Cuando florece el alforfón

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El cerdo

El cielo azulado parecía colgar del nido de urracas sobre el sauce, en un rincón de la vieja construcción. En el vivar, un conejo blanco estaba enroscado con los pelos hirsutos como un erizo. El viento del mar, que soplaba desde la llanura agitando las ramas de los manzanos, se estrellaba brutalmente en la porqueriza tras barrer el campo de centeno del criadero aún cubierto de nieve.

Fuera del chiquero, sujeta entre cuatro estacas, la cerda chillaba de modo inusitado al sentir el viento.

El semental, que daba vueltas a las estacas con la boca roja llena de espuma, se volvió hacia la parte de atrás y, de repente, le puso encima las patas delanteras. La cerda, que parecía una tortuga aplastada por un enorme peñasco negro, temblaba lanzando chillidos agudos. El semental, que se había resbalado, daba vueltas de nuevo a las estacas con voracidad. Los gritos de respuesta de los cerdos que estaban en las pocilgas convulsionaban el criadero a esa hora de la tarde.

Aunque pasó media hora, no fue suficiente. Al disminuir el interés, las personas que rodeaban la escena comenzaron a moverse. Como el semental había montado varias veces sobre las estacas, éstas se derrumbaron por la fuerza de su corpulencia y la cerdita aplastada escapó de su prisión.

—Es demasiado joven —se rio el empleado del criadero.

—Mejor no mirar esto, que es como estar viendo a un toro y a una gallina.

—Se escapa del miedo que tiene —dijo el labrador, cerrándole rápidamente el paso a la cerda que corría rodeando el chiquero.

—La traje de nuevo porque no quedó preñada hace un mes —dijo Shigui, colorado de turbación.

—Por más que sea un animal, es demasiado pequeña para eso.

Al escuchar estas palabras del labrador, Shigui volvió a ponerse rojo.

—¡Maldita bestia! —exclamó Shigui airado. Desconcertado y a la vez molesto con la cerda, salió en su persecución apoyándose en el labrador. Sus zapatos de goma se hundían en el barro y se le caían los pantalones.

Cuando por fin agarró a la cerda por la cuerda atada a su cintura, del enfado la jaló hacia atrás con energía y le pegó con todas sus fuerzas. El animalito chilló tembloroso. Aunque seguramente después se arrepentiría y se compadecería de la criatura, Shigui no pudo reprimir la vergüenza que sentía frente a la gente del criadero y la golpeó repetidamente. Ella era el cordón vital que alimentaría a la familia durante el periodo que iba desde los impuestos del primer semestre, que pronto llegarían, hasta que se cosecharan las patatas a principios del verano.

—Vaya a atarla ahora —dijo el labrador haciéndole señas a Shigui, después de arreglar y clavar de nuevo las estacas.

Shigui volvió a poner entre las estacas a la cerda, que temblaba y se agitaba del miedo y la angustia. Luego le pasó una madera por debajo del vientre para levantarla y la ató con aire ufano, de modo que no pudiera moverse.

Antes de que Shigui quitara sus manos de ella, el semental, que daba vueltas a su alrededor topándola con su piel velluda, arremetió contra las estacas como un vagón de carga. Sediento de deseo, su hocico enrojecido resoplaba con fuerza como un fuelle, mientras la cerda aplastada chillaba agudamente a viva voz.

La concurrencia entera dejó de reírse y se olvidó incluso de bromear. Shigui se acordó de repente de la silueta de Buni, por lo que quitó su vista de las estacas y miró hacia otro lado.

“¿Dónde estará Buni en este momento?”

Para las fincas agrícolas que no estaban en situación de pagar ni siquiera los impuestos atrasados, no había mejor negocio suplementario que criar cerdos. Cebando un cerdo con diligencia durante un año, no sólo se sacaba espléndidamente lo suficiente para pagar los impuestos, sino también un dinerillo más para gastos de la casa. Siguiendo el ejemplo de los otros aldeanos, Shigui, que conocía los beneficios que daba el cerdo, compró el verano pasado una pareja de cochinillos recién nacidos con dinero ahorrado moneda a moneda. Esos lustrosos cerditos negros valían para él más que un ser humano, por eso cuando los trajo los hizo dormir sobre un lecho de paja en un rincón de su habitación, porque le daba pena meterlos en el chiquero. No obstante, se le murió el macho antes de un mes, tal vez por falta de los pechos maternos. A la hembra que le quedó la crió como a la niña de sus ojos, y hasta le daba de beber en el único cuenco de arroz que tenía. Cuando enfermó y no tomaba ni siquiera agua, no salió ni a hacer leña y se quedó todo el día cuidando al animal. Al cabo de seis meses por fin adquirió el aspecto de una cerda. Hace un mes, para probar suerte, la llevó a rastras al criadero que estaba a cuatro kilómetros de distancia. Pagó con dolor los cincuenta centavos que valía la monta, pero la cerda no quedó preñada. A Shigui le dio mucha rabia. Por esa época también desapareció Buni, la vecina a la que le había echado el ojo. Este hecho lo afectó tanto que durante un tiempo no se concentraba en el trabajo. Cuando pensaba en lo ocurrido, le parecía imperdonable que ella, que siempre parecía malhumorada y le contestaba con frialdad, se hubiera marchado dejando solo a su anciano padre, sin permitirle poseer su piel suave ni siquiera una vez. Como sea, tratándose del caviloso viejo Bak, era imposible saber si no había planeado esa treta para alejar a su hija. Corrían todo tipo de rumores. Que se había ido a casa de unos parientes, que se había ido a Seúl, que le habían llegado 10 wones al viejo Bak…, pero nada se sabía de cierto. Por lo uno y por lo otro, Shigui estaba completamente exasperado. Cuando pensaba cuánto le hubiera gustado comerse a mordiscos esas mejillas de flor de manzano que tenía Buni, aún hoy le resultaba difícil dominar la cólera que sentía.

—Ya está.

Al oír la voz del labrador, Shigui, que tenía los ojos vueltos hacia otro lado, volvió a mirar. El semental, que parecía satisfecho, no se había alejado y seguía gruñendo y merodeando el lugar.

Aunque el espectáculo había terminado, Shigui seguía azorado, pues continuaba dándole vueltas la imagen de Buni. Se le confundían con tenacidad la áspera cerda que estaba de pie en silencio y la silueta de Buni. Los comentarios lascivos y las carcajadas encendieron aún más sus mejillas. Esforzándose por ahuyentar la visión, Shigui comenzó a desatar a la cerda. El labrador se llevó al semental codicioso, que seguía dando vueltas con voracidad, y lo encerró en la jaula.

“Seguro que esta vez resulta.”

Cuando Shigui firmó en el registro, pagó los 50 centavos y salió del criadero, el sol de la tarde ya estaba bajo.

Al otro lado del campo de manzanos, el techo del edificio público de estilo occidental lanzaba destellos azulados reflejando los rayos difusos del atardecer. En las inmediaciones de la entrada a la construcción amurallada vacilaban las sombras de los mercaderes yendo y viniendo. Salió un autobús del interior de las murallas y se acercó con estrépito por la carretera. Desde que había perdido a Buni, Shigui solía mirar con detenimiento el interior de los autobuses en marcha. Decían que en la ciudad había habido un examen para elegir conductores, ¿no habrá pasado quizás el examen y entrado a trabajar allí? Imaginando el camino que habría tomado Buni, escrutaba los autobuses.

“¿Y si doy una vuelta por el mercado?” Ató a la cerda en un hueco de las piedras de la puerta del norte y se dirigió hacia la calle de la puerta del sur. Ahora que no estaba Buni, ya no tenía que esconderse de los mercaderes para comprar polvos para la cara en tiendas retiradas con actitud cohibida. Después de comprar un bote de gasolina y unos cuantos pescados secos, caminó por el mercado de abajo para arriba. Como no encontró ni la sombra de algún conocido, salió de la fortificación y se dirigió al pueblo.

Los pasos vacilantes de la cerda no eran ligeros como a la ida, pero ya no se sentía con valor para pegarle.

Fue siguiendo las vías del tren, pasó por enfrente de la estación y, al llegar a la ancha calle que iba al puerto de Ochonpo, vio las sombras de unas cuantas personas que volvían del mercado. Las estribaciones montañosas frenaban el viento marino y la confortante luz del atardecer cubría el camino. Se veían los cables de alta tensión sobre la lejana cima de la montaña y una corriente de agua bajaba y daba vueltas a sus pies. La ancha calle que iba a las termas corría paralela a las vías y se extendía hacia el sur sin fin. Las dos líneas de caminos que se prolongaban a lo lejos, en medio del atardecer de la naturaleza, conmovieron el corazón de Shigui como nunca.

Shigui escuchó a sus espaldas el sonido distante del tren que se acercaba rodeando un lado de la montaña. De repente se le ocurrió un extraño pensamiento: “¿Y si me marcho a cualquier parte?”

Si vendo la cerda en el mercado, tendré dinero para el viaje. Y si voy tan lejos como me alcance el dinero, ¿no estará allí Buni? Quién sabe dónde lo habría escuchado, pero el mayor deseo de Buni era entrar a trabajar en una fábrica. Y si encuentro a Buni y me convierto en obrero como ella, la pasaríamos muy bien juntos. Todos los meses le enviaríamos dinero a su padre para que no tuviera que trabajar. Y yo no tendría que criar cerdos en mi cuarto ni preocuparme de que me quiten el sustento los empleados de la oficina de distrito por no pagar los impuestos. ¿Qué oficio puede ser más pobre que el de campesino? Por más duro que trabajan, todos viven de mal en peor… ¿Dónde estará Buni? ¿Cuánto me darán por la cerda? El cerdo… la cerda… la pareja de cerdos…

—¡Cuidado!

Despertó de su ensimismamiento al oír el agudo grito. Un fuerte viento frío le pasó rozando y sintió como si de pronto su cuerpo se elevara a otro mundo. No vio ni escuchó nada más… Por unos instantes se le endureció el cuerpo y dejó de sentir. Al aclarársele poco a poco la visión, empezó a ver que algo se movía, y al destapársele los oídos escuchó un estruendo estrepitoso que parecía capaz de borrarlo de cuerpo entero… El sonido del trueno… El fragor del mar… El ruido de las ruedas… De repente se le aclaró la vista y vio la última rueda del tren que se alejaba rauda como una flecha.

 

“¡El tren!”

Había pasado el tren y Shigui estaba aturdido y le temblaba el cuerpo. Más que sudar frío, se le había puesto la piel de gallina. Se sintió liviano como si su cuerpo se hubiera vaciado de pronto. En efecto, estaba vacío. No se veía por ninguna parte el bote de gasolina ni los pescados que traía en una mano. Tampoco había rastros de la cerda que llevaba en la mano derecha.

—¡Mi cerda!

—¡Déjate de cerdos! ¡Estás loco para cruzar así la vía del tren!

Cuando alzó la vista al recibir la sonora cachetada, vio al encargado de las vías que lo miraba fijo y con expresión furiosa.

—¿Qué pasó con mi cerda?

—Debes haber tenido un sueño afortunado anoche. Es un milagro que no te haya atropellado a ti.

—¿Quiere decir que atropelló a mi cerda?

—¡La próxima vez ten más cuidado!

Después de lanzarle este último dardo, aferró con fuerza el brazo de Shigui y lo alejó de las vías.

—¡Atropelló a la cerda! A mi cerdita que llevé dos veces a que la montaran en el criadero… Mi cerda… Mis cerdos… —exclamó sin darse cuenta, pero aunque miró por todas partes, no encontró una sola gota de sangre. Ni una sola huella… Pensó que el tren se la habría llevado en volandas y miró a lo lejos sobre la vía, pero ya no quedaba ni la sombra del tren—. Mi cerda… que la crié en mi cuarto y le di agua en mi propio cuenco… Pobre, mi cerdita…

Shigui se sentía tan aturdido y desolado que le parecía que en cualquier momento se caería redondo en ese lugar.

hacerlo, su cuerpo había vibrado como ante un trueno.

¿Ésta era la cara del sufrimiento? ¿La cara del dolor? Tenía los ojos dados vuelta, las mejillas retorcidas, las cejas arqueadas y le batían los dientes… ¿Ésta era la expresión extrema del dolor?

—¡Sí, es esto! —exclamó Ma Ran como despertando de un sueño y lanzando un profundo suspiro.

Era un descubrimiento nuevo y grandioso. La primera gran experiencia y emoción recibida en toda su existencia.

—¡Es precisamente esto!

Fue como un grito de victoria, semejante a la emoción que debió sentir Julio César cuando exclamó “Vine, vi y vencí” después de conquistar Egipto. El susto se había convertido de pronto en alegría y satisfacción.

—En la mitad de un día encontré lo que busqué durante toda la vida. Por fin encontré mi arte. Pintemos esto. Pintemos esta cara.

Como si la fuente de inspiración hubiera fluido del cielo directamente a su cuerpo, sus ojos brillaban fulgurantes y sus cabellos se habían erizado. Le temblaba el cuerpo de la excitación y sus hombros se agitaban tanto que le resultaba difícil mantener el equilibrio. Parecía que había comenzado a bajarle el espíritu. Había encontrado en la cara del cazador de serpientes la inspiración del dolor que no había hallado en su cara por mucho que la había contraído delante del espejo. Por fin había topado con el impulso preciso para mover su pincel. Se dispersaron de su cara la ansiedad y el sufrimiento, y la satisfacción y el éxtasis ocuparon su lugar.

—Hoy voy a pintar la mejor ilustración de este mundo, la obra maestra de mi vida. Voy a hacer un arte superior a la estatua de Laoconte. Derrotaré con mi pintura el apremio del ayudante impertinente. Le cerraré la boca al soberbio jefe de redacción.

De pronto sus manos estaban sosteniendo el cuaderno de bosquejos y en una hoja nueva fueron surgiendo, trazo tras trazo, los rasgos del vendedor de serpientes. Laoconte de Troya había sido atacado por las serpientes por haber adivinado el engaño de los enemigos, y el vendedor de culebras había sido mordido por ellas por querer venderlas. ¿Quién hubiera sabido que el sufrimiento de hace milenios resucitaría hoy para ayudar al arte de Ma Ran? ¿Quién diría que la pintura de Ma Ran sería menos que el grupo escultórico de Laoconte?

—Por fin me he visto correctamente la cara en el espejo. He visto claramente la expresión del protagonista de la novela y también la mía. Vendedor de serpientes, descendiente de Laoconte, sed mi modelo por un rato. Transmitiré a la posteridad vuestro sufrimiento, confiad en mí.

El dolor de hace siglos se había transmutado en alegría suprema y hacía que Ma Ran se olvidara de todo y se absorbiera en el trabajo. Como dándose cuenta de lo que sucedía, la gente fijó en él su atención, y el cazador de serpientes, conmovido por su apasionamiento, se quedó quieto por unos instantes y en silencio se dirigió a él.

Por esta vez, al menos, el ayudante que había venido para apremiarlo, se quedó sin habla, de pie y sin moverse de su lado. Todas las cosas se mantuvieron en solemne mudez para asistir al nacimiento de una obra maestra.

El gallo

Por el abatimiento que tenía últimamente, Eulson había abandonado el cuidado de las gallinas. Esas aves que había criado con tanto esmero ya no atraían su vista ni su corazón. Cuando las miraba pasear por el patio, le daba por tomar una estaca de madera. El corral, que hacía tiempo no limpiaba, estaba sucio como nunca.

Con la venta de dos gallinas pagaba la matrícula de un mes, así que no le apenaba mucho que fueran disminuyendo de número. Por el contrario, le molestaban la vista dos aves que en lugar de cumplir su destino vagaban por el corral escapándose de su suerte desde hacía ya un mes. Eran el equivalente a la mensualidad del colegio que no había ido.

De las dos aves, un gallo poco agraciado era el que tenía peor pinta. Por añadidura a su aspecto deslucido, siempre perdía cuando se peleaba con el gallo del vecino. Siempre que lo veía tenía sangre fresca en su cresta por los picotazos recibidos. También tenía los párpados caídos y cojeaba de una pata. Las plumas de sus alas estaban desordenadas y hasta su cola era corta. A veces, incluso, lo acosaban las gallinas. Ya no sólo le daba vergüenza ver al gallo que no se comportaba como tal, sino que últimamente hasta le producía disgusto. Y el que llevara un mes escapándose de su suerte aumentaba la antipatía y la repulsión que sentía contra él.

Se sentía muy mal por no poder ir a la escuela.

La expulsión del paraíso por comer una manzana era cosa de leyenda, pero la expulsión del colegio por robar manzanas era una realidad.

Las manzanas de la plantación eran la fruta prohibida y Eulson había violado esa ley.

No había caído bajo el influjo de sus compañeros, sino en la tentación de la manzana. Y es que la manzana no era un deseo superfluo, sino una necesidad física.

Eran cinco los que estaban de turno. Habían terminado de guardar los capullos de seda y quizás el no tener nada qué hacer fue la causa de lo que hicieron. Esperaron charlando a que se hiciera medianoche y salieron del cuarto. Escondidos en la oscuridad, cruzaron la cerca de alambre de la plantación de árboles frutales.

Fue una idea brillante meter todas las sobras en el fogón, pero fue un error guardar la última manzana en un rincón del cuarto, escondida bajo unas hojas de morera.

Al día siguiente, cuando se discutía sobre las huellas dejadas en la plantación, descubrieron por casualidad la manzana bajo las hojas de morera.

Fue obvio el camino que tomó la pesquisa. Llamaron a cada uno de los cinco alumnos que estuvieron de guardia la anoche anterior y también a sus profesores.

Como suele ocurrir en estos casos, aunque habían jurado solemnemente mantener el secreto, el juramento se rompió sutilmente por alguna parte. Aparentemente la confesión salió de boca del compañero más débil. Nuevamente fueron llamados uno a uno.

Cuando comenzaron con la segunda llamada, Eulson estaba en un lugar extraño. No había entrado allí porque se sintiera culpable, sino que lo había elegido expresamente para evitarse las molestias que habría durante un tiempo.

Era un sitio cuadrado y estrecho en el que a duras penas cabía encogida una persona sentada. Aunque era algo incómodo, ese lugar le parecía el más confortable del mundo. Sentado allí, sentía el cuerpo ligero como si estuviera sumergido en el mar.

Le llegaban entremezclados el ruido de las charlas, las risas, las carreras y el suave rodar de los balones, y le parecía que su cuerpo flotaba entre esos deliciosos sonidos. Olvidó a sus compañeros que estaban siendo interrogados y su propia situación, y con tranquilidad sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Aunque en realidad fumar estaba tan prohibido como las manzanas, la transgresión de la ley era una hermosa virtud que habían legado los antepasados de la humanidad. Además, una chupada de cigarrillo en ese lugar le parecía a Eulson el más supremo de los placeres.

Como si fuera una extraña costumbre de ese sitio, en las paredes había dibujos infantiles de hombres y mujeres de aspecto primitivo, de cuando la gente no llevaba ropa encima. Aunque eran dibujos de trazos simples y torpes, también constituían un placer. Sintiéndose tentado quién sabe por qué, Eulson sacó un lápiz de su bolsillo y, lanzando largamente el humo del cigarrillo, comenzó a dibujar con la fuerza de la imaginación.

No sólo se había comido las manzanas, sino que estaba fumando y dibujando garabatos… Mientras cometía una transgresión tras otra, se le ocurrió de pronto que el colegio no le gustaba. Por ejemplo, se preguntó de qué manera el profesor que interrogaba a sus discípulos por cortar manzanas ajenas, castigaría a su hijo pequeño si llegaba a casa y descubría que éste se había comido una manzana del campo vecino, y qué impresiones y reflexiones de conciencia tendría al recordar que él había hecho lo mismo en su infancia. O cómo se explicaría que el docente, que enseñaba la virtud de la continencia en el colegio, cayera en el deseo carnal más inmoral —lo que era una situación semejante a la de un pastor que, predicando los diez mandamientos, se jactara de haber cometido el pecado de adulterio.

Si lo pensaba bien, ni siquiera tenía un terreno propio donde aplicar las ciencias y técnicas especiales que aprendía en el colegio. Hombre de poco valor y sin lustre. Para recibir insultos por un sueldo magro, mejor era desembarazarse del yugo estrecho e incómodo e irse a cualquier parte del ancho mundo.

Los pensamientos de Eulson corrían como un caballo desbocado.

Seguramente había transcurrido bastante tiempo. Las campanadas que anunciaban el fin de la jornada escolar sonaban alborotadoras.

Al día siguiente, convocado por el colegio, su padre acudió con su único saco de calle.

Lo habían suspendido indefinidamente. El padre parecía incapaz de articular una sola palabra y también de pegarle a su querido hijo.

Aunque a Eulson le acometió el deseo de vender de una vez todas las gallinas del corral, no pudo hacerlo, y no tuvo más remedio que marcharse de su casa con las manos vacías. Estuvo vagando por los pueblos vecinos y volvió a los tres días. Como no tenía ánimo para trabajar en el campo, pasó varias jornadas como un idiota.

Con una sola mirada abarcó todas las gallinas del corral. Entre ellas, el gallo feo se veía aún más deslucido. Le dio lástima ver al pobre que siempre perdía ante el gallo del vecino, por más que lo alimentara con comida mezclada con pasta picante para darle vigor.

—Gallo feo, ¿no me parezco a él? —dijo Eulson y se sintió súbitamente airado.

Como no tenía nada que hacer, hubiera podido ir a ver a Boknyeo a menudo, pero la vergüenza se lo impedía. Estaba seguro de que a ella no le agradaría mucho el castigo que había recibido.

Boknyeo era una mujer voluntariosa. Durante medio año había estudiado como aprendiz en el criadero de huevos de gusanos de seda, por lo que en la próxima primavera podría ir a trabajar al pueblo como instructora en las labores de sericultura. Eulson, en cambio, caía en la pereza fácilmente y Boknyeo solía reprenderlo y aconsejarle que estudiara. Se habían prometido que cuando terminaran el colegio trabajarían juntos, pero el error que había cometido de seguro la decepcionaría. Un hombre incapaz… Para Boknyeo no había nada más desdeñable en el mundo que eso.

 

Una tarde fue a verla y todas las cosas se aclararon. La que salió a recibirlo no fue Boknyeo sino su madre.

—Es una pena que a partir de ahora ya no puedan verse frecuentemente.

Como se quedó inmóvil, sin entenderla, ella prosiguió:

—Por fin le encontré a alguien que va bien con ella.

Sintió como si le golpearan la columna con una tonelada de hierro.

—Me dijeron que había un hombre bueno en la cooperativa y lo elegí para mi hija sin averiguar más.

Sin siquiera pensar en ver a Boknyeo, Eulson salió corriendo con las piernas temblorosas.

“¿Era el deseo de Boknyeo o de la madre de Julieta?” Ni siquiera valía la pena preguntárselo. La vista se le nubló y le pareció que el mundo le caía encima.

Durante unos días estuvo ciego a todo.

La realidad era frágil como un erizo de castaña.

Aunque había pasado más de un mes, no había noticias del colegio.

Estaba atardeciendo.

Las gallinas ya se habían guarecido cada una en su lugar preparándose para dormir, cuando volvió el gallo caminando lentamente desde el pueblo. Al parecer había vuelto a pelearse. Tenía sangre fresca en la cresta rota y las plumas estaban volteadas en la escápula fuera de lugar. Siempre había rengueado, pero ahora caminaba sin ningún sentido de la dirección. Al observarlo más atentamente, vio que uno de sus ojos estaba aplastado. La sangre manaba de ese ojo cerrado y teñía de rojo sus plumas.

Su aspecto era patético.

La lástima que sentía se transformó de inmediato en odio y lo sobrecogió una ira abrasadora.

—¿Para qué vivir con esa pinta?

La mano le temblaba con intención asesina y comenzó a tirarle al gallo con todo lo que estaba a su alcance.

Cuando desgraciadamente dio en el blanco y el gallo cayó hacia atrás con las piernas estiradas y revoloteando sus alas, Eulson desvió la vista. Los lastimosos gemidos entrecortados le revolvían el estómago.

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