Esclavos Unidos

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Como resultado, las páginas con el top 10 de los mejores cirujanos y especialistas médicos del país son un clásico en las revistas de las aerolíneas. También los anuncios en televisión de medicamentos que requieren de receta, un fenómeno que sólo se da en Nueva Zelanda y Estados Unidos y que supone un gasto anual publicitario de miles de millones de dólares por parte de las compañías farmacéuticas. Compare, compre, elija lo mejor, viva más tiempo. A la vez, el estadounidense medio tiene interiorizado el preguntar cuánto le van a costar sus prescripciones en la farmacia antes de comprarlas o el tratamiento sanitario que necesita al entrar en las urgencias de un hospital. Incontables ciudadanos mueren por creer que quizá no necesiten una ambulancia que, saben, no podrán pagar y millones rechazan tomar las medicinas que precisan, según un estudio de Harvard. Es el caso de uno de cada ocho enfermos del corazón, la principal causa de muerte en el país. En general, casi una cuarta parte de los pacientes estadounidenses tiene problemas para pagar sus recetas.

Actualmente se estima que en Estados Unidos más de 25 mil personas mueren cada año por problemas de resistencia microbiana. O sea, que tienen una infección y ya no tienen modo de curarse. Hay cálculos de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades estadounidenses que predicen que, para el año 2050, se registrarán globalmente hasta 10 millones de decesos cada año por ese motivo. Es decir, la mortalidad producto de la resistencia a los antibióticos será superior a la del cáncer.

Andrés Lugo Morán, médico toxicológico en Miami, hace referencia a una cifra que ha sido validada por la propia OMS. En el caso de Estados Unidos, dicho aumento está relacionado con el creciente uso de antibióticos para animales, sobre todo para peces, por parte de enfermos. Un informe de septiembre de 2020, que tomó como referencia más de dos mil comentarios online, concluyó que la práctica está más que extendida en el país y que el principal motivo es puramente económico. Christopher Payne muestra a cámara los tarros de medicamentos para peces que emplea cotidianamente desde hace más de cuatro años mientras me cuenta que su madre y algunas de sus amigas también han empezado a tomar las pastillas tras su recomendación: «No tengo seguro, así que sólo ir al médico me cuesta 120 dólares la visita y además ya gasto 77 dólares en mis medicamentos con descuentos en las prescripciones. Si tuviera que gastar otros 150 dólares en cada tarro de antibióticos, no llegaría a final de mes». Teri es enfermera residente en Nueva York y confirma que lleva haciéndolo desde hace 13 años. Sabe que tanto médicos como autoridades sanitarias tildan la práctica de peligrosa porque, entre otras cosas, los medicamentos para animales suelen tener una composición química o una pureza de producto diferente a aquellos comercializados y regulados para humanos:

Entiendo que haya preocupación por la seguridad de estos medicamentos, yo también la tengo, pero, sinceramente, creo que deberían estar más preocupados por el hecho de que el mismo antibiótico para un animal cueste 20 dólares y para el dueño cientos de ellos. Es algo que me vuelve loca. Yo entiendo y hasta me parece bien que las farmacéuticas obtengan beneficios porque además tienen que invertir en investigación, pero ¿de verdad tienen que obtener tanto lucro como para que la gente no pueda permitirse comprar sus productos en el país comúnmente conocido como el mejor del mundo?

Sólo en 2018, los estadounidenses gastaron 535 mil millones de dólares en medicamentos recetados. Un aumento del 50% desde el año 2010, muy por delante de la inflación y debido a los precios impuestos por las farmacéuticas, cuyos beneficios también se han disparado. La no asequibilidad se extiende incluso al uso de vacunas. Pongamos como ejemplo la de la gripe, pese a tener un coste bastante bajo. En el invierno de 2017-2018 murieron por ese motivo en Estados Unidos unas 80 mil personas, una cifra nunca vista en décadas. Mientras, la cobertura general de vacunación se mantuvo igual, en menos de la mitad de la población. Lo más preocupante para los funcionarios fue una caída en la cobertura entre los niños más pequeños. La incoherencia además reside en lo siguiente: las vacunas, junto con la sangre, son dos de las exportaciones estadounidenses más preciadas.

Todo está en venta, hasta la sangre

Es el mes de enero, estamos a mediodía en un polígono industrial cercano a la ciudad de Baltimore. Michelle Williams sale tambaleándose de un centro de donación de sangre, para ella algo habitual. Lleva vendiendo su plasma desde los noventa y, desde hace un año, a un ritmo de dos veces por semana. «Tengo dos hermanas que también vienen aquí y, aunque ellas ya no lo hacen tanto como antes, en general este lugar está siempre bastante concurrido. Básicamente la gente lo hace porque es dinero rápido y extra. Cuando tienes problemas económicos, donar sangre es algo muy común en esta zona». Michelle cuenta que el mecanismo de pago es a través de una tarjeta de crédito facilitada por la empresa de extracción de sangre. Aunque confiesa que en ocasiones se siente demasiado débil y le preocupa su salud, no interrumpe el ritmo en sus donaciones porque mediante la fidelidad se obtienen premios: «Las primeras cinco son a 15 dólares cada una, luego pagan hasta 20 dólares y después, 35». También hay ofertas especiales, las empresas de plasma ofrecen dinero extra a cambio de sangre en fechas donde suele haber más necesidad, como la semana previa a los descuentos del Black Friday o antes de Navidades. Además, saben dónde encontrar nicho de mercado. Se calcula que cuatro de cada cinco centros de donación remunerada están situados en barrios con un bajo nivel económico; otros muchos de ellos, en la frontera sur. Cuando se trata de recoger beneficios, no importa si el oro rojo proviene de sangre mexicana.

En Estados Unidos existe evidencia que sugiere que estos centros de donación están establecidos en lugares con mucha mayor pobreza y uso de drogas. Por lo tanto, las personas que donan sangre son potencialmente más vulnerables a la coerción. La cantidad de sangre que una persona puede donar depende de su peso, las personas que pesan más pueden dar más a menudo, por lo que puede fomentar comportamientos poco saludables sólo para donar más sangre y es posible que estos centros no estén bien regulados para proteger la salud de los donantes.

Son palabras de Brendant Parent, director de Salud Aplicada en la Facultad de Estudios Profesionales de la Universidad de Nueva York. Aunque técnicamente la Agencia de Alimentos y Medicamentos, la FDA, regula la industria estableciendo estándares sobre qué tipo de personas pueden donar o cómo se recolecta la sangre, Parent es claro: «La FDA tiene unas regulaciones muy laxas y su capacidad para monitorear e inspeccionar las instalaciones es muy limitada. Es posible que sólo verifiquen una vez cada dos años, por lo que los centros funcionan en gran medida de manera independiente».

Según la Organización Mundial de la Salud, en el mundo cada año se recogen alrededor de 112,5 millones de unidades de sangre y su objetivo es que todos los países obtengan sus suministros de donantes voluntarios no remunerados. En la mayor parte de Europa, por ejemplo, está prohibido el cobro. No así en el caso de Estados Unidos. Sin embargo, es el mayor proveedor de plasma sanguíneo del mundo y entre sus principales socios comerciales se encuentran Holanda, Italia, Alemania, Bélgica, Japón o España. Todos participamos de la legalización del neovampirismo capitalista a costa de chuparle la sangre a los más pobres, aunque de puertas adentro pretendamos engañarnos y pensar que somos más civilizados. Todavía.

Es imposible calcular cuántas muertes que podían ser evitadas con un mayor y mejor acceso sanitario deja a su paso el enriquecimiento de algunos a costa de la salud de todos en una de las principales potencias económicas mundiales. Un informe de la American Journal of Public Health las cifró en 45 mil anualmente, fue en 2009 y se utiliza como referencia tanto por defensores como por detractores. En la actualidad, ningún organismo o institución pública se atreve a cuantificar la catástrofe, como si, al negar las cifras, desapareciera la realidad. Lo más cercano son los índices que elaboran The Peterson Center on Healthcare y Kaiser Family Foundation, quienes concluyen que Estados Unidos registra el número más alto de muertes evitables por servicios médicos entre países homologables –aquellos igualmente grandes y ricos en función de su PIB per cápita– de la OCDE. Tomando como referencia el Índice de Acceso y Calidad de la Atención Médica, los países comparables registraron un aumento del 15% entre 1990 y 2016, mientras que en el caso de Estados Unidos fue del 10%.

La macabra paradoja es la siguiente: no hay nación en el planeta que gaste más dinero en atención médica. El gasto en salud por persona en Estados Unidos fue de 10.224 dólares en 2017, un 28% más alto que Suiza, el siguiente de la lista, una diferencia que se ha agrandado a lo largo de las últimas cuatro décadas. Estados Unidos estuvo relativamente al mismo nivel que otros países similares hasta la década de 1980. Sin embargo, en 2017 el gasto en salud ya supuso el 17% de su PIB. Esto sucede en un contexto en el que, pese a que el gasto público estuvo en línea con el resto del planeta, el coste total sanitario fue mucho más alto debido a que el gasto privado estadounidense fue mucho mayor que el de cualquier país homologable; hasta el 8,8% del PIB, mientras que la media de otras naciones fue del 2,7%. Es decir, estamos ante un sistema completamente disfuncional que a la vez es perfecto para algunos, concretamente para quienes están en el negocio. Una auténtica burbuja de precios en un sector verdaderamente rentable para las compañías y aquellos que viven de él, tan lucrativa como para seguir invirtiendo políticamente en garantizar el ritmo. Esto pese a que los consumidores, que no son otra cosa que enfermos, se queden atrás.

 

Sin educación, sin oportunidad

Cada vez menos para la escuela pública

Una marea de camisetas, gorras y pancartas rojas inundó las calles de Los Ángeles con eslóganes en enero de 2019 durante seis días. Un acontecimiento histórico, no se veía algo igual desde el año 1989, fecha de la última huelga de profesores de educación pública en esa ciudad. Más de medio millón de estudiantes afectados, cientos de miles de personas manifestándose en las calles, al menos 125 millones de dólares federales en pérdidas y un sentimiento de reivindicación difícil de imaginar hasta para quienes la convocaron, acostumbrados a la miseria diaria de un sector que ni siquiera recordaba ya promesas vacías. Juan Ramírez es profesor y vicepresidente del sindicato de maestros de la ciudad, el segundo distrito más grande de Estados Unidos. Llegó con quince años a la tierra prometida desde México sin hablar una gota de inglés. Es quien es, asegura sin dudarlo, gracias a la educación pública, un sistema que ya no es ni la sombra de lo que fue. «La gente se cansa de que le digan no hay dinero, eso no se puede hacer, vamos a recortar clases, vamos a recortar servicios. Cuando yo iba a la escuela había cursos de música, canto, arte, bandas, grupos de coro… todo esto, que era muy común entonces, ya no existe. ¿Por qué entonces sí y ahora no?». Mientras el maestro sigue relatando carencias, yo pienso en toda esa filmografía hollywoodense sobre historias de colegios e institutos. Ese topicazo exportado y consumido hasta la saciedad, donde nunca faltan arquetipos como la animadora, el deportista, el empollón, el problemático, la músico, el artista. Puede que muchos de ellos acaben convirtiéndose en personajes de cine clásico.

El pulso angelino consiguió algunas mejoras, tan mínimas y a la vez con tanto sabor a triunfo, que dicen mucho de cuán dramática es la situación: limitación de clases sobrepobladas, contratación de enfermeras en cada escuela –esencial en un país sin sanidad pública–, al menos un bibliotecario por instituto y un aumento salarial para los profesores de un 6%, básicamente la subida demandada para ese mismo año antes de ir a la huelga. Su caso no es excepcional. La llamada ola Red for Ed, que empezó en 2018 en Virginia Occidental, levantó a profesorado, estudiantes y padres de estados y ciudades tan diferentes entre sí como Denver, Oakland, Kentucky, Sacramento, Arizona, Carolina del Norte u Oklahoma al grito de «la educación pública vive una crisis nacional».

Quizá la arista más llamativa a priori sea la situación de los propios maestros. Aunque el pago varía dependiendo del estado en el que ejerzan, según la National Education Association de media los sueldos han aumentado un 11,5% en la última década. Si se toma en cuenta la inflación, esto ha supuesto una caída de la remuneración de un 4,5% y en comparación supone cobrar un 21% menos que otros profesionales de otros sectores con formación similar. Un agravio que, según el Economic Policy Institute, se ha ido gestando durante más de medio siglo. El resultado es el siguiente: uno de cada seis profesores en Estados Unidos debe buscar un segundo trabajo para poder vivir.

Aunque hace horas que sonó el timbre de clase, un nutrido grupo de docentes y auxiliares continúa frente a la puerta de un instituto esperando el inicio de una asamblea a la que han convocado a políticos locales, miembros de la comunidad y otros profesionales del área para exponerles sus dificultades e intentar encontrar soluciones. Estamos en Fairfax, Virginia, el tercer condado más rico de Estados Unidos, y Tina Williams, presidenta del comité de profesores, resume de este modo la situación:

Cuando hablas con cualquiera de ellos, te dice que es importante, tanto si es a nivel nacional como federal, todo el mundo parece coincidir en que la educación debe de ser una prioridad. Sin embargo, luego lo que hacen supone una realidad radicalmente diferente. Para 2020 la financiación en nuestra zona, una de las más solventes del país, será menor a la que obtuvimos en 2009. Sinceramente, no podemos aguantar más.

Todos y cada uno de los testimonios de los profesores que participan en la reunión dan cuenta de las dificultades personales que atraviesan debido al mal pago de su trabajo. Una situación que se replica por todo el país. En las marchas reivindicativas en Arizona, por ejemplo, era muy fácil encontrar maestros que tras la jornada se habían reconvertido en conductores de Uber, profesores de clases particulares diarias, camareros o vendedores de grandes superficies para poder sobrevivir. No obstante, todos coinciden en destacar que, al final, sus sueldos son lo de menos. Les preocupa el impacto real que los recortes tienen sobre sus alumnos. En algunos lugares de Estados Unidos, las autoridades locales han decidido incluso reducir los días de clase a cuatro con el único objetivo de ahorrar costes. Uno de los principales puntos que debemos tener en cuenta es el hecho de que las escuelas públicas están financiadas en buena parte por dinero local, es decir, por impuestos a la propiedad, por lo que los barrios con bajas rentas obtienen menos dinero para educación. De media, se calcula que los estudiantes estadounidenses de distritos pobres reciben una financiación anual de mil dólares menos por alumno que el resto y se registran diferencias abismales incluso dentro del mismo estado. En Illinois, por ejemplo, el barrio en el que vivas puede suponer que tu escuela obtenga para tu educación hasta un 22% más o menos y es inversamente proporcional a la necesidad. Cuanto más ricos, más recaudación y, por lo tanto, más flujo que puede destinarse a la educación, aunque en este caso las familias puedan elegir sufragar una escuela privada. Cuanto más humildes, menos ingresos y menor financiación de la única salida al aprendizaje y al ansiado ascensor social: la escuela pública. Una espiral marcada por el poder adquisitivo silenciada en los cuentos de meritocracia.

De acuerdo con el Centro Nacional de Estadísticas Educativas, el 94% de los maestros estadounidenses utiliza su propio dinero para comprar útiles escolares. Así, cada vez más acuden a páginas en internet de petición de donaciones como Gofundme o la especializada en escuelas DonorsChoose. Navegar por cualquiera de ellas es tremendamente desolador, los profesores mendigan herramientas esenciales como calculadoras, librerías o incluso una alfombra y mobiliario escolar para sus alumnos. Uno de los proyectos más populares fue la solicitud de un maestro con fecha de boda que, en lugar de regalos, pidió mediante una de esas webs abrigos y zapatos para estudiantes sin hogar. Chioma Oruh, especialista en apoyo a padres de menores con necesidades especiales y pocos recursos en Abogados por la Justicia y la Educación, advierte que, en el caso de niños con discapacidades, la falta de fondos tiene un impacto determinante en su futuro:

Se supone que estamos amparados por una ley federal, que es la ley de educación para personas y discapacidades y que sobre el papel es buena, pero nunca se ha financiado por completo. En el caso de los menores con necesidades especiales de áreas humildes, esto supone una educación inadecuada, lo que conlleva graduarse sin una preparación que les garantice un empleo remunerado. Pasarán toda su vida 50 pasos por detrás del resto.

Oruh tiene dos hijos autistas. Madre soltera y con estudios superiores, llegó a vivir en la calle tras perderlo todo debido a los gastos médicos que conllevaron sendos diagnósticos. Ella, más que nadie, es consciente de la maratón a la que una educación pública maltratada aboca a menores marcados por nacer sin recursos, aunque la meta, teóricamente, debiera ser la misma para todos. Por si fuera poco, las escuelas públicas tienen una nueva competencia desde los años noventa, las chárteres.

El caballo de Troya de las escuelas chárteres

Similares a las escuelas concertadas en países como España, este tipo de colegios en Estados Unidos reciben fondos gubernamentales, pero operan independientemente del sistema escolar estatal establecido en los lugares donde se encuentran. Es decir, están exentos de muchas de las regulaciones a las que las públicas están sometidas: no tienen por qué seguir los planes de estudios, las formas de enseñanza ni los estándares aprobados por sus estados, ni están reguladas o supervisadas por la junta de educación estatal, por ejemplo. Además, establecen su propio cupo estudiantil, mientras que las públicas deben aceptar a todos los estudiantes que pertenezcan al correspondiente distrito. El concepto en un principio estaba destinado a ofrecer una alternativa a niños que no avanzaban lo suficiente o necesitaban algo diferente al método tradicional, por lo que fue acogido incluso con el beneplácito de los sindicatos. Pronto se convirtió, sin embargo, en un instrumento más de menoscabo de lo público y de transferencia de recursos estatales para beneficio de unos pocos, no precisamente alumnos.

Se calcula que durante el curso 2016-2017 ya había casi siete mil escuelas chárteres en Estados Unidos educando a más de tres millones de estudiantes, seis veces más que 15 años antes. El rápido crecimiento del fenómeno se explica en parte por el apoyo tradicionalmente bipartidista de demócratas y republicanos. Así, se cifran en cuatro mil millones de dólares los fondos destinados por el Gobierno de Estados Unidos a su programa de escuelas chárteres, una cantidad nada menospreciable teniendo en cuenta la situación de la pública anteriormente expuesta. Los defensores de esta opción, como la ONG de derechas Center for Education Reform, recalcan que, de media, la financiación nacional de la chárter supone tan sólo un 61% de lo que se destina a la pública. Además, ponen de relieve que, hasta la fecha, no se ha demostrado que los resultados académicos de las chárteres sean peores. Uno de los más recientes estudios sobre este tema, el del Centro Nacional de Estadísticas Educativas del Departamento de Educación de 2019, reveló entre otras cosas que los estudiantes de las escuelas chárteres y las escuelas públicas obtuvieron el mismo rendimiento académico en pruebas realizadas en niveles de cuarto y octavo grado. Entonces, si a menos inversión el resultado es similar, ¿por qué habría de generar susceptibilidades?

Una de las respuestas es la falta de control de los fondos. Un informe de un grupo de defensa de la educación expuso en 2019 que una cuarta parte de lo que esos colegios recibieron del Estado, hasta mil millones, fue malgastada en escuelas chárteres que nunca abrieron, o abrieron y luego cerraron debido a la mala gestión o por otros diversos motivos como falta de inscripciones o fraude. Los autores de la investigación detectaron que numerosos beneficiarios de los subsidios participaron «en prácticas que expulsan a los estudiantes de bajo rendimiento, violan los derechos de los estudiantes con discapacidades y escogen su masa estudiantil en función de políticas y programas particulares, así como peticiones de donaciones a los padres», pese a haber explícitamente asegurado en su solicitud como receptores del programa o sus páginas webs escolares ser propensos a inscribir a estudiantes de minorías o sectores desfavorecidos. Es decir, en Estados Unidos se han estado desviando millones de fondos públicos a instituciones educativas con prácticas discriminatorias con la connivencia de representantes de ambos lados del espectro político con total impunidad. La pregunta es la siguiente: ¿a quiénes está beneficiando?

Multimillonarios y Wall Street siempre se han interesado por la chárter. Uno de los motivos, utilizarla como instrumento recaudador de incentivos fiscales en zonas económicamente deprimidas. Bancos, inversores y fondos de capital han destinado dinero a construir o desarrollar chárteres con el único objetivo de obtener exenciones de impuestos, cobrando a la vez intereses por los préstamos otorgados o los alquileres de explotación. Pero no todo es pura especulación. La Fundación de la Familia Walton, dirigida por los herederos de la fortuna de Walmart, Bill y Melinda Gates o el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, o las empresas JP Morgan Chase y Exxon Mobil, por ejemplo, han destinado millones a impulsar grupos de presión que avancen en la aprobación de leyes prochárter o candidatos y políticos favorables al sistema. La mayoría de ellos argumentan que su objetivo es meramente filantrópico, es decir, dotar de una mejor educación a estudiantes que no pueden acceder a la privada.

En la práctica, lo que supone es alentar un sistema educativo donde las condiciones laborales de los docentes están a merced de las directivas de dichos centros; que la disparidad de contenido y métodos educativos sin control dilapide uno de los instrumentos más efectivos para lograr la igualdad social –que cualquier alumno, con independencia de su origen económico, está recibiendo la misma educación–; que la rendición de cuentas sea prácticamente imposible debido a la ausencia de control de los centros, y, lo que es más importante, que el estado de la pública empeore debido al drenaje continuo de sus recursos por parte de la escuela chárter. Cada vez que uno de estos colegios abre, los públicos que están alrededor pierden estudiantes y, por lo tanto, dinero. En principio, la caída en la financiación puede corregirse reduciendo, por ejemplo, el número de maestros, pero existen costes que seguirán estando ahí, como el sueldo del director o el mantenimiento del centro, los cuales seguirán necesitando el mismo dinero independientemente de la pérdida de algunos alumnos. Al recorte de profesores normalmente le siguen la eliminación de programas de música o arte, o incluso el aumento de la ratio de estudiantes por clase. Un análisis de la publicación especializada Chalkbeat sobre el asunto hizo un compendio de los estudios sobre este fenómeno y concluyó lo siguiente: «Los investigadores que analizan el problema en Carolina del Norte, Nueva York, Pensilvania y, en dos casos, California, han llegado a conclusiones similares: a medida que crecen las escuelas chárteres, los costes fijos de educar a los estudiantes del distrito no se han ido a ninguna parte, aunque los estudiantes sí». Para ilustrarlo, destacaban en concreto un estudio de Pensilvania, donde los investigadores estimaron que los distritos escolares no podrían recuperar más del 20% del dinero perdido por la chárter en el primer año ni siquiera reduciendo gastos. En cinco años, no recuperaron más de dos tercios.

 

Un cielo cubierto de nubes transforma en un extraño gris el prácticamente permanente azul de Tucson, Arizona. Karissa Rosenfield sabe que, no siendo época de monzón, es difícil que en el desierto asome la lluvia, así que lanza desde su jardín cohetes construidos con botellas. Hoy toca clase de ciencia. Arquitecta, dejó un trabajo que le apasionaba al dar a luz al primero de sus dos hijos y desde entonces no sólo se dedica a su crianza sino a su completa educación. «Comenzamos oficialmente el proceso en octubre de 2019, después de sacar a nuestro hijo del colegio del vecindario tan sólo unos meses después de empezar el año escolar.» Karissa cuenta cómo un plan de estudios sólo centrado en pasar las pruebas de nivel estatales, un aula sobrepoblada y la incapacidad de los maestros para en esas circunstancias manejar el acoso escolar ya en niños tan pequeños les empujaron a tomar esa decisión. Consideraron las escuelas chárteres, pero en este caso se dieron cuenta de que ella misma podía proporcionar a sus hijos el mismo o mejor nivel académico y de que en el caso de las privadas se les iba la mayoría de los ingresos familiares. «Mi situación es un lujo, puedo escoger educar a mis hijos en casa porque el hecho de que yo haya renunciado a mi carrera no nos supone estrés financiero, aunque sí sacrificio profesional por mi parte.»

El ejemplo de los Rosenfield es ilustrativo sobre cómo el dar rienda suelta sin control al modelo actual educativo en Estados Unidos directamente supone que los padres con cierto nivel adquisitivo se planteen seriamente hacerse ellos también cargo del desarrollo académico de sus hijos. Algo impensable entre las familias pobres, condenadas a una pública con menos recursos, y solventado sin problemas por aquellas más pudientes, centros privados mediante. Es decir, supone acentuar aún más las diferencias entre clases sociales. Arizona es uno de los estados más abiertos al homeschooling y no es casualidad que, a su vez, sea el territorio con las escuelas chárteres más desreguladas de todo el país. Los fondos públicos que reciben no están sujetos a auditorías, pueden construirse en cualquier lugar (incluso justo al lado de una escuela pública) y prácticamente ninguna tiene programas de almuerzo gratis para estudiantes pobres. Una reconfiguración económica de la educación en función de la libertad de mercado que, tal y como la plataforma «Arizonianos por la responsabilidad escolar de las escuelas chárteres» explica, socialmente tiene un efecto muy real: pura segregación. Sólo poniendo como ejemplo la ciudad de Phoenix en el periodo 2008-2016, las escuelas públicas únicamente añadieron cuatro mil estudiantes más. Sin embargo, los alumnos blancos y asiáticos se redujeron en 39 mil, mientras que los estudiantes hispanos y de otras razas aumentaron en 47 mil y los escolares con educación especial se incrementaron en 28.500. Al mismo tiempo, mientras la financiación estatal para los distritos públicos disminuía en casi mil dólares por alumno, en el caso de las chárteres aumen­taba en más de 700.

«La conclusión es que extraen dinero que sería para nuestras escuelas públicas y estas ya están en suficientes problemas», dijo el propio Joe Biden como candidato presidencial sobre el asunto, mostrando una posición completamente opuesta a la de la era Obama, de la que fue vicepresidente. Si estas declaraciones van a venir acompañadas de un cambio general o simplemente suponían regalar los oídos de cara a los comicios al electorado pro Bernie Sanders, muy crítico con la chárter, sólo el tiempo lo dirá.

Analfabetismo

Brittani Bellamy ha vivido toda su vida en Orlando, Florida. Nacida en Estados Unidos, hasta el año 2013 ella fue una de los 43 millones de ciudadanos estadounidenses que se calcula tienen serias dificultades para leer y escribir. Es decir, fue prácticamente analfabeta hasta los veintitrés años de edad.

En teoría mis padres iban a educarme en casa, pero las cosas no fueron bien. Básicamente quedaron atrapados en conseguir cada día lo necesario para sobrevivir. Los amo mucho, hicieron lo que pudieron y no creo que fuera su intención criarme sin una educación básica, pero lo cierto es que a los quince años me di cuenta de que no sabía leer. A partir de ahí, por vergüenza, escondí mi situación hasta que el pastor de mi iglesia se enteró y me animó a ir a una escuela para adultos. Desde la primera vez que llamé hasta el día en que pisé la organización pasó un año, no me atrevía a ir, temía que la gente me juzgase.

De acuerdo con el Programa para la Evaluación Internacional de las Competencias de los Adultos, uno de cada cinco estadounidenses tiene habilidades de «baja alfabetización» y se estima que hasta 8,4 millones pueden ser analfabetos funcionales. Según la OCDE, la proporción de adultos en esa situación es la mayor en comparación con otros países desarrollados. Así, el contexto socioeconómico tiene en este país un mayor impacto en las habilidades de alfabetización que en otras naciones. Mientras los nacidos de padres con una buena educación en Estados Unidos tienden a tener habilidades de alfabetización más fuertes, las probabilidades de ser un adulto con escasa cualificación son 10 veces mayores en el caso de crecer en el seno de una familia de bajo nivel educativo. La OCDE no sólo pone el foco en que esta tendencia es superior a la de cualquier otra nación similar, sino que remarca lo siguiente: dichas habilidades están relacionadas con los resultados de empleo y con otros aspectos esenciales de la vida del ciudadano. En Estados Unidos, las probabilidades de tener mala salud son cuatro veces mayores para los adultos poco cualificados, el doble del promedio de los países analizados. Otro ejemplo: se calcula que el 75% de los reclusos estadounidenses no completaron la escuela secundaria o pueden clasificarse como poco alfabetizados.