Tú disparaste primero

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Había puesto la vida de su sobrino en manos de aquella mujer. Confiaba lo suficiente en ella como para creer que, si debía saber por qué no había ido a la universidad y se había dedicado a trabajar por Europa, ella se lo haría saber.

De sus labios.

No de los de un detective…

***

Para cuando Patrick abrió los ojos de nuevo, se sorprendió al ver que faltaba media hora para que sonase el despertador. Estaba tan agotado la noche anterior, que ni siquiera se había dado cuenta de que iba a caer rendido de un momento a otro.

Se incorporó en la cama y terminó de desvestirse. Parte de aquel traje ya estaba inservible, tan arrugado lo había dejado. Debería llevarlo a la tintorería para que le diesen un buen planchado. En calzoncillos, fue hacia la habitación de Brandon. Se asomó y dio gracias al cielo al comprobar que no se había despertado en toda la noche.

Como aquel era su anterior dormitorio y contaba con un baño propio, cogió lo poco que quedaba allí. No podía usar la ducha porque temía despertar al bebé, así que lo mejor era usar el cuarto de baño que había entre el dormitorio de invitados y su antiguo despacho.

Se dio una ducha rápida, sabiendo que Lía no tardaría en levantarse, y tendría que usar el baño. Se tocó la barba. Parecía un náufrago, no era de extrañar que el señor Chi hubiese quedado atónito la noche anterior. Y es que ni siquiera la webcam había podido esconder su demacrado aspecto. Tardó unos segundos en decidirse, pero cogió la cuchilla.

Bastante tenía ya llevando la pena por dentro como para permitir que el mundo entero siguiera viéndolo como un mártir, se dijo. Si quería que dejasen de apiadarse de él, debía mostrar un poco del hombre que era antes. Aunque fuera una farsa, porque aquel Patrick McBane jamás regresaría. Quizá una parte de lo que fue, pero nunca sería él al cien por cien.

Cruzó el pasillo a toda velocidad. No quería que Lía lo sorprendiese con una toalla envolviendo sus caderas. Sería muy violento, quién sabe… podría pensar que la acosaba.

Nada más lejos de la realidad.

Cuando veinte minutos más tarde, salió del dormitorio, poniéndose la chaqueta del traje, se la encontró en la cocina.

Sabía que estaba despierta porque mientras escogía la ropa minuciosamente, pues había escuchado el agua de la ducha correr. Y se le había hecho tan extraño… Patrick estaba acostumbrado al silencio. Nunca había escuchado su ducha, pues sólo la usaba él. Aquel sonido tan cotidiano se le había antojado chocante, casi fuera de lugar. Como si no estuviera en su apartamento o aquella no fuera su vida en realidad.

Supuso que aquella era su nuevo presente. Soportaría cualquier cambio en su vida por Brandon.

—Buenos días, Lía.

Ella se volvió hacia Patrick con una sonrisa. Tenía la tetera en una mano y la cafetera en la otra. Ya había servido dos tazas. En una se adivinaba el café y en la otra té.

—Buenos días, señ… Patrick —rectificó a tiempo, mientras dejaba junto a la taza el azucarero y una cucharilla—. Te veo distinto hoy.

Él, a su vez, había tomado la margarina de la nevera y un bote de mermelada de fresa.

Intentó sonreír. Se sentía desnudo así, afeitado. Qué tontería.

—Lía, no eres mi sirvienta. Me ayudas con Brandon y la casa, nada más. Puedo servirme el café y prepararme unas tostadas.

Al verla parpadear, se preguntó si no había sido muy rudo con ella, pero Lía se encogió de hombros, restándole importancia al asunto y quitándole un peso de encima.

—No es ninguna molestia —dejó el plato con tostadas entre los dos y se sentó en el taburete que le quedaba enfrente—. Además, yo también voy a desayunar ahora, así que si voy a prepararme algo para mí, no veo porque no puedo hacerlo… por ti.

—Está bien.

—¿Prefieres café o té?

—Soy más de café —cogió la taza. Y ella tomó la otra con una sonrisa—. ¿Te va bien el té?

—Oh, sí.

Desayunaron en silencio. McBane hizo un verdadero esfuerzo por no comprobar el teléfono. Solía mirarlo antes de ir a la oficina para echar un ojo a los correos electrónicos.

—Brandon ha dormido como un lirón —decidió decir él.

Lía levantó los ojos de los restos de su tazón y sonrió, algo más activa gracias a la teína.

Había pasado una noche de perros. Había tenido que esperar a que Patrick se durmiese para comprobar que la puerta principal estaba bien cerrada, algo que le había costado la vida misma, puesto que estaba rendida al sueño. También había intentado entrar en su dormitorio para coger el maletín, que nunca estaba en casa cuando ella tenía acceso a la habitación. Fue verlo dormir, casi sentado en la cama, y supo que si entraba, lo despertaría. Era demasiado arriesgado.

Había llamado a Michael después. Estaba despierto, claro. Ese hombre dormía dos horas y media al día.

—¿Entonces todo está bien?

—Por Dios, Michael, cualquiera diría que no te fías de mí —le había respondido a su superior después de ponerse el pijama y tumbarse en la cama, frotándose la frente—. Soy buena en mi trabajo, ya lo sabes. Si te digo que por ahora no hay nada, es que no hay nada. Y eso es bueno, ¿no? Significa que, de momento, Brandon no les interesa.

Pero no podía bajar la guardia, no pensaba hacerlo. Por eso se había cubierto las ojeras y se había maquillado lo justo y necesario para que no se apreciase el cansancio.

Lía miró por el rabillo del ojo el maletín de Patrick. Estaba prácticamente al alcance de su mano. Si Patrick se marchase, aunque fueran dos minutos, podría cogerlo.

—Sí —respondió a Patrick, volviendo al ahora—. Parece que al fin se ha habituado a su nueva cuna y que ya no está tan agitado. Es un alivio...

—Mañana tengo una cena de negocios con Anthony y un par de posibles clientes. ¿Podrás apañártelas sola?

Le sonrió de medio lado mientras intentaba no removerse en el asiento. Aquello no era precisamente una buena noticia. Michael tenía cubierto el trayecto del piso a la oficina y viceversa, pero ahora debería movilizar esos hombres en turno de noche hasta el restaurante.

—Por supuesto.

—Bien —se rascó la barbilla, incómodo. Nunca antes había dado explicaciones de dónde iba o con quién, era la primera vez que lo hacía.

—¿Lorraine va a ir? —preguntó Lía, cortándolo, como quien no quiere la cosa.

Si su antigua compañera iba a estar en aquella cena, las cosas podían ir mejor. Lorraine sabía cómo actuar y no tenía secretos para Anthony. Si las cosas se ponían feas, su marido se quitaría de en medio y la dejaría actuar.

—Sí, ese es el plan… —Patrick entornó los ojos, sorprendido de que ella se preocupase más por la presencia de su amiga—. Entonces… ¿te va bien quedarte más tiempo a solas con Brandon?

—Para eso estoy aquí, al fin y al cabo —hizo un esfuerzo para suavizar la voz y la expresión.

Él pareció satisfecho con la respuesta y terminó de apurar el café. Apenas tendría unos segundos para actuar, pero debía aprovecharlos. Michael le había enseñado a no desaprovechar ninguna oportunidad. El tiempo podía desgranarse y podía hacerse bien… Cuando Patrick empezó a recoger los platos, Lía fue a buscar su teléfono, que estaba junto las bolsas de té. Le envió un mensaje a Lorraine con mucho disimulo, aunque si Patrick la viese, no tendría por qué pensar que estaba hablando con la esposa de su socio.

Necesitaba su ayuda ya.

Por suerte, su amiga estaba despierta desde hacía rato.

Dejó el teléfono en el bolsillo del pantalón y guardó las bolsas de infusiones en sus cajas. A su vez, dejó las cajetillas de cartón en el cajón.

El móvil de Patrick sonó. Maldiciendo por lo bajo, salió disparado hacia su dormitorio, temiendo que la melodía despertase a Brandon.

En cuanto salió por la puerta, Lía cerró el cajón y fue a por el dichoso maletín. Lorraine iba a ayudarla a matar dos pájaros de un tiro, lo cual era perfecto.

Casi con reverencia, pasó las manos por el forro de cuero y lo abrió. Sacó los documentos que había en él, los apartó y resiguió con las yemas cada rincón del interior. No había escuchas ni cámaras, tampoco ningún dispositivo GPS. No podía decir lo mismo de la oficina. Quizá Lorraine pudiese ir a echar un vistazo.

Dejó los papeles en su sitio, leyendo antes los sellos y los títulos, asegurándose así que eran inofensivos.

Escuchó los pasos de Patrick acercarse. Con el corazón latiendo con fuerza contra sus costillas, cerró el maletín y lo cogió con fuerza. No iba a descubrirla con las manos en la masa en busca de micrófonos, aunque no evitaría que la viese con el maletín. Así que optó por la vía más sencilla y menos sospechosa.

Salió de la cocina con el maletín contra su pecho y por poco chocó con él.

Tal y cómo había planeado en los últimos segundos.

—Oh, vaya… —con una risita, fingió sentirse como idiota por la torpeza. Le tendió la pequeña, delgada y elegante maleta—. Iba a llevártelo yo ahora. Pero hoy… no llegas tarde, ¿verdad?

—Me gusta llegar el primero… —Patrick aceptó el maletín con una sonrisa y guardó en él su carísimo smartphone de última generación. Le sonrió, entre divertido y frustrado—. Era Lorraine. Llamaba al colegio de los niños porque dos de ellos están con la gripe, y se ha equivocado al marcar.

Lorraine siempre tan despistada, pensó mientras se despedía de Lía y pasaba por el dormitorio de Brandon para ver que no se había despertado a raíz de la pronta llamada.

Le besó en la cabecita, empapándose de su respiración acompasada y de su colonia infantil. Luego, elevó los ojos al cielo, como si pudiera verlo a través de las persianas echadas.

 

Sentía que Felicia lo observaba desde allí. Un pensamiento tan absurdo que nunca hubiese creído que le pasase por la cabeza. Patrick jamás había creído en que hubiese algo más allá de las nubes o bajo tierra. Ahora tenía que creer para no pensar que su hermana se había perdido para siempre.

—No te dejes el paraguas.

Se giró hacia Lía, que estaba en la puerta, observando la escena. Como otras tantas veces.

—Me gustan los plegables. Siempre lo llevo en un bolsillo de la chaqueta. Estoy a salvo por si llueve, Lía.

—Que pase un buen día —sonrió ella, algo ruborizada.

—¿Cómo dices? —la pinchó mientras iba hacia la puerta principal, a sabiendas que ella lo seguía para cerrar tras él con llave, siguiendo sus propias instrucciones.

Lía se escondió detrás de la puerta mientras él esperaba el ascensor. Le sonrió mientras apoyaba las manos en el filo. Patrick apreció lo joven que era en realidad.

—Que pases un buen día, Patrick.

Eso está mejor, quiso responderle.

—Si necesitas cualquier cosa, llámame —fue cuánto contestó.

Ella le guiñó un ojo.

—Lo haré.

Patrick se apoyó en la pared del ascensor cuando las puertas metálicas se cerraron, dejándolo solo en el cubículo. Lía parecía un ángel de la guarda. En apenas tres días se había convertido en su salvación, aunque al principio no había tenido muy claro si su presencia en la casa iba a ser efectiva.

—La has mandado tú, ¿verdad, Felicia?

5

Lía se sentía de lo más extraña con aquel vestido. Ella estaba acostumbrada a usar pantalones y blusas, camisetas o leggins. Prefería lo cómodo desde siempre, pero su trabajo no siempre lo exigía.

Verse en el espejo vestida de princesa, aunque el vestido no fuese largo, era chocante e incómodo. Era como si estuviera fuera de su piel y su verdadero yo quisiera regresar a su cuerpo. Sin éxito alguno, por supuesto, porque había una farsante en su lugar.

Cerró los ojos e intentó no pensar en lo que le esperaba. Maquillaje, peinado femenino. Una cena de negocios dónde no entendería nada, porque los hombres hablarían de pérdidas, beneficios, clausulas… mientras ella revisaba a escondidas los alrededores, la gente que comía en las otras mesas.

Michael no creía adecuado que Patrick se expusiera de ese modo en un lugar público. No sin la presencia de un policía experimentado. Lorraine había dejado el cuerpo años atrás. Por eso ya no había garantías de que tuviera puntería certera. O de que pudiese reaccionar con objetividad, contando que su marido estaba en la misma mesa que el objetivo.

Lorraine había fingido estar enferma. Los trillizos le habían contagiado una gripe que no tenían. Y como los japoneses eran gente tradicional, los socios no podían ir solos a aquella cena. Necesitaban una mujer que hiciese el papel de anfitriona. La excusa perfecta para que Lía fuese en su lugar y pudiese estar al lado de McBane en todo momento.

Lía abrió los ojos justo cuando Susana aparecía por detrás con un neceser de maquillaje en la mano.

—Estás preciosa…

Se sentó en el borde de la cama de Lorraine y Anthony. Muy amablemente le habían ofrecido su dormitorio para que se vistiera. De hecho, el vestido era de la anfitriona. Tenían que fingir no conocerse y eso había salido a la perfección cuando habían llegado Patrick, Brandon y ella. El niño bien tenía que quedarse con alguien y Susana era la mejor para ello.

Lía se dejó maquillar en silencio, mientras su amiga le explicaba todo lo que estaba haciéndole. Cuando terminó, Susana le onduló el pelo con las tenacillas, y le puso un pasador negro a un lado, dejando un lado de la cara más descubierto que otro.

Lorraine entró en ese momento. Quería empolvarse la nariz y así fingir que estaba roja de tanto pasarse pañuelos por ella.

—Oh, Lía, ¡estás deslumbrante!

—Si tú lo dices… —empezó a protestar ella.

—Todavía faltan los zapatos —suspiró con gracia Susana. Los sacó del armario de Lorraine, que dio su aprobación.

—Venga va —Lorraine le tendió las manos a Lía sonriendo—. Te ayudo. Son mis zapatos más altos, así que para subir y bajar vas a necesitar que alguien te haga de apoyo.

Lo creyó exagerado pero una vez se calzó los tacones Jimmy Choo, se sintió alta como una modelo. Llevaba mucho tiempo sin usar ese tipo de calzado, dio un traspiés. Riendo por lo bajo, Lorraine la llevó hasta el espejo de pie entero donde antes se había mirado.

Lía se quedó sin respiración. Estaba irreconocible. Si no fuera porque el reflejo le devolvía los gestos y las muecas que hacía, se reiría de la Lía que había al otro lado del cristal. Lorraine y Susana, abrazadas por el brazo, se mordieron el labio y curvaron el cuello, embobadas.

Había tratado con narcotraficantes y proxenetas, con psicópatas y violadores. Se había infiltrado en organizaciones criminales. Si había sido capaz de vestir como una prostituta, entre otras profesiones, sin duda era capaz de enfrentarse a Patrick McBane con un vestido de noche y unos zapatos de doce centímetros de tacón.

***

Elizabeth se miró en el espejo. No le gustaba en absoluto aquel rubio tirando a blanco, complementado con extensiones que hacían de su media melena una larga cabellera que le rozaba el trasero. Junto con sus ojos azules y su pálida piel, parecía nórdica. Aquello la hacía más atractiva para la misión, pero para ella era repulsivo.

Por suerte, esa noche todo terminaría. Había llamado a Michael y éste le había asegurado que pillarían a ese cabrón que explotaba sexualmente a diversas jóvenes. A medianoche se realizaría el operativo y ella abandonaría aquel club de alterne, las extensiones, la ropa provocativa y aquel nombre falso.

Pero mientras tanto, Liz tenía que seguir actuando. Así que se ajustó el vestido. Llevaba tres semanas allí dentro y tenía suficientes pruebas para encarcelar por lo menos a quince personas, más al líder de aquella organización. Quizá tenía cabezas de turco repartidas entre su séquito, más Liz tenía información privilegiada que haría que cualquier juez lo inculpase de todos los delitos posibles.

Salió del dormitorio común de las chicas. Solo había quedado ella, se había retrasado expresamente para poder coger la pistola que escondía en el interior del colchón. Se había puesto un vestido con una falda corta pero con suficiente vuelo como para esconder el cinturón de muslo donde tenía el pequeño revolver. Caminó por el interior del edificio en busca del local que había en la planta baja. Cerró los ojos. No se acostumbraba a los gemidos que se escapaban de las puertas que había a cada lado del pasillo. El primer día apenas había podido contener las náuseas.

Le hervía la sangre saber que ella estaba tras la barra sirviendo copas; de tanto en tanto había tenido que hacer algún que otro baile sensual sobre el escenario y quedarse en ropa interior, más eso no era nada en comparación con las chicas que dormían a su lado. Muchas de ellas no corrían su suerte. Quizá porque tenían rostro angelical, cuerpos menudos y con curvas, pero en vez de ser camareras o bailarinas las obligaban a prostituirse. Eran extranjeras que habían venido a Reino Unido con esperanzas de una vida mejor y habían hallado la desgracia más inhumana. Las tenían retenidas porqué escondían sus papeles, sus pasaportes y amenazaban con herir a sus familiares más directos si osaban denunciar o irse.

Cuando llegó a la barra que le había asignado la mano derecha del jefe, una rusa con malas pulgas y mirada perforadora a causa del excesivo maquillaje oscuro que usaba. Allí estaba ella, revisando los hielos.

—Llegas tarde.

—Perdón —agachó la cabeza. Hablaba poco con la gente de la organización, pues le costaba mucho fingir un acento que no tenía.

—Hoy no —le impidió coger una copa para servir un cliente. Hizo un gesto de cabeza para que la segunda camarera de la zona viniera a servirle.

—Quiero que me sirva ella —protestó el cliente. Liz intentaba no mirarlo. Si sus ojos se cruzaban con los de Michael, iba a alterarse a la espera que hiciera entrar a todos los refuerzos.

—Esta chica volverá en un rato. Le invitamos a la primera copa por las molestias… —la rusa sonrió como si no pasase nada antes de soltarle a Liz—: El jefe quiere verte.

Le hacían llamar Furier. Era un hombre de metro sesenta, cincuenta años, con injertos capilares para esconder la calvicie. Liz sabía que ese tipo se había encandilado de ella, tal vez porque la veía tan callada que creía que era débil de espíritu. La rusa la llevó hasta el despacho privado, que estaba sobre el escenario. En la pared que daba al local había una gran cristalera oscura. Los de abajo no podían ver qué ocurría en el interior del lugar, más él vigilaba todo. Quién entraba, quién salía, y podía deleitarse de los bailes eróticos que se desarrollaban a sus pies.

—Aquí la tienes —la hizo entrar de malos modos. Liz por poco tropezó con los tacones—. Toda tuya.

—¿Te llamas Liz, no? —preguntó él desde su sillón, relamiéndose los labios.

Maldición. Aquello no le gustaba en absoluto. No estaba dispuesta a acostarse con ese tipo. Había aguantado allí dentro porque no la habían obligado a hacer nada sexual con ningún cliente, sino se hubiera rebelado y hubiera pedido acelerar el cierre de operativo.

—Sí…

—Ven aquí…

Ella caminó con miedo hasta él. No sabía hasta qué punto estaba interpretando o estaba siendo honesta por primera vez en mucho tiempo. La hizo sentarse en sus rodillas. Liz intentó disimular el asco que le produjo que la hiciera sentarse en su falda, como si fuera una niña esperando una lección. Le tocó el pecho con delicadeza, calibrando su redondez. Liz se tensó y él sonrió mientras le besaba el codo; sin duda, le gustaba verla tan nerviosa y temerosa.

La pistola le quemaba contra la piel; si metía la mano bajo la falda la descubriría.

—Llevo observándote muchos días. Desde que el otro día hiciste aquel baile con el conjunto negro… —le mordisqueó el cuello y la chica cerró los ojos, pidiéndole un milagro al reloj. ¿Podría avanzar la hora hasta las doce? Por favor—. Me traes locos. No suelo acostarme con mis chicas, pero creo que contigo haré una excepción. Te haré la mujer más feliz del mundo. Te apartaré de atención al cliente… —le besó el hombro y le mordió el cuello, mientras las manos empezaban a tocarle los senos sin pudor—. Tendrás un dormitorio para ti sola. Serás mía…

Un grito y un estrepito de botellas rotas hizo que el hombre se distrajera. La hizo levantarse y se acercó al cristal para ver qué pasaba en su local.

—Puta policía —susurró.

Liz sonrió. Michael había escuchado que la rusa quería llevarla ante el jefe y había decidido adelantar la operación, dando aviso a sus hombres para que entrasen en el local. Era su ángel de la guarda.

Sacó la pistola y le quitó el seguro. Cuando Furier se volvió para coger su propia arma del escritorio, ella estaba apoyada en él y lo apuntaba con el revólver.

—¡Zorra! ¿Eres poli?

—No te preocupes, serás tratado tal y cómo te mereces —le aseguró mientras le señalaba con el arma de fuego que debía arrodillarse—. Sin tonterías, Furier. No me temblará el pulso y me encantaría matarte… o dejarte sin huevos.

Él se puso de rodillas en el suelo y ella se acercó. Puso la pistola sobre su sien y le palpó el cuerpo en busca de alguna otra arma. Le encontró una navaja. Se la arrebató del interior de la americana y la lanzó lejos.

—No me habéis vencido.

—¿De veras? —Liz no se hizo un lado cuando Michael derribó la puerta tras intentarlo dos veces. Sus gritos dando órdenes a dos agentes hizo que ella se hiciera a un lado, no sin antes murmurar—: Jaque mate.

***

—Creo que es el momento de que Patrick te vea.

Lía se volvió hacia Lorraine.

—Dame un minuto…

Lorraine se acercó a ella y le acarició la mandíbula para quitarle un manchurrón de maquillaje. Le sonrió con afecto.

—¿En qué misión estás pensando?

—Cuando fui Liz.

—Oh, sí —la chica silbó—. Oí que te salvaron in extremis de las manos de ese proxeneta con dedos de pulpo. No obstante, ahora es diferente. Patrick siempre te respetará como mujer, no se sobrepasaría contigo ni teniendo el corazón entero.

—Supongo que sí —se mordió el labio inferior.

—La situación es diferente. Confía en mí.

—Vale.

 

La observó poner cara de enferma y encerrarse mejor en la bata de franela, antes de salir al salón. Lorraine había sido una policía excelente. Era una pena que ya no estuviera en activo, aunque era comprensible que quisiera cuidar de sus tres hijos en vez de ponerse en peligro cada día.

Divertida por la función, Lía observó una última vez espejo, notando el corazón en la boca del estómago.

¿Qué haría ella si encontrase a un hombre que se enamorase de sus cicatrices y sus mentiras? ¿Dejaría la policía? ¿O se quedaría siendo una administrativa más mientras el resto de sus compañeros seguían allá fuera, en el campo, dando caza a los malos?

Cogió el bolso de mano. Ese ya era de su propio armario. En él llevaba la pistola, un pequeño monedero con la documentación y su teléfono. Se agarró a él como si fuera un salvavidas y se dijo que podía hacer aquello.

Cuando salió al salón acompañada de Susana, los niños de Lorraine alabaron lo bonita que estaba y la niña le aseguró que, de mayor, quería ser como ella. Incluso Anthony, cuyo estado de nervios era evidente, le besó la mejilla y le aseguró que estaba preciosa.

Se volvió hacia McBane en busca de su aprobación. Era incapaz de articular palabra. Parecía cautivado, como si acabase de descubrir que su niñera tenía curvas.

Sin embargo, él ya hacía tiempo que había apreciado el atractivo de Lía. Lo había captado desde el primer momento en que la vio. Estaba dolido, pero no era ciego.

Aquel vestido, cuyo escote era cuadrado y recatado, algo que los japoneses agradecerían, le quedaba como un guante. Era bonito y elegante. Y el color oscuro resaltaba, junto con el discreto maquillaje negro, su mirada oceánica.

Sabía que tenía que decirle que estaba bellísima. No sabía si sería capaz de hacerlo sin añadir que ya lo era incluso con legañas, pijama y con el pelo echado hacia atrás con una diadema.

—Cielo, deberías decirle algo a tu acompañante —lo espoleó Lorraine, encantada de ver cómo su amigo devoraba a Lía con los ojos.

Por desgracia, Patrick sabía muy bien cómo esconder sus emociones y se puso la máscara de seriedad de nuevo, desterrando todo pensamiento irracional de su cabeza. No era momento de pensar en sexo, porque en eso era justo lo que estaba pensando. En meter a Lía en el dormitorio de sus amigos, arrinconarla contra la pared y besarla. Se serenó. Era una noche de negocios, donde no podía dejar que la tentación y el desasosiego se unieran, o terminaría cometiendo un error.

Con los japoneses, con Lía y con él mismo.

Se cuadró de hombros como si fuera militar y esbozó una sonrisa muy tirante.

Le entregó el niño a Susana, que estaba en un discreto segundo plano.

—Estás arrebatadora, Lía. Pero debemos irnos ya o llegaremos tarde.

Lía asintió. Ninguno de los presentes vio lo mucho que le había dolido la frialdad de Patrick. ¿Por qué había esperado algo? ¿Por qué ansiaba que alabase su aspecto del mismo modo que los demás?

McBane caminó hasta Susana y le tendió a Brandon.

—No creo que se despierte, pero si lo hace, cuéntale un cuento…

—Lo haré. No se preocupe.

Lía miró a Lorraine, quien le guiñó un ojo para calmarla. Le tendió la chaqueta, que era una americana preciosa. Se la puso por encima, musitó una despedida y siguió a los dos hombres hasta el exterior, donde un taxi les esperaba. Llovía, pero ella tuvo tiempo de ver a dos policías de la secreta bajo la farola, esperando a que se marchasen para entrar en casa de Lorraine a vigilar de cerca que nadie atacase a Brandon ahora que estaba allí.

Patrick esperó a que ella entrase primero antes de cerrar el paraguas y seguirla al interior del vehículo.

Estuvo en silencio todo el camino, mirando por la ventana.

Pensaba en la escueta llamada que había recibido esa tarde. Michael le había informado que el caso en el que estaba trabajando hasta la semana anterior estaba cerrado. Habían desarticulado la banda de tráfico ilegal de arte y personas en la que se había infiltrado a principios de año. Era un alivio.

Cerró los ojos y se recostó mejor en el asiento.

Pensó en los hermanos Quinn. Peter Quinn había sido un detective excepcional. Hermano pequeño de Michael, habría podido llegado a comisario si no hubiese conocido, en una de sus misiones, a una bella joven que lo había encandilado con su sonrisa. Dado que tenía la carrera de medicina, siempre solía infiltrarse en casos donde se requirieran médicos. Cuando había decidido dejar atrás el cuerpo, había sido muy sencillo que entrase en un hospital como neurocirujano. Había dejado, así, a medias un caso muy importante que involucraba a una peligrosa red de mafiosos.

Su pasado como policía había sido borrado de un plumazo, su apellido fue cambiado por precaución, dando paso al doctor Peter Brown. Así nadie podría encontrarlo. Los enemigos con los que había estado conviviendo vieron cómo su aliado se esfumaba, con un poco de suerte lo habrían tomado por muerto.

Los superiores de la jefatura, al ver que Peter no iba a ser el nuevo comisario dado el rumbo que había tomado su vida, le habían ofrecido el puesto a Michael. Tenía un buen expediente, una carrera intachable. Nadie ponía en duda sus capacidades. Así que éste aceptó porque su hermano le había apoyado incondicionalmente.

Pero eso no había sido suficiente, al parecer.

Peter había engañado a varias personas para conseguir información durante esa última infiltración y éstas descubrieron la verdad, fuera como fuere, al poco tiempo de casarse Peter con Felicia McBane. Sabían que el doctor había sido un infiltrado, un traidor, y que pronto iban a darles caza. Los muy escurridizos pusieron pies en polvorosa poco antes de una redada que terminó fracasando y causando un gran revuelo en comisaria. Michael estuvo a punto de perder el cargo. Suerte que Peter salió en su defensa y echó manos de sus contactos.

Pero las cosas se torcieron cuando esos criminales decidieron tomarse la justicia por su mano. La venganza fue brutal. Esperaron a que las cosas se relajasen, operando en otro lugar, desapareciendo del mapa e impidiendo que cualquier otro agente pudiera entrar en su círculo con identidad falsa. Al parecer, visto lo efectivo que fue el accidente de coche de los Brown, la mafia preparó minuciosamente el plan para matar a Peter. Le estuvieron dando forma durante dos años. Fueron a por la familia Brown, sin compasión, tiempo más tarde.

Dado lo sucedido, Michael pidió protección para la única persona que había faltado por liquidar.

Brandon Brown.

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