Dios no va conmigo

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I

Una derrota gloriosa

Me pareció ver un árbol, el más maravilloso,

elevado en la altura, y envuelto en luz,

la cruz más brillante. Aquella almenara

refulgía en oro. Joyas

desperdigadas brillaban a sus pies; y

otras cinco fijas sobre los brazos.

El sueño de la cruz

Me dispongo ahora a acometer algo que podría parecer una tarea sencilla: recordar cómo fue que me alejé del ateísmo y me adentré en la fe cristiana.

Sin embargo, contar esta historia no es tan sencillo.

Cuando le di el sí a Cristo pensé que había llegado al final de mi camino, pero me encontré con que simplemente había coronado la colina más cercana. El camino, al parecer, seguía y seguía, y no tardé en percatarme de que la vida cristiana no iba a ser fácil.

Era emocionante aprender más sobre teología y sobre doctrina —ya ves, soy académica—, pero resultaba mucho más complicado integrar aquellos conocimientos nuevos en mi vida diaria. Tenía que aprender a rezar y a formar parte de una comunidad integrada por esa gente rara y un tanto intimidatoria de los llamados cristianos. Tenía que reconsiderar mi postura como feminista liberal; gran parte de lo que creía hasta entonces había resultado ser falso, fundamentado como estaba en una manera incompleta y distorsionada de entender lo que significa ser humano (y sexo femenino). Tenía que descubrir cómo ser un testigo cristiano en un entorno hostil, como profesora de literatura en una escuela universitaria secular.

Y tenía que aprender a verme a mí misma de un modo nuevo. Hasta entonces me había considerado una persona razonablemente agradable y buena, pero entonces entendí que aun en mis mejores momentos me quedaba muy lejos de la perfección de Dios, fuente de toda bondad. Sin embargo, la Iglesia decía que mi Padre celestial me ama de forma plena y sin reservas. A la luz de aquel amor inmerecido, me formé el deseo de una relación más fuerte y más profunda con mi Salvador, y también el deseo de recibir su ayuda con el fin de convertirme en aquello para lo cual él me había creado.

Tal vez la parte más difícil y la más transformadora de mi nueva vida era la de encontrarme por primera vez —y después de forma repetida— al pie de la cruz; allí fue donde descubrí la realidad de la gracia.

En la época en que me hice cristiana, se diría que de cara al exterior guardaba la compostura, pero estaba herida por dentro al acabar de salir de una relación larga y desastrosa, una relación en la que me había visto inmersa de mala manera —tal y como enseña la Iglesia, aunque yo no lo sabía en aquel momento— y que había finalizado de un modo doloroso.

¿Podría llegar a alcanzarme la gracia de Dios y sanar las heridas ocultas en mi corazón? Yo no sabía lo suficiente como plantearme siquiera la pregunta; seguía estando demasiado anestesiada como para saber que necesitaba ayuda de una forma tan desesperada. En mi viaje a la fe cristiana, me había centrado en la resurrección; pero, tras mi bautismo, esa entrada sacramental en la muerte y la resurrección de Cristo, empecé a descubrir que la cruz es el manantial de la gracia sanadora y transformadora: no es una simple parte de los sucesos históricos de la pasión y la muerte de Jesús, sino el lugar donde el Dios encarnado cargó con todo el oscuro peso de la miseria humana y quebró su poder para todos, para mí.

La cruz, hablando en plata, es donde toda la m—— se acaba. Toda ella. Son tantas las formas en que un ser humano puede hacer daño a otro, tantas las crueldades mezquinas, los abusos de poder, las palabras denigrantes; sentí la acumulación de la miseria mundana, gota a gota, hasta temer que me ahogaría, e incluso empecé a desear que ocurriese. Los cortes de la soledad, la traición, la ansiedad y la depresión son profundos, y no siempre dejan marcas externas. Todo el sufrimiento, sin embargo, se carga sobre la cruz y halla su lugar en las marcas de los clavos en las manos y en los pies de Cristo, en la lanzada en su costado: cinco preciosas heridas que él luce ahora y lucirá para siempre en su cuerpo resucitado y glorificado.

«Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». No se trata de una gracia demasiado exquisita y espiritual como para que yo la capte, sino cuerpo y sangre, pan y vino, entregados por mí; conmueven, transforman, renuevan mi mente, mi cuerpo y mi alma. No de golpe, sino lentamente, como la llegada de la primavera en la Nueva Inglaterra de mi niñez: un día se chapotea en la nieve que se funde en el suelo; otro día aparece un trazo verdoso en las yemas de las ramas desnudas del invierno; otro día, un petirrojo se pasea por el césped con sus ojos brillantes, y el invierno ha pasado. El verano se hará realidad.

Este relato no pretende tener una precisión fotográfica. No soy capaz de representar con exactitud cómo fueron las cosas, porque la palabras no dan para más y, en cualquier caso, ya no soy la persona que era entonces. Aunque estoy lo suficientemente próxima como para recordar gran parte de lo que sentí y pensé, los cambios que he sufrido han sido verdaderos cambios.

Lo que es más importante, el sentido de mi viaje hacia la fe se ha desplegado más todavía conforme ha ido pasando el tiempo. He llegado a percibir aspectos de mis experiencias de los que no me había percatado y de los que, desde luego, no me podía haber percatado en su momento. He empezado a reconocer la forma en que la gracia ha estado influyendo en mi imaginación durante muchos años sin que yo me dé cuenta, igual que un río que fluye soterrado, profundo, bajo la superficie de un desierto, hasta que un día, para gran asombro del cansado viajero, borbotea hacia la superficie con unas aguas claras, dulces y frescas.

Pues bien, este es el relato de una gloriosa derrota, una renuncia a mi adorada independencia, renuncia que no buscaba, pero necesitaba de manera desesperada: una rendición incondicional en la que fui traída de la muerte a la vida, de un intento por vivir sin Dios a ser conducida plenamente hasta su cuerpo, la Iglesia. Y después de haber conocido a Cristo como mi Señor soberano, esto es también un boceto de cómo llegué después a amarlo como mi Salvador.

Por último, esta no es esencialmente la historia de lo que hice gracias a haber sido lo bastante lista, sino la historia de aquello que fue hecho en mí y por mí gracias a haber sido lo bastante débil. Es un relato de la obra de Dios, la historia de la gracia que actúa en y a través de los seres humanos, pero que siempre parte de él y lleva de regreso a él. Y es la historia de cómo me llevaron de vuelta al hogar.

II

La selva oscura

En medio del camino de la vida

errante me encontré por selva oscura,

en que la recta vía era perdida

¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,

esta selva salvaje, áspera y fuerte,

que en la mente renueva la pavura!

¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!

Dante, La divina comedia: el infierno

La palabra ateo viene del griego a theos; literalmente, ‘sin Dios’.

Así me hubiera descrito yo a los treinta y un años, casi la misma edad de Dante en la selva oscura. Era una profesora universitaria atea y me encantaba verme de esa manera. Me lo pasaba bomba no siendo creyente; era divertido considerarme superior a las masas incultas y supersticiosas y hacer comentarios maliciosos sobre los cristianos.

Pensaba que no tenía ninguna fe en absoluto. Ciertamente, a cualquiera que me hubiese preguntado le habría dicho que yo no buscaba a Dios, y era una afirmación cierta tal y como yo la entendía entonces. Estaba buscando algo —un fin, un sentido, una satisfacción—, pero, dado que entonces no creía que Dios existiese, no se me ocurrió (ni, desde luego, se me podía ocurrir) que lo que yo buscaba se pudiera hallar en Dios.

Cuando tenía ocho o nueve años, mis padres se dieron cuenta de que veía muy mal de lejos: mis profesores me habían visto mirar a la pizarra con los ojos entrecerrados y acercarme hasta la primera fila para copiar los deberes en el cuaderno. Yo nunca me había parado a pensar en ello. Por supuesto que todo se ponía borroso cuando estaba a algo más de unos centímetros de distancia; ¿acaso no era igual para todo el mundo? Pues no, parece que no. Esa noche, para ayudarme a entenderlo, mi hermano me dio sus gafas y me pidió que me las pusiera.

Se acercaban las Navidades, y lo primero que miré fue el árbol de Navidad, engalanado con sus tiras de luces de colores. Estaba asombrada: las habituales manchas borrosas de colorines se descompusieron en destellos de bordes definidos. Alcé la vista y pude ver por primera vez los detalles de los adornos que pendían por encima de mí, la franja roja que rodeaba los bordes de la estrella de la copa del árbol.

Ahora, de adulta, me pongo un poco de los nervios si no llevo las gafas puestas constantemente, tal vez por culpa de demasiados encuentros con manchas negras de aspecto inofensivo que, vistas de cerca, resultaban ser arañas. De niña, sin embargo, aquella primera transformación de mi vista me tenía un pelín atemorizada. El mundo había perdido sus bordes difusos. Había que abarcar mucho más de lo que yo esperaba. Acabé acostumbrándome a las gafas nuevas y agradeciendo todo lo que ahora podía ver y hacer, pero, hasta que me puse las gafas de mi hermano, jamás me había imaginado siquiera que el mundo pudiese tener un aspecto tan diferente.

Así era mi vida de atea. Cuando pienso ahora en aquella vida de antes de conocer a Cristo, reconozco cuán limitada era mi vista. Necesitaba a la desesperada la presencia de Dios en mi vida, pero habría negado de plano tal necesidad sin comprenderlo.

 

Mi problema no se podía resolver escuchando a un predicador afirmar que Jesús me amaba y que quería salvarme. Yo no creía en Dios, para empezar, y daba por sentado que la Biblia era una colección de mitos y cuentos populares, igual que aquellas historias que había leído sobre Zeus y Thor, Cenicienta y la Bella Durmiente, solo que menos interesantes. ¿Por qué habría de molestarme en leer la Biblia, y mucho menos tomarme en serio lo que decía sobre ese tal Jesús? Desde luego que yo no creía que un Dios imaginario pudiese tener un hijo de verdad. Dado que no me creía en posesión de un alma inmortal, no me interesaba lo más mínimo su supuesto destino después de la muerte. Sin Dios, ni vida eterna, ni infierno…, no había motivo para seguir discutiendo la cuestión.

La dificultad no era una ausencia de oportunidades de oír hablar de Dios. El problema era más profundo: descansaba en mi propio concepto de lo que era la fe. Pensaba que la fe era irracional por definición, que significaba creer que cierta afirmación era verdadera sin razones de ningún tipo. Jamás se me ocurrió que pudiese haber una senda hacia la fe en Dios en la que participase la razón, o que pudiera haber pruebas de las afirmaciones del cristianismo. Pensé que había que tener fe sin más, y la propia idea de la fe me dejaba perpleja y me horrorizaba.

Aun así, era una idea que no me abandonaba. No tenía fe, no la quería, pero sentía el impulso de tener buenas razones para ello. Me construí una complicada analogía para mí misma, una analogía que a mí me daba la sensación de ofrecer una explicación satisfactoria de por qué la fe era imposible.

La establecí del siguiente modo: imaginemos que me dices «si crees que hay un unicornio rosa invisible en el cielo, te daré un BMW nuevo». Veo el coche en el aparcamiento. Oigo el tintineo de las llaves en tus manos. Si soy capaz de creer lo que tú quieres que crea, el coche nuevo es mío. ¡Genial! Pero es una pérdida de tiempo: yo sé que no hay unicornio. Da igual lo mucho que yo desee el coche, soy incapaz de creer algo contrario a la razón con el único fin de obtenerlo.

Creer en algo irracional como exigencia para obtener un premio, a eso me sonaba a mí aquella invitación del Evangelio que decía: «¡Acepta a Jesús y alcanza la vida eterna en el cielo!».

Esta invitación imposible se volvía aún más desconcertante por el hecho de que el premio tampoco es que sonase muy tentador, para empezar. ¿Qué era eso del cielo? Mientras que el simple nombre de los Campos Elíseos de la mitología griega ya generaba un inmenso paisaje soleado en mi imaginación y el Valhalla nórdico evocaba la imagen colorida del festín de los guerreros cantando canciones, el cielo cristiano estaba asociado (en gran parte gracias a la televisión) con la imagen de una gente de sonrisa melosa y túnicas blancas desperdigada y sin mucho que hacer. ¿Se suponía que aquello debía emocionarme?

Además, incluso aunque aceptase la palabra de los cristianos de que aquel cielo era deseable, es que no me lo podía creer, así de simple.

Desde luego que, si pensase que me podía beneficiar de ello, podría fingir que creía y haber dicho «¡oh, sí, creo en Jesús!», pero yo habría sabido que estaba mintiendo, lo cual habría convertido aquella supuesta fe en una falsedad premeditada y repulsiva.

La única opción alternativa, pensaba yo, sería tratar de convencerme de que creía. Desde luego que podría ser capaz de generar en mí un nivel de deseo del producto en oferta tal que, por un tiempo, pudiese creer que creía. Pero no sería lo mismo que creer de verdad, y la idea de tener que hacer el esfuerzo se me antojaba asquerosa e inmoral. Tal y como yo la entendía entonces, la fe era una falsa ilusión en el mejor de los casos y una hipocresía total en el peor.

Para mí, el argumento decisivo contra la fe consistía en que yo era capaz de no creer por muchas ganas que pudiese tener de hacerlo. Si Dios existía y me iba a castigar por no creer, pues me quedaría con el castigo. Pensaba que fe era una palabra vacía de sentido, que los supuestos creyentes o bien eran unos hipócritas, o bien eran unos necios que se autoengañaban y que era una pérdida de tiempo detenerse a considerar siquiera cualquier afirmación que un cristiano hiciese sobre la verdad.

Teniendo en cuenta lo que yo creía que era la fe y el censurable estado de mis conocimientos sobre el cristianismo, llegué a la conclusión (no del todo injustificada) de que tenía mejores cosas a las que dedicar el tiempo que ponerme a investigar los manidos relatos ad hoc de nadie. Había una gran cantidad de cosas por las que la gente sentía una honda preocupación, o quizá creyesen ciertas incluso, y que yo no sentía la menor inclinación por explorar: el budismo, el veganismo, la teoría de cuerdas, el marxismo, la reencarnación, el mérito literario de James Joyce…; el cristianismo no era más que otro de aquellos temas sobre los cuales no tenía motivos para preocuparme.

Si me hubiera informado, habría descubierto que la Biblia no era en absoluto lo que yo creía que era. Me habría encontrado con la afirmación clara y directa de san Pablo de que el cristianismo se basa en los sucesos históricos y atestiguados de la muerte y la resurrección de Cristo. Habría descubierto que la teología y la filosofía ofrecían respuestas serias y complejas a mis preguntas, y no apelaban de forma simplista a la fe ciega. Me habría dado cuenta de que el arte, la literatura y la música que más profundamente me conmovían tenían su base en una forma cristiana de entender el mundo. Me habría encontrado con que los dos milenios de historia de la Iglesia no cuadraban con mi imagen de la fe cristiana como una ficción interesada y políticamente útil.

Pero yo creía saber exactamente lo que era la fe, así que no quise buscar más. O tal vez me daba miedo que la fe consistiese en algo más de lo que yo estaba dispuesta a reconocer, y no deseaba enfrentarme a ello. Era mucho más fácil leer solo libros de autores ateos que me decían lo que yo quería oír: que yo era más lista y que tenía una mayor honestidad intelectual que aquellos pobres y engañados cristianos.

Me había construido una fortaleza de ateísmo, segura frente a cualquier ataque de fe irracional. Y en ella vivía. Sola.

III

Sola en la fortaleza del ateísmo

[Tras el robo del sol y la luna] llegó la escarcha y acabó con las cosechas, y el ganado comenzó a morirse de hambre. Todas y cada una de las criaturas vivas comenzaron a sentirse indispuestas y se desmayaron en aquel mundo oscuro y lóbrego. Una de las doncellas de Kalevala sugirió entonces a Ilmarinen que hiciese una luna de oro y un sol de plata y los suspendiese en los cielos; así que Ilmarinen se puso manos a la obra. Mientras los forjaba, llegó Wainamoinen y le preguntó en qué estaba trabajando, e Ilmarinen le contó que iba a fabricar un nuevo sol y una nueva luna. Pero le dijo Wainamoinen: «Es una locura, pues el oro y la plata no brillarán como la luna y el sol». Aun así, Ilmarinen siguió trabajando, y pasado el tiempo logró forjar una luna de oro y un sol de plata, y los suspendió en su sitio en el cielo. Sin embargo, no daban luz, tal y como Wainamoinen había dicho.

Leyendas finlandesas para niños ingleses

La vida en el interior de la fortaleza del ateísmo era buena. Me creía capaz de hallarle sentido al mundo tanto como —o mucho mejor que— la gente que afirmaba tener fe. Yo no creía en Dios, pero tenía una cosmovisión que me parecía plenamente satisfactoria. No era un punto de vista especialmente jovial, pero prefería la verdad a sentirme reconfortada, sin dudarlo.

¿Qué creía yo, entonces?

Pues sostenía que yo era producto de la obra del ciego azar a lo largo de millones de años, miembro de una especie que resultaba ser más inteligente que los demás mamíferos, pero no era única. Creía ser una criatura social porque así era como evolucionaban los seres humanos; el lenguaje con cuyo uso me deleitaba no era más que una herramienta que los seres humanos habían ido desarrollando por el camino.

De haber sido coherente, habría abrazado las teorías de la crítica literaria que trataban los relatos y los poemas como juegos lingüísticos sin un sentido fuera del propio texto, o que declaraban que el propio lenguaje era en sí contradictorio y carente de sentido, pero no lo hice; uno de los motivos de que escribiese mi tesis doctoral sobre el minusvalorado género de la fantasía era que deseaba evitar aquel tipo de teoría literaria y quedarme con una interpretación de los libros más tradicional y basada en el sentido. Aunque al hacerlo contradijese los principios que apuntalaban mi ateísmo, traté el arte, la música y la literatura como su tuvieran un verdadero significado. Me guardé muy bien de pensar en los motivos por los que lo hacía.

No creía que los seres humanos tuviesen un alma. Pensaba que cuando yo me muriese, mi conciencia se apagaría sin más y que la única inmortalidad que me aguardaba era la de el deterioro de mi cuerpo y el retorno de sus átomos constituyentes para que otros seres vivos se valiesen de ellos; a veces incluso pensaba que tal perspectiva era un consuelo y era bella. De manera vaga pensaba en la condición de persona en los términos en que la definen la conciencia del yo y la inteligencia, aunque sí me parecía que aquella postura planteaba cuestiones perturbadoras. Pensaba que el aborto era aceptable, pero ¿por qué era aquello tan distinto del infanticidio? Si lo que constituía una verdadera persona eran un cuerpo y una mente funcionales, ¿tenían algún sentido, siquiera, las vidas de las personas seriamente discapacitadas, física o mentalmente? Una vez desaparecida la actividad mental, ¿tenía una persona derecho a la vida? Un día me sorprendí a mí misma pensando de manera favorable sobre la eutanasia para las personas con mayor grado de discapacidad. Aunque me eché atrás inmediatamente al respecto de aquella idea, me hizo sentir inquietud el hecho de habérmela tomado en serio aunque solo fuera un momento. Era consciente de que había algo en el razonamiento que conducía a ideas como aquella que no me cuadraba en absoluto, pero prefería no pensar en el motivo.

Todas mis opiniones articuladas de manera consciente venían respaldadas por la misma premisa: no hay un Dios, no hay un sentido último más allá de nosotros mismos.

Si nuestra vida no tiene un verdadero sentido, ¿qué sentido tiene vivirla? Este problema ya lo había reconocido allá por la época del instituto. Recuerdo estar en clase de Latín en segundo año, leyendo a algunos de los poetas más filosóficamente desconsolados, y preguntarle al profesor que, si les parecía que la vida no tenía sentido, ¿por qué no se suicidaban sin más? «Muchos de ellos lo hicieron», me respondió el profesor.

Aun así, creía que era posible y deseable ser una buena persona (dejemos a un lado la cuestión de la procedencia de mi criterio de bondad). Pensaba que merecía la pena vivir la vida aunque fuera difícil. ¿Cómo podía ser de ese modo y aun así carecer de sentido?

El ateísmo conduce al autoengaño o a la desesperación cuando se vive de manera coherente. El sentido construido por uno mismo no es más que un recurso provisional: solo es real de la misma manera en que un decorado del castillo de Elsinore es un lugar real. Uno puede suspender la incredulidad mientras se está representando Hamlet, pero en algún momento habrá que salir del teatro. ¿Qué se hace cuando uno reconoce que ayudar a los demás, hacer buenas obras y amistades no constituye sino un decorado y unos trucos de luces?

Era tentador convertir el ateísmo en una causa de mayor alcance en beneficio de la humanidad. Tal vez mereciese la pena dedicar la propia vida a la creación de un mundo sin religión, placenteramente libre de las cadenas de la superstición. Esa es la imagen que John Lennon capta en Imagine, y es hermosa… mientras te esfuerces en no pensar demasiado en serio sobre ella. Tal y como lo expone Francis Spufford:

Pensemos en ese monumento al pomposo artificio estético que es Imagine: es sin duda el «pequeño poni» de las declaraciones filosóficas […]. Imagina que no hay un cielo. Imagina que no hay un infierno. Imagínate a todo el mundo viviendo la vida en… ¿Cómo? ¿Perdone? ¿Que quitemos la religión de la foto y todo el mundo se pondrá a vivir en paz de manera espontánea? No sé qué pensarás tú, pero en mi experiencia la paz no es el estado natural del ser humano a falta de otro.

Me bastaba con mirarme y con echar un vistazo a la gente que me rodeaba para reconocer la ira, los celos, la inseguridad, la envidia, el desprecio, el egoísmo, el temor y la avaricia que hundían sus profundas raíces en la tierra de ser humano. Se me antojaba que una aceptación universal del ateísmo dejaría a la gente con los mismos problemas de antes, si no peores (no desconocía que el historial de derechos humanos de los países dogmáticamente ateos, digamos, dejaba mucho que desear). Conocía la diferencia entre la imaginación y hacerse ilusiones. El ateísmo podría ser cierto, pero fingir que era una causa humanitaria no ofrecía ninguna solución a mis problemas.

 

¿Qué hacer?

Cuando la alternativa es sucumbir a la oscuridad, parece que merece la pena probarlo todo. En su poema La playa de Dover, Matthew Arnold se sitúa ante un mundo en el que la belleza y el sentido han resultado ser meros deseos y falsas esperanzas:

El mundo, que parece

extenderse ante nosotros como una tierra de ensueño,

tan diversa, tan bella, tan nueva,

en realidad carece de gozo, de amor, de luz,

de certeza o de alivio del dolor;

y aquí estamos como en un páramo que oscurece,

barrido por el confuso griterío del forcejeo y la huida,

donde unos ignorantes ejércitos se enfrentan en la noche

Ante esta triste visión, exclama: «¡Oh, amor, seamos sinceros / el uno con el otro!». Para alguien joven y con aspiraciones románticas, esto tiene pinta de ser una buena solución. El único problema es que cualquier pareja en la que sus miembros se apoyen únicamente el uno en el otro para su plena realización y su sentido se ahogará sin duda, como dice Shakespeare, «como dos nadadores exhaustos que se aferran el uno al otro / y traban su destreza».

En cuanto a mí, traté de mantener la oscuridad a raya buscando el sentido en actividades que consideraba que merecían la pena: la enseñanza, apreciar la literatura, ganar torneos de esgrima, escribir un libro, ahorrar e invertir dinero. Todas estas cosas era buenas en sí mismas, al menos hasta cierto punto, y no había ninguna desventaja obvia en buscar en ellas el sentido de mi vida.

Y, aun así, me dedicara a lo que me dedicase, nada me satisfacía. Quería ser una buena profesora, pero me daba la sensación de que mis alumnos no cooperaban. Quería que fuesen agradecidos y lo valorasen, pero en cambio estaban demasiado necesitados y exigían una paciencia y un autocontrol y preocupación que superaban la capacidad de lo que yo podía dar. Me sentí frustrada; rehuía mis responsabilidades y las dejaba en manos de mis colegas; me ofendía con la mala conducta de mis alumnos. Un día me sorprendí a mí misma gritando encendida de ira a unos alumnos de primer año que no querían dejar de hablar en el aula simplemente porque no les daba la gana. Con una claridad terrible, vi y desprecié a la persona en que me estaba convirtiendo, y me sentía incapaz de detener aquel cambio.

La esgrima fue mi tabla de salvación.

Competía en esgrima con sable desde la época de la facultad. De las tres armas de la esgrima (sable, espada y florete), el sable es la más dinámica y con mayor ritmo. Cuando me inicié como tiradora de esgrima, se trataba de un deporte casi exclusivamente de hombres. Es más, en la universidad formaba parte del equipo masculino de sable: no había equipo femenino. Estaba orgullosa de ser una mujer a la vanguardia de dicho deporte; me daba la sensación de haber alcanzado un logro.

Como tiradora de sable, mujer y menuda, tenía que ser valiente: mis contrincantes eran casi siempre más grandes y más fuertes que yo. Tenía que estar concentrada: las posibilidades tácticas se desarrollan a velocidad de vértigo durante una frase de armas. Y tenía que ser dura: a pesar de todo el equipamiento de protección, duele recibir el golpe de una hoja de acero flexible de un metro de longitud con gran velocidad y fuerza.

Aun cuando estaba atribulada y en pleno conflicto en el resto de mi vida, durante la esgrima podía sentirme yo misma plenamente. Aquel deporte contenía una belleza propia en el choque del acero de una perfecta parada y respuesta, en la atlética danza de avance, retirada y ofensiva. Sobre la peana de esgrima no había donde esconderse: o conseguías el toque o no lo conseguías, o vencías el combate o lo perdías. Había una claridad en las exigencias físicas y mentales de la esgrima que me permitía —allí y en ninguna otra parte— reconocer que era menos de lo que deseaba ser, y sentir que el esfuerzo por mejorar importaba… al menos durante un rato.

Sin embargo, la esgrima solo aliviaba mi lucha contra la oscuridad; no la resolvía.

La visión era cada vez más clara: si la vida realmente no tiene un sentido, entonces nuestras acciones tampoco pueden tener un sentido por sí solas.

Y así llegué de manera gradual a otra forma de gestionar la desesperación: el orgullo. Empecé a apoyarme en mi sensación de poseer fortaleza intelectual. Muy bien —me dije—, al morir, nos morimos; nada de lo que hacemos tiene un sentido último. ¡Así sea! Afrontar los hechos me podía proporcionar una cierta satisfacción a pesar de todo. Bien podían ir corriendo los débiles y los sentimentales en busca de la protección de una fe que les permitiese fingir lo contrario; yo me mantendría firme y decidida. Miraría al abismo, y dejaría que el abismo me devolviese la mirada, y seguiría adelante.

A su manera, esta postura era satisfactoria. Me podía sentir superior a cualquiera y, desde luego, a los cristianos, a los que veía débiles e incapaces de afrontar la verdad. Empecé a concebir la vida como una gran tragedia; nuestra pequeña vida consciente como la minúscula llama de una vela en la noche mientras la desesperación se cierne en el baile de las sombras. El grito desafiante «¡no hay un sentido!» se convirtió en el suelo firme, el lecho de roca de mi ideología. Algunos necios no eran capaces de afrontar la oscuridad, pero en lo que a mí se refería, podía paladear la idea de hallarme ante mi solitario precipicio, capaz de reconocer mi identidad como una mota carente de sentido dentro de un universo indiferente y seguir viviendo sin los artificiales consuelos de la religión.

Se trata de un orgullo desconsolado, un orgullo solitario y, en última instancia, un orgullo alienante, pero ese orgullo proporcionaba una especie de oscuro alivio. Hay algo terriblemente seductor en sentirse superior. Una vez estás allí, resulta difícil echarse atrás. Retirarse del precipicio de la desesperación significaría que aquella gente, con cuya ridiculización tanto has disfrutado, en realidad sabía más que tú. Significaría renunciar a la embriagadora sensación de ser especial gracias a que todos los demás eran unos necios.

Y aun así me preocupaba lo que sabía de mí misma. Notaba que ese orgullo que me mantenía era en cierto modo malsano; conectaba con el desprecio con demasiada facilidad y me predisponía al aislamiento. Sabía que era propensa a una fuerte ira, más terrible aún si cabe por el hecho de que casi nunca permitía que se me notase. Perdí una vez la compostura en una competición de esgrima y descargué mi ira en una respuesta de una décima de segundo golpeando a mi contrincante en la máscara con tal fuerza que se me partió el sable. Me aterrorizó aquella pérdida de control, así que fingí que había sucedido de manera fortuita, pero yo sabía que había sido aposta. Siempre que me asomaba al profundo foso de ira de mi corazón, sabía que las cosas no iban bien.

Mi ateísmo me estaba corroyendo el corazón como el ácido. Cuando se produjo el 11S, me quedé realmente impactada por aquella forma salvaje de acabar con vidas inocentes, hasta que comencé a sacarme a mí misma de mi reacción emocional a base de racionalizar. ¿Qué me importaba a mí aquella gente? ¿No morían miles de personas todos los años en accidentes de carretera? ¿Por qué debía llorar la muerte de unos extraños? Funcionó: dejó de importarme. Al mismo tiempo, estaba debidamente horrorizada por mi desprecio de algo que yo sabía de manera objetiva que merecía una reacción de duelo y pena. En un momento de lucidez transitoria, reconocí mi estado como de anestesia, no de racionalidad superior.