Esclavos Unidos

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La mayoría de casos que tratamos de adultos nacidos en Estados Unidos con analfabetismo vienen de comunidades afroamericanas muy pobres. Aquí, en el condado de Orange, las hay, pese a estar rodeados de vecinos ricos. Familias monoparentales, padres con múltiples trabajos… durante años fui profesora de inglés en Kurdistán. Mi escuela estaba en un pequeño pueblo, pero aun así tenían Física, Química y Cálculo pese a vivir en la pobreza extrema. No sé qué deberíamos hacer aquí, pero deberíamos hacer algo.

Es parte del análisis de Gina Solomon, directora ejecutiva de la ONG que dio clases a Brittani Bellamy, la Adult Literacy League, en activo desde el año 1968 y que sobrevive principalmente gracias a donaciones privadas. Solomon enfatiza el estigma social que estas personas afrontan, asegurando que, de entrada, jamás reconocen que no saben leer o escribir. Me cuenta la siguiente historia:

Tenemos un estudiante que tiene unos ochenta años. Llegó aquí porque la trabajadora de una biblioteca me llamó una noche llorando y pidiéndonos ayuda. El hombre acababa de abordarla a la salida del trabajo, diciéndole que estaba muy asustado. Su mujer, quien sí sabía leer, acababa de sufrir un ataque al corazón y tenía miedo de que muriese y, con ello, que sus hijos, que habían ido a la universidad, descubriesen que su padre era analfabeto. Él, que había trabajado duro para darle un futuro a su familia, no quería defraudarlos.

Brittany Bellamy aborda así su cuestión familiar:

Nadie contactó nunca con mis padres. Creo que las autoridades deberían controlar de alguna manera a los niños porque las familias pueden pasar por diversas situaciones y, en mi caso, nadie nunca se aseguró de que estuviésemos recibiendo una educación. Creo que la gente no se da cuenta de que esta es una realidad en nuestro país porque somos Estados Unidos, se supone que somos poderosos y libres, y tenemos acceso a todo. No es cierto. No todo el mundo tiene las mismas oportunidades y eso incluye la educación.

Bellamy consiguió su primer trabajo tan sólo dos años después de empezar a recibir clases, en 2016 pudo alquilar un apartamento y, en 2019, sacarse el carné de conducir. Ahora sueña con ir a la universidad. Sabe que no lo tiene fácil.

Deuda estudiantil

Si el nivel económico marca, salvo en contadas excepciones, el desarrollo educativo de niños y jóvenes, en el caso de la enseñanza superior en Estados Unidos puede, además, suponer una losa que acarrear de por vida. En 2020, la deuda total de préstamos estudiantiles alcanzó la cifra récord de 1,56 billones de dólares. Para hacernos una idea de lo que esto supone, sólo 45 millones de universitarios o exestudiantes deben en conjunto casi 1,6 billones. Es una de las categorías de deuda de consumo más altas del país. Aunque la mayoría de los individuos debe entre 20 mil y 40 mil dólares, casi un millón de personas debe más de 200 mil. La carga afecta sobre todo a estadounidenses entre los veinticinco y los cincuenta años de edad, pero la situación es tan extrema y la imposibilidad de hacer frente a los pagos es tal, que cada vez son más las personas jubiladas que siguen pagando sus estudios superiores. Según un análisis de Forbes basado en datos de la Reserva Federal, la deuda estudiantil de estadounidenses con edades entre los sesenta y los sesenta y nueve años asciende a los 85,4 mil millones de dólares. Otro estudio de Moody’s publicado en enero de 2020 reveló que prácticamente nadie podía hacer frente a los planes de pago que habían establecido en un principio, abocando a la mayoría a la refinanciación continua.

Si ponemos el foco en las disparidades raciales, la brecha es la siguiente: casi el 85% de los licenciados afroamericanos tienen deudas estudiantiles, en comparación con el 69% de los beneficiarios blancos de títulos, según la organización sin ánimo de lucro Centro de Préstamos Responsables. Aunque existe un claro consenso mediático e incluso social en etiquetar la situación como «la crisis de la deuda estudiantil», sólo los demócratas Elizabeth Warren, Tulsi Gabbard y Bernie Sanders fueron lo suficientemente claros a la hora de defender la cancelación total o masiva de dicha deuda en sus campañas para la nominación a candidato presidencial de las elecciones de 2020. Tampoco hay apenas rastro de defensa política de una universidad realmente pública. Según el Institute For College Access and Success, el 66% de los graduados en ese tipo de facultades salen de las mismas sin haber conseguido pagar por completo su educación. Es decir, cuando hablamos de la crisis de deuda, no nos estamos refiriendo precisamente a préstamos para ir a Harvard o Princeton. Estados Unidos podrá año tras año ocupar los primeros puestos en ránkings elaborados por instituciones privadas sobre las mejores universidades del mundo, eso sí, omitiendo siempre el enorme precio que el acceso a las mismas supone.

La vivienda como apartheid

Construir para destruir comunidades

Al oeste de la ciudad de Baltimore hay levantado un coloso de hormigón de seis carriles que termina de forma abrupta en medio de la nada. La historia de semejante brecha urbana, claramente visible en cualquier mapa de la urbe, se remonta a los años cincuenta, cuando se iniciaron los proyectos de la mayoría de las carreteras interestatales de Estados Unidos debido al aumento del consumo de automóviles. Por aquel entonces, la planificación de dichas infraestructuras decidió que la ruta 40 le pasara por encima a un barrio de mayoría afroamericana en el que vivían 10 mil familias. «Cuando era niña, yo venía a ver a mi padre aquí, que vivía en una de estas calles. Él decía que esto no tenía sentido, que por qué levantar algo que no llevaba a ningún sitio. Dijese lo que dijese, al final él también acabó convirtiéndose en un desplazado.» Denise Johnson se ajusta el nudo del pañuelo que lleva al cuello mientras lamenta no haberse puesto la bufanda en un día de abril extremadamente frío. Estamos en medio de una explanada cuyo único atrezzo es una excavadora al fondo, vallas metálicas y pequeñas casas cuyas construcciones languidecen dispuestas a desplomarse en cualquier momento. El viento penetra hasta los huesos. Le pregunto si quiere que nos movamos e insiste en explicar las consecuencias de la carretera a ninguna parte frente a ella, poniendo el dedo en la cicatriz de la que sería la herida mortal de su barrio de la infancia.

Aquellos que estaban todavía pagando sus casas tuvieron que irse sin recibir lo suficiente como para comprar otro hogar de un valor similar en otro lugar, pero el impacto no sólo debe medirse en términos económicos. Perdimos una comunidad con líderes, con cultura. La avenida Pensilvania era conocida por aquel entonces como el lugar para los negros en la ciudad, de música, danza… perdimos el testimonio de ese tiempo, perdimos iglesias, perdimos escuelas. Es decir, se destruyó el tejido social.

El caso de la carretera a ninguna parte en Baltimore oeste es especialmente sangrante por ser teóricamente un error de proyecto, es decir, que ni siquiera tenía que haber pasado por allí. Sin embargo, es el perfecto ejemplo para ilustrar lo siguiente: uno de los métodos más eficientes y utilizados en Estados Unidos para apuntalar la desigualdad es el uso perverso de las infraestructuras o, directamente, el no dotar de ellas a una comunidad. Así, pese al tiempo transcurrido, Baltimore oeste sigue siendo en la actualidad la zona de la ciudad con un mayor número de casas por ocupar y con un menor número de servicios y comercios en una de las urbes con la tasa de homicidios más alta de todo el país. Cuando las protestas ante la muerte en custodia policial, en 2015, del joven afroamericano Freddie Gay estallaron, la prensa internacional se hizo eco de las mismas. Sin embargo, pocos analizaron cómo el caldo de cultivo estructural que arroja desigualdad racial y falta de oportunidades lo impregna todo, hasta las infraestructuras. El despropósito de la ruta 40 no fue el único, nunca les han dejado remontar. La sacudida más reciente tiene el siguiente nombre: la Línea Roja. John Bullock, concejal por el distrito 9, lo resume de este modo:

Iba a ser una conexión de tren ligero de 14 millas de distancia que iba a unir Baltimore de este a oeste. En la actualidad, no tenemos un sistema integral de transporte. Esto iba a ser parte de ese proceso, algo que permitiría a las personas ir a trabajar, llegar a la escuela, 200 mil millones de dólares iban a ser invertidos por el estado. También 900 millones de dólares del Gobierno federal. Desafortunadamente, tras las elecciones, un nuevo gobernador decidió eliminar todo el proyecto.

Prácticamente la mitad de los trabajadores en la ciudad de Baltimore no pueden acceder a sus empleos mediante transporte público. En este contexto, la llegada de dicha línea iba a suponer, de entrada, dos mil nuevos trabajos a la zona. Tras la cancelación del proyecto –cuyos fondos ya estaban aprobados– por parte del nuevo gobernador, se inició la apertura de una investigación; sin embargo, el caso fue cerrado posteriormente por la Administración Trump. Fin del espejismo. Si en la época de la construcción de las interestatales se esgrimió como causa para los diferentes atropellos el hecho de que los afroamericanos no tuvieran derecho al voto, aún hoy día siguen siendo víctimas de tretas legales y burocráticas. «Lo teníamos todo en orden, la solicitud aprobada, los dólares federales, gente que trabajó por esto por más de 12 años, así que voy a usar el término abandono, además por servidores públicos. Luego hay levantamientos y disturbios, y nadie se explica por qué», remacha Denise John­son. Se une a nuestra conversación Samuel Jordan, presidente de la Coalición por la Equidad en el Transporte de Baltimore, quien remarca que lo perdido fue el mayor proyecto de transporte público de la historia del estado, para el que se estimaba que serviría diariamente a 50 mil personas.

 

Este no es un problema aislado o exclusivo de esta ciudad. Toda la nación está desarrollada en función de iniciativas racistas. Va de construir contra negros y pobres, contra las personas que dependen del transporte público, que no tienen acceso a un vehículo privado. Nosotros vamos a persistir en la construcción de la Línea Roja, porque no sólo será justo para las personas negras de esta ciudad, sino que demostrará que traer la prosperidad aquí es crear prosperidad para toda la nación.

150 millas al sur, carteles conmemorativos recién estrenados visten calles deslavazadas, con una extraña mezcla de construcciones decadentes colindando a su vez con inmuebles que parecen por estrenar. Estamos en Richmond, concretamente en Jackson Ward.

Este barrio evolucionó esencialmente después de la guerra civil y durante los siglos xix y xx, y ya en 1920 era conocido como el Harlem del sur, la Black Wall Street. La segunda calle justo detrás de nosotros era un vibrante distrito de negocios. Cada negocio y cada dirección era propiedad de hombres o mujeres afroamericanos, había organizaciones fraternas afroamericanas, conocidas como sociedades de ayuda mutua. Básicamente eran agencias de seguros que permitieron a esta población combinar sus limitados recursos para ayudarse mutuamente, creando estructuras y comunidad. En este contexto, surgen líderes como Maggie L. Walker.

Ethan Bullard recita el contexto en el que vivió la primera mujer afroamericana al frente de un banco en Estados Unidos. Ha debido hacerlo cientos de veces, como procurador del lugar histórico nacional dedicado a ella y aun así le sigue poniendo la misma pasión que un niño que repite la lección por la que acaba de obtener un sobresaliente. Walker consiguió ese hito histórico en 1903 y, para hacernos una idea de su importancia, el sufragio femenino no llegaría hasta el año 1920. Sin embargo, el poderío económico afroamericano de esa zona no serviría de nada a nivel político, cuando se decidió que la autopista interestatal 95 destrozara con su paso dicho barrio. El único elemento de la comunidad que consiguió un pequeño desvío para sobrevivir al huracán de hormigón fue una iglesia: sólo Dios en los cincuenta pudo anteponerse a unos planes de construcción federales. Benjamin C. Ross, historiador de la parroquia, lo define como una «victoria agridulce», porque la destrucción de numerosos hogares supuso la mudanza de muchos miembros de la comunidad y la congregación religiosa tardaría años en recuperarse. El distrito no tanto, pues prácticamente un siglo después sus habitantes tienen un ingreso medio por debajo del umbral de la pobreza. De milla de oro negra a milla de la miseria.

Planificación urbana como método de segregación

Las comunicaciones, sin embargo, no sólo han sido determinantes para destruir o frenar el avance de determinadas minorías. Puede que la llamada Línea Roja (sí, igual que el malogrado proyecto en Baltimore) sea la medida más segregacionista en términos de infraestructuras. Se remonta a los años treinta, cuando, a raíz de la Gran Depresión, se buscaron formas para parar las crecientes ejecuciones hipotecarias. Así, en 1935, la Corporación de Préstamos para Propietarios de Viviendas, una agencia federal ahora extinta, elaboró mapas de más de 200 ciudades estadounidenses para indicar cuál era el riesgo de préstamo hipotecario por barrios. Para ello, se utilizaron características como la antigüedad de la vivienda, la calidad o los precios. Sin embargo, posteriormente trascendió que, a la hora de elaborar dichos planos, no sólo se tuvieron en cuenta también características étnicas y raciales de los vecinos, sino que fueron determinantes a la hora de trazar dichos mapas. De este modo, los barrios «Tipo D» se delinearon en rojo, coincidiendo en casi todos los casos con vecindarios con mayoría afroamericana.

Dichos mapas fueron utilizados durante años por entidades públicas y privadas como guía para negar créditos e inversión, es decir, para neutralizar oportunidades y apuntalar la pobreza de una manera tan efectiva que aún en la actualidad siguen publicándose estudios que demuestran que dicha estructura de segregación y desigualdad económica permaneció, contraponiendo dichos planos con indicadores actuales. Por ejemplo, un trabajo de la National Community Reinvestment Coalition de 2018 afirmaba entre sus conclusiones que la mayoría de los barrios calificados como de alto riesgo hacía ocho décadas seguían siendo en la actualidad de bajos ingresos y más de la mitad están poblados por minorías. Por el contrario, las ciudades con más áreas calificadas como deseables han permanecido en su mayoría pobladas por ciudadanos blancos. Otro estudio elaborado por economistas de la Reserva Federal de Chicago viene a corroborar lo mismo: que las diferencias de tasas de propiedad de la vivienda, el valor de las mismas, el crédito y la segregación continuaban allí donde fueron marcados décadas antes. Este trabajo en concreto es importante porque va más allá, demostran­do que no es que las líneas rojas fueran inocentes y tan sólo fueran capaces de prever el desarrollo, en este caso más bien el subdesarrollo de dichos barrios, sino que, en efecto, multiplicaron las desigualdades. De este modo, los economistas comprobaron que los barrios pobres que no fueron marcados con el estigma de la línea roja mejoraron hacia una menor desigualdad.

Un punto fundamental en el desarrollo de la catástrofe fue la ausencia de crédito para los habitantes de los barrios marcados y, por tanto, la enorme dificultad de acceso a una vivienda. Así, prestamistas que aplicaban enormes intereses y cometían abusos camparon a sus anchas entre una población ya de por sí abocada a la lucha diaria para mantenerse a flote. Esto no sólo supuso hundir aún más en la precariedad a las familias afroamericanas, sino transferir la poca riqueza de estas a familias blancas. ¿Cómo y hasta qué punto? Un estudio del mercado de la vivienda en Chicago analizó cómo los vecinos de aquellos barrios donde era imposible acceder a préstamos hipotecarios asegurados por el Gobierno cayeron en los llamados «contratos por escritura». Mientras ellos asumían impuestos, reparaciones y obligaciones en general, además de pagar cuotas mensuales al prestamista, este era el que figuraba como titular en la escritura de una vivienda cuyo precio de venta y tasas de interés eran enormes. Es decir, asumían todos los costes –además de manera inflada– de una casa que jamás sería suya, por lo que dichas familias afroamericanas finalmente no acumularon capital, sino que alimentaron el de otros, concretamente el de los prestamistas y agentes inmobiliarios blancos que hacían uso de esta práctica depredadora.

De este modo, tomando como base datos sobre ventas y tasas y comparando precios respecto a los préstamos convencionales de la época (entre 1950 y 1970) y trasladando dicha cifra al contexto actual, los investigadores calcularon que a las familias negras se les cobró de más entre 3,2 mil millones y cuatro mil millones de dólares. Hay a quien todo esto puede sonarle bastante actual. Exactamente, no hace falta ser poseedor de una gran inteligencia para detectar un patrón similar en los contratos de alquiler de hoy día, tras la crisis de la vivienda, grandes firmas de capital privado adquirieron inmuebles a bajo precio para posteriormente establecer alquileres a precios cada vez más abusivos a quienes no tienen suficiente capital acumulado como para ser propietarios, es decir, gran parte de la clase trabajadora. El capitalismo y su capacidad sofisticada y perversa para reinventarse.

Vivir y morir en un erial

El impacto de la línea roja y sus efectos duraderos han sido tan ampliamente estudiados y corroborados que, en tiempos de análisis del cambio climático y el aumento de la temperatura global, incluso existe un trabajo de la Universidad Estatal de Portland y el Museo de Ciencias de Virginia sobre la fuerte correlación entre exposición al calor y esta política de vivienda racista en 108 ciudades estadounidenses. Las comunidades estigmatizadas por dichos planos han sido aquellas más expuestas al calor extremo, entre otros motivos por falta de espacios verdes y árboles. Los eriales económicos son también eriales en su literalidad. No es un tema menor; como bien recuerda The Trust for Public Land, se estima que el calor extremo contribuyó fatalmente en la muerte anual de unas 5.600 personas en Estados Unidos entre 1997 y 2006. Un trabajo de dicha organización, publicado en agosto de 2020, afirmaba que los barrios con parques cercanos son mucho más frescos que aquellos que no tienen y en su análisis encontraba que los parques cercanos a po­blaciones no blancas son de la mitad de tamaño que los de las po­blaciones de mayoría blanca. En las comunidades de bajos ingresos, las zonas verdes son cuatro veces más pequeñas y, al mismo tiempo, cuatro veces más concurridas que aquellas situadas cerca de hogares con altos ingresos. «En Detroit, por ejemplo, donde el 78% de los residentes son negros, la ciudad dedica el 6% del suelo para parques, en comparación con la media nacional del 15%. En Memphis, Tennessee, sólo el 5% […] en Baton Rouge, Luisiana, sólo el 3% de la ciudad».

«La política de vivienda puede tener un impacto realmente duradero, ya que las estructuras permanecen durante mucho tiempo», dijo Daniel Hartley, uno de los economistas del estudio anteriormente citado de la Reserva Federal de Chicago a The New York Times. Si bien a finales de los sesenta y durante los setenta se aprobaron diversas iniciativas legislativas para intentar poner fin al delineamiento rojo de manera abierta, las prácticas discriminatorias siguieron y continúan sucediéndose, aunque en muchas ocasiones de manera más soterrada. Pongamos como ejemplo Washington DC.

Una de las estampas más conocidas de la capital estadounidense son los monumentos a presidentes históricos, muchos de ellos bañados por las aguas del río Potomac, que discurren alrededor de las construcciones o se sirven de ellas, como un ornamento natural que dota de fuerza y continuidad. Hacia el este, sin embargo, está su hermano pequeño fluvial, el más desconocido río Anacostia, que, si bien deja pequeños paraísos verdes escondidos en plena ciudad, en la práctica se utiliza como una delimitación natural para perpetuar desigualdades económicas. Mientras que los habitantes de la zona sudeste de la ciudad que se extiende un poco más allá de la parte trasera del Congreso gozan de calles limpias, tiendas y restaurantes de moda, casas reformadas y apartamentos completamente nuevos, una vez cruzado el puente de la avenida Pensilvania sus vecinos tienen las siguientes opciones comerciales y recreativas: gasolineras, iglesias, destartalados bazares, tiendas de alcohol y funerarias. Sal de aquí, reza, sobrevive, drógate o muere. No necesariamente por ese orden. Así, primas hermanas de la redlining son la retailining o la liquorlining. En el primer caso, la práctica consiste en que no sólo no haya determinados negocios y servicios en algunas zonas en función de su composición étnica y no respecto a criterios económicos, sino que además los servicios de transporte público y privado o la comida a domicilio son limitados. En el segundo caso, por el contrario, determinados proveedores se nutren de vecindarios poblados por minorías o con bajos ingresos para colocar productos conocidos por sus efectos adversos en la comunidad, como las tiendas de alcohol. Donde hay muchas licorerías hay más delincuencia y problemas de salud pública, y, por lo tanto, en otra especie de espiral de la pobreza, una mayor aversión a establecerse en la zona por parte de otros servicios y comercios esenciales, como supermercados o tiendas de ropa. Marginalidad estructural como fantasma para cualquier intento de progreso.

«Estoy feliz de informar a todos aquellos que viven su estilo de vida suburbano soñado que nunca más serán molestados ni les afectará económicamente la construcción de viviendas para personas de bajos ingresos en su vecindario.» El 29 de julio de 2020, Donald Trump tuiteaba esta declaración de intenciones para no sólo dejar patente la inquina de electorado y políticos republicanos hacia las ayudas públicas, sino también las ganas del presidente de apuntalar la segregación por vivienda e infraestructuras. En este sentido, el por aquel entonces todavía presidente tomaba como referencia principal un artículo de opinión de la política de su partido Betsy McCaughey, en el que exponía la argumentación base del asunto. En dicho escrito, McCaughey advertía de que si Joe Biden ganaba las elecciones presidenciales, el estilo de vida alejado de la aglomeración urbanita de casas unifamiliares con jardín –aquel que medio mundo y parte del otro visualizan de inmediato alentado gracias al imaginario establecido por las películas– se vería amenazado. Biden, según su campaña electoral, pretende impulsar un «plan de ingeniería social» de la era Obama que busca la construcción de viviendas asequibles de alta densidad en dichos vecindarios bajo el pretexto de la justicia social, exponía McCaughey. La política se defendía de las críticas asegurando que oponerse a esto no es racista, puesto que acceder a los suburbios es una cuestión de ingresos, no del color de piel –ocultando así todos los problemas estructurales que hemos expuesto–. Por otro lado, sacaba el comodín de la «libertad» para defender el derecho –en este caso, privilegio– de seguir viviendo en casas grandes con avenidas verdes sin pagar más impuestos por tener que ampliar alcantarillado, construir escuelas o agregar transporte público para acoger a unos vecinos con un menor poder adquisitivo. De nuevo, segregación vestida de meritocracia. Lo que el artículo y Trump callaban, sin embargo, es que, en 10 años de Gobierno, la Administración Obama no llegó a implementar dicho plan de manera efectiva.

 

El tuit de Trump «puede ser el llamamiento más abiertamente racista a los votantes blancos que he visto desde los días de líderes estatales segregacionistas como George Wallace de Alabama y Lester Maddox de Georgia», comentó sobre este tema el veterano periodista afroamericano Eugene Robinson. Si bien puede resultar exagerado comparar dicho mensaje con aquellos que profería el exgobernador de Alabama –«segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre»–, lo cierto es que da cuenta de la lentitud del progreso en este sentido y cuán enraizadas siguen dichas estructuras en el imaginario colectivo. Por otro lado, las palabras de Trump no sólo resultan polémicas por su contenido, sino por el cuándo fueron pronunciadas, ofreciendo una perfecta radiografía de cómo la percepción de la realidad estadounidense se descodifica desde burbujas sociales.

Desahucios

María Jiménez no es su nombre, porque tiene miedo de que la identifiquen pero el suficiente coraje para contar su situación. Ha llegado a un punto en el que le da vergüenza seguir pidiendo ayuda, porque quienes la conocen también necesitan ayuda para sobrevivir:

Yo trabajaba en un hotel, pero perdí el empleo por esto de la covid en marzo. Es julio y sigo sin encontrar nada. Yo siempre he sido una persona que me ha gustado ahorrar y estoy viviendo de esto, pero una tiene que estar pagando la renta y sin entrar fondos no sé qué voy a hacer.

Carlos Sánchez tampoco se atreve a dar su nombre real. Hace unos días que dio positivo en un test de coronavirus y, desde entonces, intenta aislarse en un espacio sumamente pequeño. A él el virus en su cuerpo le da igual, no así en el cuerpo de su hija.

Aquí llevamos dos años viviendo ya mi mujer, mi hija, yo y una pareja más. El único apoyo que tengo ahorita es el del desempleo y es por eso que todavía hemos podido sobrevivir. Es duro porque yo tenía un trabajo muy estable, llevaba 10 años ahí y por el virus nos despidieron a todos. Tuvimos que vaciar todos los ahorros para pagar la renta, pero ya no tenemos más. La señora me dijo que teníamos que desalojar inmediatamente, pero me tocó decirle a ella que no podía, que tengo una niña pequeña que no tiene ni dos años y además el gobernador de Minnesota había dicho que no podían desalojar a nadie. Aun así, unas tres o cuatro veces ya me dijo que tenemos que dejar el apartamento inmediatamente.

Al mismo tiempo que Trump apelaba a un electorado blanco de verdes y ordenadas avenidas, millones de personas vivían asomadas al abismo de perder el techo que les estaba dando refugio ante una pandemia cuya cifra de contagios no paraba de crecer.

La gente tiene mucho miedo. Por un lado, está el hecho de que los fondos federales de los paquetes de estímulo se acaban y, con un Senado estancado [en aquellas fechas el poder legislativo estaba más centrado en sacar rédito electoral de disputas relativas a las ayudas que de aprobar nuevas medidas], nadie sabe si se extenderán. Por otro, está el miedo de que finalicen las moratorias contra los desalojos. Quiero recalcar, además, que muchas familias ni siquiera van a obtener ayudas porque no tienen permiso de trabajo. Además, estamos encontrando que muchas barreras tecnológicas y de idioma han supuesto que gente que podría haberlas recibido no haya accedido a las mismas.

Stephanie Herron Rice es abogada especialista en temas de vivienda en Massachusetts. En el momento en el que hablamos, asegura que hay cinco mil casos pendientes de desahucio congelados en su estado por la moratoria impuesta debido a la pandemia, pero que, una vez levantada, esperan alrededor de 20 mil casos nuevos. Teniendo en cuenta que la media anual es de unos 30 mil, «estamos hablando de más de la mitad de los desalojos en un año en cuestión de muy pocos meses». Desde Pensilvania, su colega Daniel Cortés dibuja un panorama similar y además pone el dedo en la llaga remarcando dos cosas. La primera, que ni siquiera es posible conocer la magnitud de la catástrofe porque no existen cifras nacionales de desalojos: «No tenemos un centro de información federal de los casos civiles estatales. Cada estado maneja su base local y cada uno de ellos tiene su propio sistema para registrarlos. Algunos tienen esa información pública y otros no, por lo que se vuelve un trabajo de investigación, de ir a las redes, a los sistemas de cada juzgado, y tratar de averiguar qué está pasando». La segunda, que la crisis del acceso a la vivienda antecedía a la pandemia:

Yo no creo que las autoridades entiendan cómo funciona esta crisis. Esto ha sido un problema antes de la covid-19, el problema de la gente que vive al día, que ve cómo los precios suben mientras los ingresos se estancan. Frente al discurso de que vivimos en un mercado libre, donde, si no te gusta o no puedes pagar, en teoría puedes ir a otro lugar, está la realidad. En la práctica, hay escasez de acceso a la vivienda.

Su colega Herron pone las cifras encima de la mesa: «Antes de la pandemia ya había más desalojos cada año que en el punto más alto y crítico de la recesión de 2008, con más de 2,3 millones de desalojos registrados en los juzgados del país anualmente. Esto sólo habla de los desalojos registrados, pero sabemos que muchos son llevados a cabo más informalmente o, mejor dicho, ilegalmente». Así, los datos más fiables sobre la epidemia de perder un techo son aquellos ofrecidos por el Laboratorio de los Desalojos de la Universidad de Princeton. Creado en 2017, la idea partió del investigador Matthew Desmond, quien en 2008 se dio cuenta de la necesidad de recopilar un estimado nacional. Con la ayuda del laboratorio, Emily A. Benfer, presidenta del Comité de Trabajo sobre Desahucios de la Asociación de Abogados de Estados Unidos, llegó en verano de 2020 a la siguiente conclusión: «Nunca habíamos visto este grado de desalojo en una cantidad de tiempo tan corta en nuestra historia. Aproximadamente 10 millones de personas, durante un periodo de años, fueron desplazadas de sus hogares tras la crisis de ejecuciones hipotecarias en 2008. Estamos viendo entre 20 y 28 millones de personas en este momento, entre julio y septiembre, afrontando desahucios». La propia Oficina del Censo de Estados Unidos publicaba una encuesta en la que revelaba que una cuarta parte de los inquilinos latinos y afroamericanos habían pospuesto el pago del alquiler en mayo de 2020 y la mitad mostró su preocupación por no poder pagar la renta del mes siguiente.