Esclavos Unidos

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Chris Hedges

Periodista, escritor y presentador de televisión, ganador del Premio Pulitzer

[1] Traducción tomada de [https://biblioteca.org.ar/libros/211756.pdf], p. 37.

PREFACIO

La tormenta perfecta.

Cómo la COVID-19 desnudó la crueldad del sistema

El contador se acercaba peligrosamente a las 10 mil muertes y, siendo domingo, todo el mundo daba por hecho que la nueva semana, la segunda de abril del año 2020, empezaría con un macabro ascenso hacia el nuevo millar. Hacía tiempo que se desistía de recibir respuestas sobre un fin o incluso un descenso, por lo que las dudas más recurrentes eran con cuánta rapidez se registrarían nuevos casos o qué estados seguirían en cabeza. En tiempos de una debacle semejante, sin embargo, el panorama seguía segregado, sin una narrativa trágica nacional. Tuvo que ser alguien con solapas ornamentadas de medallas y estrellas, el cirujano general de Estados Unidos Jerome Adams, quien lo expresara de manera sumamente gráfica en la cadena Fox News –privada y/o gubernamental, dependiendo de quien esté al frente de la Casa Blanca–: «Esto va a ser como Pearl Harbor, como los ataques del 11 de Septiembre, sólo que no estará localizado, ocurrirá en todo el país. Quiero que Estados Unidos entienda esto». Sólo el día 8 murieron 1.973. Ese viernes, más de dos mil. Siguiendo con los símiles históricos, alguien recordaba en Twitter que fueron 2.500 los fallecidos estadounidenses el Día D, durante el desembarco de Normandía.

Una cosa es estar acostumbrado a los cementerios Cypress Hills o Mount Lebanon y otra es ver cadáveres envueltos en plásticos frente a tu apartamento. Es lo que muchos de los residentes de inmuebles en Bushwick, Brooklyn, pensaron cuando se dieron cuenta de que no sólo iban a permanecer encerrados en sus minúsculos apartamentos, sino que además habían resultado agraciados con una morgue temporal para víctimas de la covid-19. Multitud de carpas gigantes y grandes camiones refrigerados ocuparon esos días lugares insospechados en una de las ciudades más turísticas del mundo. Pocos habrían podido imaginar, tan sólo algunas semanas antes, que los aledaños del Hospital Bellevue en Manhattan, apenas a 20 minutos a pie del infinitamente visitado Empire State, se convertirían en el mayor BCP de Nueva York, siglas creadas por las autoridades para dulcificar lo que básicamente era un punto de recogida de cuerpos. A unos kilómetros de allí, cadáveres en fila apilándose en una gran fosa común impactaban en las retinas de medio mundo. Un vídeo grabado con un dron sacaba del anonimato a la isla Hart, al este del Bronx, un enclave que lleva sirviendo desde mediados del siglo xix como destino de los cuerpos de aquellos que no son reclamados por nadie o cuyos familiares no pueden sufragar el sepelio. Los ataúdes llegan en un ferry y se apilan en excavaciones tan largas como campos de fútbol. Los encargados, presos transportados desde la cárcel de Rikers Island. Pobres diablos a cargo de los desheredados. Esos días, sin embargo, los reos también ocupaban los titulares que habitualmente ignoraban su situación, al registrar una de las tasas de contagio más altas del país, con motines incluidos debido a las condiciones de hacinamiento. «Es una bomba de tiempo, la única forma sensata de detener las muertes y proteger a los vulnerables es liberar a la mayor cantidad de personas posible», escribía en un artículo de opinión una de las médicas de la prisión. La situación se replicaba en centros penitenciarios por todo el país, en la nación con un mayor número de ciudadanos encarcelados del planeta, al margen de una presunción de inocencia marcada por fianzas indecentes.

Mientras, la ciudad que nunca duerme seguía siendo foco planetario de fallecimientos. Lunes: 731. Martes: 779. Miércoles 799. Cada día un récord de decesos nuevo confirmado por un gobernador que llevaba semanas luchando dialécticamente contra la Casa Blanca. Contrariamente a lo que Donald Trump aseguraba en sus ruedas de prensa diarias, Andrew Cuomo se encargaba de reforzar la idea de que no se podía reactivar la economía sin ni siquiera haber abordado el daño social causado hasta la fecha, o pedía ayuda federal para equipamiento sanitario, confesando que la ausencia de material y de una fuerte política unitaria suponía abocar a los estados a una insólita competencia por conseguir aquello que necesitaban. Esto, a la vez que el estado de Nueva York aprobaba unos presupuestos en pro de la austeridad y los recortes, hospitales incluidos, sin demasiado ruido mediático. Algo que sí circuló durante aquellos días vía redes sociales fueron las denuncias del personal sanitario afectado, quienes, para llamar la atención de la ciudadanía, no dudaban en posar con envases de comida preparada para explicar que era precisamente lo que estaban utilizando como protección a falta de mascarillas protectoras. Para cuando las direcciones de cada vez más hospitales de todo el país quisieron censurar las voces críticas a base de despidos o suspensiones, la precaria realidad del estado de la sanidad de la nación más influyente y poderosa era vox populi internacional. ¿Qué les estaba pasando? No podía ser sólo cosa de Trump. No lo era. No lo es.

Más allá de los números y el discurso, el retrato de las víctimas comenzaba a conformarse. Sin salir de Nueva York, el 34% de quienes fallecían eran hispanos, pese a representar el 29% de la población. Una desproporción también significativa en el caso de los afroamericanos. Así, los pacientes en el Bronx registraban el doble de probabilidades de morir por coronavirus que el resto de la ciudad. En Chicago, donde el 30% de sus habitantes son afroamericanos, 70% era la tasa de fallecimiento por la covid-19, y Nueva Orleans, con un 65% de ciudadanos pertenecientes a esa minoría, era una de las que encabezaba las tasas de mortalidad del país. Puede que un virus no entienda de clases o razas pero sí de la vulnerabilidad ante el mismo. Viviendas deficientes, falta de acceso a la sanidad, enfermedades previas desconocidas por quienes no pueden costearse un seguro médico, o una mayor exposición debido a la precariedad laboral. Dichas minorías son mayorías en empleos base de multinacionales como McDonalds, Walmart, Subway, Burger King, Pizza Hut o Target, es decir, aquellos comercios que debían mantenerse abiertos, pese a que ninguno de ellos ofreciese bajas pagadas por enfermedad. Una oleada tímida de reivindicaciones se vislumbró cuando algunos trabajadores del servicio de compras a domicilio Instacart o del de Amazon fueron a la huelga durante una jornada. A los primeros se les dio un kit de seguridad: guantes, desinfectante y termómetro. Los segundos, empleados de la compañía del hombre más rico del planeta y cuyos beneficios subían como la espuma debido a la fuerte demanda de servicio online desencadenada por la crisis, obtuvieron la promesa de dos semanas pagadas por cuarentena o positivo por coronavirus. Más de una decena de almacenes registraban casos, los trabajadores exigían mayores medidas de higiene y equipamientos como mascarillas, y cada vez se hacían públicos más testimonios de infectados que no recibían el total de sus sueldos. Para los contratistas, la empresa ideaba un fondo de auxilio al que poder acogerse, para el que pedían, no obstante, donaciones a particulares. Caridad como primera opción para los trabajadores de segunda del multimillonario Jeff Bezos. Al mismo tiempo, el gigante del comercio online enviaba masivamente anuncios publicitarios de búsqueda de empleados sin necesidad de curriculum vitae o entrevista para cubrir puestos pagando 22,25 dólares la hora. Mano de obra de usar y tirar mediante atractivo publicitario. En el caso de la cadena de supermercados Whole Foods, también propiedad de Amazon y de primera necesidad en la crisis, se sugería a los empleados sanos donar su tiempo de vacaciones a aquellos que estaban enfermos. Reducir las pérdidas de ellos a costa de los demás esclavos. Un negocio perfecto para alguien que, sólo en esa semana, vio aumentar su riqueza en 6.800 millones de dólares y que, de haber donado sus ganancias de tan sólo un mes, hubiese sido capaz de proporcionar más de 200 mil respiradores. Los hospitales de todo Estados Unidos no llegaban a esa cifra.

Una encuesta de Axios-Ipsos de unas semanas previas era sumamente reveladora: sólo el 3% de los ciudadanos con bajo nivel de ingresos tenían la posibilidad de trabajar de forma remota o desde casa. El porcentaje aumentaba significativamente en función de los ingresos, con casi la mitad de aquellos ciudadanos de clase media-alta y casi cuatro de cada 10 de la categoría superior. «Los ricos se han vuelto virtuales y han mantenido sus trabajos. Los pobres y la clase trabajadora están más expuestos. Es una historia de dos Américas», comentó sobre los resultados el presidente de Ipsos. Al mismo tiempo, el 45% de los trabajadores del grupo inferior dijeron estar muy inquietos por su seguridad laboral ante el coronavirus. En el grupo superior, sólo el 13%. En cuanto a las facturas, alrededor de un tercio de aquellos más desfavorecidos y precarios aseguraron estar extremadamente preocupados sobre su capacidad para hacer frente a los pagos, números significativamente superiores al resto de los grupos.

Así, un vídeo de la cadena NBC se hacía viral durante esa misma segunda semana de abril mostrando colas kilométricas ante los bancos de alimentos de diferentes ciudades. Días más tarde, otro, grabado por un empleado de una de las despensas caritativas en San Antonio, Texas, recorría a cámara rápida una larga hilera de vehículos. Había para repartir lo justo para seis mil familias, algunas de ellas agolpadas en coches de alta gama. En la sociedad del crédito todo es posible, incluso poder desplazarte para obtener paquetes de arroz o pasta con los que alimentar a los tuyos en una carrocería que jamás será tuya salvo que te dejes el sueldo y la vida en pagar intereses; si todo va bien.

 

La bancarrota esos días llamaba a la puerta de millones de estadounidenses. Estados Unidos había pasado de la tasa de desempleo más baja en el último medio siglo a que en tan sólo tres semanas de semiparo debido al coronavirus casi 17 millones de ciudadanos se inscribieran como desempleados. La oleada de solicitudes de algún tipo de prestación fue tan masiva que, un mes después de la declaración oficial de la pandemia, los departamentos de trabajo estatales estaban desbordados y muchos estadounidenses tenían que revisar a diario su buzón, todavía a la espera de un cheque de desempleo, con el agravante de que, en este país, perder el trabajo significa en la mayoría de casos perder el seguro médico.

15 días antes, el Congreso de Estados Unidos había aprobado el mayor paquete de ayuda económica de la historia hasta esa fecha: dos billones de dólares contra la crisis. Una mirada minuciosa al mismo revelaba, sin embargo, la enorme diferencia de presupuesto destinado para los trabajadores y las empresas. Para los primeros, 1.200 dólares por adulto, 400 por hijo, algún complemento a prestaciones por desempleo y tímidas líneas de crédito para el pequeño comercio. Para industrias consideradas con dificultades debido al coronavirus, sin distinción de beneficios previos o futuros como las aerolíneas, el Tesoro repartiría hasta quinientos mil millones. Los hospitales obtendrían 100 mil del total billonario. Un año después, el gasto de las hospitalizaciones por coronavirus se estimaría en 30 mil, según citaría The New York Times en un artículo titulado: «La covid mató a su padre. Después le llegaron facturas médicas por valor de un millón de dólares». En el interior se denunciaría que el coste promedio de cada estadía fue de más de 20 mil y no existían datos suficientes para saber cuánto del total tuvo que ser asumido por los propios pacientes. Mientras en The Washington Post Helaine Olen describía la ayuda como «no sólo una oportunidad perdida de brindar permanentemente a los trabajadores estadounidenses los beneficios de los que disfrutan los de otros países ricos», The New York Times se hacía eco de la siguiente afirmación de Erik Gordon, un profesor en la Escuela de Negocios Ross de la Universidad de Míchigan: «Nos fuimos a la cama como Estados Unidos y nos levantamos la mañana siguiente pareciéndonos a la Europa socialdemócrata». Nada más lejos de la realidad. Gracias a una disposición introducida por los republicanos en la ley de ayudas, el Comité Conjunto de Impuestos del Congreso denunció días después que 43 mil contribuyentes millonarios recibirían por cabeza una compensación de 1,6 millones de dólares.

De este modo, a pocos extrañó que, cuando el 8 de abril el precandidato Bernie Sanders anunció su retirada de la carrera presidencial, los principales índices de la Bolsa estadounidense registraran un ascenso. Sanders suspendía una de las campañas más prometedoras de los últimos tiempos, alimentada por los sectores de la ciudadanía estadounidense más castigados, prohibida para millonarios y Wall Street, sostenida por un movimiento político comunitario que había ilusionado a la clase trabajadora de buena parte del país y cuyos estandartes, entre otros, habían sido la sanidad universal, educación para todos, vivienda accesible o el fin del lucro privado a costa del encarcelamiento masivo de inmigrantes y ciudadanos pobres. En un momento de crisis sanitaria, económica y social como la que se estaba viviendo; con numerosas encuestas dándole la victoria ante un hipotético duelo frente a Donald Trump, y con Joe Biden, su contrincante demócrata más directo, acusado de agresión sexual en la era del Metoo, cualquier observador externo y superficial acabaría por no entender el porqué de la retirada de Sanders. Detrás, el senador por Vermont dejaba una lucha de enorme desgaste contra el establishment; lo que supuso no sólo enfrentarse a los más poderosos, sino también a los republicanos, al Gobierno, al resto de precandidatos, a los principales medios de comunicación –sostenidos por el mercado– y, sobre todo, a su propio partido. Una organización política cuyos líderes centristas, en un clima de «ansiedad generalizada», según describía The New York Times, aseguraban abiertamente estar dispuestos a dañar la imagen del partido para detener a Bernie Sanders cuando este registraba sus mejores resultados durante las primarias. Sea como sea, Sanders no sólo no se sobrepuso a las acometidas, sino que prácticamente declinó contraatacar. Esta ausencia de respuesta clara supuso que un sector de la iz­quier­da estadounidense políticamente más escéptica directamente se preguntara si Sanders había sido sólo el último producto de la repetitiva estrategia electoral demócrata del perro pastor de ovejas, expuesta así ya en 2015 por el periodista Bruce A. Dixon:

El senador de Vermont y ostensible socialista Bernie Sanders se está convirtiendo en el candidato del perro pastor para Hillary Clinton este año. El trabajo de Bernie es calentar a la multitud para Hillary, reuniendo las energías de los activistas y la izquierda descontenta en el redil demócrata una vez más. Bernie tiene como objetivo vincular las energías y los recursos de los activistas hasta el verano de 2016, cuando la única opción restante será el menor de los dos males habituales. El perro pastor de ovejas es una carta que el partido demócrata juega cada vez que hay unas primarias y no están en el Gobierno o su presidente no puede presentarse a la reelección.

Es decir, cada vez que el descontento social se traduce en grandes movilizaciones y sed de cambio, una figura canaliza dicha ilusión para el partido demócrata con el único fin de contenerla. Sólo una nación acostumbrada al espectáculo y la amnesia propagandística es incapaz de verlo. Una nación que se mantiene gracias al mito y se alimenta de una falsa esperanza colectiva de manera permanente. Esta vez tocó el movimiento Sanders; la próxima vez, quién sabe.

La semana que nos ocupa acababa con Estados Unidos situado como primer país en número de muertes: America First. El sábado, Donald Trump cedía ante sus propias reticencias y el Departamento de Defensa invocaba ante la escasez la Ley de Producción de Defensa para fabricar unos 39 millones de mascarillas en 90 días, una ley de la era de la guerra contra Corea. Lo militar como medida de salvación patriótica en un país que, ante cualquier incertidumbre social masiva, tiene como reacción primigenia armarse hasta los dientes. En marzo, el FBI había procesado un récord de 3,7 millones de verificaciones de antecedentes para compra de armas, más que en cualquier mes desde 1989, cuando se iniciaron los registros. La única vez que los estadounidenses adquirieron más armas de fuego fue en enero de 2013, tras el tiroteo masivo en la Escuela de Primaria Sandy Hook. Un vídeo de la Asociación Nacional del Rifle advertía: «Puede que usted esté acumulando alimentos en este momento», pero «si no se prepara para defender su propiedad, cuando todo salga mal, en realidad sólo estará almacenándolos para otra persona».

Estados Unidos es inabarcable y a la vez tremendamente simple. Este libro, breve retrato socioeconómico, es un humilde análisis del porqué del fácil naufragio expuesto. Una muestra mediante el relato de aquellos que viajan en él y que, sin pandemia mediante, ya sufrían y sufren la fragilidad de un sistema con un mascarón brillante y atractivo; cuyo armazón está, sin embargo, amenazado por la podredumbre.

I

LOS PILARES DE LA DESIGUALDAD

Cualquiera que haya luchado alguna vez contra la pobreza sabe lo extremadamente caro que es ser pobre.

James A. Baldwin, «Quinta Avenida, Uptown: una carta desde Harlem»

Salud o billetera

Clínicas itinerantes frente a la escasez

Son las 12 de la medianoche de un viernes en Warsaw, Virginia. Aunque todavía es otoño, hiela afuera. Un fenómeno nada inusual para los apenas mil quinientos habitantes de la localidad, acostumbrados a la fría humedad de la cercana bahía. Sin embargo, un acontecimiento extensamente anunciado durante la semana agita a la población, llena los pocos hostales cercanos y concentra un extraño movimiento en el aparcamiento de la Escuela Secundaria Rappahannock. En uno de los vehículos, Shakira Vargas, universitaria, espera pacientemente con su amiga de la universidad. Saben que dormirán ahí dentro. Apenas tres horas más tarde se produce el primer movimiento, un voluntario les entrega el boleto por el cual podrán, a partir de las seis, hacer lo que han venido a hacer desde lejos: ir al médico.

En Estados Unidos no existe el acceso universal gratuito a la sanidad. Según la oficina del censo, en 2018, 27,5 millones de personas, entre ellas más de cuatro millones niños, vivieron sin seguro médico. Fueron dos millones más que el año anterior. Un aumento que se produjo pese a la caída general en la tasa de desempleo. Paradójicamente, la industria de los seguros de salud ni lo notó. Los beneficios continuaron creciendo a buen ritmo, registrando un aumento significativo de ganancias netas de 23,5 mil millones de dólares, prácticamente un punto porcentual mayor que en el año anterior.

Dentro de la escuela secundaria la actividad ya es frenética a las cinco de la mañana. Falta una hora para abrir y, de los 400 voluntarios desplazados, la inmensa mayoría ya saben cuál es su cometido y posición. No es la primera vez que trabajan gratuitamente en la RAM –área remota médica–, por lo que se sirven generosas tazas de café y comen galletas. El día será largo. La energía de los muchos estudiantes y recién licenciados en diversas especialidades médicas con ganas de adquirir práctica se mezcla con la serenidad y confianza de los más veteranos, muchos de ellos médicos y enfermeras jubilados que creen que su experiencia es más necesaria aquí que en un despacho a 50 dólares mínimo la consulta. Al abrir las puertas, pacientes de todas las edades y razas hacen fila según el orden de los boletos previamente repartidos. Primera parada, revisión general. Toma de tensión, azúcar y análisis de enfermedades previas. Allí me encuentro con Celia Martínez, quien resume así su porqué: «Vine para un chequeo médico general, así como para el dentista y el oculista. Me enteré de esto por la escuela porque mis hijos estudian aquí y somos muchos los que no tenemos seguro médico. A veces vamos y cobran muy caro cualquier cosa o a veces directamente no podemos pagar la consulta».

La American Journal of Public Health calcula que, cada año, 530 mil familias se declaran en quiebra económica en Estados Unidos por no poder hacer frente a gastos médicos, una causa presente en el 66,5% del total de las bancarrotas, por delante de ejecuciones hipotecarias, préstamos universitarios o divorcios. Aunque existen programas públicos como Medicare o Medicaid, estos están diseñados para grupos de población limitados, como mayores de sesenta y cinco años y personas discapacitadas en el primer caso o con muy bajos ingresos en el segundo. No se aplica por igual en todos los estados ni cubren la asistencia sanitaria completa. «El copago puede ser muy alto. Sobre todo para algunas de las especialidades que cubrimos gratuitamente en esta clínica, en realidad les costaría de 200 a 500 dólares ver a ese médico», resume la doctora voluntaria Colleen Madigan.

Sigue el movimiento en la escuela. En una clase en penumbra se ha instalado una consulta oftalmológica; en la de al lado, un expositor de lentes gratuitas. Más adelante, cortinas negras otorgan cierta intimidad entre improvisadas camillas para exploraciones especiales. En otra aula, alumnos adultos ocupan pupitres, les están enseñando cómo aplicar Naxolone, un antagonista de los opioides, en caso de sobredosis. Es la última novedad de la clínica, consciente de la crisis de opiáceos que asuela la nación. No obstante, el flujo humano se dirige, sobre todo, hacia una dirección: el gimnasio. Dentro, dos filas formadas por una veintena de sillones odontológicos enfrentadas entre sí ocupan el espacio central. En uno de los lados se ha habilitado un espacio de esterilización de herramientas. Hay bombonas y voluntarios cubiertos de los pies a la cabeza junto a canastas de baloncesto. Es un espectáculo, se mire por donde se mire. Sin embargo, en las gradas, quienes esperan son pacientes; uno de ellos es Shakira, la joven del aparcamiento: «Estoy aquí porque en el médico me pusieron unos aparatos correctivos pero llegó un momento en que ya no pude pagarlos. La respuesta que recibí es que sin desembolso no podían quitármelos y que mi única opción es dejar que se me cayeran solos».

 

«Existe la creencia de que llevamos estas clínicas sólo a áreas rurales donde hay que conducir durante horas hasta ver a un médico. La realidad es que también vamos a lugares muy poblados y urbanos, donde hay sanitarios por todas partes, pero nadie puede pagarlos.» Habla Kim Faulkinbury, coordinadora de la clínica RAM. Fundada en 1985, la idea inicial de sus creadores fue brindar asistencia sanitaria en países en desarrollo. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no hacía falta salir de Estados Unidos. Desde entonces, han atendido a prácticamente un millón de personas y la cifra aumenta anualmente. Sólo van allí donde se les pide y su financiación depende exclusivamente de donaciones privadas, es decir, se sostienen gracias a la caridad. Volvemos a encontrarnos con la doctora Madigan:

Creo que lo que hizo darme cuenta de lo importante que esto era fue la historia de un hombre que tenía abscesos dentales y había estado esperando durante seis semanas a que llegara una clínica RAM a su ciudad tomando antibióticos. Poco antes de la fecha perdió su trabajo. Cuando estaba hablando con él sobre que teníamos que cambiar la receta y tendría que pagar cuatro dólares más, el hombre me miró y me dijo: esos cuatro dólares son para ponerlos en la mesa a mi familia, no puedo quitarles comida, así que me iré sin la prescripción.

La doctora Madigan fuerza una sonrisa honesta para ocultar su frustración y, antes de despedirse y seguir atendiendo a pacientes, finaliza así: «No queremos ser una tirita, sino tratarlos y conectarlos con alguien que se encargue de su problema de salud, porque darles sólo la insulina de hoy para reducir su azúcar en sangre sin obtener un tratamiento no les ayudará a largo plazo».

El macabro negocio de la industria farmacéutica

En noviembre de 2017 Donald Trump nominó como secretario de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos a Alex Azar. «¡Será una estrella para obtener una mejor atención médica y precios más bajos de medicamentos!», tuiteó el mandatario. Por aquel entonces, Azar era presidente de una de las grandes farmacéuticas del país, Eli Lilly. Durante su gestión, la insulina Humalog aumentó su precio en un 585%. No fue la única compañía. Según el Comité de Finanzas del Senado, el medicamento de insulina NovoLog costó un 87% más en 2019 en comparación con 2013, mientras que Lantus de Sanofi aumentó un 77%. «No sé cómo son capaces de dormir por la noche», fue una de las frases que uno de los legisladores de esa cámara pronunció en una acalorada audiencia para investigar lo sucedido. Meses después, dos de las compañías citadas anunciaron una versión de la insulina a mitad de precio, a 140 dólares el vial. El coste de producción es de cinco.

Más de 30 millones de personas son diabéticas en Estados Unidos, de las cuales 1,2 millones están diagnosticadas con el tipo 1, es decir, sus vidas dependen completamente del suministro de insulina:

Meaghan Carter, cuarenta y siete años, Ohio – Tuvo diabetes tipo 1 durante 18 años. Cuando perdió su trabajo y su seguro, luchó por poder pagar su insulina, que costaba más de 800 dólares al mes. Recurrió a comprar NPH (insulina de acción intermedia) en Walmart, que es más barata pero mucho más impredecible que la insulina que usaba normalmente. El día de Navidad de 2018, Meaghan murió de cetoacidosis diabética.

Jesimya David Scherer, veintiún años, Minnesota – Además de controlar su diabetes desde que tenía diez años, Jesi tenía dos trabajos para mantenerse y se convirtió en electricista. Sin embargo, resultó ser insuficiente y comenzó a racionar la insulina, al no poder comprar la medicación necesaria hasta que ingresaba algún pago. Fue hospitalizado en abril con cetoacidosis diabética. En junio de 2019, dos días después de haber visto por última vez a su familia, llamó al trabajo diciendo que estaba enfermo. Fue encontrado muerto al día siguiente.

Antavia Lee Worsham, veintidós años, Ohio – Tuvo problemas para pagar la insulina cuando cumplió dieciocho años y ya no era elegible para una cobertura de seguro estatal. Recurrió a tomar prestada la insulina de otros, cambiar su dieta y racionar la medicación. La insulina y derivados que necesitaba para vivir costaban mil euros al mes. Su hermano la encontró muerta por cetoacidosis diabética el 26 de abril de 2017.

Estas son algunas de las historias reales que pueden encontrarse en la página web de Right Care Alliance, una coalición de médicos, pacientes y ciudadanos cuyo objetivo es colocar a los enfermos, no el beneficio, en el centro de la atención médica. El caso de la insulina es extremadamente doloroso, teniendo en cuenta que sus descubridores vendieron la patente en el año 1921 por tres dólares a la Universidad de Toronto, renunciando así al lucro individual. Ahora, compañías privadas no sólo se hacen de oro gracias a esa decisión altruista, sino que utilizan los beneficios para comprar silencios. Lo cuenta Elizabeth Pfiester desde el Reino Unido, fundadora de la organización T1 Internacional.

Muchas de las grandes organizaciones en defensa de los diabéticos en Estados Unidos aceptan una gran cantidad de fondos de las empresas fabricantes de insulina, lo que significa que creemos que no pueden hablar tan libremente sobre la crisis de precios porque no quieren enfadar a la gente que les da dinero. Nosotros nos hemos esforzado por no aceptar ningún financiamiento de estas compañías, precisamente para poder hacer nuestro trabajo de manera independiente.

Las voluntades también son moldeables a nivel político. Según documentos federales, el mayor grupo de cabildeo de la industria farmacéutica en el Congreso gastó en 2018 la cifra récord de 27,5 millones de dólares. Dicha cifra sólo comprende a Pharmaceutical Research & Manufacturers of America (PhRMA), que representa a la mayoría de las compañías de investigación farmacéutica, incluidas Pfizer, Sanofi, Merck, Johnson & Johnson y Gilead Sciences. Sin embargo, según OpenSecrets, un grupo de investigación independiente y no partidista que rastrea el dinero en la política estadounidense, las empresas de ese sector gastaron individualmente un total de 194,3 millones de dólares en cabildeo a fecha de 24 de octubre de 2018, más allá de la cantidad revelada por PhRMA. La connivencia es tal, que el propio Donald Trump optó por ordenar a Azar dar luz verde a la importación de medicamentos del exterior mucho más baratos que los producidos en Estados Unidos. Antes confirmar públicamente el fracaso del libre mercado que someterlo profundamente a revisión, no vaya a ser que pongamos en riesgo alguna que otra financiación política. En cuanto a carreras electorales, las farmacéuticas untan prácticamente por igual a demócratas y republicanos. Todo es perfectamente legal, el sistema lo ampara. De hecho, poco más de la mitad de los precandidatos por el partido azul mostraron en su campaña la intención de luchar por garantizar de alguna manera el acceso a la sanidad para todos los ciudadanos. De ellos, sólo dos manifestaron públicamente su oposición a la existencia de seguros privados: Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Esto, en tiempos de promesas y sin nada que perder. Así, no es de extrañar que más de la mitad de los lobistas de la industria sanitaria y farmacéutica sean exmiembros del Congreso o extrabajadores, convirtiéndose en una de las mayores puertas giratorias del sistema. No es, por tanto, sólo cosa de los secretarios de Trump. Según cálculos de los economistas Anne Case y Angus Deaton, esta industria en su conjunto es mayor incluso que la financiera y gasta 10 veces más que el total de organizaciones laborales y en defensa de los trabajadores de Estados Unidos.