Un reflejo velado en el cristal

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

—Escuela Brereton. ¿Con quién? Un momento. Es para usted, señorita Von Hohenems. Conferencia de larga distancia, persona a persona, del doctor Basil Willing.

CAPÍTULO CUATRO

Como sombra de carcajada o un suspiro,

fina envoltura de angustia fúnebre…

Sabía que iría de negro. Era una mujer europea, vienesa, y de la generación de Chanel, ¿cómo iba a verse arreglada de verdad con cualquier otro color? Esta vez llevaba un vestido de crepé mate, ingeniosamente entallado en la cintura y que caía con gracia sobre los esbeltos pies enfundados en medias negras, finas como sombras, y ligerísimas sandalias de tacón alto. Ni mangas ni tirantes interrumpían la tersa línea de aquellos hombros blancos. No lucía joyas ni en el cuello ni en el pelo, pero algo en la postura de su cabeza sugería un destello de alhajas, el fantasma de unos antepasados que hubieran llevado corona. Tenía el pelo un poco más corto que la última vez, peinado hacia atrás por encima de las orejas. Bajo las oscuras y lustrosas ondas, su rostro brotaba pálido y delicado como una flor blanca. Los ojos le brillaban con un suave resplandor, más luminosos que relucientes.

Le cogió ambas manos.

—Gisela… —En ese momento no fue capaz de decir nada más.

Alegría y ternura confluyeron en la sonrisa de ella. Una alegría mansa que le trajo recuerdos de Europa y del mundo anterior a la guerra. Otra guerra más, pensó con amargura, y no quedará nadie que pueda sonreír así. Por un instante, la vio como un fragmento a la deriva de una civilización perdida, rota y aun así adorable como una estatua mutilada del Ática o de Lidia.

Luego estaba sentado a su lado en el banco tapizado de la pared y el camarero les servía dos Martinis fríos con bíter en la mesa que tenían enfrente.

La mirada de Gisela se detuvo en su corbata blanca, algo amarillenta después de seis años en el cajón de una cómoda.

—Sin uniforme… ¿Por mucho tiempo?

—¡Para siempre si Dios quiere! —exclamó él fervientemente a modo de brindis—. Por eso he elegido este sitio para vernos hoy. —Miró a su alrededor, a la estridente discordancia de colores metálicos que era la última moda en decoración—. No hay nada menos castrense que el club Crane.

—Bueno… —Gisela volvió a sonreír—. Ese bar de la Primera Avenida al que solíamos ir no era lo que se dice muy militar.

—¿Te acuerdas de aquello?

—¿Creías que lo iba a olvidar?

El resto se lo dijeron con los ojos. Luego Basil se echó a reír.

—Mi bar preferido, lo admito. Allí todos parecían personajes de Dickens o de Saroyan. Pero no es el mejor lugar para celebrar mi regreso de entre los muertos. Estoy haciendo cuanto puedo por recuperar el pasado. He vuelto a mi antiguo empleo como asesor médico para la Fiscalía, aunque el cargo de fiscal lo ocupa ahora otra persona y también hay un nuevo alcalde. Mi puesto como director del departamento de Psiquiatría en el hospital Knickerbocker se lo dieron a un amigo mío, Dunbar, un compañero al que vi por última vez en Escocia, pero he conseguido la misma posición en un hospital mejor, el Murray Hill. Los inquilinos a los que había subarrendado mi casa durante este tiempo han vuelto a Chicago. Juniper y yo nos mudamos ayer. Si consigo convencerlo de que no es necesario redecorarla, por descuidado que parezca todo, empezaré a sentirme de verdad en casa otra vez. Solo me falta una cosa.

—¿El qué?

—Tú.

Un ligero rubor tiñó las pálidas mejillas de Gisela.

—¿Por qué estás dando clases en Brereton? —siguió luego Basil en un tono casi acusador.

—Una tiene que vivir, tanto si los demás entienden esa necesidad como si no.

—Ese no es tu sitio. ¿Estás obligada por contrato?

—Hasta junio.

—Y estamos en noviembre. Pues rescíndelo.

—¡Querido, qué cosas tienes! ¿Eso es una broma?

—Nunca he hablado tan en serio. Brereton no es sano para ti. Ni siquiera es seguro.

—¿A qué te refieres?

—Has tenido demasiado trato con esa tal… ¿Cómo se llamaba? Faustina Crayle.

—¡Ah, la carta! —Gisela se rio—. Se me había olvidado por completo. No la mencionaste cuando hablamos por teléfono y quedamos en vernos esta noche. Ahora que estoy aquí contigo, ni siquiera me parece real.

—Pero te lo parecerá luego, cuando vuelvas.

—Ya ha pasado todo.

—Claro, porque Faustina se ha ido.

—¿No lo crees?

—Las personas que la han echado siguen allí.

El camarero les sirvió unas mollejas. Cuando los dejó otra vez solos, Basil se inclinó hacia delante.

—En la carta no dabas detalles. Me gustaría que me contases cuándo notaste algo raro en la señorita Crayle por primera vez y qué fue.

—Faustina no tenía nada raro en sí misma —protestó Gisela—. Lo extraño era la forma en que los demás reaccionaban delante de ella.

—Es lo mismo. ¿Cuándo empezó?

—A los pocos días de que llegara. —Estaba sorprendida de que se lo tomase tan en serio.

—¿Y el primer incidente?

—No me acuerdo —repuso con cierto pesar—. Hay muchas cosas que hacer cuando empiezas en un trabajo nuevo y también era mi primer trimestre. Llevaría yo allí como una semana, más o menos, cuando fui dándome cuenta de que Faustina era impopular. La hostilidad parecía haberse iniciado entre el personal de servicio y luego se extendió a las alumnas y por último a las demás profesoras, hasta que se convirtió en una persecución. Luego la despidieron.

—¿Eso fue todo?

—Hubo algunos percances más después de que te escribiera.

—Cuéntame.

Gisela le dio todos los detalles.

—¿Por qué las demás profesoras evitaban a la señorita Crayle? —inquirió Basil—. ¿No se te ocurre ninguna razón?

Gisela vaciló.

—Me daba la extraña impresión de que le tenían miedo. Y claro, uno odia lo que teme.

—¿Qué podían temer?

—¡No lo sé! Era todo muy… misterioso. El espíritu gregario, supongo. Y además tengo una sensación rarísima, como si conociera o hubiera leído algo parecido en algún sitio hace mucho tiempo.

—Es posible. En cuanto terminé de leer tu carta, llamé a Brentano’s para pedir un ejemplar de las Memorias de Goethe en la edición francesa traducida por madame Carlowitz.

—Yo releí el primer volumen cuando Faustina me lo devolvió, pero no encontré nada que me recordase a su situación.

—Porque no sabías lo que estabas buscando —observó Basil—. Incluso ahora desconoces cuál es la verdadera situación de Faustina.

Una orquesta de baile irrumpió con la última aberración musical del momento. Gisela suspiró.

—¿Cómo podemos hablar de algo tan intangible en un sitio así?

—Pues vámonos a otra parte —contestó él sin pensárselo—. Esto no te gusta demasiado, ¿verdad?

—No, pero…

Para entonces, Basil ya había llamado a un atónito camarero para pagar la cuenta de una cena que no habían probado.

Y así fue como los habituales de un bar de barrio en la Primera Avenida se sorprendieron aquella noche con la súbita intrusión de una exótica pareja, forasteros de la Quinta o de Park. La mujer con un abrigo largo de terciopelo negro y solapas de seda color fuego. El hombre con sombrero de copa y uno de esos pañuelos blancos, como salido de una película. Más educados que los de la Quinta o Park, en la Primera Avenida no se les quedaron mirando ni murmuraron. La Primera es ante todo tolerante. Toleraría incluso a los ricos que no se lo merecen si se comportan como es debido y no arman escándalo.

—Deberíamos haber venido aquí desde el principio. —Basil observó con nostalgia las paredes oscurecidas por el tiempo, el humo y el hollín de la ciudad—. No ha cambiado nada.

—La gramola es nueva —objetó Gisela.

Ambos miraron con fastidio aquel monstruo iluminado que los deslumbraba a través de una neblina de humo de cigarrillos.

—Parece uno de esos peces fosforescentes del fondo del mar —murmuró luego. Entonces cedió al espíritu del local—. ¿Tienes alguna moneda?

—Solo si prometes no poner eso de los renos.

Entretanto, Basil pidió lo de siempre: sándwiches de queso tostados y esa cerveza que era casi tipo Pilsen. Gisela volvió a la mesa radiante porque había encontrado el «Vals del zapato de cristal», de la suite La Cenicienta, compuesta por el abuelo de Basil, Vassily Krasnoy.

—Sincopado, desde luego, pero aun así es maravilloso. No sé cómo habrá acabado ahí, todo lo demás son melosidades.

Nadie más escuchaba. En la mesa de al lado, dos vagabundos se repartían un vaso de cerveza y escudriñaban un tabloide que alguien había desechado, serios y absortos como eruditos descifrando un manuscrito medieval. Demacrados, hambrientos, sucios… ¿Qué habían encontrado en las noticias del día para distraerlos por completo de sus propios problemas?

Entonces, uno de ellos habló:

—Te lo digo yo, no hay cura para la caspa. La ciencia no se lo explica.

—Pero aquí pone… —El otro empezó a leer en voz alta con dificultad—: «Primero, lavar meticulosamente la cabeza…».

—¡Una página de Saroyan! —susurró Gisela—. El club Crane no puede superar esto.

Era tan fácil charlar allí y tenían tanto que contarse que no volvieron a hablar de Faustina hasta que Gisela empezó a mirar intranquila el reloj que había sobre la barra.

—Detesto pensar que tienes que volver a ese sitio. —Basil bajó la vista y la clavó en su tercer vaso de cerveza—. La señora Lightfoot no arruinaría la carrera de esa chica a menos que fuera responsable de algún modo de lo que ha ocurrido.

—¿Quieres decir que la propia Faustina va por ahí jugando malas pasadas a la gente? Pero ¿cómo? ¿Y por qué?

 

—Cuando la señorita Crayle te preguntó si habías oído rumores sobre ella, le dijiste que no. ¿Por qué?

—Sé que la gente hablaba de ella, pero no lo que decían. E incluso si lo hubiera sabido… Una no le repite los chismorreos a la víctima si se trata de una amiga. Es una de esas cosas que, sencillamente, no se hacen. Una ley no escrita. Como contarle a un hombre que su esposa le es infiel.

—¿Ni siquiera si la víctima te lo pide?

—¡Sobre todo si la víctima te lo pide! Nadie quiere verse de verdad como lo ven los demás. Cuando alguien pregunta algo así, lo que quiere en realidad es sentirse reafirmado. Igual que no hay artista ni escritor que desee jamás una auténtica crítica de la obra que muestra. Solo alabanzas. Los reyes persas solían matar al mensajero que les llevaba malas noticias. A todos nos gustaría hacer eso.

—Me pregunto si de verdad te callaste por ese motivo —insistió Basil—. Podría ser que ni tú misma te fíes de la señorita Crayle.

—¡No! —exclamó Gisela—. Siempre he confiado en ella. Haría lo que estuviese en mi mano por ayudarla.

—¿Seguro?

—Sí.

—Entonces, consigue que acceda a que yo la represente. Mañana iré a Brereton y pediré explicaciones a la señora Lightfoot. Como psiquiatra, me interesan esos asombrosos efectos de las habladurías en Brereton.

—¡Bobadas! Solo intentas evitarme problemas.

—¡Qué egoísta por mi parte! Aunque yo no utilizaría la palabra «problemas», diría más bien «peligros».

—¿Por qué?

—Hay algo malicioso en todo este asunto. A Faustina Crayle le ha costado el empleo. La malicia, oculta y triunfante, resulta terrible. Podría buscar una nueva víctima.

—Faustina está en Nueva York, de momento. En el Fontainebleau. —Gisela sacó una tarjeta de visita de su bolso bordado con cuentas—. Si tienes un lápiz o una pluma, le escribiré una nota aquí mismo.

Basil pidió prestada una estilográfica al camarero.

—Y ahora te llevaré a la estación. Si es que de verdad tienes que coger ese tren de las once y diez.

—Mañana por la tarde hay una fiesta en Brereton, ¿te apetece venir?

—Estaré testificando en una vista por demencia. Iré a Brereton por la mañana.

—¡Y por la mañana yo tengo clase! —Gisela esbozó una mueca.

—¿Estás libre para cenar el viernes por la noche?

—Me parece perfecto. El sábado no hay clases, así que no tendré que volver corriendo a la escuela.

El coche se detuvo en un stop entre la Primera y la Segunda Avenida. El cruce estaba desierto y oscuro, pues los almacenes de ambos lados tenían los postigos bajados y la única farola de la calle quedaba lejos, en la esquina. En ese momento no había ningún peatón. Sin decir palabra, se volvieron el uno hacia el otro y sus labios se encontraron.

Al cabo, Gisela se movió y Basil la liberó de su abrazo.

—He viajado diez mil kilómetros para esto —le dijo—. Querían que me quedase en Japón otro año más, o dos.

—Me alegro de que no lo hicieras —contestó ella temblorosa.

—¿De verdad? ¡Entonces rompe ese contrato con Brereton!

—Es que… No lo sé.

—¿El qué no sabes?

—Esta noche, cualquier mujer que no fuese una lunática o una tarada te parecería adorable. Mañana… —Se encogió de hombros—. No hace falta que vayas más lejos, la estación está solo a dos manzanas.

Sin contestar, Basil soltó el embrague. El coche se deslizó hacia las luces oropeladas de la avenida Lexington. En Grand Central, inclinó la cabeza para besarle la mano.

—Iré a Brereton mañana por la mañana.

—¿Por la mañana? ¡Pero tendrás que ver a Faustina primero!

—A la señorita Crayle la veré esta noche.

CAPÍTULO CINCO

Desde que el Diablo jugó con Dios a los dados

por ti, Faustina…

El Fontainebleau era un producto de la otra inflación, después de la otra guerra. Tenía pretensiones de hotel de lujo; en realidad era el mismo hostal para señoritas trabajadoras de siempre, solo que racionalizado y chapado en oro. No se admitían huéspedes varones. Las habitaciones eran celdas estrechas y apenas amuebladas. El edificio en sí mismo, sin embargo, era un rascacielos en los límites de un barrio de moda, con salas de visitas muy llamativas en la primera planta y una piscina y una pista de squash en el sótano. Sus promotores explotaban dos temores femeninos básicos: el miedo a parecer desastrada y el miedo a parecer indecente. No obstante, Basil sospechaba que no era ninguna de esas inquietudes tópicas lo que había llevado a Faustina a un lugar tan frecuentado y protegido.

Cuando entraba al vestíbulo, su mente retrocedió veinte años, a la época en que era un joven recién llegado a Nueva York y pasaba por el Fontainebleau a saludar a las chicas que conocía de su ciudad natal, en Baltimore. Chicas cuyos padres solo les permitían trabajar o estudiar en Nueva York si prometían alojarse en ese hotel para mujeres.

No había cambiado nada. Las salas de visitas seguían brillando con su mármol falso y sus muebles de metal con acabado de caoba. A esas horas aún estaban concurridas por muchachas envueltas en abrigos de piel de lobo o de conejo, que parecían casi de zorro o armiño, dando las buenas noches a jóvenes candorosos que las habían llevado al teatro o al cine. La ingenuidad de esas caras radiantes, bocas inmaduras y largas muñecas nudosas le hacía sentirse viejo, prudente y cansado mientras descolgaba el teléfono interno y preguntaba por la señorita Crayle.

—Dígame.

—Me llamo Basil Willing. Usted no me conoce, pero soy amigo de Gisela von Hohenems.

—Ah, sí, le he oído mencionar su nombre.

—Acabo de dejarla en el tren de regreso a Brereton. Hemos cenado juntos y me ha contado algunas cosas sobre su situación. Me gustaría hablar con usted, tal vez pueda ayudarla.

—Es muy amable. Quizá mañana…

—El asunto puede ser más urgente de lo que imagina. Estoy abajo, en el vestíbulo. ¿Es demasiado tarde para verla esta noche?

—No, no… Supongo que no. Hay una terraza en la azotea. Si sube en el ascensor directo, nos encontraremos allí. No tenemos cuartos de estar y el vestíbulo siempre está abarrotado a estas horas.

Cuando Basil llegó a la azotea, solo había una pareja en un rincón apartado. Apenas distinguía sus caras, dos manchas blancas borrosas, y las ascuas rojas de dos cigarrillos. Se dirigió a la otra esquina y se apoyó en el antepecho. Ya de noche, la luz de las calles y de otros edificios altos mantenía ese lugar en un perpetuo e inquietante crepúsculo. Había un seto enano en una jardinera revestida de azulejos y algunos muebles de metal, todo como arenoso por el polvo de la ciudad. La vista, no obstante, era sobrecogedora. Masas cúbicas de mampostería, amontonadas al azar contra el cielo nocturno, brillaban con luces amarillas como si cien procesiones con antorchas estuvieran ascendiendo cien montes pelados para celebrar la noche de Walpurgis en la cima. Siempre era difícil darse cuenta de que ese esplendor tan ingenioso era el crecimiento fortuito de una ciudad ya demasiado grande para la isla donde nació. Su concepto del Fontainebleau se tornó un poco más bondadoso. Tal vez sí podía ofrecer algo a una muchacha de Oshkosh que esta no encontraría desde las ventanas traseras de la tercera planta de un edificio de arenisca roja.

—¿Doctor Willing?

Le gustó su voz. Tranquila, reservada, con una pronunciación de claridad lapidaria. Se dio la vuelta y vio a una joven casi de su misma estatura, pero tan delgada, con hombros tan estrechos y encorvados que no parecía corpulenta. Llevaba un vestido sencillo, blanco o de algún tono claro que parecía blanco en la oscuridad. Su rostro ovalado y su cabello fino y ondeante eran ambos de color galleta, de distintas intensidades pero casi tan pálidos como el vestido. Lo condujo hasta unas sillas que había alrededor de una mesita baja y se sentaron.

—Empezaré explicándole por qué he venido —dijo Basil—. No me gusta el cariz de las cosas que han estado ocurriendo en Brereton. Gisela ha vuelto allí y temo por ella.

—¿Por ella? —repitió aquella vocecita insulsa—. No veo por qué Gisela ha de tener ningún problema.

Basil empezó a lamentar haber accedido a encontrarse con Faustina en la azotea. Era imposible verla con claridad en esa extraña penumbra artificial. Alta, espigada, con los costados y los hombros rectos, el cutis, el pelo y el vestido blanquecinos, parecía plana e insustancial como una muñeca de papel recortable. E igual de inexpresiva.

—Gisela simpatizó con usted en la escuela —le explicó—. Los chismosos podrían fijar en ella su atención ahora que usted no está. Era su única confidente, ¿no es así?

—Sí, le conté todo lo que había pasado.

—¿Todo?

Si el semblante de Faustina cambiaba de color, si desviaba la mirada, Basil no podía distinguirlo. Estaba sentada muy derecha en aquella luz tan débil, en apariencia serena. La respuesta fue evasiva.

—No hay nada que pueda añadir ahora. —Hasta su voz era la misma: frágil, árida, precisa, un poco pedante—. Doctor Willing, usted es psiquiatra, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por eso lo ha enviado Gisela a verme? ¿Cree que eran imaginaciones mías lo de que la gente siempre me observaba? ¿Que soy una neurótica o algo peor?

—Señorita Crayle, seré sincero. Gisela no pensó nada de eso, pero yo sí, cuando me contó su historia.

—¿Y ahora?

—No podría decirlo sin un examen psiquiátrico completo.

—Jamás se ha cuestionado mi salud mental —protestó Faustina—. Y físicamente siempre he estado bien. Tengo una ligera anemia, pero tomo hierro y vitaminas. ¿De verdad cree que es necesario someterme a un examen psiquiátrico?

—Hay otra forma de averiguarlo, una forma más sencilla, si tiene ánimos para ello.

—¿De qué se trata?

—Permítame hablar con la señora Lightfoot en su nombre. Le debe una explicación. Tal vez me cuente algo que no quisiera contarle a usted.

—Ah.

Faustina seguía siendo una imagen borrosa en esa oscuridad onírica, pero ahora la voz la delató. Basil habría entendido que estuviera ofendida o enfadada por la actitud despótica de la señora Lightfoot, pero ¿por qué tenía miedo?

—Gisela me ha dicho que no tiene usted familia. ¿Es correcto?

—Sí. A nadie salvo al señor Watkins. Era el abogado de mi madre. Cuando ella murió, él pasó a ser mi tutor y fideicomisario.

—¿Y no se le ha ocurrido hablarle de este asunto?

—El señor Watkins es un hombre mayor, práctico y concreto. Y no tengo nada concreto que decirle, excepto que me han despedido sin explicaciones. No podía hablar de esto con un hombre así.

—O él o yo deberíamos ir a ver a la señora Lightfoot de su parte.

—Preferiría que fuese usted.

—Será un mal trago, ¿puede afrontarlo ahora? Yo creo que debería, todo su futuro depende de ello.

—Está bien. —Su voz aún sonaba acobardada, pero se había teñido de un matiz de temeridad: la última y desesperada osadía de los tímidos cuando están atrapados—. Lo afrontaré. Ahora.

—Estupendo, pues iré a verla mañana —continuó Basil con brío—. ¿Estará aquí en los próximos días?

—Sí. Quiero recuperarme un poco.

—¿Y luego?

—Si no encuentro otro trabajo, me iré a Nueva Jersey. Mi madre me dejó una casita en la costa, en Brightsea. Puedo pasar el invierno allí.

—Espero que no lo considere una impertinencia, pero ¿y su situación económica?

—La señora Lightfoot me ha pagado seis meses de sueldo y tengo algunos ahorros. Si soy cuidadosa, puedo vivir con ello seis u ocho meses.

—¿Eso es todo?

—Tengo la casa de Brightsea. Y heredaré algunas otras cosas de mi madre cuando cumpla los treinta. Joyas. Casi todo baratijas, supongo, aunque el señor Watkins dice que hay algunas piedras preciosas. Él puede adelantarme dinero si lo necesito antes del próximo otoño. Cumpliré treinta años en octubre.

—¿Tiene idea de por qué no lo heredó todo al mismo tiempo que la casa?

—No es una propiedad muy valiosa, así que mi madre me la dejó entera y fue legalmente mía en cuanto llegué a la mayoría de edad. Pero esas pocas joyas buenas son el único capital que tendré jamás y mamá temía que las vendiera y derrochase el dinero si las heredaba siendo demasiado joven para entender el valor de la seguridad. Verá, ella murió cuando yo tenía siete años. Dejó el dinero justo para que terminase los estudios. En vacaciones, el señor Watkins me enviaba a campamentos de verano y corría él mismo con los gastos porque no estaba casado ni tenía hijos propios y en realidad no sabía qué otra cosa hacer conmigo.

 

—¿No tenía usted tías ni primos por ninguna de las dos partes?

—No. Lo cierto es que sé muy poco sobre mi familia, doctor Willing. Solo recuerdo a mi madre como una mujer hermosa con el cabello castaño rojizo envuelta en un chaquetón de piel de foca, con guantes blancos de cabritilla y violetas prendidas a los manguitos. Tengo otra imagen suya, toda de blanco con una sombrilla de mango largo, de lino blanco bordado. De mi padre no me acuerdo en absoluto, debió de morir cuando yo era muy pequeña. Me he preguntado muchas veces si no tendría parientes. —Su voz se tornó entonces más melancólica—. Siempre supe que mi madre estaba sola en el mundo, pero me parecía raro que mi padre tampoco tuviese familia. En alguna ocasión llegué a preguntárselo al señor Watkins, pero siempre me ha dicho, muy convencido, que no me queda ningún pariente vivo y que debo hacerme a la idea de estar sola.

—Cuando haya visto a la señora Lightfoot, me gustaría hablar con ese señor Watkins. ¿Cómo puedo localizarlo?

—Tiene un despacho en la esquina de Broad con Wall.

Basil se sorprendió.

—¡No será Septimus Watkins!

Había dado por hecho que el «señor Watkins» era algún picapleitos poco conocido con una oficina diminuta en un callejón. Nada en Faustina sugería que el abogado de su madre fuera uno de los juristas más preclaros de su generación.

—Sí, así se llama. Pero si de verdad quiere verlo en persona, va a tener que madrugar. —Faustina esbozó una sonrisa vacilante, como si sus músculos faciales estuvieran desacostumbrados al gesto—. Tiene un horario de oficina muy peculiar, de seis a siete de la mañana.

—¿De verdad? —Basil estaba convencido de que se equivocaba. Sería sencillo llamar a la secretaria de Watkins para concertar una cita a una hora más razonable si decidía ir a verlo. Entonces se levantó—. Me alegro de que vaya a hacer frente a este asunto.

Faustina lo acompañó al ascensor.

—¿Me llamará en cuanto regrese a Nueva York?

—Por supuesto —asintió él. Luego la observó pensativo—. Me gustaría preguntarle otra cosa. ¿Por qué tomó prestado el primer volumen de las Memorias de Goethe de Gisela? ¿Tenía algún motivo en especial?

—No. Siempre me ha interesado Goethe.

La experiencia en psiquiatría había enseñado a Basil a reconocer a un mentiroso poco avezado, pero no era el momento de descubrirla. Primero debía ganarse su confianza. El hecho de que hubiera soltado esa mentirijilla con tanta torpeza le impresionó. En lo esencial, era honesta. No se la imaginaba como el cerebro de un elaborado engaño ni de una confabulación.

—Doctor Willing… —A Faustina se le ahogó la voz.

—¿Sí?

La joven respiró hondo y lo miró.

—Le diga lo que le diga la señora Lightfoot mañana, por favor, crea en mi buena fe, ¿lo hará?

—Voy allí a representar sus intereses —contestó él muy serio—. ¿Desea contarme algo más antes de que me marche?

La puerta del ascensor se abrió con un ruido metálico. Faustina entrecerró los ojos como si esa luz repentina y deslumbrante le hubiera dado una bofetada. Por primera vez, Basil vio claramente su rostro: una carita estrecha y anémica de expresión afable. Casi diría que inocente, si no hubiera estado tan desfigurada por la duda y la inseguridad.

—No. Ahora no —susurró—. Pero me gustaría verlo lo antes posible cuando vuelva.

—La llamaré mañana por la tarde. ¿No coge este ascensor?

—No, este va directo al vestíbulo y yo me alojo en la dieciséis. Buenas noches y gracias.

Cuando las puertas se abrieron de nuevo en la planta baja, Basil se preguntó qué le habría dicho si el ascensor hubiera tardado unos segundos más en llegar…

A la mañana siguiente, a las nueve y media, le pidió a su secretaria del hospital que llamase al despacho de Septimus Watkins y concertase una cita con el responsable del bufete.

Cuando colgó, la joven lo miró perpleja.

—Su secretario dice que el señor Watkins no concierta visitas.

De mal humor, Basil cogió el teléfono él mismo y repitió la operación. La voz de un hombre contestó cantarina, como si fuese un ritual:

—El señor Watkins no concierta visitas.

—Pero…

—Puede verlo cualquier mañana que lo desee, señor, entre las seis y las siete.

—¿Se trata de una broma? —preguntó Basil indignado—. Ni siquiera sabe quién soy.

—No, señor. —El secretario era tan cortés y distante como un sirviente inglés—. Es una antigua norma de este despacho. El señor Watkins recibe a cualquier persona que lo desee entre las seis y las siete de la mañana, sin cita previa.

Basil colgó irritado y bajó a buscar su coche. Tardó dos horas sin parar de conducir hasta llegar a Brereton. Aminoró la marcha al pasar por el portón de hierro, mientras observaba inquisitivo el edificio y los alrededores. El césped y los macizos de flores estaban tan cuidados como los que rodean una cárcel. La propia escuela era un feo caserón de ladrillo rojo que parecía marrón bajo la lúgubre luz que se filtraba entre las nubes de noviembre.

Cuando llamó al timbre, salió a abrir una doncella vestida con uniforme de cambray azul. Su mirada apagada se avivó ante la inesperada visión de un visitante varón.

—¿Está la señora Lightfoot?

—¿Le está esperando, señor?

—No, pero creo que querrá recibirme si le entrega mi tarjeta.

Los labios de la muchacha se movieron en silencio mientras leía: «Doctor Basil Willing, asesor médico de la Fiscalía de Distrito del Condado de Nueva York ». Por un instante, lo miró con la desvergonzada codicia del cazador de autógrafos nato. Luego recordó su adiestramiento.

—Por favor, señor, pase. Iré a ver si la señora Lightfoot está en las dependencias de la escuela.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?