Dios no va conmigo

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Por muy intelectualmente satisfecha que me declarase, por muy inexpugnable que me pareciese aquella fortaleza intelectual de ateísmo, era un lugar lóbrego donde vivir. E incluso cuanto más me enamoraba intelectualmente del ateísmo, me encontraba con que más me costaba vivir a la luz de sus conclusiones.

De lo que no me daba cuenta entonces era de lo incoherente que yo era. No habría sido capaz de dar una explicación del origen de mi propia racionalidad, ni de mi convicción de que hubiera tales cosas como la verdad, la belleza y la bondad. Utilizaba el lenguaje de la moralidad aun cuando afirmaba que la fuente de toda moralidad no existía. Aunque me sentía cómoda siendo el árbitro último de lo que estaba bien en términos de mi propia conducta, estaba segura de que las palabras bien y mal hacían referencia a cosas reales, y que yo me debía esforzar por alcanzar el bien aun cuando no me beneficiase personalmente.

Aunque mi credo sostuviese que no había un sentido último, me obcecaba en la creencia de que existía algo como la verdad y valoraba la verdad como un bien absoluto. Ese es precisamente el motivo de que rechazase con tanta firmeza aquello que creía que era la fe: obligarte a ti mismo a creer en algo reconfortante aunque falso. Creía que, si no había un sentido y una esperanza, entonces lo bueno y lo correcto sería afrontar esa verdad, y no tratar de ocultarse de ella. Deseaba conocer la verdad y vivir conforme a ella, fuera cual fuese.

Aun así, aquella precisa idea que yo tenía de la verdad excluía cualquier consideración posible del cristianismo. Tal y como yo entendía la fe, era irracional por definición, y así, por definición, no podía ayudarme del único modo en que estaba dispuesta a aceptar ayuda.

Así, cuando era una atea tan firme, no habría escuchado ni entendido —y tampoco habría podido hacerlo— los argumentos que acabarían convenciéndome. Me había encerrado en mi fortaleza y había tirado la llave.

Pero incluso una fortaleza puede tener ventanas, y sobre ella se encuentra el cielo y sus piedras descansan sobre tierra firme…

Primer intermedio

Era mi tercer año como cristiana y, mientras la Iglesia atravesaba el ciclo litúrgico de la vida de Cristo, yo estaba una vez más con ganas de verlo culminar en la Semana Santa: la solemnidad y el dramatismo del trayecto por el Domingo de Ramos, el Jueves Santo, el Viernes Santo y, por fin, la gozosa Pascua, la resurrección de nuestro Señor.

La congregación de St. Michael bytheSea contaba con un activo grupo de miembros que se encargaban de las lecturas en los servicios de la iglesia. Unos meses antes, había empezado a leer una vez a la semana en la oración vespertina. Después, poco antes de Semana Santa, uno de los lectores para los servicios de las festividades se tuvo que marchar de la ciudad de manera inesperada, y me pidieron que lo reemplazase. ¿Quién, yo? Sí, tú.

Y así fue como me encontré el Viernes Santo en el atril ante una iglesia abarrotada. Dirigí la lectura del salmo penitencial 51 y después comencé a leer la oración de los fieles.

Oremos por todas las naciones y pueblos de la tierra, y por quienes ostentan la autoridad entre ellos, para que con la ayuda de Dios encuentren la justicia y la verdad, y vivan en paz y concordia.

En Viernes Santo, la iglesia era un lugar solemne. No había decoración en las paredes, ya que había quitado todos los carteles al comienzo de la Cuaresma. El altar había sido despojado de todos sus manteles. El gran crucifijo sobre el altar estaba cubierto con un velo. No sonaron las campanas durante la ceremonia, no se cantó un himno; entramos y salimos en silencio.

Oremos por todos los que sufren y por los afligidos física o mentalmente, para que Dios en su misericordia los reconforte y los alivie, y les conceda conocer su amor y despierte en nosotros la voluntad y la paciencia para atender a sus necesidades.

Mientras leía las oraciones en nombre de la congregación, sentí de manera muy profunda que en verdad no había un ellos y un yo en la oración, sino un nosotros.

Oremos por todos aquellos que no han recibido el evangelio de Cristo.

Ya había oído antes aquellas palabras, en la misa del Viernes Santo los dos años anteriores. Una vez más, me llamó poderosamente la atención que aquella no era solo una oración genérica por quienes estaban perdidos: había sido una oración por mí.

Por aquellos que nunca han oído la palabra de salvación.

¿Tendría alguna idea aquella gente de St. Michael de que, en los años anteriores, al orar en aquella misma liturgia estaban rezando por mí?

Por aquellos endurecidos por el pecado o la indiferencia; quienes viven en el desprecio o el desdén, por los enemigos de la cruz y los que persiguen a sus discípulos.

Oí cómo me temblaba la voz al finalizar.

Para que Dios abra sus corazones a la verdad y los conduzca a la fe y la obediencia.

Qué fácil habría sido descartarme a mí: una causa perdida, una pérdida de tiempo, una enemiga de Cristo. Y aun así habían rezado por mí aquellos que me conocían y aquellos que no. Por un solo instante, sentí una red viva de oración, fuerte y brillante, que conectaba el pasado, el presente y el futuro, lo lejano y lo cercano.

IV

La lámpara invisible

Crea usted un mundo [le escribía un lector a Tolkien] en el cual parece haber por todas partes una especie de fe sin un origen aparente, como la luz de una lámpara invisible.

Cartas de J. R. R. Tolkien

Como atea, yo habría dicho que la fe de cualquier tipo era algo ajeno a mí, y que la fe era ajena a mí desde allá donde llegaban mis recuerdos. Nunca en mi vida había dicho una oración, nunca había asistido a una misa.

Un recuerdo de mi primer curso en la escuela parecía representativo: el profesor nos daba palabras desde la pizarra para que los niños las deletreásemos. Yo fui precoz en leer y escribir, así que escribí confiada mi palabra: dios. Sin embargo, las alabanzas por deletrearlo correctamente se las llevó el niño bajito que estaba sentado a mi lado y había escrito Dios, y no yo. Gracias a mis libros de historias sobre mitos griegos y noruegos estaba familiarizada con muchos dioses, así que la D mayúscula me había desconcertado. No entendía que Dios pudiera ser un nombre propio.

En cierto sentido, tuve una infancia sin religión. La Pascua significaba conejitos de chocolate; la Navidad significaba regalos. Sin embargo, aunque solo recuerdo unos pocos de los regalos que recibí con el paso de los años, sí recuerdo de forma vívida la celebración de las fiestas. Galletas de azúcar y muñecos de jengibre que nunca se hacían en otra época del año. Poner el árbol el día después de Acción de Gracias: nada de bobadas de andar esperando hasta el último momento (sí, era un árbol artificial, no tan auténtico pero menos lioso. Mientras que había familias con la tradición de salir a escoger el árbol y traerlo a casa, la de nuestra familia era «ayuda a papá a montar el árbol»).

Por la noche, a veces me metía debajo del árbol y miraba hacia arriba entre las ramas engalanadas con minúsculas luces de colores; o me sentaba en la oscuridad y observaba cómo los colores salpicaban las paredes y el techo, emplumados con las sombras de las agujas de las ramas. Hacía que me doliese el alma con aquella belleza y con una sensación de asombro y sobrecogimiento que no era capaz de convertir en palabras.

Mi madre rara vez ponía música en el equipo estéreo durante el resto del año, pero en el mes que precedía a las Navidades —el tiempo que la Iglesia marca como el Adviento, aunque por entonces yo no sabía nada de temporadas litúrgicas—, ponía discos navideños, y la casa se llenaba de canciones y villancicos. Noche de paz, We Three Kings, God Rest Ye Marry, Gentlemen, O Come All Ye Faithful, Silver Bells y, mi favorito, Hark! The Herald Angels Sing.

Cuando por fin me hice cristiana, tuve que aprenderlo todo desde el padrenuestro en adelante, pero cuando celebré mis primeras Navidades como cristiana, ¡me encantó descubrir que ya me sabía muchos de los himnos de la temporada!

Nunca había pensado en si aquellos villancicos hablaban sobre algo que había sucedido realmente. No se trataba de que creyese que fueran falsos, es que la cuestión nunca se me había ocurrido, en un sentido o en otro. Yo no sabía nada sobre Jesús, y no iba a la iglesia. Carecía de los contenidos de la fe y también de su práctica, pero aquella música formó un pequeño hueco en mi alma, como una copa que aguarda a llenarse, que por su propia forma sugería que algo debía ir allí dentro.

Me tenía fascinada, también, el belén de mi familia. Allá que salía todos los años, sin la menor explicación en absoluto, un conjunto de figuras de madera hecho en la propia Belén. Allí estaban María, José, el Niño Jesús, los tres Magos de Oriente con sus camellos y —lo que más me gustaba— unas vacas y una docena de ovejitas con su pastor; no jugaba con ellas, pero me gustaba moverlas por ahí y colocarlas en distintas disposiciones en torno al pesebre, en el centro. Las figuras no estaban pintadas y la talla era basta, pero de algún modo eran sugerentes para la imaginación. Allí había una historia.

Era una semilla que aguardó allí aletargada durante mucho tiempo, pero era una semilla.

Conforme fui creciendo tuve una vida paralela en la imaginación que discurría junto a la vida exterior, visible, de experiencias en la escuela, con los amigos y la familia: me encantaba leer.

Soy muy introvertida, con mi buena dosis de típica reserva de Nueva Inglaterra, y de niña era tímida y me inquietaba con las personas y las situaciones que eran nuevas para mí (y aún me pasa). En los libros, sin embargo, exploraba un mundo vasto, dinámico y de un interés sin fin, y mi respuesta creativa a ese mundo era escribir, hacer dibujos, montar unos conjuntos muy complicados de animales y de personas hechas de papel para representar mis propias historias imaginarias, desde la migración de los caribús hasta unos caballeros con dragones y sus batallas o unas familias de náufragos en unas islas desiertas.

 

La pasión por la lectura fue el mejor regalo de mi infancia. Al echar la vista atrás me percato de lo pobres que éramos cuando yo crecí; mi padre estaba en las Fuerzas Aéreas, y los militares nunca han recibido sueldos desorbitados. Mis padres no tenían formación universitaria, ninguno de los dos, pero sí que eran unos ávidos lectores; en mi casa había libros por todas partes, y me los estuvieron leyendo con regularidad hasta que aprendí a leerlos yo sola. Todas las semanas íbamos en familia a la biblioteca, en bicicleta o en coche, y regresábamos con montones de libros.

¿Que qué leía? Aun resuenan en mi memoria mis títulos favoritos: El viento en los sauces; la saga de La casa de la pradera; Belleza negra; Mujercitas; los mitos griegos en una colección que se llamaba Los mitos que todo niño debería conocer; Alicia en el país de las maravillas, con ilustraciones de Tenniel; El Robinson suizo; los cuentos de Hans Christian Andersen; Las crónicas de Narnia o En los días de los gigantes, una colección de mitos noruegos en un volumen antiguo con ilustraciones.

Después, maravilla de las maravillas, cuando tenía unos diez años, mis padres me suscribieron a la serie de TimeLife El mundo encantado. Todos los meses, o cada dos, llegaba un volumen nuevo por correo. Estos libros, encuadernados en tela de colores vivos y con imágenes llamativas y evocadoras, me abrieron la puerta al mundo del mito, el folclore y la fantasía: Hadas y elfos, El rey Arturo, Fantasmas, Hechiceros, Bestias mágicas…, me pasaba horas devorando aquellos libros que se abrieron a un mundo más amplio de imágenes literarias que disfrutaría explorando más adelante, de adulta: El Mabinogion, El Kalevala, La muerte de Arturo.

Mucho antes de dedicar un solo pensamiento a si el cristianismo era verdad, y mucho antes de que me plantease cuestiones de fe y de práctica, mi imaginación se estaba viendo alimentada de un modo cristiano. Me deleitaba con las historias de los caballeros del rey Arturo y la búsqueda del santo grial sin saber siquiera que el grial era la copa de la última cena. No tenía la menor idea de que las Crónicas de Narnia tuviesen nada que ver con Jesús, pero las imágenes de aquellas historias se me grabaron en la memoria, tan claras y vívidas como si de verdad hubiese visto un paisaje, como si hubiera tenido un verdadero encuentro, con una relevancia muy por encima de lo que era capaz de aprehender.

Y en algún momento de mi infancia encontré El hobbit y El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, y eso lo cambió todo. No de golpe, ni siquiera de forma inmediata, sino de un modo lento y seguro. Como la luz de una lámpara invisible, de las obras de Tolkien estaba empezando a surgir el resplandor de la gracia de Dios, que iluminaba con una visión cristiana aquella imaginación mía en la que no había un dios.

No recuerdo leer El señor de los anillos y El hobbit por vez primera, tan solo releerlos una y otra vez. Imaginativamente hablando, la Tierra Media de Tolkien siempre parecía cuadrar a la perfección: poseía los placeres ordinarios y las decepciones de la vida, así como los temores y emociones más elevados. Había lugar tanto para la esperanza como para la contrariedad, para el logro y para el fracaso. Igual que el mundo en el que yo vivía, la Tierra Media tenía unas profundidades mayores de lo que era capaz de asimilar en un momento dado. Era un mundo en el que hay oscuridad, pero también una luz verdadera, una luz que brilla en la oscuridad, y no se extingue: la luz de Galadriel y la luz de la estrella que Sam ve filtrarse a través de las nubes de Mordor, y la luz del rayo de sol que se posa sobre la cabeza coronada de flores de la maltrecha estatua del rey en el cruce de caminos.

El señor de los anillos fue donde me encontré por primera vez con el evangelium, ‘la buena nueva’. Por entonces no sabía que mi imaginación había sido —por así decirlo— bautizada en la Tierra Media. En mi lectura de Tolkien, no obstante, arraigó algo que florecería muchos años más tarde.

Mientras tanto, el universo ficticio que se apoderó de mi imaginación entre los diez y los trece años, aproximadamente, fue el de la saga de los Jinetes de dragones de Pern, de Anne McCaffrey, con aquellos dragones que exhalaban fuego y sus valerosos jinetes. Me encantaba la idea de tener un hermoso y enorme dragón como amigo de por vida con el que tú (y solo tú) podías hablar por telepatía. El mundo de McCaffrey apelaba a dos de los grandes anhelos que menciona Tolkien: el deseo de volar como un pájaro y el de comunicarse con los animales.

Pern, sin embargo, era también un mundo de elegidos y no elegidos. Solo unos pocos selectos eran los elegidos como candidatos a jinete de dragón, y menos aún los seleccionados por los dragones que acababan de eclosionar. Los que protagonizaban las aventuras ya eran especiales, y su superioridad tan solo aguardaba a la espera de ser reconocida. Cuando me imaginaba a mí misma en Pern, tenía que ser yo en versión estrella de cine: atlética, enérgica, ingeniosa, con un atractivo peligroso y, o bien (a) popular, o bien (b) tan segura de mí misma como para que me diese igual la popularidad. No había lugar para mí en mi propio yo, una cría normal y corriente. Lucy Pevensie tampoco habría encajado. Tal vez ese fuera el motivo de que me viese en Narnia con una facilidad con la que no me veía en Pern.

En mi adolescencia buscaba un mundo imaginario que me ayudase a encontrarle el sentido a la ansiedad y la incertidumbre que sentía, a punto de marcharme a la universidad y vivir sola por primera vez, enfrentada a la necesidad de estar a la altura del potencial que todo el mundo parecía ver en mí, estudiante del cuadro de honor, de sobresalientes.

Pasé un tiempo fascinada con Harlan Ellison, cuyas historias de ciencia ficción, sombrías y cargadas de ira, expresaban algo de lo que por fin me había dado cuenta: que algo iba profundamente mal en el mundo y, de manera más concreta, que algo le pasaba a la gente. Más allá de mi propia experiencia cuando me tomaban el pelo y me apartaban (ser la chica tímida de las gafas de culo de vaso que iba adelantada un curso no era exactamente una garantía de popularidad), descubrí todo un panorama de maldad en el ser humano, desde los horrores del Holocausto hasta la caza indiscriminada de las ballenas, desde los animales domésticos abandonados y maltratados hasta la gente a la que atracaban y mataban en las calles de Nueva York. Me importaba mucho, tanto que pensaba que ojalá no me importase, porque no veía la manera en que nada de lo que yo hiciese pudiera aportar el menor bien. Aquellos iracundos gritos de Ellison contra la crueldad del mundo me ofrecieron una amarga satisfacción por una temporada, pero me cansaron. No había nada sólido debajo de tanta ira.

Star Trek ocupó el lugar central del escenario como mi mundo imaginario preferido con su oferta de un futuro claro, brillante y audaz. El capitán Picard se convirtió en mi héroe, hombre inteligente, íntegro y decidido. La tripulación corría sus aventuras, se tomaban el pelo los unos a los otros y se mantenían unidos contra viento y marea. Incluso cuando se enfrentaban a una situación con un problema de carácter moral, encajaba en el marco de un universo ordenado y fundamentalmente seguro.

Por ahí fuera hay todo un inagotable manantial de afición a Star Trek, y yo bebí de él a base de bien. Me leí cantidades ingentes de novelas de Star Trek de dudosa calidad, escribí relatos de fan fiction y asistí a convenciones de la saga donde la mitad de los asistentes iban disfrazados. Estaba buscando algo, y aquello se acercaba, pero… seguía sin ser satisfactorio. Continué yendo a las convenciones, pero se fueron volviendo cada vez menos interesantes. En retrospectiva, el problema era este: no te puedes comprar una pistola phaser o un tricorder; solo te puedes comprar un juguete que hace un ruido como el de la serie. No te puedes comprar un tribble como mascota; solo puedes llegar a tener una bola de pelo de mentira con un motor a pilas que ronronea. La propia existencia física de estos juguetes es un recordatorio de que Star Trek no es un mundo real.

Yo quería el de verdad: un verdadero sentido, la aventura de verdad, una verdadera sensación de pertenencia. No sabía dónde encontrarlo… o si existía siquiera.

V

La pluma y la espada

Lo he pescado con un anzuelo oculto y un sedal invisible lo bastante largo para dejar que deambule hasta los confines del mundo, y aun así traerlo de vuelta con un leve tirón del hilo.

G. K. Chesterton, La inocencia del padre Brown

A los diecisiete años me marché a la universidad. Había desarrollado por la religión la misma falta de curiosidad que tenía por otras actividades que no me interesaban, como el golf o el ajedrez. Aun así, igual que me podía haber convencido de que el golf tenía algunos puntos a favor como juego (el minigolf era divertido, al fin y al cabo), tampoco es que sintiese un completo antagonismo hacia la religión per se.

En mi primer invierno universitario se me metió en la cabeza la idea de celebrar el Yule y salir una noche a arrastrar los pies por una zona boscosa y nevada junto a la residencia universitaria para encender una vela en un acto de una espiritualidad indefinida. Cogí frío, y la madre naturaleza no me concedió ninguna revelación, pero los bosques eran bonitos, así que tampoco me importó.

La puerta seguía abierta, pero no tardaría en cerrarse.

En la universidad absorbí la idea de que el cristianismo era un artificio histórico o una mancha en la civilización moderna, o tal vez ambas cosas. Mis clases de ciencias decían de forma implícita que los cristianos eran unos antintelectuales por los que había que sentir lástima a causa de su rechazo supersticioso del darwinismo. Mis clases de antropología presentaban a los misioneros cristianos como unos colonialistas de mentalidad estrecha que habían erradicado las expresiones auténticas de la religión nativa (no sabía muy bien qué pensar en cuanto al papel esencial que desempeñaban los sacrificios humanos en la expresión auténtica de la religión azteca). Mis clases de literatura y de historia omitían o restaban importancia a las referencias a la fe de los personajes históricos, como si sus creencias fueran del todo privadas y subjetivas.

Recuerdo una clase de grado superior de Literatura Inglesa sobre los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Comentamos su crítica de la corrupción y la hipocresía de la Iglesia medieval sin tener en consideración la fe que, en primera instancia, movía a la gente a peregrinar; me quedé con la impresión de que Chaucer era un humanista de mentalidad abierta, no un cristiano que de verdad creyese. Nunca reparé en que Chaucer le pedía al lector que diera gracias por todo lo valioso en el poema a «nuestro Señor Jesucristo […] de quien procede todo entendimiento y toda bondad».

Supongo que debí de tener compañeros de clase o profesores que fueran cristianos, pero, si los tuve, jamás conocí a ninguno. Nadie hablaba en el campus sobre la fe o sobre el cristianismo. Recuerdo una chica en particular en mi residencia universitaria, en el primer semestre del primer año, que (me doy cuenta al echar la vista atrás) probablemente fuese cristiana; puso objeciones a que el personal de la residencia repartiese condones gratis y organizase reuniones obligatorias en la residencia donde se nos instruía sobre cómo hacer de forma segura ciertas cosas que yo, por lo menos, jamás me había imaginado que hacía la gente en absoluto. Aquella chica de las objeciones era agradable, aunque yo tampoco entendía por qué montaba tanto jaleo con todo aquello; después se marchó a vivir fuera del campus, y me olvidé de ella.

Había visto a gente repartiendo panfletos y diciendo «¡Jesús te ama!» a los que pasaban, o mostrando en los partidos de fútbol carteles que decían «Juan 3, 16», lo cual me dejaba totalmente perpleja (creía que debía de ser algún tipo de código). Yo solo tenía conocimiento de la palabra predicador como una parte de telepredicador, lo cual yo tenía asociado a una mala imagen y a unos escándalos patéticos. No sabía nada sobre el cristianismo, ¿y por qué molestarme en aprenderlo?

 

Aun así, en la universidad me topé también con el poeta que influiría en el curso de mi vida más que cualquier otro autor, salvo Tolkien: el poeta y sacerdote católico Gerard Manley Hopkins.

Leí a Hopkins por primera vez en mi segundo año universitario, en la asignatura de Autores Británicos II, obligatoria para los alumnos especializados en literatura: sus poemas contenidos en el voluminoso y pesado Norton Anthology of English Literature, con sus hojas de papel semitransparente y sus exiguos márgenes. Me había mostrado un tanto voluble al respecto de aquella asignatura, porque mi contacto con la poesía hasta entonces se había reducido al aula, donde habíamos estudiado lo que significaban los poemas y lo que simbolizaba cada cosa, nada que ver con la inmersión natural en la historia que yo conocía y amaba como lectora de novelas en privado.

Entra en escena el profesor Keefe. Supongo que hablamos sobre el significado de la poesía que leíamos en su clase —Keats, Browning, Shelley, Hopkins, Blake—, pero lo que recuerdo es la manera en que nos leía los poemas en voz alta. Estaba hipnotizada. No me habían leído en voz alta desde que era pequeña, y oír los poemas recitados con tanto descaro, con su énfasis y sus cambios de tono y de ritmo fue una revelación (hasta hoy, cuando leo a Robert Browning, es la voz áspera de Keefe la que oigo: «Grrr… ¡Vamos allá, aversión de mi alma! ¡Riega ya las malditas macetas!»).

Y Keefe me hizo otro regalo, casi de un modo accidental. Recuerdo que dijo —y es muy posible que yo lo malinterpretase, pero, si lo hice, fue la equivocación perfecta—: «En realidad, nadie entiende de qué demonios habla Hopkins en El cernícalo, pero es muy bello».

Por un lado, esto no tiene ningún sentido. Sabemos lo que quería decir Hopkins en El cernícalo porque nos ofrece un subtítulo para aclarárnoslo: «A Cristo, nuestro Señor». Sus reflexiones sobre Cristo en la imagen del ave, esa bella rapaz, se expresa en una sintaxis compleja y un lenguaje difícil y muy comprimido, pero se trata sin duda de un poema inteligible.

Por otro lado, nada de eso importaba entonces. Lo que importaba es que había un poema que me alegraba el corazón. No lo entendía (menuda sorpresa: tenía apenas dieciocho años y no estaba habituada a la poesía), pero el profesor Keefe me dio permiso para que me encantase de todas formas. Leer y reaccionar ante la poesía sin sentirme obligada a descomponerla en unas unidades de temática y significado perfectas y ordenadas me abrió una puerta a un mundo nuevo.

Y Hopkins tenía mucho que enseñarme.

Al contrario que Ellison, Hopkins ofrecía una visión del mundo que tenía sentido aun cuando la vida parecía arbitraria y confusa; este mundo poseía elementos como la justicia y la misericordia aunque uno no los encontrase en su propia experiencia. El mundo de Hopkins era integral: contenía el dolor, la duda, la depresión y el temor, pero también el gozo, la belleza y el puro regocijo de haber sido encarnado.

Hopkins cierra uno de sus poemas más desgarradores con una súplica: «Oh tú, Señor de la vida, envía la lluvia a mis raíces». ¿Se acabará la sequía?, ¿o seguirá sufriendo? Hopkins no lo sabe. Solo puede preguntar. Su confianza es más profunda que su seguridad.

Tal vez fuese la integridad de su visión, su reconocimiento tanto de luz como de la oscuridad, lo que hizo que el eco de sus palabras resonara en mí por mucho que a esas alturas me hubiese convertido en una atea de manera consciente.

Allá descansa la anhelada frescura, en lo profundo;

y aunque las últimas luces se fueron por el negror de poniente

¡oh!, cómo eclosiona la mañana en el pardo horizonte de oriente…

Porque el Espíritu Santo sobre la curvatura del mundo

anida con cálido pecho y alas ¡ah! resplandecientes.

Aquellos eslóganes de afirmación cristiana propios de las pegatinas para el coche —«No soy perfecto, ¡he recibido el perdón!», «Dios es mi copiloto»— y las representaciones artísticas kitsch que veía —un Jesús de ojos azules vestido con una túnica con pliegues (¿de poliéster?) reconfortando a algún hipster arrepentido o abrazando a unos niños adorables hasta la exageración (ninguno llorando ni distraído)— me presentaban la fe como el ondear de una especie de bandera devocional. «¡Mira, soy cristiano! ¡Conozco a Jesús!». Vale, gracias; pero no, gracias. Aquel Jesús no me parecía capaz de encargarse de nada que fuese peor que una rodilla despellejada.

Por aquel entonces no sabía cómo decirlo, pero estaba buscando al Cristo cósmico, quien hizo todas las cosas, el Jesús resucitado y glorificado que se encuentra a la derecha del Padre.

Las alabanzas de Hopkins a Dios superaron mi reacción alérgica a lo kitsch porque fluían de manera natural a partir de lo que él veía en el mundo. Él me permitió situarme en su lugar y mirar a través de sus ojos: pude ver que «de la grandeza de Dios el mundo está imbuido». En la visión del mundo de Hopkins, la fe no era algo mágico. No convertía la enfermedad, la separación de la familia, el trabajo agotador y el fracaso de su poesía en algo con lo que él disfrutase.

Allá donde su poesía era dulce, contenía la dulzura de una fresa perfectamente madura o del mejor chocolate, cremoso y con mucho sabor, no la dulzura química de un pudin bajo en calorías, sin azúcares y cubierto de un producto sin lactosa.

Allá donde su poesía era amarga, lo era con el sabor de la verdadera desgracia, esa tristeza que colma la consciencia, que expulsa los recuerdos de tiempos mejores y tiñe de fracaso el mañana, y el pasado mañana, etcétera, no esa falsa tristeza de frases como «¡Jesús murió por ti!» (así que alégrate y deja de dar la nota), la falsa compasión que no soporta mirar al crucifijo (tan morboso).

Para Hopkins, de algún modo, lo dulce y lo amargo no eran opuestos, formaban parte de la misma experiencia de estar en el mundo, y apuntalando todo aquello había algo que yo no entendía en absoluto al no haberlo experimentado nunca ni haber conocido a nadie que lo hubiera experimentado: la realidad de Dios, no como una figura moral abstracta o un nombre que se deja caer como prueba de la propia devoción, sino como una consciencia dinámica de hallarse en una relación con el Dios de la Trinidad, una realidad experiencial mucho mayor que las palabras utilizadas para indicarla.

El sentido del mundo que tenía Hopkins era integral porque era sacramental, algo de lo que me enteraría más adelante, cuando descubrí que el misterio de la eucaristía era el núcleo de mi fe, el manantial del que todo lo demás surgía.

Pero entonces yo no sabía que había encontrado algo real; dejé que se me escurriese entre los dedos.

Intelectualmente, había aceptado una visión desencantada del mundo. La belleza de la naturaleza era un efecto secundario del incesante y ciego girar de la selección natural; la cultura humana era el simple producto de unos seres inteligentes que disponían de tiempo libre; los fogonazos de sentido de mis lecturas de la infancia y la pura exuberancia y riqueza de la vida de mi imaginación no parecían tener nada que ver con mis experiencias cotidianas. Ya no quedaba espacio ninguno para la trascendencia en mi vida. Creer en Dios, y comportarme como si a Dios le pudiese importar lo que fuera a hacer un insignificante ser humano, sería como representar un cuento de hadas. No: la imaginación era una cosa, y la realidad era otra.

Sin embargo, había hecho algo que había socavado en secreto aquel muro que había levantado entre mi vida imaginaria y el mundo real: me había convertido en tiradora de esgrima.

Resultaría muy difícil imaginar a alguien con menos probabilidades de ser deportista que yo a los diecisiete años. Era torpe y lenta, siempre me escogían la última al formar equipos y durante los partidos me pasaba la mayor parte del tiempo quitándome de en medio para no estorbar a los demás niños. La clase de gimnasia era un sufrimiento desmoralizador que tenía que soportar.

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