Esclavos Unidos

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El colapso nacional durante el verano de 2020 sólo se evitó a golpe de moratorias de desalojos. En medio de esa distopía, en la que mientras millones vivían con la ansiedad permanente de perder sus casas y en la que algunos políticos se esforzaban por apelar a las familias blancas de perfectos barrios suburbanos, los legisladores decidían irse de vacaciones hasta septiembre. Sólo las elecciones presidenciales, que estaban por llegar en un par de meses, ocupaban el cronograma de sus mentes. Mucho tiempo después de los comicios, la situación relativa a los desahu­cios continúa sin resolverse, posponiéndose mediante aplazamientos sobre el papel que, en la realidad, ni siquiera se cumplen en muchos territorios.

II

TRABAJAR COMO UN ESCLAVO

La prueba de nuestro progreso no es si agregamos más a la abundancia de los que tienen mucho; es si proporcionamos lo suficiente a los que tienen poco.

Franklin Delano Roosevelt, «Segundo discurso inaugural»

Jobs, jobs, jobs! o el espejismo de los datos de empleo

Puede que el Memorial weekend o fin de semana de los caídos sea el más deseado en una nación con una decena de festivos federales por año. Celebrado cada final de mayo, fue elegido como fecha para honrar a los soldados estadounidenses muertos en combate. En la práctica, se ha convertido en el comienzo no oficial de la temporada de verano, por lo que miles de trabajadores aprovechan para atascar carreteras y autopistas cuajadas de banderas y letreros patrióticos en defensa de todas las ramas del ejército. Rebecca Wood, sin embargo, lo recuerda siempre como el día en el que pasó una larga y angustiosa jornada en una unidad perinatal, tras dar a luz en la semana 26 de embarazo a su hija Charlie, una bebé de apenas 790 gramos que sobrevivió contra todo pronóstico. Hablamos por teléfono ocho años después del episodio que volaría por los aires su plan de vida clasemediera. La escucho calmada y, sobre todo, riendo bastante más que cuando la conocí por primera vez en 2017.

Ya llevamos un año viviendo en Boston. Después de llevar tanto tiempo luchando por un sistema de salud justo, encontré trabajo como activista en una organización en Massachussetts. Nos mudamos porque aquí tengo algunos amigos y la verdad es que fue un acierto. Ahora ya estoy bien, ya sí me alcanza con este empleo. También porque una ya ha aprendido algunos trucos, como no decir nunca que soy madre soltera a la hora de postular para el alquiler de un apartamento.

Cuando Rebecca se quedó embarazada, ella y su marido, ambos con estudios universitarios, estaban mirando casas para comprar. A la salida del hospital, la idea de ser propietarios se esfumó durante la dura batalla que tenían por delante para hacer frente al ingente número de facturas por copago que su seguro médico les iba remitiendo a cada tratamiento, medicamento o visita de Charlie.

Ni siquiera puedo darte una cifra de todo lo que nos costó porque, sinceramente, no era sólo el dinero. Para que te hagas una idea, Charlie necesitaba alimentarse con una fórmula especial que costaba 27 dólares al día. Se suponía que nuestro seguro cubría todo o parte de ese gasto, pero, hasta que lo aceptaron, estuve dos meses día y noche luchando para conseguirlo. Toda esa energía para algo mínimo en un momento en el que tienes a una recién nacida con problemas, en terapia y que ni siquiera sabes si se desarrollará correctamente, así que imagina todo lo demás.

Ante una situación de este tipo caben dos reacciones: abrumarse o envalentonarse. Mientras su marido contenía la respiración bajo la ola, Rebecca se subía a una tabla y convertía su lucha personal en colectiva. Así, acabaron por distanciarse.

Cuando me separé, me di de bruces con la realidad. Aun trabajando a jornada completa no habría podido pagar el cuidado de mi hija. Lo único que encontré con un poco de flexibilidad fue conducir para Uber, llevar pedidos de comida a través de diferentes aplicaciones… ya sabes, todo eso. Fue muy humillante y frustrante porque me sentía una madre terrible, entrando corriendo a restaurantes para recoger la comida mientras tenía a la niña durmiendo en uno de los asientos del coche. No me derrumbé porque me decía a mí misma que era algo extraordinario y temporal. Sin embargo, una noche estaba en casa y un amigo me envió una tarjeta regalo para pedir comida. Charlie estaba durmiendo la siesta, así que salí a recoger el pedido y vi que quien lo había traído era una madre con un niño durmiendo en el asiento trasero. Dije, mierda, no soy yo sola. Hay algo muy mal en nuestra sociedad cuando esta es la única salida a la que se están viendo abocadas muchas madres.

El 6 de marzo de 2020 Donald Trump tuiteó uno de sus recurrentes lemas, «JOBS, JOBS, JOBS!», acompañado de una noticia sobre los resultados de empleo del mes de febrero, aquellos que podían considerarse los últimos antes del estallido de la pandemia. Eran espectaculares, apenas una tasa de desempleo del 3,5%. Dos meses después, 40 millones de ciudadanos habían solicitado algún tipo de prestación por pérdida de sus trabajos, una volatilidad que sólo se entiende prestando atención a lo que realmente había y hay detrás de las cifras milagro. No existe ni un solo territorio en Estados Unidos en el que un trabajador con el salario mínimo y empleado a tiempo completo pueda acceder a un alquiler de un apartamento de una habitación y llegar sin problemas a final de mes. Un análisis de Brookings de noviembre de 2019, en plena fiesta de números de ocupación laboral, estimaba que al menos 53 millones de estadounidenses entre los dieciocho y los sesenta y cuatro años, es decir, el 44% del mercado, casi la mitad de los trabajadores, estaban cobrando bajos salarios, con un ingreso anual promedio de aproximadamente 18 mil dólares. De ellos, más de la mitad eran personas de menos de cincuenta años, precisamente la edad en la que los individuos tienen y crían hijos. Además, muchos de ellos eran los únicos que registran ingresos en el seno familiar. Así, antes de la pandemia, casi un tercio de los estadounidenses vivía por debajo de la línea de pobreza federal, marcada en los 36 mil dólares anuales para una familia de cuatro miembros. Mujeres y trabajadores afroamericanos son los grupos con una mayor sobrerrepresentación en esta suerte de fuerza laboral masiva de segunda.

La neoesclavitud es además una plaga generalizada. En el análisis realizado por Brookings, donde tuvieron en cuenta los datos de casi 400 áreas metropolitanas, observaron que la proporción de trabajadores con salarios bajos[1] siempre está entre un 30 y un 60%. Aunque los lugares más afectados se sitúan sobre todo en el sur y el oeste de Estados Unidos, con una fuerte presencia de inmigrantes y, por lo tanto, mano de obra explotada, como Yuma en Arizona o McAllen en Texas, las urbes más ricas tampoco escapan a la vergüenza. Economías productivas y que por lo general registran algunos de los sueldos más altos de la potencia económica global albergan entre sus lujosos edificios de oficinas cientos de miles de sujetos que apenas llegan a fin de mes. Casi un millón de trabajadores mal pagados en la región de la capital, Washington DC, 700 mil en Boston y San Francisco o más de medio millón en Seattle. Imaginen además sobrevivir en esa situación en una jungla asfaltada de precios desorbitados. Un informe de la propia Reserva Federal da cuenta de los malabarismos y el ahogo de la clase trabajadora: tres de cada 10 adultos en Estados Unidos registran ingresos familiares que varían de mes a mes y uno de cada 10 experimentó en 2017 enormes dificultades debido a esto. Se calcula que uno de cada cuatro adultos menores de treinta años y el 10% de todos los adultos en general reciben ayuda económica de alguien que no vive con ellos.

Lo que no cuentan las estadísticas

Una larga fila de adultos cobijados bajo abrigos, gorros, bufandas y con apenas los ojos y la nariz a la intemperie esperaba ante las puertas de un lujoso establecimiento en la capital en pleno enero del año 2019. Eran funcionarios y trabajadores de empresas contratistas del estado. El motivo, recibir comidas gratuitas preparadas por la ONG del popular chef español José Andrés, quien impulsó la iniciativa después de que más de 800 mil empleados llevasen apenas un mes sin cobrar sus salarios debido al cierre del Gobierno. En total fueron 35 días en los que el Gobierno federal se quedó sin fondos debido básicamente al veto de Trump, que no quiso aprobarlos porque no contenían la financiación que el presidente exigía para la construcción del muro en la frontera con México. ¿Cómo personas con contratos fijos e ingresos estables corrían el riesgo de pasar hambre ante una falta temporal de sueldo? Siguiendo con el análisis citado anteriormente, la Reserva Federal llegó a la conclusión de que cuatro de cada 10 adultos en Estados Unidos serían incapaces de hacer frente a un gasto inesperado de 400 dólares y más de la quinta parte no podía hacer frente a todas las facturas. Unos cálculos que, para la mayoría de las ONG, se quedan cortos. Tomando como ejemplo las estimaciones de United Ways, al menos el 43% de los hogares en Estados Unidos no puede pagar lo básico para vivir, es decir, sus miembros no ganan lo suficiente para cubrir el coste combinado de vivienda, alimentos, cuidado de los niños, atención médica, transporte y al menos un teléfono móvil. Esta organización parte de la siguiente premisa: la medida oficial del Gobierno estadounidense subestima la pobreza. Creada hace más de 45 años, la fórmula estatal se basa solamente en el coste de la alimentación y se aplica de manera estándar a todo el territorio. Así, en la época actual, elementos como los que United Ways toma en cuenta marcan de igual manera las necesidades básicas y son más o menos difíciles de cubrir en función de donde se viva. Cuando esta organización estableció una nueva «medida de coste real» y la aplicó, los resultados fueron demoledores: sólo en California, en un momento en que dicho estado había superado a Reino Unido como la quinta economía más grande del mundo, casi cuatro millones de hogares no llegaban a final de mes, y de estas familias, nueve de cada 10 tenían a un adulto trabajando. Henry Gascón, director de programa y desarrollo de políticas de la organización en ese estado, desmonta así varios mitos:

 

Al contrario de lo que popularmente podría creerse, las familias pobres no son sólo aquellas que se benefician de ayudas públicas. Son familias trabajadoras que viven con tremendos desafíos. Por ejemplo, aquellas con dos adultos en edad de trabajar con uno de ellos en el comercio minorista, cuyas horas y el pago recibido fluctúan significativamente a lo largo del año. Volviendo al tema de las ayudas, además, una de las cosas que descubrimos es que en California no se reclaman hasta cinco mil millones de dólares en asistencia disponibles cada año porque las familias simplemente no saben que pueden optar a ello o no se les proporciona esa información.

Los hogares más golpeados: las madres solteras, con un 72%, y los inmigrantes, con un 62%.

Lo dice la ONU

«La igualdad de oportunidades, que es tan apreciada en teoría, es en la práctica un mito, especialmente para las minorías y las mujeres.» Aunque ha nacido y crecido en Australia, Philip Alston conoce bien la realidad estadounidense. Doctorado en la Universidad de California, es de aquellas personas que, lejos de flotar en la burbuja social que le brinda su estatus, lleva toda la vida explorando lo que hay fuera de ella para contarlo a quien quiera oír. Alston es autor de uno de los textos que ha dejado más recientemente desnuda la propaganda del emperador. Enviado especial por Naciones Unidas para investigar la pobreza, a finales de 2017 concluyó, entre otras cosas, que «el sueño americano se está convirtiendo rápidamente en la ilusión estadounidense». Huyendo de equidistancias, Alston remarcó que «si bien Estados Unidos es uno de los países más ricos, poderosos y tecnológicamente innovadores del mundo, todo esto no se está aprovechando», teniendo en cuenta que hay al menos 40 millones de personas pobres y que registra la mayor tasa de pobreza infantil entre las naciones más ricas. Es decir, entre este dato y el de una tasa de pobreza juvenil más alta de la OCDE (afecta a una cuarta parte de ellos), Estados Unidos no sólo tiene secuestrado su presente, sino también su futuro.

En sus conclusiones, Alston incluso apeló al llamado excepcionalismo estadounidense, la teoría que promueve que esta nación es cualitativamente diferente a las demás y que, por lo tanto, no debe estar sujeta a las reglas que se aplican al resto (es más, esa supuesta superioridad les sirve de base a la hora de justificar la exportación de sus «valores» al resto del mundo). En este sentido, el enviado especial de Naciones Unidas concluyó que el tan aclamado excepcionalismo estadounidense, en realidad, debería más bien ser motivo de vergüenza nacional: «En lugar de darse cuenta de los admirables compromisos de sus fundadores, los Estados Unidos de hoy han demostrado ser excepcionales en formas mucho más problemáticas que chocan sorprendentemente con su inmensa riqueza y su compromiso fundacional con los derechos humanos. Como resultado, abundan los contrastes entre la riqueza privada y la miseria pública». El informe fue tan demoledor que ocupó varios días titulares entre la prensa considerada más progresista y local de los lugares que Alston visitó. Pese a ello, lo que posteriormente ocupó las cabeceras, esta vez de todos los colores, no fueron políticas destinadas a paliar lo expuesto, sino la crítica despechada de quien fuese embajadora de Washington en la ONU. «Evidentemente, es ridícu­lo que Naciones Unidas examine la pobreza en Estados Unidos», aseveró Nikki Haley, quien calificó la osadía de documento «engañoso y políticamente motivado» sobre «el país más rico y más libre del mundo».

Pero la medida de la pobreza no es el único indicador trasnochado en Estados Unidos y para el que no parece haber ganas de ajustarlo –quizá, por miedo a obtener resultados más próximos a la realidad–. También existen imprecisiones y fallos en el análisis del cómo son los trabajos, algo que en parte explica lo primero: si no sabemos exactamente el grado de explotación, difícilmente podrá entenderse por qué en un contexto de pleno empleo la gente no vive, sino que sobrevive.

En mi caso empecé en la llamada gig economy (concepto que en Estados Unidos se emplea para referirse al trabajo por cuenta propia o ser autónomo) para poder hacerme cargo de mi hijo a la vez que trabajaba, dado que soy madre soltera; pero en nuestro grupo somos además personas que tenemos que cuidar a nuestros mayores y necesitamos a la vez un empleo. Estudiantes, inmigrantes, personas discapacitadas o gente con trabajos que, aunque son a tiempo completo, no tienen horarios definidos y necesitan un ingreso extra porque el salario no es suficiente.

Ashley Johnson describe así a la miríada de personas que, como ella, conforman la no plantilla de la aplicación informática mediante la cual ellos realizan la compra en el supermercado para quienes pagan por dicho servicio. En el momento en el que hablamos, acaban de ir a la huelga por quinta vez:

Aunque me encanta la amplia disponibilidad de horario y realmente disfruto a la hora de servir a los clientes, trabajar para Instacart, Shipt o DoorDash (empresas de aplicaciones de compra y reparto de comida) es una experiencia deshumanizante. Estamos constantemente lidiando con salarios bajos o control continuo del empleador, pese a ser falsos autónomos y, por lo tanto, los únicos responsables de nuestros impuestos, protecciones y gastos en general. Estamos controlados por algoritmos, clasificaciones y herramientas que, por ejemplo, dan a la compañía el poder de ocultar la opción de darnos propinas. Al principio la demanda era mucha y éramos pocos, pero, debido al aumento de la contratación, cada vez ingresamos menos: en mi caso he vivido cuatro recortes salariales en un solo año. Mientras la frustración crece, también las horas que debemos trabajar para compensar, hasta el punto de agotar los pocos recursos financieros de los que disponíamos, así como el tiempo para poder encontrar otro trabajo. Lo mismo les sucede a los conductores de Uber, Lyft, Uber Eats, Grubhub, Postmates, etc. (empresas de transporte de pasajeros y de reparto de comida a domicilio).

En el caso de los dos primeros servicios, además, con el agravante de que sus precios están acabando por desmantelar la competencia tradicional, como por ejemplo los taxistas, y, por tanto, cualquier opción laboral similar. Johnson continúa:

La mayoría de estas compañías empiezan pagando bien para posteriormente hacerlo muy por debajo del salario mínimo. Aunque los servicios prestados son necesarios, como lo es la necesidad de mano de obra, quienes dirigen estas empresas sólo se centran en la salida a bolsa, sus propios beneficios y la codicia. No ven a los trabajadores o los clientes como seres humanos y tomarán todas las medidas imaginables para reducir los costos laborales. Mientras, yo debo cubrir el seguro del auto­móvil, las reparaciones, la gasolina, el registro, cualquier tarifa de peaje o estacionamiento e impuestos. No cotizo para el desempleo o baja laboral, no tengo requisitos de descanso por hora o cualquier mínima protección laboral. Se han tomado medidas legales para tratar de abordar el problema en algunos estados como California, pero hasta ahora ninguno de ellos ha conseguido una solución perfecta.

Tan sólo un mes después de esta conversación, trasciende que la aplicación para la que trabaja estaba presionando al alcalde de Seattle para obtener el veto de un proyecto de ley, ya aprobado por unanimidad por el ayuntamiento, que exigía el pago de un plus de peligrosidad para los trabajadores de entrega de alimentos de dos dólares y medio por pedido durante la pandemia.

Volvamos al cómo es posible que haya tal abismo entre las amables cifras y la cruda realidad. En este punto, cabe destacar que ni siquiera hay acuerdo en definir la gig economy (¿quiénes son realmente trabajadores por cuenta propia?), porque existe un debate entre quienes incluyen en la misma a cualquier tipo de autónomo y quienes abogan por establecer diferencias. Sea como sea, no hay una medición oficial del impacto de la misma. Un trabajo de la Oficina Nacional de Investigación Económica llegó a la conclusión de que el Gobierno de Estados Unidos simplemente no está comprendiendo este enorme segmento de la fuerza laboral. Una de las estimaciones más fiables es la de la encuesta «Freelancing in America» de 2019, donde se concluye que son unos 57 millones de trabajadores mayores de dieciocho años, lo que supondría el 36% de la fuerza laboral y subiendo. Así, algunas proyecciones establecen que este tipo de economía, con las anteriores características descritas –sin cobertura sanitaria, sin bajas laborales, sin seguro por desempleo o por accidente laboral, entre otros aspectos–, podría suponer más de la mitad de los empleos en Estados Unidos para el año 2027. A estas alturas cabría preguntarse si el problema es que el Gobierno no está entendiendo el fenómeno o, más bien, si, al no medir su impacto real, quizá pueda hacer como si no existiera, aunque el futuro ya esté aquí. Más adelante explicaremos en qué consiste, pero antes, una vez expuesto el hecho de que buenas cifras de empleo no es sinónimo de garantía de subsistencia para los trabajadores, habría que intentar aproximarnos a la realidad de los mismos y la de aquellos que están arriba.

Las leyes de la clase trabajadora estadounidense

Estados Unidos es la única economía avanzada donde por ley no estás obligado a tener vacaciones pagadas, todo depende del criterio del empleador. En general, la media otorgada suele ser de una quincena por año, muy lejos del tiempo mínimo requerido por ley en la mayoría de países comparables. Así, se calcula que uno de cada cuatro trabajadores estadounidenses no goza ni de vacaciones ni de festivos remunerados. En contraposición, los ciudadanos de la Unión Europea tienen garantizados al menos 20 días de vacaciones pagadas por año y, de ellos, España ofrece la mayor cantidad total de días libres con remuneración. Esto supuso que, hace algunos años, un 41% de los trabajadores estadounidenses no tomaran vacaciones ni festivos. En comparación, los empleados de este país trabajaron de promedio 419 horas más que los alemanes, según datos de la OCDE.

En Estados Unidos tampoco existen requisitos legales federales que garanticen el pago de las licencias por enfermedad. Aunque una docena de estados están introduciendo sus propias políticas en este sentido, con aproximadamente 10 días de máximo de baja por enfermedad anuales remunerados, según la Oficina de Estadísticas Laborales sólo la cuarta parte de los empleadores estadounidenses ofrece más de esos 10 días pagados por enfermedad al año. Eso sí, sólo pueden pedirse tras trabajar durante un año de manera continuada en la misma empresa.

En Estados Unidos no existe ley alguna que garantice los pluses de peligrosidad en determinados trabajos. De hecho, incluso durante la pandemia, a mediados de mayo ya se registraba la primera ola de empresas que, si bien habían apostado en un primer momento por valorar económicamente la máxima exposición de trabajadores esenciales, tan sólo unos meses después y pese al mantenimiento del peligro decidían retirarla. Amazon, Walmart, Target o Kroger Co –esta última incluso llegó a llamar al bonus «Héroes»– eran algunas de las grandes en cancelar los pluses, pese a que en algunos de esos casos las compañías estaban registrando ganancias récords.

En Estados Unidos el salario mínimo federal está establecido en 7,25 dólares la hora desde el año 2009. Pese a que Barack Obama intentó aumentarlo para algunos trabajadores federales a 10,10, la iniciativa no prosperó. Posteriormente, otro proyecto de ley aprobado por la Cámara de Representantes aún más ambicioso se estancó en el Senado. Para hacernos una idea de la pérdida de poder adquisitivo, para simplemente haber mantenido mínimamente el ritmo de la inflación, dicho salario debería haber llegado a los 10,15 dólares la hora en el año 2018 según estimaciones muy conservadoras. Si bien es cierto que, en 2020, 29 estados, la capital y algunas ciudades ya habían aprobado por sí mismos aumentos, prácticamente la mitad del país cobra una cantidad muy por debajo de lo que podría considerarse como miseria. Tanto es así, que un empleado a tiempo completo ganando el salario mínimo federal está muy por debajo de la línea de la pobreza. Si hablamos de asalariados en familias de cuatro integrantes, al final del año les faltarían más de 11 mil dólares para poder superar dicho umbral. Cabe recordar que estamos hablando de trabajos a tiempo completo y ya en 2019 se calcula que al menos 26,94 millones de trabajadores estadounidenses de los 157 millones que suponen la fuerza total de trabajo lo hacían a tiempo parcial, una cifra con tendencia al alza desde los años noventa.

 

«Por salario digno me refiero a más que un nivel de subsistencia. Me refiero al salario de una vida digna», dijo el presidente Franklin Delano Roosevelt en el año 1933. Cinco años después entraría en vigor el salario mínimo federal y, hasta 1968, aumentaría en función no sólo de la inflación sino del crecimiento de la productividad. Es decir, el salario mínimo en su origen no sólo tenía la intención de cubrir los gastos básicos de aquellos trabajadores con menores ingresos, sino de ir incrementando las posibilidades de estos para adquirir mayores bienes y servicios. Según cálculos publicados por Dean Baker, codirector del Centro de Investigación Económica y Política, de haber seguido con esta tendencia, el salario mínimo estadounidense debería ser de 24 dólares la hora, frente a los 7,25 actuales. Tras ganar la presidencia, Joe Biden planteó oficializar los 15, estableciendo, sin embargo, un más que sospechoso plazo de implementación de cuatro años desde el inicio de su mandato. No obstante, a la primera de cambio, los demócratas sacrificaron la medida en el Congreso. Como premio de consolación, el presidente decretó ese sueldo mínimo para aquellos trabajadores de empresas subcontratadas por el Gobierno federal, unos cinco millones (de los cuales muchos ya cobraban dicho salario). Pura propaganda con sello demócrata para el ingente movimiento activista que lleva una década abogando por un aumento salarial general.

El estado del sindicalismo

En Estados Unidos, la proporción de trabajadores afiliados a un sindicato se ha reducido a la mitad en poco más de tres décadas, siendo en 2019 de un 10,3% según la Oficina de Estadísticas Laborales. Tampoco es que históricamente haya sido para tirar cohetes, puesto que el máximo registrado en 1954 fue de casi el 35% de la fuerza laboral. Toda una paradoja –o no, como veremos– teniendo en cuenta que los miembros de sindicatos en general ganan más que aquellos que no están afiliados, según estadísticas del propio Gobierno de Estados Unidos. Una encuesta del Pew Research Center de 2018 reflejaba que más de la mitad de los estadounidenses cree que la disminución de la sindicalización ha sido mala y casi la mitad dijo en julio de 2019 que los sindicatos tienen en general un efecto positivo, frente a un 28% que describió su impacto como negativo. A nivel académico, son abundantes los estudios que muestran los beneficios de estas organizaciones; como un análisis en Economic History Review en el que demostraban cómo el auge de los sindicatos en los años treinta y cuarenta redujo la desigualdad, u otro trabajo en el que se comprobaba cómo los políticos del Congreso de Estados Unidos son más sensibles a la situación de pobreza de los distritos que registran mayores tasas de sindicalización.

Los trabajadores estadounidenses reciben a diario propaganda que les dice que los sindicatos existen para robar el dinero de sus cuotas y quitarles sus libertades. Con ataques políticos y legales que empujan a los miembros individuales a abandonar fácilmente su membresía, los sindicatos pierden rápidamente terreno si los funcionarios sindicales no involucran activamente a los miembros más allá de la renegociación del convenio colectivo cada dos años. El debilitamiento del movimiento sindical organizado se remonta al periodo McCarthy. A través de las investigaciones del Congreso, la vigilancia del FBI, los ataques legales mediante la Junta Nacional de Relaciones Laborales y el uso de la ley conocida como Taft-Hartley –que restringe las actividades y el poder de los sindicatos–, la clase dirigente purgó con éxito a los socialistas y comunistas de nuestros sindicatos y, con ellos, se fue el centro de gravedad. Esto además le costó al movimiento sindical a largo plazo su independencia política. La realidad es que todavía no nos hemos recuperado del impacto del macartismo. Mientras, los sindicalistas de hoy tienen miedo a mirar hacia la década de 1930, el punto más alto de la lucha de clases en nuestra historia laboral, porque supone comprender la necesidad de reconectarnos con nuestro legado radical para no repetir sus pérdidas. Supone reconocer que sólo podemos ganar cuando nuestros sindicatos estén arraigados en una ideología socialista, con capacidad organizativa y mediante nuestro propio partido obrero independiente. Con liderazgo, disciplina y militancia. Cuando los trabajadores de primera línea, nuestras hermanas, hermanos y trabajadores de todos los géneros, están muriendo en una pandemia por la falta de equipos y protecciones en su lugar de trabajo en el país más rico del mundo, es nuestro deber poner la mirada en una sociedad en la que no tenga que morir ni un trabajador más para enriquecer a un multimillonario.

Yasemin Zahra es presidenta de la federación nacional de sindicatos y otras organizaciones laborales, Labor Against Racism and War. Fundada en 2003, lideró una histórica campaña de base que logró que la Federación Estadounidense del Trabajo y el Congreso de Organizaciones Industriales se pronunciase contra la Guerra de Iraq, la primera vez que dicha federación tomó una postura en contra de la guerra. Zahra comprendió la necesidad del enfoque global y antiimperialista en la lucha sindical en un viaje a Corea del Sur:

La parte más impactante del trabajo fue experimentar los niveles extremos de propaganda estadounidense que muestra la prensa generalista y el grado en el que se miente regularmente a los trabajadores estadounidenses sobre cuestiones de asuntos internacionales para justificar más guerras. ¿Quién arriesga su vida por la guerra del rico por petróleo, recursos y codicia? La clase trabajadora, esto no ha cambiado. Son los pobres los que siempre terminan pagando estas intervenciones con sufrimiento y pérdida. Las intervenciones estadounidenses y las guerras perpetuas no benefician a los trabajadores ni en casa ni en el extranjero. Mientras que los trabajadores estadounidenses se alimentan del patriotismo y el excepcionalismo de Estados Unidos, la clase patronal de multimillonarios y millonarios no tiene lealtad a los trabajadores de ningún país. Trabajarán en cualquier rincón del mundo para obtener la mano de obra más barata posible. Terribles acuerdos comerciales como el NAFTA y el TPP lograron exactamente eso al enviar empleos estadounidenses al extranjero y cerrar fábricas en masa para que las corporaciones pudieran evitar pagar impuestos y un salario digno. Los directores ejecutivos corporativos y los políticos corruptos de ambos lados mintieron a los estadounidenses diciendo que estos acuerdos comerciales crearían más empleos. Fue exactamente lo contrario. Los trabajadores estadounidenses sólo podrán comenzar a luchar cuando entendamos que nuestra economía está interconectada globalmente y que el trabajador de la confección en el extranjero que apenas gana lo suficiente para sobrevivir no es nuestro enemigo.

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