabilidad de lo temporal y lo espacial en nuestra lectura de este arte. De hecho, en Pasajes de la escultura moderna (1977), repiensa la historia moderna del medio a través de esta inseparabilidad (que su mismo título propone). En efecto, Krauss nos ofrece una historia minimalista de la escultura moderna en la que el minimalismo aparece como el penúltimo movimiento en su largo pasaje «de un idealizado medio estático a uno temporal y material»[14]. Aquí, en lugar de plantear el minimalismo como una ruptura con la práctica moderna (la conclusión a la que su subsiguiente crítica tiende)[15], proyecta un reconocimiento minimalista de vuelta a la modernidad, de modo que entonces puede leer el minimalismo como un epítome moderno. Sin embargo, esto no es más que la mitad de la historia: el minimalismo es un apogeo de la modernidad, pero no menos una ruptura con ésta.

De especial interés aquí es el anacronismo de esta lectura minimalista de la escultura moderna, que Krauss justifica de este modo: «La historia de la escultura moderna coincide con el desarrollo de dos cuerpos de pensamiento, la fenomenología y la lingüística estructural, donde se tiene al significado como dependiente del modo en que cualquier forma de ser contiene la experiencia latente de su opuesto: la simultaneidad siempre contiene una experiencia implícita de secuencia»[16]. Es cierto que, tal como las representaron Edmund Husserl y Ferdinand de Saussure, la fenomenología y la lingüística estructural sí surgieron con el auge de la modernidad. Sin embargo, ninguno de esos discursos era corriente entre los artistas hasta los años sesenta, es decir, hasta la época del minimalismo, y cuando resurgieron estaban en tensión[17]. Por ejemplo, el estructuralismo era más crítico de la conciencia idealista y de la historia humanista que la fenomenología; la fenomenología era cuestionada porque tales nociones se consideraban residuales en ella. Ahora bien, si esto es así, y si el minimalismo es fenomenológico en su base, uno podría cuestionar hasta qué punto es radical su crítica de estas nociones. Por ejemplo, así como la fenomenología rebaja el idealismo del «Yo pienso» cartesiano, así el minimalismo rebaja el existencialismo del «Yo expreso» abstracto-expresionista, pero ambos sustituyen un «Yo percibo» que deja al significado varado en el sujeto. Una manera de aliviar esta situación de apuro es subrayar la dimensión estructuralista de la conjunción minimalista y sostener que el minimalismo está también envuelto en un análisis estructural de los significantes pictóricos y escultóricos. Así, mientras que algunos artistas (como Robert Irwin) desarrollan la dimensión fenomenológica del minimalismo, otros (como Michael Asher) desarrollan su análisis estructural de estos significantes.

El minimalismo sí anuncia un nuevo interés por el cuerpo, una vez más no en la forma de una imagen antropomórfica o sugiriendo un espacio ilusionista de la conciencia, sino más bien en la presencia de sus objetos, unitarios y simétricos como a menudo son (según vio Fried), lo mismo que las personas. Y esta implicación de la presencia sí lleva a una nueva preocupación por la percepción, es decir, a una nueva preocupación por el sujeto. Sin embargo, aquí surge también un problema, pues el minimalismo considera la percepción en términos fenomenológicos, como de alguna manera antes y fuera de la historia, el lenguaje, la sexualidad y el poder. En otras palabras, no considera al sujeto como un cuerpo sexuado situado en un orden simbólico más que considera la galería o el museo como un aparato ideológico. Pedirle al minimalismo una crítica completa del sujeto puede ser también anacrónico; puede ser leerlo demasiado en términos del arte y la teoría subsiguientes. No obstante, esta cuestión también apunta a los límites históricos e ideológicos del minimalismo, límites puestos a prueba por sus seguidores críticos. Pues si el minimalismo inicia una crítica del sujeto, lo hace en términos abstractos, y cuando el arte y la teoría subsiguientes desarrollan esta crítica, llegan también a cuestionar el minimalismo (esto es especialmente cierto de algún arte feminista). Tal es la dificultad de un rastreo genealógico de su legado, el cual aquí debe esperar un análisis del discurso del minimalismo en su propia época.

Discurso: «No hay modo de articularlo»

En su propia época el discurso del minimalismo estaba dominado por tres textos: «Objetos específicos», de Donald Judd (1965), «Notas sobre escultura, Partes 1 y 2», de Robert Morris (1966), y «Arte y objetualidad» de Michael Fried (1967)[18]. Aunque conocidos, manifiestan las aspiraciones y las contradicciones del minimalismo de un modo no bien entendido.

El año de «Objetos específicos», 1965, fue también el año en que Greenberg revisó el ensayo en que formulaba su posición, «Pintura moderna», al que antes de que pasaran cuatro años siguió su imprescindible colección de ensayos Arte y cultura. En este contexto, las dos primeras afirmaciones hechas por Judd –que el minimalismo no es «ni pintura ni escultura» y que «la historia lineal ha desintegrado algo»– desafían los imperativos categóricos y las tendencias historicistas de la modernidad greenbergiana. Sin embargo, este desafío extremo se desarrolló como devoción excesiva. Por ejemplo, las reservas expresadas por Greenberg en relación con alguna pintura posterior al cubismo –que su contenido se atiene demasiado a su borde–, Judd las elabora en una diatriba contra toda la pintura moderna: su formato plano, rectangular, «determina y limita el ordenamiento de cualquier cosa que esté sobre y dentro de él»[19]. Aquí, cuando Judd amplía a Greenberg, rompe con él, pues lo que Greenberg considera como la esencia definitoria de la pintura Judd lo toma como un límite convencional, literalmente un marco que hay que sobrepasar. Esta ruptura se intenta mediante un giro hacia los objetos específicos, que él pone en relación con la pintura tardomoderna (una vez más, tal como la representan David Smith y Di Suvero, la escultura tardomoderna queda demasiado enfangada en la composición y/o el gesto antropomórficos). En una palabra, Judd interpreta el llamamiento putativamente greenbergiano a una pintura objetiva tan literalmente como a ir más allá de la pintura en la creación de objetos. Pues, ¿qué puede haber más objetivo, más específico, que un objeto en el espacio real? Intentando llevar a cabo el proyecto tardomoderno, Judd rompe con él, como deja claro su lista de prototipos: los readymades de Duchamp, los objetos fundidos de Johns, las combinaciones de Rauschenberg, las esculturas con chatarra de Chamberlain, los lienzos silueta de Stella, etc., todos rechazados por el canon de Greenberg.

 

Donald Judd, Sin título, 1962.

Esta lista sugiere otra consecuencia de la suplantación minimalista del arte tardomoderno. Según Judd, algunos de estos precursores supusieron que «la pintura y la escultura se han convertido en formas establecidas», es decir, formas cuya convencionalidad no puede ser elaborada ulteriormente. «El uso de las tres dimensiones», afirma (adviértase que Judd no llama al minimalismo «escultura») «no es el uso de una forma dada» en este sentido reificado. En este otro ámbito de objetos, sugiere, puede emplearse cualquier forma, material o proceso. Esta expansión abre la crítica también, tal como su propia lógica lleva a Judd a esta infame posición vanguardista: «Una obra de arte únicamente necesita ser interesante». Aquí, conscientemente o no, el interés es enfrentado a la emblemática gran calidad greenbergiana. Mientras que la calidad se juzga en relación con los niveles no sólo de los maestros antiguos sino de los grandes modernos, el interés lo provoca la puesta a prueba de las categorías estéticas y la transgresión de las formas establecidas. En una palabra, la calidad es un criterio de la crítica normativa, un encomio otorgado al refinamiento estético; el interés es un término vanguardista, a menudo medido en términos de desbaratamiento epistemológico. También puede llegar a ser normativo, pero asimismo justificar la indagación crítica y el juego estético[20].

En «Objetos específicos», pues, el mandamiento de que el arte tardomoderno persiga la objetividad sólo se cumple para sobrepasarlo, tal como Judd y compañía pasan al otro lado de la objetualidad de la pintura para entrar en el reino de los objetos. En «Notas sobre escultura, Partes 1 y 2», Robert Morris ofrece un panorama diferente, en el cual el minimalismo vuelve a ponerse en una relación complicada con el discurso tardomoderno.

Al retener la categoría de escultura, Morris se muestra implícitamente en desacuerdo con Judd sobre la génesis del minimalismo. La escultura nunca tuvo «nada que ver con el ilusionismo», que es una categoría pictórica, y tampoco el minimalismo. Lejos de romper con la escultura, el minimalismo realiza «la naturaleza autónoma y liberal de la escultura... para que tenga su propio espacio, igualmente literal». A primera vista, esta declaración parece contradictoria, pues sus dos adjetivos combinan las posiciones sostenidas por Greenberg y Judd respectivamente: la demanda de autonomía y la demanda de literalidad. Pero así precisamente ve Morris el minimalismo, como una resolución provisional de esta contradicción, pues él define sus formas unitarias como a la vez autónomas y literales. Con las gestalts minimalistas, escribe Morris, «uno ve e inmediatamente “cree” que el modelo en su mente se corresponde con el hecho existencial del objeto». El suyo es el estudio más matizado de la tensión quintaesencialmente minimalista entre «lo constante conocido y lo variable experimentado». Aunque Morris a veces privilegia la forma unitaria como anterior al objeto específico (de una manera que por lo demás no hace el antiidealismo del minimalismo), suele presentar ambos como ligados qua gestalt, «coherente e indivisiblemente juntos». Esta unidad es necesaria para que Morris pueda retener la categoría de escultura y plantear la forma como su característica esencial.

Pero este argumento también parece circular. Morris primero define la escultura moderna en términos del minimalismo (es literal) y luego define el minimalismo en términos de la escultura moderna (es autónomo). A continuación llega a la misma propiedad, la figura, que un año más tarde Fried postulará como el valor esencial de la pintura. La Parte 1 de «Notas sobre escultura» termina así: «La magnificación de este singular y más importante valor escultórico... establece un nuevo límite y una nueva libertad para la escultura». La naturaleza paradójica de esta declaración sugiere las tensiones en el discurso minimalista así como las inestabilidades de las categorías estéticas en esta época. Pues el minimalismo es a la vez una contracción de la escultura al puro objeto moderno y una expansión de la escultura hasta hacerse irreconocible.

En la Parte 2 de «Notas sobre escultura», Morris se ocupa de esta paradójica situación. Primero define el «nuevo límite» para la escultura en relación con una observación de Tony Smith que sitúa la obra minimalista en algún lugar entre el objeto y el monumento, más o menos a escala del cuerpo humano[21]. Luego, en un movimiento incisivo, Morris redefine esta escala en términos de dirección (del objeto privado al monumento público), es decir, en términos de recepción, un deslizamiento en la orientación del objeto al espectador que convierte el «nuevo límite» de la escultura en su «nueva libertad». Sin embargo, es necesario un peldaño intermedio, y por eso Morris retorna a las gestalts minimalistas. Estas formas unitarias se usan no sólo para «situar la obra más allá de la retardataria estética cubista», sostiene ahora, sino, algo más importante, para «extraer relaciones de la obra y hacer de ellas una función del espacio, la luz y el campo de visión del espectador».


Tony Smith, Morir, 1962.


Robert Morris, Sin título, 1965.

De este modo, si Judd sobrepasa a Greenberg, Morris sobrepasa a ambos, pues aquí, en 1966, se reconoce un nuevo espacio de «términos objeto/sujeto». La supresión minimalista de las imágenes y gestos antropomórficos es más que una reacción contra el modelo abstracto-expresionista del arte; es una «muerte del autor» (como Roland Barthes lo llamaría en 1968) que es al mismo tiempo un nacimiento del espectador: «El objeto no es más que uno de los términos de la estética más reciente... Uno es más consciente que antes de que él mismo está estableciendo relaciones cuando aprehende desde diversas posiciones y bajo condiciones cambiantes de luz y de contexto espacial». Aquí estamos al borde de «la escultura en el campo expandido» (como Krauss la llamaría en 1978). Pero incluso cuando Morris anuncia esta nueva libertad, parece ambivalente con respecto a ella: en una ráfaga de declaraciones contradictorias, a la vez tira para atrás («que el espacio de la estancia adquiera tal importancia no significa que se esté estableciendo una situación ambiental») y para adelante («¿Por qué no sacar la obra fuera y más tarde cambiar los términos?»).

En último término, las «Notas sobre escultura, Partes 1 y 2» están atrapadas en las contradicciones de su momento. Por una parte, Morris insiste en que la escultura sigue siendo autónoma; por otra, sugiere que «algunas de las nuevas obras han expandido los términos de la escultura» hasta el punto de que el objeto «no es más que uno de» ellos. Es este campo expandido, previsto por Morris, a lo que Michael Fried, en «Arte y objetualidad», se compromete a anticiparse.

Más plenamente que Judd y Morris, Fried comprende el minimalismo en lo que tiene de amenaza para la modernidad formalista, que es por lo que carga contra él con tal pasión. Primero Fried detalla el delito minimalista: un intento de desplazar el arte tardomoderno por medio de una lectura literal que confunde la «presentidad» trascendental del arte con la «presencia» mundana de las cosas. Según Fried, la diferencia esencial consiste en que el arte minimalista trata de «descubrir y proyectar la objetualidad como tal», mientras que el arte tardomoderno aspira a «derrotar o suspender» esta objetualidad. Aquí, sostiene él, «el factor crítico es la figura», la cual, lejos de ser un valor escultórico esencial (como Morris la considerará), es un valor pictórico esencial. De hecho, únicamente si «produce la convicción como figura» puede la pintura tardomoderna de Kenneth Noland, Jules Olitski y Stella suspender la objetualidad, trascender el literalismo del minimalismo y adquirir así presentidad[22].

Dada esta diferencia, Fried tiene a continuación que mostrar por qué el literalismo minimalista es «antitético con respecto al arte». A este fin sostiene que la presencia del objeto minimalista es la de un personaje disfrazado, una presencia que produce una situación que, aunque provocativa, es extrínseca al arte visual. Aquí Fried cita también a Smith sobre la escala del minimalismo, pero a fin de reformularlo como un arte de estatuas abstractas, ni mucho menos tan radicalmente antiantropomórfico como sus abogados afirman. Y, sin embargo, su objetivo primorial no es desvelar el minimalismo como secretamente antropomórfico, sino presentarlo como «incurablemente teatral», pues, según la hipótesis crucial de «Arte y objetualidad», «el teatro es ahora la negación del arte».

Para apoyar esta hipótesis, Fried da un extraño rodeo: una glosa sobre una anécdota, de nuevo contada por Tony Smith, acerca de un viaje nocturno en la inacaba autopista de New Jersey a principios de los años cincuenta. Para este artista y arquitecto protominimalista la experiencia fue de algún modo estética, pero no del todo arte:

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