Lluvias

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Mi abuela materna le pidió a mi madre su opinión; ella, pellizcándola y casi llorando, le pedía que se callara. Por otra parte, mi abuela paterna agarraba a mi padre para buscar su apoyo.

—Hijo, ¿cómo puedes estar a favor de esa mujer que quiere que muera pronto tu hermano? Ella será tu suegra, pero ya no la quiero ver ni muerta. Si no se hace algo inmediatamente, me marcharé de esta casa.

—No. Yo seré la que se marche. ¡Me avergüenza estar aquí! Prefiero morirme de hambre en la calle, antes que estar en esta casa de comunistas…

De repente mi abuela, que tenía un tono muy severo, se quedó en silencio, levantó la cabeza y se quedó mirando a mi padre que estaba frente a ella. No se atrevió a terminar la frase, al parecer algo la frenaba. Dirigió la mirada a su hija y, finalmente, se quedó mirándome, moviendo la cabeza como si sintiera lástima. Luego bajó la vista; parecía que depositaba toda su tristeza en ese canasto. Lo acercó y, silenciosamente, como una sombra, siguió en su labor. Su rostro estaba muy pálido, casi gris, parecía un cadáver de hacía dos o tres días. Lo que dijo la abuela tuvo más repercusión de lo que se podía imaginar.

Cuando mi abuela, sin querer, dijo “comunista”, a todos les pareció inaudito, quedaron atónitos. De la impresión, se quedaron pasmados, y lo único que hacían era mirar los lentos movimientos de la abuela. Hasta ese entonces, por culpa del tío comunista, la familia era señalada con el dedo por la gente del pueblo. Los paramilitares y la policía también nos tenían entre cejas y esa palabra era un tabú en la familia. El acuerdo tácito de no hablar de eso había sido hasta ahora respetado. ¿Cómo era posible que, sin pensarlo, hubiese dicho la palabra tan temida? El fatal error de mi abuela no tenía excusa alguna, por eso la sorpresa de la familia era indescriptible. Sin embargo, la más sorprendida de todos era la propia abuela. Ni siquiera intentó disculparse. Era cierto que no sacaba nada con hacerlo, pero más que eso, era que reconocía su grave error; lo demostraba no refutando las palabras de la otra abuela. La ira de mi abuela paterna era casi indescriptible: saltaba de ira, le salía espuma por la boca y estuvo a punto de desmayarse. Varias veces le dijo a mi padre que las echara de casa, también a mi tía, incluso a mi madre.

—¡Hoy debes echarlas!, y antes de que salgan revísales bien los bultos. Hace unos días se me perdió el pasador de plata. Ya me imagino quién es la que tiene malas costumbres.

Mi tía se fue silenciosamente a su habitación. Mi abuela, después de atacarla sin compasión, se tumbó rendida, como una fiera que vence en la batalla. El breve silencio fue roto por el abrupto llanto de mi madre, luego mi padre dio un grito que pareció un trueno:

—¿Por qué no cierras esa maldita boca?

El silencio era más torturante que el estruendo. Mi padre salió muy molesto de casa. Mi abuela materna, con sus flacas y temblorosas manos, se quedó sola hasta muy tarde en el corredor pelando chícharos. Mi padre regresó a casa en la madrugada, muy borracho, con un aliento que olía a caqui.2

El monte Geonji, cubierto de negras nubes, siguió siendo atacado por los rayos esa noche. Las fogatas que se podían ver casi a diario desaparecieron por completo al empezar el periodo de lluvias. Al mirar hacia el monte se podía ver la triste y vacía figura de la abuela sentada en el corredor. A pesar de que los rayos caían como el día en que mi abuela había echado maldiciones a los comunistas, esta vez permaneció en absoluto silencio. Desde esa gran discusión, mi abuela materna no quiso hacer ningún comentario. Sólo se dedicaba a pelar chícharos, como si fuera su única labor hasta la eternidad.

3

En el lugar donde nosotros jugábamos aparecieron un señor, que escondía su rostro bajo un sombrero, y un muchacho, que poco tiempo antes había venido a nuestro pueblo como refugiado desde Corea del Norte. El muchacho tenía la cara llena de granos y, a pesar de ser pleno verano, la mugre se lo comía. Mientras se rascaba la desnutrida panza, le dijo al señor algo en secreto, señalándome con el dedo. El señor, escondido bajo el sombrero, me clavó una mirada inquisitiva. Sacó algo de su bolsillo y se lo dio al muchacho, que salió sin mirar atrás, arrancando como un conejillo. El señor se dirigió directamente hacia mí. Era alto, de piel muy morena, con una mirada muy afilada. Los pasos con que se dirigía hacia mí eran decididos y seguros, su presencia me dio cierto temor.

—¡Qué tierno!

De repente pareció fruncir el entrecejo, pero inesperadamente cambió su rostro y me dirigió una dulce mirada. Tuve una sensación totalmente opuesta a la primera impresión. Me hizo un cariño en la cabeza.

—¡Qué buen chico serías si me contestaras bien lo que te quiero preguntar!

Su actitud me dejó muy desconcertado. No podía mirarlo a los ojos, me quedé cabizbajo y sólo atiné a abrir y cerrar las manos sin sentido. Tenía en la mano el pasador de plata de mi abuela. Era estupendo para jugar a los clavos con mis amigos del vecindario, pues como le había afilado la punta, al clavarlo nadie lo podía derribar.

—¿Tu padre se llama Sungu Kim, no?

El hombre se desabrochó un botón de su blanca camisa.

—Entonces, ¿Suncheol Kim es tu tío, verdad?

El señor se sacó el sombrero. Hasta entonces no le había contestado ni una sola palabra, pero aquel hombre me alababa:

—¡Ah! Ya lo veo, eres muy buen chico. Contestas muy bien.

Empezó a abanicarse con el sombrero.

—Soy amigo de tu tío. Somos muy buenos amigos, pero hace mucho que no nos vemos. Ahora tengo algo muy importante que contarle. ¿Sabes dónde está tu tío?

Ese señor que veía que por primera vez en mi vida hablaba con el fino acento que se usa en la capital, como el de mi tía.

—¡Uf, qué calor hace aquí! ¿Qué te parece si vamos a conversar a un lugar más fresco?

No dejó que los otros chicos con los que jugaba vinieran con nosotros.

Fuimos a una loma y se detuvo bajo la sombra de un árbol, donde no nos veían los demás, luego empezó a buscar algo en su bolsillo.

—Sin falta, tengo que decirle algo a tu tío, si me dices dónde está, te doy esto —me lo dijo sacando cinco cosas planas envueltas en un papel plateado, luego desenvolvió una y me la puso frente a la nariz.

—¿Has probado alguna vez esto?

Lo que me ofrecía era algo aceitoso, color café y desprendía un aroma delicioso.

—Es chocolate. Si me contestas a lo que te pregunto, te los daré todos.

Hice mis mayores esfuerzos por no mirar esos extraños y tentadores dulces, pero sin darme cuenta la boca se me llenó de saliva.

—No tienes por qué tener vergüenza. Los niños buenos se merecen algún premio. ¿Qué te parece? ¿Vas a contestarme? Si me lo dices, podré encontrarme con mi amigo y tú podrás saborear estos deliciosos chocolates…

No sé por qué estaba dudando. Quizás haya sido porque no podía discernir si debía recibirlos o no. Tal vez no haya sido un asunto moral, sino la inocencia de un niño de campo frente a un desconocido. A decir verdad, no me acuerdo bien, en todo caso, me demoré mucho en decidirlo.

—¿No quieres? —insistió el señor—. ¿Entonces, no quieres? —se mostró muy desilusionado—. ¡Qué le vamos a hacer! Si me hubieras ayudado, te habría dado esto, pero, en fin… No necesito esto, es un desperdicio, pero no me queda más que tirarlos…

El señor tiró un chocolate a la tierra sin darle mayor importancia, y por si fuera poco, lo pisoteó con el tacón. Luego de observar mi reacción, tiró otro.

—Pensé que eras un niño muy inteligente, pero… ¡qué lástima!

Volvió a pisotear otro chocolate, ya era el tercero. Solamente le quedaban dos. Por su forma de comportarse, era obvio que terminaría pisoteando los restantes. De repente se echó a reír a carcajadas.

—¡Estás llorando! ¡Pobrecito! Todavía no es tarde, piénsalo bien. Tu tío vino a tu casa, ¿no? ¿Cuándo fue eso?

Fue entonces cuando me di cuenta de que no resistiría su habilidad para convencerme. También me tranquilicé al pensar que realmente debía ser amigo de mi tío.

Cuando empecé a hablar fue muy difícil, pero luego de hacerlo, los recuerdos de la noche anterior empezaron a fluir como un hilo que sale de un carrete.

Según lo que recordaba, mi tía, que vive en una aldea muy apartada entre las montañas, vino a visitarnos a pesar de los ardientes rayos del sol del mes de junio.

Incluso en época de revueltas, ella venía a nuestra casa sin avisar y se quedaba dos o tres días, por eso, esta vez no me extrañó en absoluto su visita, pero cuando mi madre, que la acompañó a la pieza de mi abuela, salió de ahí con el rostro pálido, empecé a considerar de manera diferente la situación. Mi madre no me pidió, como de costumbre, que llamara a mi padre, sino que ella personalmente salió muy de prisa a buscarlo. Él, que estaba desmalezando el arrozal, con su ropa embarrada y sin siquiera lavarse en el pozo, se dirigió directamente a la habitación donde estaba su hermana. Mi madre, que lo seguía, cerró firmemente la puerta de la cerca, a pesar de ser pleno día. Parecía que todo el mundo estaba desconcertado. Mi madre entró a la habitación, pero la parentela materna fue excluida y, por supuesto, yo también. Hasta el atardecer estuvieron en una reunión privada en esa habitación.

A la hora de la cena, a los tres excluidos de la reunión nos sirvieron un tazón de arroz frío. Cuando ya estaba terminando, mi papá se cambió de ropa y, al salir de casa, sólo le dirigí una furtiva mirada.

—Hoy acuéstate temprano —me dijo mi madre, mientras preparaba mi lecho al lado de la abuela.

 

Todavía no era muy de noche, pero todos se habían propuesto hacerme dormir temprano.

—¿Por qué no lo acuestas en otra habitación? —dijo la hermana de mi padre, mientras me señalaba con un gesto de su mandíbula.

—No se preocupen —comentó la abuela.

—Este niño, en cuanto cierra los ojos, se duerme como un lirón, y aunque salten sobre él, no sabe nada de este mundo.

—Jugaste todo el día, debes estar agotado, duerme pronto. Hasta mañana en la mañana debes dormir profundamente ¿entendiste? —me advirtió seriamente mi madre.

Tampoco era frecuente que mi padre fuera de visita por la noche a otra casa.

Seguramente era por un asunto muy urgente. Quería estar muy despierto cuando regresara mi padre. Trataba de hacer todo lo posible por descifrar ese asunto tan enigmático de los adultos. Para lograrlo, aunque no quería, era necesario hacerme el obediente. Cerraba los ojos, pero inmediatamente me invadía el sueño, luchaba por no dormirme y paraba bien las orejas para escuchar lo que los adultos conversaban. Sin embargo, de ellas no salía ni una palabra que me sirviera de pista. Desgraciadamente, en los momentos en que debería haber estado despierto, me había vencido el sueño y dormía profundamente.

Fui despertado bruscamente por un pesado ruido en el suelo.

—¡Ay, dios! ¿Ésa no es una bomba?

Escuché la asustada voz de la abuela. Fueron mis padres, los que sentados cerca de mí, con sus grandes cuerpos, me tapaban toda la visión y apenas dejaban pasar entre ellos la débil luz de la lamparilla.

—También deja lo que tienes en la cintura —ordenó mi padre a alguien que estaba en la habitación.

Luego de vacilar un rato, frente a mi padre se sintió un ruido, como de que alguien se sacaba algo del cuerpo.

—¡Tienes dos pistolas!

—¡Qué terrible! —exclamaron mi madre y mi abuela a la vez.

Ya no tenía ni pizca de sueño, sentí un escalofrío en la espalda, como si una serpiente se deslizara. Aunque yo ya no era el tema de conversación, no podía sentirme tranquilo, por eso no podía cambiar bruscamente la dirección de la mirada. Puse toda mi atención en ese pequeño campo visual para captar todos los cambios. Fue entonces cuando se escuchó la gruesa voz de un hombre.

—¿Dongman se acostó sin saber que yo venía?

Al darme cuenta de que mi padre trataba de sentarse a mi lado, cerré rápidamente los ojos. Al moverse mi padre, quedé desprotegido de esa sombra, y la luz de la lamparilla me dio directamente en los ojos.

—No se lo conté a propósito —dijo mi madre, como orgullosa de no haberlo dicho.

—No te preocupes. Una vez que cierra los ojos, duerme como lirón —agregó la abuela.

Hubo un rato de silencio en la pieza. Parecía un ambiente desolado, en que nadie se atrevía a abrir la boca. Pero en mis oídos aún resonaba la gruesa voz de ese hombre que había venido escondido en la noche y traía pistolas y granadas.

Probablemente era mi tío, el que había salido de casa hacía meses y tenía a toda la familia preocupada por no saber su paradero, pero su voz había cambiado a tal extremo que en un principio no pude reconocerla. Era tan áspera como el ruido que haría una tinaja al rodar en un pedregal, tenía un tono desinteresado, como si nada lo pudiera entusiasmar. Hasta donde recuerdo, mi tío era una persona que siempre, en cualquier lugar, reía a carcajadas un poco groseramente, se metía en lo que no le importaba y trataba de manejar la situación; se enojaba sin razón e impresionaba fácilmente. A pesar de eso, no me cabía duda de que ésa era la voz de mi tío. También me imaginé lo cambiado que estaría su rostro. En esos pensamientos estaba, cuando de repente me empezó a picar detrás de la rodilla. Esta picazón en poco tiempo se extendió por todo el cuerpo, era como si estuviera tendido en un césped lleno de hormigueros y las hormigas pasearan por mi espina dorsal, las axilas o entre los dedos de los pies, partes en que era muy difícil rascarme sin que los adultos se dieran cuenta. Por si fuera poco, me dieron ganas de toser y se me llenó la boca de saliva.

Al parecer, lo que más les preocupaba era saber cómo vivía él en la montaña. Respecto a eso, la abuela trataba de indagar en detalle. Mi tío se limitaba a contestar sí o no, y a pesar de ser una breve conversación, a ratos parecía sentirse molesto; la abuela, sin preocuparse de los demás, acaparó todas las preguntas hasta muy entrada la noche.

—Según lo que dijiste, viven muchos en la montaña, pero me imagino que son solamente hombres. Me preocupa saber quién prepara la comida.

—Nosotros mismos la preparamos.

—¿También preparan kimchi3 y los platos para acompañar el arroz?

—Sí.

—¡Pobres! Si yo estuviera contigo, podría ayudarlos dándole buen sabor a la comida.

—…

—Pero ¿te gusta realmente esa comida?

—Sí, está bien.

—¡Ay!, me imagino cómo serán esos platos preparados por los hombres. Mientras más me entero de la situación, más me preocupo.

—No te preocupes, ya te dije que está bien.

—Cuando se mueven de un lugar a otro en la montaña ¿no te quedas a veces sin comer?

—No.

—Por muy ocupado que estés, nunca debes comerte el arroz crudo. Si lo haces, te darán retortijones. En esos lugares no hay médicos ni medicinas, siempre debes tener presente lo que te he dicho.

—No te preocupes.

—En la montaña, a pesar de ser pleno verano, debe hacer frío como si fuera invierno. Dime, ¿tienes algún pedacito de frazada para cubrirte?

—Por supuesto.

—¿Es gruesa?

—…

—No te quedes mucho tiempo en un lugar frío. Para los sabañones, las ramas de berenjena son muy buenas. Las echas a cocer, y en esa agua sumerges por un buen rato los pies y las manos, y te mejorarás pronto. Si estuviera contigo, te lo haría mañana y tarde…

—No, no te preocupes tanto.

—A mí, como madre, me duele mucho verte las manos y los pies así. Aunque estamos en una época muy difícil, te he criado como a un príncipe. ¡Mira, por dios, qué manos tienes!

—¡Ay, mamá!

Como si ya no pudiera aguantarlo, dio un suspiro profundo.

—Por favor, deja de preocuparte —dijo mi padre aprovechando la ocasión.

—¿Cómo le puedes decir a una madre que no se preocupe, si sus dedos están a punto de caerse por la congelación? —le gritó la abuela muy enojada, que seguía muy ansiosa.

A su vez, mi padre también gritó:

—Ya pronto amanecerá, no tenemos tiempo para estar hablando tonterías. Esto es algo de vida o muerte. Es absurdo hablar del kimchi o la frazada.

Ella no pudo contestar. Por supuesto, tenía muchas cosas más que decir, pero, las palabras de mi padre dejaron muda a la tan preocupada abuela.

—¿Qué vas a hacer en el futuro? —preguntó mi padre dirigiéndose a mi tío después de un largo silencio.

—¿A qué te refieres?

—¿Vas a resistir hasta el final en la montaña?

Como no respondió, mi padre otra vez le preguntó si no pensaba entregarse a la policía. Lo había estado pensando desde hacía rato y empezó a proponérselo con calma. Mi padre insistió en machacar lo desastrosa que era la vida fugitiva que llevaba. Le comentó lo tranquilo que vivía un señor cultivando el campo, luego de haberse entregado a la policía. Le sugirió ansiosamente que hiciera lo mismo. Mi padre, al conversar, mencionó varias veces la frase: “una muerte en vano”, “muerte en vano”, “muerte en vano…”

—¿Cómo puedes decir que sea una muerte en vano?

Mi tío habló de repente con un tono hosco y aseguró que en poco tiempo el Ejército Popular de Corea del Norte regresaría. Dijo que hasta que llegara ese día, resistiría firmemente y, para evitar el desastre cuando la situación cambiara completamente, le aconsejó a mi padre, en tono de reproche, que actuara con mucha cautela. Otra vez, al escucharlo, me di cuenta de que realmente estaba muy cambiado. Hablaba con extraordinaria fluidez. Nunca imaginé que el tío que había conocido antes pudiera llegar a dar un sermón de ese tipo. Era una persona que no tenía poder de convicción y a menudo terminaba usando la fuerza. Mientras recogía algo, comentó que debía regresar a la montaña antes del amanecer. Eran las granadas y pistolas. Sentí que todos empezaron a moverse.

—Si entras en esta casa, no podrás salir a tu antojo.

Finalmente abrí los ojos. Nadie se extrañó de que empezara lentamente a levantarme en medio de ese alboroto inesperado. Mi tío tenía una frondosa barba. Estaba sentado, recargándose en la pared, mientras mi padre y su hermana lo sujetaban como abrazándolo. Mi abuela, mientras remecía el brazo que tenía agarrado mi tía, comentó:

—Confiando en lo que dijo tu hermana, pensé que estabas viviendo muy cómodamente en algún lugar. Me imaginé que seguías como el año pasado sentado en una silla de la municipalidad, deteniendo a los inspectores de la fabricación clandestina de licores para castigarlos. Sin embargo, hoy me di cuenta de que no es así. Ahora que conozco perfectamente la situación, no te dejaré regresar a ese peligroso lugar, aunque tengas que pasar sobre mi cadáver.

Mi abuela tomó la mano de su hijo, se la puso en su mejilla y, mientras se acariciaba con ella, empezó a sollozar.

—Si yo pudiera acompañarte y preocuparme de tu lecho y comida, me sentiría más tranquila, pero como no puedo, no dejaré que te marches y te tendré aquí, donde te pueda ver con mis propios ojos. ¡Qué bueno sería si te quedaras cultivando el campo y luego te casaras, dándome nietecitos que pudiese cuidar!

Después de haber estado bastante rato en silencio sin opinar, mi tía le comentó lo agradable que era la vida de los que tienen una familia, y mi madre la apoyó. Mi padre trató nuevamente de convencerlo. Le explicó con detalle cómo estaba la situación de la guerra y trató de hacerle entender que el Ejército Popular le había hecho falsas promesas. Le dijo que tenía algunos conocidos en la policía, y que si les pedía un favor, podía salir ileso de esta situación. Sin embargo, mi tío rechazó la sugerencia de mi padre, diciendo:

—¿Hasta tú tratas de engañarme?

—¿Dices que te engaño?

—Ya sé todo, me lo contaron.

Lo que él sabía era que otros hombres habían leído unos volantes de la policía y, muy crédulos, se fueron a entregar, pero después se supo que los habían asesinado sin compasión. Que la policía hacía borrón y cuenta nueva, era sólo una gran mentira.

—¿Cómo puede ser que hasta tú quieras que me entregue a la policía?

—¿Qué? —en ese momento mi padre levantó la mano y le dio una cachetada. Jadeaba de rabia y lo miró furiosamente—. ¡Imbécil! ¿Crees que voy a querer que te mueras? ¿Que estoy muy ansioso de que se muera mi único hermano? ¡Estúpido!

—¿Por qué tratas así a este pobrecito?

Mi abuela abrazó a su hijo protegiéndolo y empezó a llorar. Mi papá acercó la caja con tabaco. Las manos de mi padre que enrollaban el tabaco estaban temblando. Mi tío, cabizbajo, al sentir el primer canto del gallo al amanecer, miró asustado a los que estaban en la pieza. Ya iba desapareciendo la corta noche de verano.

—Maté a personas —comentó apesadumbrado—. No fueron pocos…

Así siguió el diálogo, hasta que, finalmente, mi tío decidió entregarse. Convencerlo fue un trabajo difícil. La gran paciencia que tuvo mi padre me dejó admirado. Todas las cosas resultaron bien, como las había planeado mi padre al principio. Para tranquilizar a mi incrédulo tío, dijo que, hasta estar seguros, había que observar la situación por lo menos uno o dos días antes de entregarse. Mientras tanto, al igual que lo había hecho mi tío materno, tendría que vivir escondido entre los bosques de bambúes.

Cuando terminaron de hablar, lo único que hicieron todos fue dormir un rato, hasta que aclaró completamente el día. Fue entonces cuando mi tío, que se iba a sacar la camisa, de repente se tiró al suelo para poner la oreja y escuchar. Mi abuela se asustó.

—¿Qué pasó?

—¡Sht!

Mi tío nos llamó al silencio con el dedo en los labios y señaló con la cabeza hacia la puerta. En un instante todos cambiaron de semblante y pusieron atención a lo que sucedía afuera.

—Se oyó un ruido —murmuró.

Yo no escuché nada. Quizás a lo lejos podrían ser los insectos del pasto, pero no sentí ningún ruido humano. Mi tío siguió con la oreja pegada al suelo y no daba señas de querer levantarse. Dentro de esta tensión sofocante, sintiendo sólo los latidos de mi corazón, logré finalmente captar el ruido que había dicho mi tío. Era muy diferente a los latidos del corazón y se sentía como si pisaran la tierra lentamente. Eran pasos tan cuidadosos que no se podía distinguir si iban o venían.

 

—¿Quién anda afuera? —preguntó mi padre en voz baja, pero con un tono severo.

En ese momento se dejó de mover. De repente me pareció que eran pasos conocidos. Pensé rápidamente quién podría ser. Nuevamente se escucharon los pasos, pero esta vez se sentían más rápidos. Mi tío se levantó bruscamente, y en un abrir y cerrar de ojos pasó saltando por encima de mí, se sintió que la puerta trasera se rompía y luego se vio desaparecer rápidamente su gran figura en la oscuridad. En un instante mi tío había cruzado el bosque de bambúes. Reaccionó tan rápido que nadie alcanzó a decirle nada. Yo salí por la puerta que había roto. Di la vuelta por la cocina y salí al patio delantero. Estaba solo, pero no sentía miedo. Inspeccioné todo, desde el patio al sembradío, llegando hasta la puerta del cerco, pero no vi absolutamente nada; sin embargo, al mirar hacia la sala de huéspedes, que tenía la luz apagada, logré ver que la puerta entreabierta se cerraba cuidadosamente. Este descubrimiento me causó gran placer. Tenía razón, esos pasos eran muy conocidos para mí.

—Si hubiera sabido la situación de antemano, habría preparado algo, no pude darle nada de comer ni de abrigo… No lo supe, no pude ni siquiera darle un tazón de arroz caliente, no lo sabía —dijo la abuela.

Mi tía, que estaba al lado de la abuela que sollozaba tristemente, me agarró de la mano y me tiró hacia un lado murmurándome al oído:

—No debes contar a nadie que tu tío vino a casa, ¿entendiste? Sería algo terrible para nuestra casa que lo contaras. Nos llevarían. ¿Te quedó claro? ¿Entendiste?

Frente a nuestra puerta había muchos vecinos y se esforzaban en curiosear hacia el interior de la casa. El llanto de las mujeres de la casa se escuchaba hasta donde estaba el centenario árbol de las súplicas. Cuando me acerqué, todos clavaron la mirada en mí. Me señalaron con el mentón, parecían conversar con la mirada y cuchicheaban entre ellos. Por fin empezaron a abrir paso para hacer camino. Primero salió un señor desconocido, le seguía mi padre, un paso más atrás se veía al hombre del sombrero. Él llevaba a mi padre con las manos atadas con una cuerda que sujetaba de un extremo. Al verme, se rio con ganas y me guiñó un ojo. Mi padre se detuvo frente a mí, me miró con algo que parecía resignación y, por largo, rato trató de decirme algo, pero sin decir ni una palabra continuó su marcha. En la puerta del patio mi madre, mi tía y mi abuela estaban apoyándose unas en otras, mientras lloraban con gran desesperación. Fue entonces cuando empecé a sentir una terrible pena y remordimiento. Mientras buscaba a ese chico de Corea del Norte que le habló de mí a ese señor, ya había oscurecido, y el sentimiento de haber sido traicionado, poco a poco se fue convirtiendo en terrible ira, a ratos era tristeza insoportable que se me clavaba en los ojos y el corazón. Ese hombre del sombrero me había prometido solemnemente que jamás le contaría a nadie nuestra charla. Ésa fue para mí la primera fatal traición cometida por un adulto.

Desde esa noche estaba siempre al lado de mi abuela materna. Con ella compartía en secreto el cargo de conciencia por hablar de temas prohibidos, pero esa complicidad quizá fue lo que nos dio la energía para soportar todo tipo de pesares, apoyándonos mutuamente. Mi abuela paterna tenía un carácter muy fuerte. A veces, cuando nos encontrábamos frente a frente en la casa, ella ponía cara de asco, como si hubiese visto una serpiente; por supuesto, no me dirigía la palabra y ni por casualidad se quería sentar cerca de mí a la hora de comer.

Mi padre salió de la cárcel al cumplirse exactamente una semana. Entre tanto, mi madre iba y venía todos los días a la policía para llevarle comida. Al llegar mi padre a casa y pasar el umbral, mi madre le tiró sal en la cabeza para espantar los malos espíritus y comenzó a llorar. Su aspecto había cambiado mucho, estaba flaco y demacrado. Los ojos los tenía encuevados, los pómulos salientes y la piel de un blanco verdoso; daba una impresión muy lastimosa. Además, lo que más me dolía era el rostro de dolor de mi padre a cada paso, al cojear de la pierna derecha. La primera noche después de regresar a casa, mi padre se comió tres trozos del encarecido tofu.4 Él era de muy pocas palabras, pero ese día estaba más callado. A ratos me miraba sin decir nada, parecía que me diría algo, pero luego nuevamente se tragaba sus palabras. A decir verdad, estaba dispuesto a no huir, aunque mi padre me pegara de palos y me dejara medio moribundo. Cerca de mi padre, al alcance de su mano, había una dura almohada de madera y un palo para rascarse la espalda. Me sentía tremendamente incómodo y no me atrevía a retirarme de donde estaba él, hasta que me dijera algo y todo se tranquilizara. De rodillas, muy atento, sólo me quedé esperando. Sin embargo, mi padre no mencionó nada de lo sucedido. Sólo se limitó a hacerme el siguiente comentario antes de acostarse:

—Dongman, desde mañana tienes estrictamente prohibido salir a la calle sin mi permiso, si lo haces, te romperé las piernas de una paliza.

¡Qué feliz me habría sentido, y hasta me hubiera acostado tranquilo, si mi padre, en vez del reproche, me hubiera dado esa noche una paliza hasta casi matarme y yo le hubiese podido pedir disculpas!

4

Seguía lloviendo. A veces cesaba la lluvia por algunas horas, como un favor divino; pero a pesar de ello, el cielo seguía cubierto por densas y grises nubes que amenazaban oprimiendo la atmósfera. De repente, como si el cielo temiera olvidar lo que es la lluvia, se ponía a llover a cántaros y malintencionadamente. Todo estaba empapado. Si tocaba con el dedo en cualquier lugar, parecía que aquello reaccionaba despidiendo agua de su interior: la tierra del patio, el piso de la habitación, las paredes… etc. Todo estaba lleno de agua y lodo. El agua del pozo estaba muy sucia por la persistente lluvia y no se podía beber sin antes hervirla. Durante la noche, en la chimenea se acumulaba agua, formando un charco. Mi madre, cada vez que quería encender fuego para cocinar, reclamaba, y casi llorando tenía que vaciar el agua con un tiesto de aluminio. Era tan intenso el ruido de la lluvia y los truenos que, cuando mi padre lanzó una ventosidad, mi madre bromeó diciendo que era imposible distinguir si el ruido venía de aquel trasero o del cielo. Fue la única vez que vi a mi madre sonreír.

A pesar de ser un periodo lluvioso, todavía en las noches, aprovechando lo confuso de la oscuridad, había ataques en el centro del pueblo. Y aun cuando estaba bastante lejos el lugar de los hechos, se escuchaban claramente los tiroteos, que sonaban como frijoles saltando al ser tostados. Según las palabras de mi padre, que a pesar de la lluvia había ido en la noche a la colina sagrada donde se reunían los del pueblo, se podía divisar a lo lejos la roja estela de fuego que dejaban las balas. Esta noticia no tardó ni un día en llegar al pueblo y ser sabida por todos.

Un vecino que estaba preocupado por su hermano fue en la madrugada al centro y, al regresar, vino, junto con otro señor, a visitar a mi padre. En cuanto se sentaron en el corredor, el vecino empezó a hablar sin cuidado de una y otra cosa, sin saber que mi abuela escuchaba desde su cuarto. Comentaba que las casas del vecindario del cuartel policial habían resultado muy dañadas, los guerrilleros comunistas, que atacaron primero, también habían sufrido muchas bajas, y muy pocos habían logrado huir nuevamente hacia las montañas. Lo que más me impresionó de todofue la descripción de los cadáveres de los guerrilleros diseminados por todas partes del centro. Lo que describía más detalladamente era los cuerpos cubiertos con petates de paja. Puso como ejemplo un descuartizado, cuyas partes estaban repartidas en distintos lugares. También dijo que había visto un cadáver muy baleado con dieciséis o diecisiete tiros en el cuerpo. Me llamó la atención el caso del que estaba en el alcantarillado doblado por la mitad. Lo que me provocaba más dudas era que el cuerpo humano pudiera doblarse como si fuera un cortaplumas. Aunque me dijeran que sí, no lo creía. Por último, añadió que había rumores de que en el patio trasero del cuartel de policía estaban los cadáveres expuestos para que los familiares los reconocieran y los recogieran. Esto era lo que el señor quería comunicarle a mi padre y, de manera implícita, le sugirió que era mejor ir pronto a ese lugar. El padre de mi amigo, que había estado callado, también insistió en que fuera rápido sin seguir discutiendo. Mientras lo escuchaba, mi padre se mostraba muy desconcertado y deprimido, claramente se notaba su indecisión de hacer lo que le aconsejaban. Más tarde lo visitó el Representante del pueblo, amigo de su niñez, que le propuso que fuera, ofreciéndose a acompañarlo, dándole así ánimo para decidirse.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?