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Capítulo 2

La zona de urgencias del hospital era un completo caos. No quedaba ningún asiento libre, y la gente empezaba a amontonarse por toda la sala de espera. Luis pudo comprobar que no era el único sangrando en esa sala; allá donde miraba veía a alguien tapándose una herida. Unos en el hombro, uno en la mano, otro el antebrazo, el gemelo… Aquello parecía el después de una batalla. Luis se acercó al enfermero de la zona de triaje y le explicó lo ocurrido.

—Mantenga la presión en la herida y espere en esa sala, por favor. Oirá su nombre por la megafonía —dijo después de tomarle los datos, señalando a la abarrotada sala de espera.

Luis encontró una pared vacía sobre la que apoyarse, junto a un joven tatuado que se tapaba una herida en el hombro. El joven, pálido y sudoroso, estaba ya cansado de tanta espera.

—Joder, no solo me muerde un idiota sino que, además, tengo que esperar a que estos lentos me atiendan. Estoy hasta las narices de estar aquí —se quejó el joven.

—¿Te han mordido? —Luis no pudo contenerse la pregunta.

—Me acerqué a un tío que parecía mareado, o borracho. Le pregunté si necesitaba ayuda, él se giró, dio un grito y se abalanzó sobre mí, mordiéndome en el hombro. Solo he tenido tiempo de empujarle y me he venido aquí todo lo rápido que he podido —respondió el joven tatuado, limpiándose el sudor de la frente.

Luis sabía que, como con los números, dos es casualidad, pero tres guarda relación. Comenzó a pensar si el paranoico de su oficina podría tener razón y se avecinaba una epidemia digna de película. Pero su pensamiento estaba demasiado apegado a la realidad, y esas conspiraciones solo le interesaban en las series, libros y películas.

«Seguramente esto pase a menudo, pero nunca le damos importancia», pensaba Luis.

Pasada la primera hora de espera, el estado del joven tatuado empeoró mucho. Ahora apenas hablaba y unas venas azules coloreaban su frente. Sus ojos estaban rodeados de unas grandes ojeras, y lo que antes era una capa esclerótica blanca ahora comenzaba a plagarse de multitud de venas rojas. El joven se tambaleó en su asiento azul hasta que no pudo más y cayó sobre la persona que tenía al lado.

—¡Rápido un médico! —gritó el anciano sobre el que cayó el joven.

Una doctora bastante joven se acercó rápidamente hasta el enfermo y comenzó a tomarle las constantes vitales. Al mismo tiempo, una enfermera se colocaba unos guantes de nitrilo azules y examinaba la herida de su hombro.

—Doctora, esta herida parece muy infectada —comentó la veterana enfermera.

—Apenas le noto el pulso, ¡rápido una camilla! —exclamó la doctora.

Una vez sobre la camilla, el joven tatuado convulsionó repentinamente durante unos segundos, y los sanitarios comenzaron las maniobras de RCP.

Las horas siguieron pasando. Luis pudo observar cómo otros que presentaban heridas similares, en apariencia no muy graves, tenían un aspecto similar al del joven tatuado. Al parecer, tras el incidente del joven, los sanitarios decidieron atender con rapidez a los pacientes con síntomas similares.

—Ya ves lo que pasa. Si no te vigilas las heridas, se te «infestan».

Yo mismo me lavo mis heridas todos los días con suero «fisologico» y, aun teniendo «diabetis», se me curan todas estupendamente. ¡A mis treinta y tantos! —comentaba a su cuidador un anciano con un humor extraordinario desde su silla de ruedas.

La sala de espera era una sucesión de historias contadas a viva voz para quien quisiera oírlas. La gente allí combatía el aburrimiento hablando sobre sus males, y eso a Luis le incomodaba terriblemente.

Por fin, el nombre de Luis sonó por la distorsionada megafonía.

Acudió al mostrador, se identificó, y un enfermero bastante joven le indicó el camino. Llegaron en apenas un minuto a una zona de boxes separados con unas cortinas para preservar la intimidad de los pacientes, y aunque no se veía nada, sí se podía escuchar todo. Luis se sentó en una camilla, aún haciendo presión sobre su índice izquierdo.

Notaba cómo palpitaba, intentó mirar el estado de su dedo, pero la visión de la sangre frustró su plan. Pasados unos pocos minutos, un médico entro en su box.

—¿Es usted Luis, verdad? —dijo el doctor con un semblante serio.

—Cuénteme lo ocurrido y destápese el dedo, por favor. ¿Ha sido en casa? ¿En la calle? Parece un corte limpio, ¿nadie le ha mordido verdad?

—Sí… Verá, estaba cortando patatas, me distraje y me corté con el cuchillo… Soy incapaz de ver sangre, me mareé y, cuando me he recuperado, he venido hasta aquí —contó Luis, sorprendido por la última frase del doctor.

El médico, parco en palabras, comenzó a explorar el dedo de Luis, ignorando sus quejidos y gestos de dolor. Abría y cerraba la herida con la soltura digna de un veterano en las urgencias. De vez en cuando, mandaba doblar el dedo para comprobar su fuerza y si había sido afectado algún tendón. Cuando concluyó su examen se marchó sin mediar palabra y volvió en unos minutos con otro doctor.

—Bien, no parece haber signos de infección ni tendones afectados, y el corte es muy limpio. Mi compañero le coserá el dedo y le dará las indicaciones para las curas y la retirada de los puntos —explicó el doctor señalando a su compañero, mucho más joven.

—Perfecto, gracias. Aunque es muy probable que me desmaye mientras coses… —advirtió Luis.

—Sin problemas, mientras no te muevas todo irá bien —dijo animado el medico más joven, y comenzó los preparativos.

Antes de comenzar a coser, Luis volvía a estar visiblemente mareado. De su frente caían grandes gotas de un frío sudor. Cuando sintió el primer pinchazo, notó que su consciencia iba y venía.

Unos gritos le despertaron algo más tarde, Luis estaba cubierto de sudor. Se fijó en su mano izquierda y observó que estaba perfectamente vendada. De uno de los boxes, a su derecha, se podían oír varias voces de personal sanitario. Al parecer, un paciente había entrado en parada y estaban realizando las maniobras de resurrección. Entre tanto tecnicismo y nombre de medicamentos, Luis no supo exactamente qué era lo que ocurría ni si iba bien o mal, pero el nerviosismo era evidente.

Consiguió incorporarse en la camilla y poner los pies en el suelo.

Los gritos cesaron cuando uno de los médicos informó al resto de que el paciente había fallecido. Esto llamó la atención de Luis, quien ignoró su mareo e intentó escuchar la conversación.

—Dejadlo, ha fallecido. Atadlo y andad con cuidado, mira lo que le ha pasado antes al residente. Hasta que no sepamos a qué nos enfrentamos, dad la orden de atar a todos los que fallezcan. —Ordenaba un doctor, muy nervioso.

—Llamaré a una enfermera para que traigan las correas. Vamos al número 4, ese paciente presentaba síntomas parecidos y han avisado de que está dando problemas —explicaba una doctora.

La conversación fue cortada por un grito estremecedor. A Luis le pareció muy similar al de la mujer del portal. No podía comprender qué es lo que ocurría. Los gritos se iban sucediendo, sumándose a otros nuevos. La gente corría y gritaba, pero Luis distinguía dos clases de gritos: unos de horror, angustia o miedo y otros desgarradores, casi inhumanos.

Llevado por el nerviosismo y alarmado por lo cercano de aquellos gritos sacados del infierno, intentó ponerse en pie con la mayor prisa posible. Consiguió erguirse sobre sus dos extremidades inferiores ayudado por un carro equipado con material para curas, pero llevar unas horas tumbado en aquella camilla jugó una mala pasada a su tensión arterial, la cual descendió bruscamente provocándole un desmayo repentino. Consiguió agarrarse a la camilla para evitar caer, pero finalmente su cuerpo chocó contra el suelo con violencia.

Su consciencia iba y venía, conseguía abrir débilmente los ojos y, con su borrosa visión, distinguía gente corriendo, arrastrándose, y otros caminando renqueantes; pero caía otra vez inconsciente. Al final, recuperó el control de su cuerpo, pudo incorporarse y sentarse de nuevo en la camilla.

Un silencio sepulcral reinaba en la zona de urgencias. Luis se incorporó, ya recuperado, y echó un vistazo al pasillo que conectaba todos los boxes de urgencias con la salida. Hacia la izquierda se encontraban seis boxes y la propia salida, que es donde él quería dirigirse. Al salir del box, pudo comprobar que nada iba bien, en la pared podían distinguirse grandes manchas de sangre, algunas huellas de manos y lo que a él le parecieron agujeros de bala, que habían atravesado el pladur de la pared.

Estaba aterrado, no podía creerse lo que estaba viendo y tampoco entendía nada. Pero debía moverse, quería (o necesitaba) salir de allí.

Con pasos temblorosos, como quien camina al borde de un precipicio, emprendió su camino hasta la salida. El box siguiente por la izquierda estaba vacío, lo que le tranquilizó. Se metió dentro y, desde ahí, intentó comprobar si el siguiente estaba ocupado. Miró con cautela por debajo de la cortina que los delimitaba y lo que vio le puso los pelos de punta.

Una mujer tumbada en la camilla, con las extremidades atadas con correas, luchaba por liberarse. De ella salía un quejido ahogado, no ese característico grito desgarrador. Alrededor, las cortinas habían cambiado su color azulado por un tono rojo de sangre, que aún goteaba. Luis, al intentar sacar la cabeza a toda prisa, chocó contra un carro de curas y tiró una batea metálica. El sonido le pareció atronador en ese infinito silencio. Los movimientos de la mujer presa de las correas se acentuaron al escuchar el sonido y el grito ahogado se hizo más insistente. Luis se concentró en mantener la calma, si se dejaba llevar por el pánico todo acabaría fatal para él. No sabía lo que ocurría, pero las señales no dejaban lugar a dudas: debía salir de ahí o moriría.

 

Se tomó unos instantes para serenarse y reanudó la marcha hacia la salida, que parecía estar a kilómetros de distancia y no a escasos metros. Al pasar frente al box con la mujer atada, pudo comprender por qué no podía gritar: su garganta estaba completamente desgarrada y la sangre le impedía articular palabra o gritar. Presa del pánico, corrió hacia la salida sin mirar las otras habitaciones.

Se encontraba a escasos cinco metros de su objetivo cuando algo se aferró con fuerza a su tobillo izquierdo y le hizo tropezar. No tuvo apenas tiempo para reaccionar, y cayó de bruces contra el suelo. Se levantó, con la cara dolorida, lo más rápido que pudo e intentó levantarse, pero algo tiraba de él con violencia. Consiguió darse media vuelta para comprender lo que sucedía. Un cuerpo salía del último box arrastrándose hacía él. Agarrado firmemente a su pierna, consiguió salir lo suficiente y Luis pudo verle la cara: unos ojos blancos, con unas venas rojas en la esclerótica y una pálida cara que no paraba de lanzar mordiscos al aire. Quien antes era un hombre de mediana edad con ligero sobrepeso intentaba ahora llegar hasta él. Luis comenzó a patalear para zafarse de su agresor, pero era inútil. Fue entonces cuando pensó que no quedaba otra alternativa que la violencia.

Comenzó a dar patadas a la mano que le agarraba poderosamente hasta que consiguió liberarse. Con rapidez, se arrastró instintivamente hacia atrás mientras el hombre reptaba hacia él, pudiendo ver así cómo donde un día estuvieron sus piernas ahora solo colgaban jirones de piel y hueso. En ese momento, el hombre gritó de aquella manera tan grotesca. Luis se intentó levantar, pero algo tiró de él hacia atrás con fuerza.

Capítulo 3

—¿Y tú de dónde sales? ¿Qué te ha pasado en la mano? ¡¿Te han mordido?! —preguntaba muy alterado un joven enfermero.

—Soy Luis. Por favor, deja de apuntarme con eso. Me corté en casa mientras me preparaba la cena, luego me desmayé, y cuando he despertado todo parece haberse ido a la mierda. ¿Dónde estamos? ¿Qué hora es? No sé cuánto tiempo he estado inconsciente —respondió Luis, intentado orientarse.

—Estás en uno de los pasillos que lleva a los túneles, bajo el hospital, donde también están los vestuarios, cocinas… —explicó el joven, dejando de apuntarle con una barra de metal. —Solo se puede acceder con las tarjetas que tenemos los miembros del personal, así que, por ahora, estamos a salvo. Son las seis y veinticinco de la mañana. Si dices que te cortaste haciéndote la cena, te has pegado una buena siesta. Me llamo Andoni, por cierto. Esta chica de aquí se llama Rosa, conseguimos escapar por los pelos de la zona de triaje. Ahí fuera todo es un caos.

Con el sobresalto, Luis no había visto a la mujer de unos cincuenta años, con un traje rosa manchado de sangre.

—¿Qué ha pasado exactamente? —Luis ignoró las presentaciones.

—Todo comenzó con unos emails internos, avisaban de un brote vírico que causaba graves infecciones incluso en heridas superficiales.

Después llegaron nuevos datos sobre las personas infectadas, aunque nadie fue capaz de aislar el virus para encontrar una solución. Esas personas eran especialmente peligrosas, violentas, como si padecieran un brote de rabia. Por lo que pudieron averiguar, se transmite por la saliva de los infectados. Al principio, nos llegaban simples avisos de otras comunidades y países, pero pronto tuvimos los primeros casos aquí. Supongo que la falta de información y el escepticismo sobre muertos que caminan y atacan nos ha llevado a esta situación. —explicó el joven enfermero—. ¿Quién iba a pensar que algo así fuera posible? El primer caso fue en la morgue; el cadáver de un infectado se reanimó y atacó al celador. Intentaron tapar la noticia para no sembrar el pánico. Después llegaron más y más casos: ambulancias saturadas, las urgencias hasta arriba… Una locura. Y ahora… el hospital parece sacado de una película de George A. Romero. Están por todas partes.

Por lo que hemos podido ver Rosa y yo, los recién reanimados se mueven con más agilidad, aunque no pueden correr. Hemos visto caer al turno de tarde entero… y después, levantarse. Tenemos que salir de aquí. ¿Vienes con nosotros?

—¡Saben que estamos aquí! —susurró Rosa, colocándose contra la puerta que daba a los boxes de urgencias.

—Bien, estamos en el edificio de urgencias, la salida más próxima está cerca del edificio de gobierno. Iremos por los túneles, no creo que estén tan infestados como los edificios —dijo Andoni, tomando la iniciativa.

Luis no podía creer lo que estaba sucediendo. El mundo que conocía se tambaleaba, y la caída iba a ser dolorosa. Su cerebro intentaba procesar la información que el joven enfermero le había dado, pero su mente lógica se negaba a creer que los muertos caminasen.

—¿Muertos que caminan? Has visto muchas películas. Seguro que existe una explicación lógica para todo esto —espetó Luis, incrédulo.

—La OMS misma nos envió los últimos emails. Yo tampoco me lo creía, pero he visto cómo devoraban a mis compañeros y, más tarde, estos se levantaban e intentaban lo mismo con nosotros. —Respondió el enfermero.

—Por favor, vámonos ya. Los gritos y los portazos acabarán por atraer a más —suplicó la veterana auxiliar.

El camino por los túneles hasta la salida del hospital no era muy largo, pero debían ir con mucha cautela. Su viaje por el subsuelo les debía dejar en uno de los pasillos próximos a los vestuarios, a unos pocos metros de la salida. A partir de ahí, estarían al aire libre y, por tanto, a la vista de sus nuevos enemigos.

—¿Y qué haremos cuando salgamos? ¿Tenéis idea de dónde ir?

Debe de haber un sitio seguro, algo controlado por la policía —razonó Luis mientras bajaban las escaleras hacia los túneles.

—Lo último que hablé con un doctor fue sobre eso. Un mensaje emitido por radio avisaba de huir de las zonas más pobladas. Lo mejor sería huir hacia el mar, salir de Bilbao como podamos e ir dirección al mar —respondió Rosa.

—Bien, una vez fuera nos ponemos en marcha. ¿Alguien ha venido en coche? —preguntó Andoni.

—Yo en metro, no tengo carnet —respondió Luis.

—Mi marido me trajo a trabajar, espero que esté a salvo… —dijo Rosa, al tiempo que llegaba a la puerta antiincendios que separaba las escaleras de los túneles.

—Habrá que buscar un vehículo, aunque a saber cómo estará la autopista… Bueno, vamos a concentrarnos en salir con vida del hospital. Soy el único «armado» —dijo el enfermero, haciendo unas comillas con las manos—, así que iré primero. Seguidme de cerca y no os paréis, bastante acojonado estoy como para quedarme solo. El recién formado grupo de supervivientes se colocó en fila india, Andoni miró por el ojo de buey de la puerta antiincendios y, al ver despejado el túnel, abrió la puerta lentamente.

El túnel estaba iluminado por unas largas bombillas fluorescentes, muchas de ellas parpadeaban privando de luz, por momentos, algunas zonas. La visión era buena, aun con los defectos de las bombillas, pero lo que habían vivido y la ligera oscuridad que reinaba en aquel túnel otorgaban un aspecto siniestro a la escena.

Los tres supervivientes comenzaron a avanzar con cautela por el túnel. Cada sonido parecía una amenaza: el crujir de los tabiques, el titilar de las bombillas o sus agitadas respiraciones. En la lejanía aún podían distinguirse aquellos espeluznantes gritos, golpes y lo que les parecían disparos.

Cuando el grupo dobló la primera esquina se encontró con dos policías. Uno de ellos yacía en el suelo mientras era devorado por su compañero, que estaba esposado a una de las numerosas tuberías que recorrían los túneles.

—¡Santo Dios! —exclamó aterrorizada Rosa.

—Rápido, hay que deshacerse de ese que está esposado antes de que se ponga a gritar. Golpéale con la barra —dijo Luis, con miedo a ser delatado por aquel ser.

—¿Qué le pegue? Joder, no he pegado a nadie en mi vida, y menos matar a alguien. Además, he visto cómo les pegaban dos tiros y seguían tan tranquilos… —contestó Andoni.

—Tengo una idea, pero no os va a gustar… —dijo Luis llevándose la mano a la boca—. Tenemos la opción de averiguar cómo defendernos de esas cosas, incluso de cómo deshacernos de ellas. ¿Y si le damos en la mandíbula? Así no podría mordernos ni gritar para avisar a otros como él. Vamos a aprovechar que está esposado, esto multiplicará nuestras posibilidades de sobrevivir.

La mente lógica de Luis estaba dando un paso importante hacia la supervivencia. Había comenzado a distinguir humanos de muertos, aliados de enemigos. Como en muchas guerras, su cabeza había empezado a deshumanizar a quien le quería muerto, para poder así comenzar a defenderse sin el peso posterior de quitar una vida. Ahora era él o ellos. La vida o una muerte espantosa. Vivir o caminar entre los muertos.

Con un incómodo silencio, el grupo aceptó la idea, pero decidieron que fuese el autor de tan macabro plan quien lo llevase a cabo, pese a estar herido. Así, Luis cogió la barra y dio un par de golpes al aire a modo de ensayo; solo disponía de una mano, puesto que con la mano vendada no podía coger el arma. Con la seguridad que daba el quedar ocultos por la curva que hacía el túnel, pudieron planear bien su jugada. Andoni correría hacia el infectado para llamar su atención, en ese momento de distracción Luis le asestaría un golpe directo a la mandíbula.

El plan comenzó con una cuenta atrás. En cuanto Rosa llegó al uno, Andoni comenzó a correr hacia el policía esposado y a llamar su atención. Detrás de él, a una distancia de unos dos metros, le siguió Luis, con la barra en la mano derecha. El infectado se giró hacia el joven enfermero y, antes de poder emitir cualquier sonido, recibió un golpe en la cabeza. El golpe se desvió de la mandíbula varios centímetros hacia arriba, destrozando la sien del infectado. Eso provocó un traumatismo fatal en el maltrecho policía, que terminó sus días en este mundo con un agujero en la cabeza.

—Bueno… No era así como tenía que salir, pero hemos solucionado el problema —dijo un jadeante Andoni.

Luis tiró la barra de metal, ahora llena de sangre, y vomitó contra la pared. Rosa salió de su escondite para ayudarle, pero, al acercarse, el policía que yacía en el suelo la agarró por el tobillo haciéndole tropezar.

Lo que quedaba del agente comenzó a reptar hacia la asustada auxiliar lanzando dentelladas al aire, pero, cuando se encontraba a unos centímetros del pie de Rosa, una barra de hierro hundió su frente. La presión ejercida sobre el hueso por la barra de metal hundió el hueso frontal del infectado y provocó que su ojo izquierdo saliera de su órbita.

Sujetando la barra se encontraba Andoni, tembloroso y con los ojos vidriosos. Lanzó la barra con rabia contra la pared y comenzó a llorar.

—Se supone que las salvo, no que quito vidas —sollozó Andoni.

—Me has salvado la vida, era necesario. Ahora son ellos o nosotros, no te sientas mal —le consoló Rosa.

—Antes has dicho que les disparaban, pero seguían caminando. A este de un golpe lo hemos derribado. ¿Pudiste ver bien dónde les dispararon? —comentó Luis, limpiándose la comisura de los labios.

—Fueron todos directos al pecho —respondió el enfermero, aún entre lágrimas.

—Interesante, desde ahora nos defenderemos así.

Aprovecharemos su lentitud a nuestro favor. Concentrad los golpes en la cabeza o en sus piernas, no parecen muy hábiles —comentó Luis a modo de líder.

—Mira, este aún conserva el arma —dijo Rosa señalando al policía muerto en el suelo—. Y también la porra.

—Yo no he disparado en mi vida. Creo que nos va a ser más útil la porra, pero deberíamos coger todo lo que nos sirva de defensa —señaló Rosa.

El grupo de supervivientes cogió la porra, la pistola y la poca munición que llevaba el agente fallecido, y continuaron la marcha. El compañero parecía haber perdido sus armas en la pelea que acabó con él. Todo apuntaba a que, durante la refriega, ambos acabaron heridos, uno de ellos mortalmente. El otro parecía que había pensado esposarse para no suponer una amenaza cuando se reanimara.

Precariamente armados y dejando atrás una escena digna del peor de los crímenes, continuaron su marcha a través de los túneles. Todos tenían el temor de ser atacados de nuevo; ninguno de ellos quería enfrentarse a la muerte, a una violencia sin límites. Por si sus temores fueran poco, ninguno de los tres tenía nociones básicas sobre el manejo de armas de fuego, por lo que cargar con esa pistola les daba más miedo que seguridad.

 

Con la velocidad que el pavor marcaba, llegaron a una recta donde se encontraban la puerta de acceso a los vestuarios y, diez metros más adelante, la puerta antiincendios que protegía las escaleras que daban al exterior.

—Aquí están nuestros vestuarios. Sé que es un poco temeroso, pero me gustaría cambiarme de ropa. No tardaré nada, y los vestuarios deberían estar vacíos —dijo Andoni.

—A mí también me gustaría cambiarme —respondió Rosa.

Luis asintió con la cabeza, y decidieron entrar primero al vestuario masculino y después al femenino, pues estaban dispuestos en ese orden respecto a su posición. Lentamente, entraron al vestuario masculino y no se separaron hasta asegurarse de que estaban solos. El espacio parecía seguro, por lo que Andoni abrió su taquilla y se puso la ropa con rapidez.

También decidió llevarse su mochila. Salieron cuidadosamente y entraron sin demora en el vestuario femenino. Utilizando la misma técnica, se aseguraron de que la habitación estuviera vacía. Rosa se cambió de ropa con igual velocidad, y se dirigieron hacia la puerta de salida del vestuario.

—Esperad. ¿Qué se supone que haremos una vez estemos en el exterior? —dijo Luis al tiempo que se detenía.

—Yo iría hacia el mar, intentaría coger un barco o algo, hasta que se calmen las cosas —contestó Rosa.

—Lo veo bien, pero si el hospital es un caos, imaginad cómo estará el resto de Bilbao. ¿Cómo vamos a llegar hasta el puerto? —

Andoni parecía estar pensando en voz alta—. Supongo que deberíamos ver si hay alguna embarcación por la ría y, de no ser así, ir al puerto más cercano. Las autopistas estarán repletas de gente huyendo; supongo que un atasco en estas circunstancias sería una trampa mortal.

—¿Y el metro? —respondió Rosa.

—Oscuro, siniestro y sin vías de escape. ¿Tan malo he sido contigo estos meses? —intentó bromear Andoni.

—Supongo que si a nosotros nos ha parecido mala idea, al resto también —dijo Luis—. No creo que nadie se atreva a caminar a oscuras por las vías del metro… Es una línea recta hacia la costa, además. Siempre que los metros no estén circulando, claro.

—Vale, ellos son lentos. Lo mejor sería salir y correr hasta el metro de San Mamés; si son pocos, no nos cogerán. Una vez allí, vemos qué tal está aquello y, si todo está en orden, corremos hacia el metro —dijo Andoni.

—Vale, será mejor que nos llevemos esto —comentó Rosa, mientras sacaba unas linternas que utilizaba en los turnos de noche para no molestar a los pacientes encendiendo la luz de sus habitaciones.

Hechos los planes, los tres salieron del vestuario femenino en dirección a la puerta antiincendios. La abrieron con el cuidado de quien manipula un explosivo, lentamente se cercioraron de que el camino estaba despejado y comenzaron a subir las escaleras. Cuando llegaron a la puerta que daba a la calle, se detuvieron a intentar escuchar lo que ocurría en el exterior. Todo parecía en silencio, a excepción de alguna alarma y lo que parecían disparos en la lejanía.

Abrieron la puerta con sumo cuidado, intentando no llamar la atención de nada ni nadie. El exterior de los pabellones que formaban el hospital de Basurto era un conjunto de jardines y caminos que unían cada pabellón, a la vez que facilitaban el acceso a vehículos y viandantes. En otro momento, estos jardines eran el patio de recreo de muchos pacientes, no era raro ver pasear por allí a gente de todas las edades ataviada con las batas de hospital. Ahora, era un cementerio de muletas y sillas de ruedas vacías. Parecía que la guerra hubiese arrasado ese lugar: charcos de sangre, ropas rasgadas mecidas por el viento, cadáveres en ángulos imposibles; los restos de una cruenta batalla. Pero ni rastro de infectados, los muertos parecían haber dado una tregua a aquel paisaje desolador, o haber encontrado otro objetivo.

El grupo salió al exterior con pasos temblorosos, sin perder su formación defensiva en línea de a uno. Con la vista fija en cada esquina, el grupo se colocó instintivamente cerca de la pared del pabellón mientras se dirigía hacia la esquina del mismo. Después de dejar atrás ese muro, solamente el edificio de Gobierno les obstaculizaba la salida.

Andoni encabezaba la fila, armado con la barra de metal en una mano y la mochila en la espalda, donde llevaba guardada la pistola.

Rosa, aún desarmada, se encontraba en segundo lugar. Luis se encontraba en último puesto; con su mano izquierda vendada y colocada sobre su pecho, sujetaba en la mano derecha la porra arrebatada al policía.

El camino hasta la esquina del edificio era de unos treinta metros.

En ese trayecto, caminando pegados a la pared, no encontraron ningún obstáculo. El silencio gobernaba aquellos jardines, el sol comenzaba a salir entre las tinieblas de la noche, bañando los jardines con una tímida luz. De no ser por los acontecimientos, sería una preciosa mañana.

Se detuvieron en la esquina para asomarse con cautela. Desde su posición, podían ver el edificio que aún tenían que superar para llegar a su destino. Dos ambulancias les impedían ver la salida, así que decidieron acercarse a ellas para poder ver si era seguro. Corrieron casi agachados hasta su cobertura y se apoyaron contra la primera ambulancia. Rosa se asomó desde la parte trasera del vehículo de emergencias y volvió inmediatamente a ponerse a cubierto. Llevándose las manos a la cabeza, miró al resto del grupo con lágrimas en los ojos.

Los otros dos supervivientes decidieron asomarse.

Los muertos se contaban por decenas. Pacientes con batas de hospital, otros que ya no las conservaban, doctores y doctoras, enfermeros y enfermeras y demás personal del hospital, que ahora se habían sumado a las filas de los muertos, se amontonaban en lo que parecía una manifestación infernal. Una multitud que intentaba alcanzar a dos hombres vestidos con el uniforme de trabajadores de ambulancias. Se encontraban sobre el lateral de una ambulancia volcada justo en la salida del hospital. En la cabina, en el asiento del copiloto, una mujer sacaba los brazos por la ventanilla tratando de agarrar a los dos supervivientes del accidente. El vehículo había volcado sobre la valla roja y blanca que delimitaba la salida. Restos de esta valla habían entrado por la luna delantera de la ambulancia y atravesado a la mujer justo por su abdomen, dejándola clavada al asiento. Incomprensiblemente, seguía moviéndose con violencia entre unos gritos estremecedores y muy poco humanos. Sus ojos, otrora azules, ahora eran un mar de venas rojas sobre un fondo blanco. Unas venas azuladas surcaban su frente hasta ocultarse en un pelo rizado recogido por una diadema. Uno de los supervivientes sostenía entre sus manos temblorosas una pistola, mientras el otro estaba sentado con la cabeza oculta entre sus piernas, cerca, pero no al alcance de los muertos. El hombre sentado parecía rendido, daba la sensación de que, en cualquier momento, iba a arrojar su cuerpo a ese mar de cadáveres.

Su compañero daba pasos, asomándose a un lado y a otro del vehículo, se llevaba las manos a la cabeza, visiblemente nervioso, pues se veía rodeado. El vehículo era una isla, un reducto seguro por unos instantes en un océano de violencia, dientes y muerte. Era lógico pensar que nunca había tenido un arma en sus manos; la miraba y manipulaba con suma torpeza. El estrés de los gritos, y los brazos zarandeando la maltrecha ambulancia comenzaron a hacer mella en los dos trabajadores, que comenzaron a gritarse mutuamente.

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